Sociólogo y politólogo. Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)
Podemos: Aprender de los errores
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
(Autor de Movimiento popular y cambio político. UOC)
Se publica en Nueva Tribuna (11-1), Rebelión (12-1) y Pensamiento Crítico (20-1); una versión corta en Público (11-1)
Dirigentes de Podemos nos han ofrecido un lamentable espectáculo con ocasión de su posicionamiento para la próxima Asamblea Ciudadana, llamada Vistalegre 2: “Sé que os estamos avergonzando”, dice Pablo Iglesias, Secretario General. Así, señala que es la peor imagen presentada en sus tres años de vida y califica la situación de “espiral de torpeza” (en la que se incluye) que hay que parar. A su vez, Íñigo Errejón, Secretario Político, habla de que “a Podemos le toca madurar”.
Empiezo con estos dos conceptos expresados por los máximos líderes de Podemos y referencia de sus respectos equipos y tendencias: existe torpeza e inmadurez. Creo que son útiles como punto de partida para remarcar el talante unitario y constructivo con el que voy a abordar estas reflexiones. No se me escapa que ambas palabras pueden tener muchas aristas y sentidos. Están referidas a la actual polémica sobre la existencia de ‘diferencias estratégicas’ y organizativas (como reconocen ambos, así como la tercera corriente, la Anticapitalista, liderada por Miguel Urbán). Igualmente, reflejan una pugna por el refuerzo del liderazgo respectivo y las posiciones organizativas a conseguir.
Asistimos a un proceso intenso de reagrupamientos internos y expresión de lealtades orgánicas para condicionar el tipo de orientación política y el nuevo equilibrio de los distintos sectores en las estructuras dirigentes. Supone, por tanto, una fractura importante en la dirección, con la distribución, prácticamente por la mitad, de los apoyos de las dos principales sensibilidades, según la reciente consulta, con cerca de cien mil participantes, sobre los procedimientos a seguir: 41,6%; 39,1%, y 10,5%, respectivamente. De entrada, se ha expresado con libertad y transparencia una gran pluralidad de posiciones y un sistema participativo encomiable. Nada que ver con la opacidad, la restricción a los ‘disidentes’ o la capacidad de coerción que ejercen los aparatos dirigentes del PP y el PSOE (y Ciudadanos), con su poder institucional y su vinculación al poder establecido, y que se han servido de esta pelea para esconder sus propios problemas de credibilidad social y democrática.
En todo caso, hay consenso, dentro y fuera de Podemos, sobre que los efectos políticos y organizativos no hay sido positivos sino que le han debilitado. La conclusión es clara: hay que corregir las torpezas y ser más maduros y unitarios. Dejando al margen la instrumentalización y el gozo de los poderosos y su aparato mediático, la dificultad está en establecer la dimensión y gravedad del destrozo producido, sus causas y responsabilidades y, más difícil, qué y cómo enmendarlo. Así, es imprescindible profundizar en el diagnóstico y, sobre todo, aprender de los errores cometidos y las deficiencias observadas y avanzar en la construcción de un sujeto político tan valioso y necesario como Podemos. Luego vuelvo sobre ello. Antes, un rodeo para explicar el enfoque adoptado y justificar las conclusiones.
Espíritu crítico y talante integrador y democrático
Soy un ciudadano de a pie, partícipe del cambio social y político. No tengo información directa de los debates y las relaciones orgánicas en las estructuras dirigentes. Cuento con la información publicada (no toda) y datos indirectos y fragmentarios de la realidad interna de la dirección partidista. Lo que sí es pertinente decir es que llevo medio siglo en el activismo social y el compromiso político e intelectual, siempre con espíritu crítico, actitud transformadora y talante democrático. Desde mis primeros pasos juveniles, allá en los años sesenta, de la mano de Paolo Freire, he valorado la pedagogía activa, con un enfoque social para promover la capacidad crítica y el empoderamiento de las capas oprimidas. Todavía a mi alumnado universitario (aspirantes a maestras y profesores de enseñanza secundaria) les recuerdo lo más importante para su futura actividad docente: capacidad para seguir aprendiendo durante toda la vida, particularmente, con la experiencia superadora sobre sus límites y equivocaciones.
En la vida y, sobre todo, en política es imposible no cometer errores; hay que prevenir y evitar que sean graves y con consecuencias irreversibles; es fundamental captar lo nuevo, ser capaces de aprender y, así, transformar la realidad. Esa cualidad es básica para los dirigentes políticos, especialmente del campo progresista, para los que es fundamental la lucidez y la ética; no así para los de las derechas, que controlan los resortes del poder. Se lleva mal con la soberbia, la intransigencia, el dogmatismo y la prepotencia.
Desde hace un siglo, existen abundante teoría política y sociología críticas de las organizaciones partidistas (precisamente a raíz de la experiencia de la primera gran formación política progresista, el Partido Socialdemócrata Alemán-SPD). También contamos con la experiencia de los viejos movimientos obreros y populares (desde el siglo XIX) y los nuevos movimientos sociales (desde la década de los sesenta), así como de las polémicas y tradiciones anarquistas, socialdemócratas y comunistas sobre qué tipo de organización construir para la emancipación de los pueblos y las clases populares. La historia social y política nos ofrece enseñanzas, mayormente, de cómo no se deben hacer las cosas, que nos ayudan a no caer en similares defectos (aunque hay que recordar que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra). Resumo los dos criterios normativos fundamentales, a veces solo admitidos de forma retórica: calidad democrática y ética, y representación y compromiso con la ciudadanía, con la mayoría social.
El aspecto principal es afrontar el desafío de una nueva formación política, de un partido-movimiento de nuevo tipo, superador de los defectos e insuficiencias de los partidos políticos tradicionales y de las limitaciones de las organizaciones sociales. Esa exigencia colectiva está derivada del reto transformador que en esta etapa histórica ha sido depositado sobre la ciudadanía crítica española y su representación política, en el marco europeo de la pugna por la derrota de la austeridad, el autoritarismo institucional y la regresión socioeconómica. Está ligada, por un lado, a la confrontación con el poder liberal-conservador y las presiones de la extrema derecha xenófoba y reaccionaria, y por otro lado, a la conformación de un bloque social y político progresista, representativo de la mayoría popular y con un horizonte democrático y de justicia social.
Por tanto, aparte de la experiencia y la reflexión teórica e histórica, me sitúo como analista de las respuestas sociales a la crisis socioeconómica, institucional y territorial y la articulación del cambio social y político, en esta última década. Podemos y su dirección tiene una gran responsabilidad con la conformación de un nuevo sujeto político en España. Acertó en su proyecto y ha cubierto una primera etapa como representación y consolidación de un electorado indignado con la deriva regresiva y autoritaria del poder establecido. Ha contribuido a romper la inercia continuista del bipartidismo y articular una alternativa de cambio sociocultural e institucional. El acoso de los poderosos no se ha hecho esperar y se incrementará en la medida que se abran más dinámicas de cambio.
Por otra parte, Podemos es una realidad política y organizativa compleja y diversa: desde Galicia y Asturias hasta la Comunidad Valenciana y Les Illes; desde Canarias hasta el País Vasco y Navarra; desde Andalucía hasta Cataluña. Y todo ello, como no, pasando por la Comunidad de Madrid. Ya ha articulado buenas relaciones y alianzas en las candidaturas municipalistas, con capacidad de gestión institucional en las grandes ciudades, en las confluencias de Galicia y Cataluña, así como con Izquierda Unida, Compromís y otros grupos.
Pero, aparte de las sensibilidades políticas e ideológicas, también existe otra realidad poco reconocida, varias categorías de inscritos con distintas funciones y estatus, particularmente dos: varios miles de cargos públicos, cuya prioridad es la acción institucional, representativa o de gestión, aunque vinculados con los procesos de legitimación social y participación democrática; varias decenas de miles de activistas (y hasta el medio millón de inscritos del conjunto), en redes y grupos sociales, la mayoría desde el voluntariado, con la voluntad de difundir los mensajes, conectar con la gente, encauzar sus demandas y mejoras, promover su participación política y electoral y estimular su movilización social. Son imprescindibles y complementarias, pero generan dinámicas distintas no exentas de tensión. Todo debe confluir en la articulación de un amplio movimiento popular y ciudadano, soporte y en interacción con la representación política, electoral e institucional, de un campo cívico mayoritario por el cambio social y político.
En todo ese conglomerado y ante esa gran tarea, el respeto a la pluralidad, el estilo cooperativo e integrador y la actitud democrática y unitaria son esenciales. Y, además, hay que añadir la gran diversidad política de las fuerzas progresistas en el Sur europeo, empezando por los países más próximos, Grecia y Portugal, y los más inmediatos, Francia e Italia, lo que supone otro reto articulador.
Una formación política de nuevo tipo
No entro en los dilemas de estrategia política, sobre los que habrá que volver. Sólo decir que las conocidas dicotomías moderación-radicalismo, transversalidad-confrontación con el poder, trabajo institucional-arraigo en la calle, ganar mayorías-activar a la gente… me parecen simples, parciales y no antagónicas; es decir, pueden ser complementarias y deben articularse en un mismo proyecto político, aun con énfasis diferentes.
Tras el 20-D, en la decisión más transcendental sobre la posición ante el pacto PSOE-Ciudadanos, hubo opiniones distintas pero las bases de Podemos, con una participación de doscientas mil personas y cerca del 90%, rechazaron el apoyo a ese Gobierno, exigiendo un programa negociado y de progreso y un Ejecutivo de coalición. La coalición con IU en Unidos Podemos también ha sido controvertida pero aprobada mayoritariamente.
El problema es que no hemos contado, hasta ahora, con las otras dos (supuestas) propuestas estratégicas (Anticapitalistas la tiene más definida), convenientemente desarrolladas y argumentadas. Y así es difícil establecer la dimensión de las diferencias políticas y las bases comunes sobre las que conformar un acuerdo amplio. La gente nos hemos visto sumergido en la cultura del tuit, marco no muy funcional para explicaciones, debates y consensos. Los tuit, como antes las consignas (en carteles, pancartas y octavillas), los libelos en verso de nuestros literatos barrocos o el clásico refranero popular, por su capacidad sintética y amplia difusión y si sintonizan con la experiencia popular, son fundamentales para la divulgación cultural y la diferenciación sociopolítica. Pero son limitados como diálogo y, por tanto, para la deliberación estratégica y la decisión equilibradas. El tipo habitual de tertulias y debates televisivos tampoco ayuda, y el clima hostil de los poderosos y sus aparatos mediáticos tergiversan los significados, incluso el sentido de las palabras.
Pero estas insuficiencias discursivas, de falta de contenido político elaborado y mecanismos comunicativos esquemáticos, se han visto agravadas por un importante hecho político-organizativo: la fractura del núcleo dirigente (dominante en Vistalegre 1), en dos partes similares con la voluntad de reafirmar su estatus organizativo o de poder interno. La dinámica desencadenada, no inevitable, es la de sumar fuerzas y lealtades simbolizadas por Pablo Iglesias e Iñigo Errejón.
Hasta aquí, no habría problemas, si hubiera proyectos contrastados, talante unitario y métodos apropiados. Incluso se podría explicar la disputa representativa y leal por la distribución del poder interno, la llamada correlación de fuerzas que aspira cada sector en las estructuras dirigentes, incluido las territoriales. Cada cual trata de condicionar la estrategia política y negociar la posición orgánica para influir mejor, a su modo de ver, en el proceso político y colocarse en situación de ventaja para el reparto de las posiciones institucionales que se esperan para las siguientes elecciones municipales y autonómicas (y las generales si se adelantan). Se podría justificar y debatir con transparencia desde el punto de vista del respeto a la pluralidad y la legitimidad de cada sector a buscar el apoyo de la mayoría de la organización.
No obstante, la débil formulación analítica, programática y estratégica ha facilitado la polarización excesiva de liderazgos, la pugna descarnada por las garantías en la distribución del poder interno, con su secuela de descalificaciones políticas y desprestigios personales. Se construyen unas ‘identidades’ de grupo (sensibilidad, sector, corriente o tendencia), a veces, por encima de la pertenencia colectiva y los objetivos comunes. Se habla de proyectos distintos cuando se reconoce que son complementarios y las diferencias no nos insalvables. Aparece el emplazamiento y el regateo de parte.
Esta dinámica perversa nos empuja a ser pablistas, errejonistas o anticapitalistas, antes que compartir el proyecto unitario de Podemos, ser podemitas, cuya nueva definición queda en la penumbra con pequeños y variados destellos emotivos o de buena voluntad. Se han producido formulaciones extremas, caracterizaciones sesgadas del otro, utilización del todo vale, es decir, prácticas poco democráticas. Pablo Echenique, hace un año, antes de ser Secretario de Organización, ya hizo un avance de vicios y defectos organizativos. Es una dinámica antigua que hay que cortar, la de profundizar la división, sin justificación ética o política, y conformar sectas o grupos de presión con la pretensión de apropiarse de los recursos colectivos, simbólicos o materiales, más allá de los méritos propios, y marginar al otro. Hay que respetar el pluralismo de las distintas sensibilidades y articular las diferentes identidades o afinidades, al mismo tiempo que el proyecto común y un exquisito talante democrático, bajo el riesgo de la disgregación y el deterioro político y electoral.
En todas las tradiciones políticas, con la distinción del alcance de quien tiene más poder y quien tiene menos, hay experiencias de prepotencia jerárquica: liberal-conservadoras, socialdemócratas, comunistas, nacionalistas, populistas o anarquistas. A la dirección de Podemos le ha faltado sensatez, le ha superado el proceso de la necesaria adaptación y maduración. Su problema actual de credibilidad cívica es por la percepción pública de su limitada calidad o cultura democrática en la regulación del poder interno, su distribución y su control; más ante la expectativa de lograr posiciones de Gobierno.
En una gran institución u organización política compleja es normal que haya diferencias de ideas e intereses, así como una pugna legítima sobre esa distribución del poder. Pero más allá de los necesarios códigos éticos y procedimientos democráticos, superiores a los de otros partidos políticos, los líderes tiene una responsabilidad suplementaria: es necesario evitar las dinámicas sectarias y las prácticas burocráticas y prepotentes para reforzar la posición propia y deslegitimar la del contrario. El déficit unitario e integrador, en la medida que se produce y se visualiza, les supone un desgaste de su prestigio y liderazgo que, por supuesto, pueden y deben remontar.
Tenemos que evitar una Asamblea Ciudadana fallida, que enquiste la división o no defina un camino compartido. La batalla prolongada y visceral por proyectos divergentes y posiciones orgánicas hegemónicas de una parte conduce al fracaso. Necesitamos un compromiso amplio con un proyecto común, un equilibrio (quizá algo inestable) sin ganadores ni perdedores, ganando todas las personas partícipes del cambio, aun con diferencias sustantivas y reequilibrios representativos. Los objetivos son ambiciosos y la lealtad es, sobre todo, con ellos y con la gente.
El próximo ciclo debe ser de consolidación y ampliación del apoyo ciudadano y de avance en la construcción de un sujeto político más amplio con el conjunto de Unidos Podemos y convergencias. El aprendizaje hoy, vale para mañana. Faltan dos/tres años para el próximo asalto institucional, en un contexto de prolongación de la crisis sistémica. Vistalegre 2 debe prepararnos para ello, pero quizá sea necesario, además de una evaluación permanente, realizar ante ese desafío un tercer proceso reflexivo, deliberativo y constitutivo.
La expectativa de crear un nuevo tipo de formación política popular, más integradora y democrática, habrá que verla con ojos más realistas y perseverantes. Quizá, si sale bien, tengamos enseñanzas constructivas del proceso de constitución del nuevo sujeto político en Cataluña, de la mano de los comunes y el liderazgo de Ada Colau y Xavier Doménech. En todo caso, el liderazgo colectivo que representaba el cartel de Unidos Podemos del 26-J es más adecuado para la próxima etapa. La solución: Atarse los zapatos, al mismo tiempo que aprender y corregir el rumbo.
Dilemas de Podemos
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
(Autor de Movimiento popular y cambio político, UOC)
Publicado en Pensamiento Crítico (20-2). Partes de este texto, escrito antes de conocer los resultados de las votaciones en la Asamblea Ciudadana, han sido publicadas en Rebelión (7-2), Nueva Tribuna (10-2) y Público (10-2).
6 de febrero de 2017
En el actual proceso que culmina en su Asamblea Ciudadana (Vistalegre 2), Podemos se enfrenta a un dilema: la consolidación o no de su capacidad transformadora. Lo que se ventila es el avance o el retroceso (o estancamiento) de la dinámica del cambio sociopolítico e institucional en España (y su influencia en la Europa del Sur), así como su capacidad de arraigo social, estímulo de la participación y la activación cívica y carácter de la representación política de las demandas populares. Esta dinámica afecta al grado de refuerzo o debilitamiento de las fuerzas del cambio y la acción articuladora de Podemos con sus aliados (Izquierda Unida en Unidos Podemos, las confluencias –En Comú Podem de Catalunya, En Marea de Galicia, Compromís de la Comunidad Valenciana-, así como las candidaturas municipalistas y otros grupos menores). Todos los sectores progresistas, partícipes del cambio político y social, estamos involucrados por sus decisiones y consecuencias.
Dos son las tareas principales en el medio plazo -hasta los años 2019/20- que se van a decidir. Una, adaptar y dotarse de una orientación política que, desde los grandes valores constitutivos de justicia social, igualdad y democracia, defina el camino, los objetivos, las prioridades políticas, las fuerzas sociales y las alianzas implicadas; todo ello con los objetivos de consolidar y ampliar el movimiento popular y avanzar en el cambio sustantivo, institucional y socioeconómico. Otra, conformar un mejor instrumento representativo y articulador, un partido-movimiento con una distribución del poder interno e institucional más transparente, democrática e integradora, junto con una vinculación más fluida y participativa con sus bases sociales, los movimientos cívicos y la sociedad.
Son evidentes las diferencias políticas y organizativas que han cristalizado, aparte de otros grupos menores, en tres grandes sensibilidades o tendencias (pablistas, errejonistas y anticapitalistas) con sus equipos (representados simbólicamente por Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Miguel Urbán) y sus documentos políticos correspondientes: Plan 2020, ganar al Partido Popular, gobernar España; Desplegar las velas: un Podemos para gobernar, y Por la Revolución Democrática, por una Marea Constituyente. La confrontación afecta a los dos temas clave: por un lado, la estrategia política y de alianzas y, por otro lado, la configuración del partido-movimiento y la distribución del poder interno y su legitimidad.
Hasta este momento, la imagen pública, amplificada por los medios, es de profunda división. Aunque a veces se habla de proyectos complementarios, la polarización es abierta y las diferencias de fondo parecen insalvables. La dinámica es de confrontación de tendencias para conseguir apoyos y lealtades y obtener la mayoría de la organización. Está la incógnita sobre el desarrollo posterior de los equilibrios conseguidos en las estructuras dirigentes, el alcance de las divisiones internas y el grado de compromiso compartido sobre la orientación política y la dirección y el liderazgo aprobados.
Se presupone que hay un interés común por fortalecer Podemos (y sus aliados), que debería ser más patente; además, hasta ahora, es un fenómeno exitoso y no existen otras opciones operativas. Ambos hechos dificultan una dinámica hacia la escisión de unos u otros. Pero existe el riesgo, si no se cierra bien este proceso, de consolidar la dinámica de dar prioridad a la acción por la mejor colocación relativa frente a los otros, del enquistamiento de la fractura y la prolongación de la pelea interna por mejorar cada cual las posiciones orgánicas, la hegemonía política y organizativa. Como dice Chantal Mouffe (En torno a lo político, 2007), vieja conocida de los dirigentes de Podemos, la diversidad puede ser una fuente de fortaleza, pero [si es excesiva, sin compromisos básicos y sin regulación] puede plantear problemas serios. En todo caso, la presión de la gente por la unidad y la participación democrática pueden ayudar deslegitimando las posiciones sectarias y autoritarias.
Un marco interpretativo sesgado
El conflicto no se produce según el marco interpretativo que define el documento de Errejón y su equipo: dos proyectos antagónicos en los que la garantía para ‘avanzar’ o ‘ganar’ la tiene un grupo (errejonista) y la de perder o ser marginal el otro (pablista). Esa valoración interesada puede recoger mejor los apoyos a su opción de alguna gente inscrita. Pero a costa de reinterpretar negativamente la estrategia de Podemos seguida este último año, dejando de lado, precisamente, el posicionamiento sobre la principal iniciativa estratégica: la apuesta por un Gobierno de progreso compartido con el Partido Socialista y el rechazo a una posición subalterna en el pacto continuista de PSOE-Ciudadanos. Así, justifica la necesidad de un cambio de rumbo político y aspira a la hegemonía organizativa en la dirección: el futuro para ser útil y ganador estaría en las manos de su corriente, desplazando a la tendencia pablista.
Definidos así los respectivos proyectos políticos (el documento de Iglesias no entra a valorar la estrategia de Errejón) la confrontación antagónica es evidente. Pero la realidad es distinta. Por una parte, hay muchos elementos comunes, a veces instrumentalizados para legitimar la posición propia, pero que conforman el bagaje y la experiencia popular de todo el proceso de cambio en España. Por otra parte, existe una diferenciación discursiva entre los líderes, de gran peso simbólico pero con algunos fundamentos artificiales, junto a un contundente reagrupamiento, a veces simplemente sectario, y una polarización de poder, aun con un espíritu dominante en la gente inscrita y bases electorales de unidad y colaboración.
El fortalecimiento o debilitamiento de Podemos y su influencia política no viene derivado de si gana Errejón (tampoco de si gana Iglesias) sino de profundizar y destacar ese proyecto común y una dirección plural y unitaria, a los que no sería muy difícil de acceder con voluntad, tolerancia y pragmatismo. Las diferencias (y deficiencias) políticas que existen, incluso sustantivas, podrían haber dado lugar a la formación de debates, sensibilidades y candidaturas diferentes, con el correspondiente reequilibrio de fuerzas en los órganos dirigentes según la representatividad de cada cual y el ajuste de la orientación política, según el predominio de unas ideas u otras. El marco de debate y decisión hubiera sido más unitario y el objetivo compartido de avanzar y ganar más eficaz. No ha sido así y, en seguida, voy a analizar por qué.
Antes, concluyo esta consideración previa: la resolución del dilema de si este proceso de Asamblea Ciudadana sirve para potenciar o reducir la función política de Podemos no viene derivada de la apuesta por que ganen unos u otros (lo que tiene muchas implicaciones importantes). Va a venir de si se mejora o empeora la capacidad de articular un proyecto compartido y unitario y una dinámica integradora y democrática. La solución no es la imposición de la mayoría que salga sino la regulación del pluralismo, la actitud integradora, la lealtad a las decisiones mayoritarias y la relativización de las grandes diferencias discursivas, algunas construidas instrumentalmente para sacar ventaja comparativa. En definitiva, con el desarrollo práctico del proyecto compartido, dejando en un segundo plano las diferencias que deberán ir resolviéndose con la experiencia práctica y el debate constructivo. Y ese reto está por ver cómo se afronta, incluso en las semanas posteriores.
Son positivos y necesarios los gestos de contención y los compromisos parciales de todas las partes implicadas (aquí conviene citar la actitud encomiable de mediación de Carolina Bescansa y Nacho Álvarez, que han presentado la dimisión de sus cargos orgánicos por la frustración de su intento). No obstante, han tenido un impacto limitado y todo aboca a una confrontación abierta de proyectos y candidaturas a las estructuras dirigentes. Se trata de explicar el alcance y la profundidad de las diferencias, la dinámica del conflicto y sus efectos y, sobre todo, analizar el horizonte que se abre según qué estrategia y qué nuevo equilibrio de fuerzas se produce.
Diferenciación estratégica sin fundamentos reales
Me centro en el análisis del documento de Errejón y demás firmantes, el más complejo y difícil de valorar. En la primera parte (hasta la página 18) se hace un repaso crítico de la estrategia de Podemos tras el 20-D, el diagnóstico de dos estrategias contrapuestas y los objetivos generales de su alternativa; en la segunda parte se desarrollan con ideas genéricas, y en la tercera se concretan con medidas razonables. Veamos algunas definiciones y argumentos de lo primero, donde se concentra la polarización.
Tras la afirmación de la existencia de las dos estrategias, el documento no entra en la explicación o posicionamiento ante la estrategia real seguida por Podemos y liderada por Pablo Iglesias (y compartida por Errejón y la mayoría de su equipo). Construye y le adjudica una estrategia ficticia, con la que se contrapone fácilmente. Está basada en actuaciones secundarias u opiniones de determinadas personas, pero no considera lo más relevante de la estrategia expresada en el documento de Iglesias.
Así, elabora discursivamente diversas dicotomías interesadas: su estrategia consistiría en ganar o avanzar posiciones sociales e institucionales, la contraria en perder, estancarse o retroceder; la primera, en ir a la ofensiva y con iniciativa, ensanchando apoyos, la segunda a la defensiva, con los convencidos y en el extremo del tablero; la primera, con la transversalidad como garantía de relación amplia y abierta con la gente, la segunda, encerrada en los ‘sectores empobrecidos’, preocupada solo por ‘aglutinar a la izquierda’, ‘resistencialista’ y ‘huyendo de compromisos institucionales’.
Conecta con el esquematismo que se ha formado en los medios: moderación (mayorías) frente a radicalidad (minorías); instituciones (utilidad) frente a protesta en la calle (marginalidad inoperativa). Solo que es irreal y refleja el pasado, la hegemonía del bipartidismo y la ausencia de un gran campo sociopolítico y electoral popular y progresista.
La descalificación del documento hacia la política representada por Iglesias es global: “Podemos está perdiendo un tiempo precioso”… “Si continuamos por la misma senda resistencialista que iniciamos tras el 20D, la restauración estará mucho más cerca”. Por tanto, esta supuesta estrategia ‘resistencialista’ traería consecuencias favorables para el adversario político. Implícitamente se llega a la lógica del ‘enemigo interno’ que (objetivamente) bloquea el proyecto propio y beneficia al bloque de poder oligárquico o al Partido Socialista.La cultura sectaria y cainita se esparce por las redes sociales y en todas las direcciones y tendencias. Es la vieja tradición en las izquierdas y sectores progresistas desde la Revolución francesa y la 1ª Internacional (las derechas y las oligarquías disciplinan a la gente con su poder).
En ese marco dicotómico y sesgado, no caben transacciones, solo vencer para cambiar de estrategia política y núcleo hegemónico. Ante la alternativa entre promover un Podemos ‘ganador’ y ‘nuevo’, con amplio respaldo social e institucional, frente a un Podemos ‘perdedor’, minoritario y aislado (que reproduciría las ‘viejas deficiencias comunistas’), están claras las opciones prejuiciadas. Nadie quiere lo segundo. La capacidad de motivación y cohesión se inclina hacia la solución nueva y ‘ganadora’. Si en relación a la descalificación que algunos realizan de Izquierda Unida, ese discurso todavía tiene algo de efectividad, respecto de la estrategia explicada en el documento de Iglesias no tiene credibilidad. Su debilidad o ilegitimidad es que es una construcción discursiva irreal, en función de crear una identidad para el reequilibrio de poder interno. La consecuencia es que muchas críticas y aportaciones concretas interesantes de ese documento del grupo de Errejón se desactivan ante la impugnación global de la estrategia pasada que, además, en gran medida ha sido compartida por ellos y legitimada muy mayoritariamente.
Se pueden admitir muchos errores y deficiencias en el proceso de negociaciones con el PSOE en torno al Gobierno de progreso, así como las dificultades de la coalición con Izquierda Unida. El propio documento de Iglesias afirma: “Durante ese periodo sufrimos un desgaste notable, cometimos fallos y el redactor de este documento cometió errores”. Hubierasido un buen ejercicio entrar en la valoración en profundidad sobre qué aspectos de comunicación, argumentos y decisiones tácticas fueron erróneos o insuficientes. Solo muy parcialmente se hizo en su momento y ahora tampoco se entra, perdiendo la ocasión para debatir con seriedad, colectivamente y mejorar. En todo caso, hay que señalar que algunas equivocaciones derivan del sectarismo pero otras de lo contrario, de la ingenuidad sobre las oportunidades de acuerdo con el PSOE o la infravaloración de las dificultades, aun manteniendo la mano tendida.
La apuesta por un Gobierno de progreso era acertada
El principal eje estratégico de Podemos (y sus aliados), el apoyo a un Gobierno de Progreso, compartido (en composición y programa de cambio real) y el rechazo a una posición subalterna que llevaba a legitimar el continuismo en España, fue avalado por el 90% de los doscientos mil participantes en la consulta -y, por supuesto, de la gran mayoría de IU y las convergencias- y con el acuerdo del propio Errejón (que hace unos días ha vuelto a ratificar defendiendo la ‘autonomía’ de Podemos frente al pacto PSOE-Ciudadanos); no así de algún persona significativa de su equipo. Ese es el elemento estratégico relevante que ha condicionado todo el año 2016 y que todavía impacta.
El concepto de estrategia expresa la actuación decisiva para cambiar sustancialmente las relaciones de poder. Pues bien, esa estrategia compartida con IU y las confluencias, era correcta. La contraria de avalar ese gobierno continuista, además de la división interna, habría producido el desconcierto y la disgregación de las propias bases electorales que no hubieran comprendido la renuncia al cambio.
Fuera de Podemos, precisamente en sectores de Izquierda Unida (Gaspar Llamazares), algunos socialistas procedentes de IU (López Garrido), junto con algún dirigente de Compromís (Baldoví) y de los grandes sindicatos, sí plantearon más tarde y abiertamente ese dilema: Participar o avalar un Gobierno de apoyo tripartito con PSOE y Ciudadanos, renegociando el pacto de estos últimos. Podría ser un interesante debate estratégico pero la realidad se impuso. Ni Ciudadanos ni la dirección del PSOE, tal como explicó Pedro Sánchez, estaban por la labor; su estrategia continuaba siendo el aislamiento o subordinación de Unidos Podemos y el continuismo económico, político y territorial con solo un recambio de élite gubernamental, con una hegemonía clara de ambos.
Incluso la hipótesis desesperada de Sánchez como Secretario General socialista, de emplazar a Unidos Podemos y confluencias (más la abstención de nacionalistas y sin abandonar a Ciudadanos) con un aval para un Gobierno socialista -con independientes- era, sobre todo, una estratagema preelectoral. Su vista estaba puesta en incrementar su hegemonía interna y en las nuevas elecciones anticipadas en las que esperaba modificar a su favor la distancia con Unidos Podemos para negociar con mayor ventaja y rompiendo la paridad representativa. Pero, como se sabe, el poder establecido y los barones socialistas defenestraron a Sánchez y anularon esa hipótesis (que, por cierto, si gana Sánchez las primarias del Congreso socialista, -cosa improbable, pero todo podría pasar-, volvería a plantear, junto con el NO a Rajoy y las elecciones anticipadas).
Por tanto, no había alternativa a la estrategia de Unidos Podemos y sus aliados de En Comú Podem y En Marea. La triple alianza por la gobernabilidad del PP deja poco margen para un cambio gubernamental y sus principales políticas (techo de gasto, bloqueo territorial…), aunque sigue siendo imprescindible su deslegitimación pública y el aprovechamiento institucional de sus resquicios. Por supuesto, la estrategia izquierdista, consistente en negar la posibilidad de cualquier acuerdo, mínimamente positivo, con el PSOE, sí que habría sido contraproducente; pero ese sectarismo extremo prácticamente nadie lo defiende.
Existen bases para un acuerdo estratégico e integrador
En consecuencia, el documento de Errejón no menciona ni realza lo principal: El acierto estratégico de Podemos (e Izquierda Unida y las confluencias), aun con errores significativos en su implementación. Ha sido compartido por la gran mayoría del núcleo dirigente y por las bases, aunque se haya resentido una parte del electorado ante el machaque propagandístico de socialistas y liberal-conservadores. Reconocer los errores y limitaciones permite actualizar los ejes estratégicos y legitimar la dirección, pero su opción, sin fundamentos discursivos sólidos, ha sido la impugnación de la orientación general y el énfasis en la ruptura estratégica, el cambio de rumbo político, sin explicar propuestas muy diferentes, y el reequilibrio orgánico.
Por otra parte, sus deducciones dicotómicas y la caracterización de izquierdista, radical, marginal o sectario de la política de Iglesias no se atienen a la realidad de su diseño estratégico: “La tensión restauración-cambio requiere el impulso de un bloque político y social, de carácter popular, capaz de anudar a los diferentes sectores sociales que quieren avances y de articular no solo un plan alternativo de gobierno, sino un nuevo proyecto de país”… “Debemos articular y defender los intereses de la mayoría social que ha sufrido la política de saqueo; esto solo es posible desde el protagonismo de los sectores populares que avanzan en la construcción de un pueblo sin miedo”… “Situar en el centro de la agenda institucional las necesidades reales de las personas”… “Debemos seguir construyendo el bloque histórico, social y popular”… “Hoy tenemos que poner todos nuestros recursos institucionales, políticos y organizativos al servicio de la articulación de una nueva voluntad popular” (la negrita es del original). Incluso en los títulos de ambos textos aparece el objetivo de gobernar desplazando a la derecha.
En el documento de Iglesias no se cuestionan los pactos con el PSOE en los ámbitos municipales y autonómicos. Solo se constata unos hechos en el plano estatal o gubernamental: la mayoría de la Gestora socialista y el bloque de poder que representa se han reafirmado en dos ejes de su estrategia política y de alianzas: colaborar con las derechas, garantizado la estabilidad institucional y el continuismo de la política económica y territorial, con ligeros maquillajes; una voluntad compartida con el poder establecido de neutralizar y debilitar la dinámica de cambio que representa Unidos Podemos y sus aliados.
El avance necesario y significativo se puede producir en el campo social y cultural, en el ensanchamiento del electorado, en el arraigo social y la articulación de la base popular; e, igualmente, en el ámbito representativo y de gestión institucional en los ámbitos territoriales. Pero, en el campo de la gobernabilidad estatal, dada la voluntad de la dirección socialista de favorecer el Gobierno de Rajoy (a no ser que cambie o Pedro Sánchez vuelva a la Secretaría General y, entonces, veríamos), los cambios posibles son limitados y condicionados por la presión social y sus dificultades de legitimación ciudadana. En ese triple nivel, con sus características específicas, es donde hay que desplegar la iniciativa y la vinculación con la gente.
Es verdad que entre ambos documentos hay algunas diferencias sustanciales de contenido y lenguaje, incluso de filosofía política o ideología; en particular, respecto del capítulo sobre las tareas de ‘fuerza de Gobierno’ y ‘construir pueblo’ (más desacuerdos habría entre ellos y el documento anticapitalista, “Por la Revolución Democrática”). Pero esas ideas sintéticas aludidas antes no son muy diferentes y pueden ser base para conformar un punto de acuerdo sobre unos objetivos generales compartidos. Aunque, hoy por hoy, dada la limitada experiencia práctica y teórica, su elaboración no puede ir mucho más allá de afrontar las tareas a medio plazo de desarrollo de un amplio movimiento popular y ganar capacidad de representación y gestión en las instituciones territoriales y gubernamentales tras el objetivo del cambio sustantivo en España. Y en el horizonte, la transformación del equilibrio de poder liberal conservador, hegemónico en la Unión Europea, auténtico reto estratégico popular y progresista y del que apenas se habla.
Una tentativa de explicación de la contundencia del equipo de Errejón es su creencia de que posee un armazón teórico y una certeza estratégica superiores, por lo que su proyecto lo defiende con auténtica firmeza y cohesión. Puede ser funcional para el agrupamiento de una tendencia interna en torno a esas ideas y liderazgos, que podría ser incluso mayoritaria. O, al mismo tiempo, para la negociación desde una posición de fuerza y firmeza de las cuotas de poder orgánico según su representatividad y el condicionamiento de la estrategia a seguir. Pero ello a costa de extremar discursivamente la diferenciación política con el equipo de Iglesias, desgastar muchas y buenas energías políticas, organizativas e intelectuales en una batalla en la que se ventilan ventajas relativas pero donde pierden todos. Y, adicionalmente, en caso de sacar mayoría, una dificultad añadida para ejercerla de forma integradora.
La recomposición de la unidad, dentro de la diversidad, y la iniciativa y articulación política para el nuevo ciclo, costarán conseguirlas. Exige voluntad y capacidad, pero el nivel necesario de ambas está por demostrar, gane quien gane. El reto es garantizar que, a partir de ahora, ganamos todos.
En definitiva, el debate realista, argumentado y unitario, imprescindible para ajustar la estrategia y la organización y dar coherencia interna y capacidad de influencia y articulación política, se ha sustituido por una polarización infundada y extrema. La confrontación es muy real y contundente en su expresión político-organizativa y mediática, pero con pocos fundamentos con la realidad de Podemos (y sus aliados) y, sobre todo, respecto de sus necesidades estratégicas. En ese sentido, el plan para la Asamblea Ciudadana está a punto de ser fallido. Solo queda esperar que no empeore y reiniciar el proceso. Frente al sectarismo y la intransigencia, presentes en algunas personas y ámbitos, es necesario el pragmatismo, la tolerancia y el auténtico compañerismo.
Hay poco debate estratégico, poco diálogo, y la confrontación injustificada no tiene marcha atrás. La legitimidad de los proyectos la podrá determinar el conjunto de personas inscritas, así como la preponderancia de la política a seguir y la hegemonía en la distribución del poder interno. Solo cabe esperar la negociación de una tregua o un compromiso básico sobre el respeto a los equilibrios mandatados y la altura de miras colectiva para articular una política consensuada, ya que de manera realista no hay grandes diferencias estratégicas aunque sí discursivas. Y, además, una integración organizativa basada en la colaboración, el respeto al pluralismo y la unidad. El temor, la venganza y la prepotencia de los ganadores, sean unos u otros. El riesgo, la prolongación del conflicto y el estilo poco democrático de afrontarlo, con el debilitamiento del proyecto. La solución, superar el sectarismo interno, afianzar la integración y volcarse en defender a las capas populares y promover el cambio social y político.
Bases sociales para un proyecto transformador
En el proceso de la Asamblea Ciudadana de Podemos (Vistalegre 2), se están formando falsas e interesadas dicotomías en las que encajar las posiciones y los conflictos, ya difíciles de analizar. De entrada, conviene desechar el marco interpretativo habitual en los medios de comunicación próximos a la derecha o al partido Socialista. Habría dos polos, uno moderado (Errejón) y otro radical (Iglesias), pero lo problemático es el contenido dado a esas dos palabras y su función deslegitimadora. Moderación sería adoptar una estrategia posibilista de acompañamiento y subordinación al PSOE. Su lógica es la de responsabilidad institucional, reduciendo su función al maquillaje social del continuismo socioeconómico, institucional y territorial. Radicalidad sería el activismo social minoritario o extremista, sin capacidad de influencia política en beneficio para la gente.
La polarización moderación / radicalismo, con ese marco, reduce las alternativas a dos: posibilismo institucional dentro del consenso liberal-conservador de la austeridad y el autoritarismo, o idealismo extremista e inoperante y, en todo caso, de reafirmación estética y expresiva en círculos minoritarios. La conclusión es que no habría posibilidad de cambio: estás con el poder o eres marginal. Pero la realidad es que existe Unidos Podemos y las convergencias con más de cinco millones de votos y un proyecto transformador autónomo del bipartidismo.
La trayectoria de la ciudadanía activa española demuestra la conformación de un espacio político masivo y transformador, diferenciado del poder establecido, incluido el Partido Socialista gobernante, y con gran legitimidad cívica. Es más, los elementos fundamentales de la cultura y la actitud política democrática y progresista de esa corriente social ya se iniciaron en los años 2009 y 2010, frente a las consecuencias de la gestión regresiva de la crisis. Antes incluso de la expresión del movimiento 15-M y, por supuesto, de la existencia de Podemos que fueron exponentes de esa tendencia popular y que contribuyeron a consolidar y representar.
La percepción de unos poderosos con su ‘clase política’ al frente (los de arriba), así como la de un campo sociopolítico indignado con las políticas antisociales y con déficit democrático gubernamental (los de abajo, por supuesto con zonas intermedias e indefinidas) ya se detectaron por estudios sociológicos en el año 2010, entre ellos los Barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de julio y octubre (tras los ajustes y la reforma laboral del Gobierno de Zapatero de mayo y junio y tras la huelga general del 29 de septiembre frente a ellos). Fue la primera gran constatación pública de la crisis de credibilidad social del Partido Socialista que, como se sabe, supuso el cese del mensajero, la presidenta del CIS, Belén Barreiro (aprovecho para felicitar públicamente y desearle éxito al recién nombrado Presidente del CIS, Cristóbal Torres, Director de mi Departamento de Sociología de la UAM).
La solución a la crisis socialista se llevó por delante a la vicepresidenta Fernández de la Vega, sustituida por Pérez Rubalcaba para, sin reorientar la estrategia política y económica gubernamental, hacer un esfuerzo de ‘comunicación’ para recuperar la confianza perdida de gran parte de su base electoral y neutralizar la dinámica de cambio. Y en ello está todavía la Gestora socialista, sin resultados de renovación política y recuperación electoral, y con un fuerte competidor (Unidos Podemos y las confluencias) al que desde el principio buscan reducir y marginar.
Pues bien, el marco de análisis de no reconocer y combatir esa realidad de un espacio político diferenciado lleva al pensamiento dominante en los medios a encajar el conflicto en Podemos dentro de esa bifurcación falsa entre esos dos polos. Así, es errónea la caracterización de Errejón y su equipo como pro-socialistas o favorables a la estabilidad del Régimen y su restauración. Igualmente, es una tergiversación acusar a Iglesias de radicalización como sinónimo de pensar solo en la agitación callejera y rehuir cualquier acuerdo con los socialistas. Casi toda la interpretación en los grandes medios de comunicación se somete a este esquema, del que sale beneficiada la imagen de Errejón, como líder sensato y negociador, y perjudicado el prestigio de Iglesias, como líder sectario e intransigente.
Ese análisis interesado parte de no admitir la existencia de un amplio campo sociopolítico y electoral con una dinámica transformadora autónoma, con un apoyo social relevante y con capacidad para condicionar la agenda y las medidas políticas. Por ello no entienden o no quieren reconocer los fundamentos sociales e históricos de este proceso político y la disponibilidad de una parte significativa de la gente progresista y de izquierdas por un cambio sustancial, socioeconómico, político y territorial.
Por tanto, existe una importante tendencia sociopolítica y electoral transformadora, democrática y social. Dentro de ese espacio o ese proyecto compartido hay matices y sensibilidades diversas dentro de Podemos y sus aliados. Pero hay que señalar lo específico y común del proyecto transformador y su diferenciación nítida del social-liberalismo de tercera vía como apéndice del neoliberalismo, o bien del ultra-izquierdismo minoritario que prácticamente no defiende nadie. Su carácter y su perfil están claros: progresista en lo socioeconómico y cultural, democratizador en lo político, institucional y territorial. Con valores de justicia social o igualdad y democracia, frente a la regresión social, la subordinación o precarización, así como contra el autoritarismo continuista y el reaccionarismo derechista, xenófobo, sexista y racista. La construcción de esa mentalidad y esa actitud popular deriva de su experiencia sociopolítica, de su diferenciación práctica y cultural con el poder liberal-conservador, con la solidaridad, las demandas y las ‘costumbres en común’ de mayorías sociales y con vocación de cambio político e institucional.
La pérdida de esta referencia de proyecto y base común, así como la influencia del marco interpretativo dominante, ha afianzado una lectura antagónica y sectaria de las diferencias internas en Podemos.
El delicado equilibrio de poder interno y el día después
Se ha producido una voluntad y determinación de contraposición de proyectos. El documento de Errejón y su equipo, sin entrar ni cuestionar formalmente el principal eje estratégico (compartido) de la oposición al pacto continuista de PSOE-Ciudadanos, descalifica la supuesta estrategia seguida por la dirección de Podemos e Iglesias como ‘resistencialista’, minoritaria o encerrada en la ‘izquierda’, sin aportar fundamentos diferenciados o grandes propuestas distintas. Todo ello contra la evidencia del documento de Iglesias que apuesta por la mayoría social y ganar las instituciones y se reafirma en la iniciativa de un Gobierno de progreso que ha boicoteado la dirección socialista. El interrogante es si, a pesar de la existencia de solo diferencias estratégicas parciales, va a haber capacidad unitaria de liderazgo y decisión colectiva para reconducir la confrontación derivada de esa polarización discursiva estratégica. La posibilidad de un compromiso posterior firme es limitada; el objetivo mínimo es pactar una tregua y reconducir el conflicto a medio plazo. La evidencia de la confrontación es clara. Los motivos y, por tanto, las posibilidades de acuerdo no tanto: condicionar o negociar aspectos analíticos, tácticos o de gestión política, así como un equilibrio razonable, según la representatividad de cada cual, en la gestión del poder orgánico.
Pero tras la demostración de fuerza de este proceso de confrontación y la posibilidad de conseguir la mayoría, es decir, la posición de ventaja o preponderancia en la definición estratégica y de poder interno, es difícil una completa pacificación. Se habrá vencido muy precariamente y además no convencido a la otra parte. La legitimidad de los ganadores (sean quienes sean) se deberá fortalecer con la negociación de la estrategia de un proyecto más compartido y la integración orgánica, evitando la marginación de los perdedores. Aun así, la reconstrucción de un clima de colaboración va a ser difícil.
Señalo un elemento significativo para explicar el desencadenante y la virulencia del conflicto. Entre las dos principales tendencias (representadas por Iglesias y Errejón), que antes conformaban el núcleo unificado y dominante de dirección, hay cierto empate representativo entre las personas inscritas y en las principales estructuras de dirección (Consejo de Coordinación y Consejo Ciudadano) y territoriales; incluso, según algunas fuentes, Errejón contaría con más apoyos en el aparato central (con más de cien liberados). Es decir, el liderazgo de Iglesias tendría una estructura propia precaria que pretendería superar. El objetivo de Errejón es el contrario: tener mayoría respecto de la estrategia y en la dirección para controlar la orientación y la gestión política y organizativa, aun con Iglesias de Secretario General (cargo a la que éste, en ese caso, renunciaría).
La pugna por definir la opción estratégica más importante (el no apoyo al Gobierno continuista de PSOE-Ciudadanos) se vincula a la garantía de la legitimidad de las bases y el control de la mayoría de la estructura dirigente. La solución definitiva (a la que se sumó Errejón pero no alguna persona de su equipo), y que ahora se cuestiona, la proporciona el aval del 90% de los doscientos mil participantes en la consulta. Supuso el refuerzo interno de la estrategia y la dirección de Podemos, sometida a una gran campaña de acorralamiento institucional y desprestigio en los medios. Ahora, el documento de Errejón critica esa orientación general y exige un cambio de rumbo y de hegemonía orgánica.
Igualmente, las diferencias en torno a la propuesta de coalición electoral con Izquierda Unida, con reticencias del equipo de Errejón que ahora reproducen, se saldan con el acuerdo del 98% de los cien mil participantes.
Aunque hay síntomas de esa brecha antes del 20-D-2015 (por ejemplo, en el recambio de la dirección en el País Vasco) es a partir de los resultados electorales y la posibilidad de formación de un gobierno alternativo, cuando se produce el conflicto abierto en los dos campos interrelacionados. Por una parte, en la estrategia política: Gobierno de progreso presidido por Pedro Sánchez y composición y programa compartido con el PSOE, junto a oposición al continuismo del pacto de PSOE-Ciudadanos y a aceptar una posición subalterna. Por otra parte, pulso por el reequilibrio orgánico (crisis en la dirección de Madrid, con la dimisión en bloque del sector errejonista para conseguir mayoría, y cese del errejonista Secretario de Organización, Sergio Pascual).
La tensión soterrada y parcial durante todo el año pasado, se agudiza con el proceso de la Asamblea Ciudadana porque el resultado es más incierto y crucial: la conquista y legitimidad o no de la mayoría orgánica, con lo que supone de preponderancia en la orientación política y la hegemonía (aún sin exclusión del otro) de un sector u otro en el control del poder interno.
Podemos es mucho más transparente y democrático que cualquier otro partido político, especialmente los dos grandes (PP y PSOE) con responsabilidades institucionales y enormes aparatos y conexiones con el poder económico. El sistema de primarias, los códigos éticos y las comisiones de garantías ayudan a seleccionar y valorar las responsabilidades y evitar arbitrariedades y burocratismos. Pero son insuficientes y no siempre han acertado.
El control del poder interno condiciona su distribución y gestión, incluido el proceso de primarias y el reparto de posiciones institucionales en los ayuntamientos y gobiernos autonómicos. Es un campo muy apetecible y un motivo de tensión. Ahora y en los procesos territoriales en marcha se da un primer paso de pre-primarias respecto de la colocación grupal ante la expectativa de ampliar la ‘tarta’ en 2019 y 2020. En el caso de reducirla por un posible deterioro electoral agudizaría las decisiones derivadas de la pérdida de estatus organizacional y la búsqueda de responsabilidades, aparte de favorecer la disgregación política.
Por tanto, un factor a no desdeñar es la presión orgánica en los dos sentidos contradictorios. Por una parte, la dinámica unitaria que es la que mayoritariamente se intuye en la militancia como imprescindible para ampliar los resultados colectivos. Por otra parte, la tendencia hacia el reagrupamiento de lealtades por sensibilidades políticas o redes de influencia, según las garantías grupales para repartir y mejorar el estatus entre miles de aspirantes a cargos públicos, muchos ya instalados.
En una organización grande y compleja es inevitable la diversidad de intereses, estatus y jerarquías y la conformación de grupos de afinidad o tendencias. No es un problema de vieja o nueva política. Lo nuevo es extremar el respeto al pluralismo y la calidad democrática del acceso y seguimiento de esas funciones, atender a la proporcionalidad, la integración, la representatividad y el mérito objetivo. Y siempre estimulando la participación y el control de las bases y el movimiento popular, así como la supervisión imparcial de los tribunales internos o comisiones de garantías frente a los poderes ejecutivos.
El día después de Vistalegre 2 se verá si con los nuevos equilibrios políticos y organizativos se frena el sectarismo en la confrontación interna y se asegura la integración, se prioriza el proyecto común, se avanza en la articulación del conjunto de fuerzas del cambio y se afronta mejor la tarea de fortalecer un amplio movimiento popular y el cambio institucional de progreso. Es una responsabilidad y una tarea colectivas.
Entrevista al sociólogo Antonio Antón, por Enric Llopis[1]
“La indefinición política limita la capacidad movilizadora de la gente”
Publicada en Rebelión (24-2-2017) y Pensamiento Crítico (20-3-2017)
En la era del pensamiento laxo, los relatos ligeros, las ideologías híbridas y descafeinadas, la fugacidad de los discursos y la moda de la posverdad, ¿qué sentido tienen referencias políticas como “los de abajo”, el 99%, la “gente” o la noción de “pueblo”? ¿Y las estrategias “transversales”? ¿Sirven para agregar mayorías y acumular fuerza política o diluyen todavía más el lenguaje? El profesor honorario del departamento de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid, Antonio Antón, defiende que la ambigüedad, la indefinición y una supuesta “transversalidad” que no incluya las ideas de justicia y social y democratización, “limitan la capacidad movilizadora de la gente”. El sociólogo ha participado en el Seminario de Formación Política organizado por el Frente Cívico de Valencia y el sindicato Acontracorrent. Entre sus últimos libros destacan “Crisis política. Necesidad de una teoría alternativa” http://www.rebelion.org/docs/219969.pdf; “La democracia social hoy. Un nuevo ciclo sociopolítico por la democracia y la igualdad” (Académica Española); “Movimiento Popular y cambio político. Nuevos discursos” (Universitat Oberta de Catalunya) y “Poder, protesta social y cambio institucional” (Dyskolo).
-Categorías como “arriba” y “abajo”, el 1% de la élite frente al 99% del pueblo o “nosotros” y “ellos”, ¿son significantes vacíos y, por tanto, con limitaciones?
Creo que la idea de “bloques sociales” interpreta mejor los procesos sociopolíticos ocurridos en parte de la Europa del Sur, pero sobre todo en España, durante los últimos 8-10 años. La razón es que el proceso de protesta social ha producido una ciudadanía activa y diferenciada de los poderosos. Y las categorías nosotros/ellos o arriba/abajo son insuficientes porque no clarifican los contenidos y el significado de ese sujeto histórico y político. Por ejemplo he hablado de “corriente social indignada”, también es habitual referirse a la “indignación” y a la “ciudadanía activa”. En las versiones populistas, en ocasiones se habla de “pueblo”, la gente común y corriente o los de abajo. Me parece bien, pero el problema es que son categorías que sólo definen unas características sociodemográficas. Yo prefiero utilizar una denominación que incluya el perfil sociopolítico de la experiencia práctica que ha tenido el movimiento popular en España: el 15-M, las “mareas”, las huelgas generales, protestas con medio millón de personas en la calle… La polarización se produce entre tendencias de “cambio” y bloque “continuista”.
-¿Ocurre lo mismo con la idea de “transversalidad”? ¿Se trata de una noción hueca, o precisamente por su falta de contorno permite aproximarse a más ciudadanos?
El problema reside en clarificar su significado y en según quién lo diga y cómo. Estoy de acuerdo con el empleo de la palabra si se define y señala el conflicto entre la ciudadanía activa y los poderosos en España. Me parece positiva la “transversalidad” cuando plantea, por ejemplo, una composición socio-demográfica de clases trabajadoras y medias, de manera que ésta no se reduzca a un segmento de la sociedad; pero no “transversalidad” para alcanzar un acuerdo entre la izquierda y la derecha, PSOE-Ciudadanos, que es un acuerdo “transversal” entre una parte de la izquierda y una parte de la derecha. Pero en este caso es una “transversalidad” contraproducente, por su sentido político.
-Las categorías antes citadas y que han planeado durante los últimos meses en Podemos, ¿suponen diferencias ideológicas entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón? ¿O más bien esconden una guerra sin cuartel por el control del aparato?
No creo que lo sucedido en Vistalegre II se trate de una guerra por el poder o por el aparato del partido, aunque también tenga esas implicaciones. En Podemos ha habido sobre todo una pugna por la reafirmación de un discurso y una estrategia política u otra, entre los documentos de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón. Me parece además que la propuesta de Errejón no definía claramente una estrategia alternativa a la de Pablo Iglesias. La de Iglesias se manifestaba en contra de apoyar el pacto continuista PSOE-Ciudadanos, y también de acuerdo en una coalición con Izquierda Unida. Estos dos ejes estratégicos se han reafirmado en Vistalegre.
-Pero hace un año Íñigo Errejón afirmaba que el apoyo a un acuerdo PSOE-Ciudadanos daría lugar a un “extraño objeto político no identificado”…
Lo que planteo es que la crítica de Errejón a toda la estrategia de Podemos desde las elecciones del 20 de diciembre de 2015, que él considera un giro “izquierdista” y “radical”, carece de fundamentación. Sólo sería creíble si hubiera planteado la participación en la estrategia PSOE-Ciudadanos; o se hubiera mostrado en contra de la coalición con IU; pero en la consulta popular para concurrir con IU a las elecciones del 26-J, él estuvo, públicamente, junto con Pablo Iglesias a favor de la posición oficial, que contó con el apoyo mayoritario de las bases de Podemos.
-¿La propuesta de Errejón no conecta mejor con el espíritu inicial de Podemos: “llegar” a la gente común sin asustarla con discursos y estrategias muy caras a la militancia de izquierdas, pero ajenas para quienes se sitúan extramuros?
Lo que planteo es que en términos positivos, el movimiento popular en España ha demostrado que tiene un perfil definido de progreso, justicia social y democratización; y eso tiene que estar incrustado de manera sustantiva en un proyecto político. La ambigüedad, la indefinición y la supuesta “transversalidad” que no estén caracterizadas en los campos antes citados, creo que limitan la actitud crítica y la capacidad movilizadora de la gente.
-¿Existe en Podemos la vaguedad que se critica habitualmente en las teorías populistas?
En gran medida no. Aunque haya elementos de esta teoría que me parezcan problemáticos –en términos de cierta indefinición-, en Podemos eso lo han rellenado con una estrategia y una conexión con las necesidades del movimiento popular en España. Y además con un perfil democrático y “progresivo” en el ámbito socioeconómico. Pero esa misma teoría del populismo, sola y exclusivamente, en otro país y otros contextos, es compatible con movimientos más problemáticos.
-Por tanto, ¿hay que continuar saliendo a la calle con las banderas republicanas, las rojinegras y rojas con la hoz y el martillo?
Creo que la “fuerzas del cambio”, en su conjunto, tienen que elaborar un proyecto alternativo recogiendo algunas de las mejores tradiciones democráticas de la izquierda y de los sectores progresistas. No se trata de esconder nada por intentar recoger más apoyos. De hecho, a Podemos lo han querido desacreditar por todo tipo de cuestiones. Y no es tanto que estén impedidos o se nieguen a recoger reivindicaciones como la República, como un asunto de prioridades y oportunidad política. Esto se ve claro en el derecho a decidir, una de los asuntos centrales actualmente en España.
-¿Observas elementos populistas en el llamado “procés”?
Me resisto a enmarcarlo dentro de los criterios de la teoría populista. Estos sectores son minoritarios. En Barcelona en Comú, Ada Colau, Xavier Doménech, Iniciativa e Izquierda Unida, en lo que llaman el nuevo sujeto, no hay una posición dominante de la teoría populista. En el caso de Íñigo Errejón se da claramente un mayor peso. Creo que para definir esta articulación en Cataluña es mejor utilizar otra terminología, porque con la palabra “populista” más que clarificar se confunde el proceso político.
-Trump, Le Pen, ascenso de los populismos de extrema derecha en Alemania, Austria, Gran Bretaña, Holanda y los países escandinavos… ¿Está cometiendo errores la izquierda que permiten estos avances?
Creo que hay un problema estratégico de fondo, que consiste en que la socialdemocracia ha dejado de ser el punto de referencia para la defensa de las clases populares europeas. Su deslizamiento por la “tercera vía”, el “nuevo centro” y las posiciones social-liberales ha causado una situación de orfandad política para las clases trabajadoras. Ante esta desafección, algunas capas trabajadoras han buscado una nueva representación política. Y aquí han llegado nuevos políticos para rellenar ese hueco, haciendo demagogia en la defensa de las capas populares, aunque en el fondo no es sino un reforzamiento de las dinámicas oligárquicas y reaccionarias. Está claro en Trump, y también en Francia. El problema es que no hay una suficiente respuesta “progresista” a las políticas de austeridad.
-¿Tal vez se podría aprender algo mirando a América Latina?
En España, Europa, y especialmente en la Europa del Sur, tenemos que elaborar nuestros propios análisis y respuestas, porque hay diferencias sustanciales con la situación latinoamericana. Se pueden aprender cuestiones parciales, pero hace falta una elaboración diferente.
-Por último, ¿tiene un punto artificial y de ideología de laboratorio el llamado “populismo” y toda su elaboración teórica? ¿No se le podría considerar simplemente una estrategia de propaganda y agitación para sumar mayorías? En más de una ocasión, Pablo Iglesias ha respondido a las acusaciones de populismo recordando la imagen del exministro Arias Cañete, subido en un tractor y pidiendo el voto para el PP en las elecciones europeas. Las movilizaciones de masas de la Falange, el peronismo, el republicanismo radical y popular de principios del siglo XX en España, que también aspiraba a la “transversalidad” y desfilaba al compás de la Marsellesa…
Sí, todo lo que supone apelación al pueblo se puede considerar populista. El problema es que todo ello tiene unos límites de significación. También podemos afirmar que Thatcher hacía uso de las campañas mediáticas populistas; pero es un populismo en el sentido demagógico, como apelación al pueblo para ofrecer propuestas que aparentemente se van a satisfacer, aunque luego no sea así. Sin embargo, planteado de ese modo, el concepto tiene una amplitud que no nos sirve para mucho. Cuando hablamos de un populismo de derechas –incluso fascistas, ultrarreaccionarios, racistas- presentan un fuerte componente demagógico y tienen la función de combatir la deslegitimación de los poderes oligárquicos. Trump no pretende mejorar las condiciones de las capas populares de Estados Unidos, lo sustancial de su política es la conexión con Wall Street y los poderes más regresivos del Partido Republicano. Este análisis se puede aplicar también al fascismo de Hitler y Mussolini. Hubo una recomposición del régimen para fortalecer un proyecto reaccionario.
[1] Con ocasión de la conferencia titulada “Acerca del populismo: Hegemonía, ambigüedad ideológica y unidad popular”, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Valencia, organizada por Frente Cívico y Acontracorrent y con la colaboración de la Generalitat valenciana y la citada Universidad.
¿Hacia dónde camina Francia?
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en Mientras Tanto nº 157, mayo-2017, y en dos partes en Nueva Tribuna (27-4) y Público (30-4)
Los resultados de la primera vuelta de las elecciones en Francia para la presidencia de la República indican que algo está cambiando. Es evidente la mutación del sistema de partidos políticos, de la representatividad de las distintas élites políticas, con dos hechos paralelos: agotamiento de la legitimidad del bipartidismo gobernante, la derecha liberal-conservadora de Los Republicanos (20,01%) y, particularmente, el Partido Socialista (6,36%); refuerzo de tres fuerzas ascendentes de la oposición, el centro neoliberal ¡En Marcha! de Macron (24,01%), el ultraderechista Frente Nacional de Le Pen (21,3%) y la izquierda de Francia Insumisa de Mèlenchon (19,58%), con posiciones antagónicas entre sí.
Con estos datos empezamos a darnos una primera idea de las grandes transformaciones electorales. La derecha y la izquierda gobernantes han perdido representatividad política y no son capaces de encauzar el conflicto social. La contraposición derecha frente a izquierda (oficial) ha dejado de ser el eje de encauzamiento de las preferencias ciudadanas. Esas referencias pierden capacidad explicativa y normativa.
Pero, es necesario la comprensión concreta de la realidad política y socio-histórica. Hay que considerar el papel, el discurso y el proyecto político-cultural y socioeconómico de cada una de las fuerzas ascendentes (y descendentes) y su interacción entre ellas y con la experiencia popular para profundizar en la interpretación de las tendencias principales, su sentido político y las perspectivas que se abren, contando con la hipótesis sobre los equilibrios probables tras las legislativas de junio.
Antes, señalo algunas características y los principales desplazamientos de voto, teniendo en cuenta que la participación (36 millones y 77,77%) ha sido alta y que la abstención ha aumentado ligeramente (1,7 puntos, 0,6 millones) del 20,52% al 22,23%.
Fracaso del bipartidismo gobernante
La primera característica es el fracaso de los dos partidos gobernantes de la V República, que se han alternado en la gobernanza institucional en las últimas décadas y, particularmente, que han gestionado la crisis socioeconómica desde la óptica neoliberal, regresiva y autoritaria, aun con algunos matices: la derecha de Sarkozy-Fillon (2007-2012) y la izquierda socialista de Hollande (desde 2012). El presidente francés y la dirección del PSF, salvando un primer momento con ciertas expectativas respecto de su autonomía en relación con el proyecto capitaneado por Merkel, enseguida adoptó un giro centrista hacia la estrategia liberal-conservadora y antisocial, precisamente de la mano del tándem Valls-Macron, frente a su ala de izquierda expulsada del Gobierno, que finalmente ha representado Hamon.
Entre ambos partidos gobernantes, que llegaron a sumar el 80%, desde la primera vuelta de las elecciones presidenciales del año 2012, han descendido treinta puntos (cerca de 23 puntos el PSF y más de 7 puntos la derecha): desde el 56% (28,6% Hollande y 27,2% Sarkozy) hasta el 26,4% (6,4% Hamon y 20% Fillon).
Los Republicanos de Fillon, además, han sido penalizados por su corrupción, quedándose en 7,2 millones. Respecto de los resultados de Sarkozy en 2012 (9,6 millones), habrían perdido 0,8 millones hacia Le Pen y 1,6 millones (el doble) hacia Macron.
El Partido Socialista ha sido castigado por la frustración de su base electoral con su gestión liberal, el incumplimiento de sus promesas sociales y su división interna. De los 10,3 millones de votos conseguidos por Hollande en 2012, más de un tercio, 3,6 millones, han ido a parar a Macron, capitaneados por el aparato institucional socialista de Valls-Hollande que, lejos de la lealtad debida al Partido Socialista, han preferido debilitarlo con tal de impedir un giro hacia la izquierda y un posible acuerdo con Francia Insumisa. A Mèlenchon se han dirigido unos 3 millones de los anteriores electores socialistas que sumados a los 4 millones que recibió su Frente de Izquierdas en 2012 suman los siete millones actuales. El actual representante del PSF, Hamon, del ala izquierda que ganó las primarias internas frente a Valls, solo ha retenido a 2,3 millones, menos de la cuarta parte de su electorado anterior (el mayor incremento de la abstención vendría de sus filas).
Por tanto, es evidente el castigo electoral al bipartidismo gobernante (mucho más al Partido Socialista, como en España) que ha representado al poder establecido y ha gestionado las políticas de austeridad del consenso liberal-conservador europeo (y francés). El malestar social o dolor ciudadano (la maladie) es general, hay una amplia desafección hacia la clase gobernante por su gestión de la crisis, por su incapacidad para garantizar el bienestar y la integración social y cultural de la sociedad francesa. Hay un bloqueo en la definición de un proyecto de país que aborde la encrucijada de sus diversas dicotomías: nacionalismo / europeísmo; autoritarismo / democratización; proteccionismo / globalización; neoliberalismo regresivo (más mercado, reducción gasto social) / derechos sociales y laborales (Estado de bienestar, regulación pública); segmentación popular y segregación étnica-cultural / igualdad social, integración solidaria y convivencia intercultural; seguridad / incertidumbre. Algunas oposiciones, sin embargo, no recogen la orientación más adecuada de progreso, intermedia o compleja, en la que hay que avanzar. Por ejemplo, un soberanismo europeísta, una globalización regulada o una seguridad con mejores derechos y libertades.
Ascenso de tendencias contrapuestas
Las tres principales fuerzas ascendentes representan tres dinámicas y proyectos antagónicos entre sí: el continuismo neoliberal regresivo (Macron); la involución autoritaria y segregadora (Le Pen); el cambio de progreso e integrador (Mèlenchon). No son formaciones totalmente nuevas, pero han utilizado un discurso de renovación frente a las dos viejas fuerzas descendentes que han dirigido el país. Veamos, primero, de dónde han incrementado sus apoyos electorales.
La plataforma ¡En Marcha! de Macron, aparte de su infraestructura organizativa y territorial, ha recibido más de un tercio (38%) de su electorado (3,3 millones, 9,13%) desde el Movimiento Demócrata del viejo centrista Bayrou (cuyo apoyo, junto con el de Mèlenchon, resultó decisivo para la victoria de Hollande en la segunda vuelta de 2012 frente a Sarkozy); el 42% (3,6 millones) proceden del PSF, y el 20% (1,6 millones) restante de Los Republicanos.
El Frente Nacional de Le Pen, en 2012, ya recibió 6,3 millones de votos (17,9%). El crecimiento es limitado, de 1,4 millones, procedente de Los Republicanos.
Y Francia Insumisa, continuador del Frente de Izquierdas que obtuvo 4 millones (11,1%), ha incrementado su voto en 3 millones, procedentes del Partido Socialista.
Por otro lado, hay que citar la poca relevancia representativa y de influencia política de dos grupos de izquierda radical, partidarios de la salida del euro: el Nuevo Partido Anticapitalista (NPA), con el 1,1%, y el trotskista Lucha Obrera, el 0,7%; ambos con un peso similar al de 2012.
Estas tres formaciones políticas principales tienen en su discurso algunos puntos comunes: el cuestionamiento de la actual clase política gobernante, con un lenguaje crítico contra esas élites tradicionales, y su apelación al ‘pueblo’ para incrementar su representatividad. Es decir, tienen connotaciones llamadas populistas frente al establishment político, pero su grado de oposición y la amplitud del adversario son muy distintos. Van desde un pequeño recambio de la élite política, negociando e integrando a la vieja élite (Macron), a una sustitución más amplia de la clase política gobernante, siendo cuidadosa con el auténtico poder económico e institucional (Le Pen) y hasta un reequilibrio más profundo del poder establecido (político y económico), ensanchando la participación popular (Mèlenchon). Por tanto, la oposición élites (oligárquicas) / pueblo tiene tres lecturas diferentes, con grandes y contrarias consecuencias sustantivas, imposibles de encajar en una misma ‘nominación’ (populismo).
Una interpretación realista
En Francia algo está cambiando, pero no poseemos marcos interpretativos adecuados. Empiezo por algunos problemas de enfoque para explicar luego la estrategia y el discurso de Macron y los dilemas y perspectivas de los cambios en Francia.
Ya hace cuatro décadas, E. Laclau hablaba de un populismo de clases dominantes y otro populismo de clases dominadas. Ch. Mouffe avanza y distingue entre un populismo de derechas (o reaccionario) y otro de izquierdas (o democrático-progresista). En todo caso, el significante ‘populismo’ (al igual que ‘izquierda’) es polisémico y equívoco, especialmente en Europa con un potente populismo derechista, xenófobo y reaccionario. Es difícil ‘resignificar’ ese significante; además, se manipula mediáticamente para adjudicar a fuerzas alternativas características antidemocráticas, ultranacionalistas o extremistas que sirvan para aislarlas de la mayoría de la sociedad. Confunde más que aclara la interpretación y la posición normativa de las distintas tendencias políticas. No es muy conveniente su uso para identificar dinámicas de progreso. Hay que explicar e interrelacionar los hechos, su interpretación y su nominación, que debe precisar su significado. No vale el determinismo economicista ni el idealismo discursivo. Veamos la experiencia francesa.
El más claro ejemplo de populismo como antagonismo nosotros/ellos es el del ultraderechista Frente Nacional, no solo a desechar desde una óptica democrática e igualitaria, junto con otros fenómenos similares en otros países del norte europeo, sino a combatir abiertamente.
Por otro lado, Mèlenchon, de tradición republicana-socialista y de izquierdas, ha ampliado su discurso ecologista y un elemento ‘nacional-popular’, más bien gramsciano y algo bolivariano. Pero es difícil catalogarlo como populista de izquierda; en todo caso, de izquierda (insumisa) con componentes populistas.
Sobre todo, no tiene sentido nombrar a ambas corrientes políticas, una de derecha extrema y autoritaria y otra democrática y de progreso (como Podemos, Syriza o Bloco portugués), es decir antagónicas en lo sustantivo, con la misma palabra de populismo.
Lo secundario para el análisis es si hay un ‘momento’ populista, sumando hechos de dos sentidos contrarios, aunque tengan (al igual que con otras formaciones) alguna característica parcial común. Lo fundamental a dilucidar es si en la actual crisis política, aparte de su profundidad e intensificación, la tendencia dominante es hacia una tendencia reaccionaria-regresiva-autoritaria (a contrarrestar) u otra dinámica igualitaria-progresiva-democrática (a promover). La diferenciación y la pugna entre ambas son decisivas y hay que nombrarlas de forma distinta. La descripción y las palabras compuestas son inevitables hasta conseguir un consenso social sobre su significado.
Macron, que no es un simple tecnócrata financiero sino que también ha sido discípulo aventajado del filósofo (interpretativo y discursivo) P. Ricoeur, ha renovado su lenguaje con grandes palabras vacías (pueblo, reformas, modernización…) que ocultan más que desvelan su proyecto político real. Su discurso está incrustado con las estructuras reales de poder fáctico y cumple una función de enmascaramiento. Así, se ha definido como ni de izquierdas ni de derechas o recogiendo lo ‘mejor de la derecha y lo mejor de la izquierda’. Ha utilizado una transversalidad político-ideológica de ‘extremo centro’, continuadora de la Tercera vía o el Nuevo centro del laborismo y la socialdemocracia de los años noventa. Pero también hay que precisar el significado de transversal según que contexto para ser útil a un cambio de progreso. Tampoco es un ejemplo a imitar su populismo centrista.
Estrategia y discurso de Macron
Pero, ¿cuál es la estrategia política o el modelo social y económico de Macron? Si en el tema de la inmigración es algo ambiguo, su proyecto socioeconómico está claro, el continuismo neoliberal regresivo, ya ejercido como Ministro de Economía: disminuir el gasto social por habitante, menores derechos sociales y laborales, privatizaciones, privilegios fiscales para las grandes empresas… Su plan modernizador, a consensuar con los conservadores y el ala derecha socialista y embellecido como europeísta, se basa en la estrategia liberal-conservadora dominante. Su intento es fortalecer las ventajas comparativas de su alto grupo financiero y productivo, estabilizar el poder político hegemónico y renegociar con Merkel un estatus más equilibrado, haciendo valer (todavía más tras el Brexit) su potencia militar y nuclear. Su objetivo es recomponer una nueva élite institucional (compartida y negociada con las dos fuerzas afines a derecha e izquierda), que frene el desgaste de legitimidad que ha sufrido el poder establecido (económico y político) en este periodo. Las oposiciones a ese ambicioso proyecto son dobles y las aspiran a representar las dos dinámicas contrapuestas, por un lado la derecha extrema autoritaria-reaccionaria-etnicista y, por otro lado, la izquierda insumisa, democrática y popular-solidaria.
Por tanto, el anti-elitismo o el anti-establishment de su discurso son leves, así como es retórico su llamamiento al pueblo. Su posición se reduce, prácticamente, a modificar la situación preponderante, ya desgastada, de algunos altos representantes de las dos élites políticas tradicionales. Es una operación de ‘recambio’ representativo para consensuar y fortalecer la hegemonía de fondo del mismo poder establecido y reforzar similar estrategia de austeridad y dominación a las clases subalternas. Su discurso renovador (transversal en lo político-ideológico pero dependiente del poder establecido y parcialmente populista) está al servicio de la consolidación del grupo de poder oligárquico, asegurando la subordinación popular. Ha sido eficaz para desplazar y absorber al aparato institucional socialista con su desgastado discurso y su torpe gestión. Pero no ofrece un cambio sustancial de políticas, quizá a peor, y tampoco de gestores y representantes intermedios que necesita recuperar.
Significa que, a pesar de la fuerte deslegitimación cívica de las dos fuerzas tradicionales y el amplio malestar social frente a la austeridad, todavía la mayoría de la población no ha llegado a un cuestionamiento profundo del bloque de poder liberal-conservador ni de la permanencia en el euro (la apoyan el 68%) o la UE. No hay crisis, en su sentido fuerte, del Régimen, del Estado o del capitalismo; no hay una perspectiva ‘revolucionaria’ inmediata. Falta todavía más erosión de la legitimidad social y la credibilidad ciudadana de la clase dominante y, sobre todo, mayor articulación cívica y apoyo popular a una opción de progreso. Otra dinámica se produciría en el caso de ganar Le Pen, cosa improbable (aunque no totalmente descartable).
Con los datos actuales, prolongados para las legislativas de junio y al margen de los efectos del sistema mayoritario a dos vueltas (que puede variar mucho el acceso a la Asamblea Nacional), se configuran tres grandes tendencias: La más homogénea, la reaccionaria y xenófoba de la ultraderecha, con entre el 25% y el 30% del electorado; la más fragmentada y pendiente de recomponer sus pesos relativos y el grado de acuerdo, la continuista liberal-centrista (¡En Marcha! con participación y dura negociación con la derecha y parte del Partido Socialista para construir el ‘extremo centro’), entre el 45% y el 50%; y la izquierda crítica (pendiente de la división socialista y la convergencia de Hamon y Mèlenchon), entre el 25% y el 30%.
Eso significa que dadas las peculiaridades del sistema electoral francés, si funciona el renovado pacto liberal-republicano, en forma de gran coalición tripartita y asimétrica, Macron contaría con una mayoría parlamentaria y una gran estabilidad gubernamental para emprender, de momento, su ambicioso proyecto reformador… regresivo. Se frenaría, de momento, la inestabilidad política y se avanzaría hacia la salida liberal-conservadora de la crisis, deseada por el poder establecido: hegemonía de los poderosos, subordinación popular con marginación de lo social, neutralización de las izquierdas, fuerzas alternativas y movimientos populares, democracia débil y mínima cohesión social, nacional y europea. Ése es el objetivo de la Troika, de Berlín, Bruselas y los ‘mercados’. Claro, que no es descartable la lucha cainita de las tres fracciones, con Los Republicanos parcialmente recompuestos y un Partido Socialista luchando por su supervivencia; llevaría a cierta ingobernabilidad y un escenario impredecible.
El cambio más relevante de esta recomposición de la élite política dominante es la práctica irrelevancia del Partido Socialista, cuyo aparato institucional, mayoritariamente, quizá se encuentre cómodo bajo el manto y el poder del centrismo neoliberal de Macron. Una parte de su electorado les puede seguir, como ha ocurrido ahora. Y otra parte de su base social y sus representantes inmediatos tiene la posibilidad de reenganche en la Francia insumisa de Mèlenchon, que debería ser abierto, flexible y acordado. En todo caso, se encaminan hacia una desarticulación de su proyecto autónomo socioliberal, ya en decadencia y abandono.
No obstante, la gravedad de los problemas de fondo, los efectos limitados de la renovación discursiva y el pequeño y cosmético recambio dirigente, así como la ausencia de cambios socioeconómicos y políticos sustantivos que respondan a las demandas populares de progreso, prolongará la deslegitimación de la nueva élite política (atravesada por lo viejo). Además, según la evolución del conflicto social, se puede ampliar el descontento cívico frente al entramado económico-institucional liberal-conservador y europeo. Aun así, la pugna seguirá con la bifurcación entre las presiones (oligárquicas) autoritarias, segregadoras y ultranacionalistas y las dinámicas (populares) democráticas, igualitarias y solidarias. Esta última es la tarea para las fuerzas alternativas. Persiste la oportunidad para ensanchar sus apoyos sociales y defender los intereses y demandas de la mayoría popular.
Dilemas y perspectivas
Existe un dilema de fondo entre cambio democrático y de progreso y continuismo neoliberal autoritario: quién y cómo reconstruye un nuevo contrato social, favorable para las mayorías sociales, democrático-igualitario desde una cultura nacional popular integradora y una actitud solidaria en el marco europeo; o bien, cómo el poder dominante francés (sus principales fracciones) articula su hegemonía interna y su inserción en la conformación de la clase dominante europea (y mundial), al decir de la colega de sociología, Marina Subirats; y si es capaz de evitar una posición real y simbólica (más o menos) subordinada al bloque de poder liberal-conservador centroeuropeo representado por Merkel.
Es decir, cómo queda Francia (sus élites dominantes y/o sus capas populares) en una UE entre dos campos fragmentados que se prefiguran: la hegemonía alemana con sus aliados centroeuropeos de Holanda y Austria -acreedores y con superávit comercial-, y la subordinación del Sur europeo –deudores y con déficit diversos-. O sea, existe una relación entre hegemonía del bloque de poder liberal-conservador (con la subordinación de las capas populares europeas, especialmente del Sur y el Este) y jerarquización u ordenación ‘nacional-estatal’ de la clase dominante (francesa y europea) que controla los recursos financieros, productivos e institucionales, así como los valores simbólicos. Y las recetas son distintas entre las tres opciones fundamentales.
Para la segunda vuelta las encuestas dan ganador a Macron, por el 60%, y perdedora a Le Pen, con el 40%, es decir, con veinte puntos de diferencia. Al primero se le sumaría gran parte del voto conservador, el voto socialista y la mayoría del ‘insumiso’. En el caso del electorado que ha apoyado a Mèlenchon, y según un sondeo, la gran mayoría del 62% votaría a Macron, el 29% se abstendría y el 9% votaría a Le Pen (es un porcentaje pequeño, pero indica la desorientación de algunos sectores populares); todo ello antes de los resultados de la consulta popular que están realizando y que va a definir la posición oficial de esa formación que pasa por evitar la victoria de Le Pen sin conciliar con el proyecto de Macron. Al Frente Nacional se le añadiría el voto recibido por el ultraderechista Dupont de Francia Levántate (4,7% y 1,7 millones), y a ese 26% se sumaría una parte (hasta la mitad) del voto conservador a Fillon; es decir, según esos sondeos, sin el cerco republicano total de 2002 a Le Pen (padre), podría arrancar todavía, adicionalmente, más de diez puntos.
Por tanto, aparte del apoyo electoral de la élite gobernante anterior (Fillon y Valls-Hollande) a Macron en la segunda vuelta, la cuestión es en qué medida debe negociar con esas dos fuerzas su proyecto ‘europeísta’. Es decir, como implementa su continuismo estratégico con la orientación liberal-conservadora dominante en Bruselas y Berlín (incluido el SPD), que ya han mostrado su alta satisfacción. Lo que se ventila en las elecciones legislativas es la estabilidad, cohabitación o el equilibrio relativo de la presidencia y el grupo parlamentario de ¡En Marcha!, necesitado de la colaboración de los otros dos viejos grupos gobernantes de la derecha y (parte de) los socialistas.
Ahí, es cuando se conforman (como en España) dos dinámicas paralelas: la consolidación del giro centrista y neoliberal del núcleo Hollande-Valls, con el apoyo (incluso participación) al Gobierno Macron, bajo amenaza de escisión del PSF; así como la neutralización de la posibilidad de acercamiento de Hamon a la Francia Insumisa de Mèlenchon, con el refuerzo de opciones alternativas y de izquierda. Esa apuesta del núcleo dominante en el aparato institucional del PSF no solo impide una deseable unidad popular sino que, dada la particularidad del sistema electoral mayoritario y a dos vueltas, prefigura la tensión entre las dos opciones socialistas y la minoración de la representación de ambas izquierdas.
Por otro lado, Le Pen representa una opción de fracciones oligárquicas (al igual que Trump aunque él si contó con el conjunto de la derecha, el Partido Republicano) que, instrumentalizando el malestar popular para aumentar su legitimidad, pretende asegurar por la vía del nacionalismo excluyente su objetivo de incrementar su dominio interno mediante el autoritarismo, el ultra-conservadurismo y la división popular con la segregación o exclusión de personas de origen inmigrante. Ante su proceso de declive económico relativo, su diversidad social y cultural y su subordinación al núcleo de poder centroeuropeo esperan recuperar la grandeur representada por una élite dominante reaccionaria, xenófoba y competidora con otros pueblos que margina a las capas populares más vulnerables.
En Francia siempre ha habido dos almas, dos identidades nacionales con amplias bases populares. Por un lado, la reaccionaria: conservadora, nacional-católica o etnicista (colaboracionista con los nazis), imperialista o militarista agresiva (1ª Guerra Mundial), colonialista (Argelia). Por otro lado, la progresista: democrático-republicana, ilustrada, laica, resistente, social e integradora de la diversidad étnica y cultural. Siempre ha tenido un bloque de poder fuerte, económico-empresarial e institucional, una clase dominante representada por la derecha con tendencias autoritarias, fuerte control social y subordinación de las clases subalternas; y también ha habido una importante oposición sociocultural y resistencia popular con fuerte identidad democrática y de izquierdas, desde la gran Revolución, con muchas fases defensivas y fragmentadas, pero con una cultura solidaria.
En ese marco impacta la crisis socioeconómica y las políticas de austeridad, sus graves consecuencias y las nuevas dicotomías que agudizan la división social. Las tendencias de fondo son contradictorias y es difícil interpretar la profundidad y, sobre todo, el sentido del cambio o, más bien, la ambivalencia de los distintos cambios. A la dificultad por la existencia de hechos contrapuestos, con fracasos y éxitos relativos, se añade el sesgo interpretativo condicionado por los intereses y la perspectiva de cada actor político y su reflejo en España. Habrá que esperar a su evolución. Pero la interpretación adecuada de la compleja realidad actual todavía es más necesaria para facilitar una posición transformadora.
Hace falta profundizar en un proyecto de país democrático y socialmente avanzado que resuelva su modernización económica y productiva y su inserción en una Unión Europea más justa y solidaria; que sea capaz de regular los embates más negativos de la financiarización globalizada y expresar un horizonte de salida de los distintos bloqueos económicos, institucionales y nacionales. Pero no existe un consenso social amplio. Existe una fuerte pugna en el propio diagnóstico de las prioridades y el desarrollo de las propuestas o estrategias de solución. Y, sobre todo, ante la legitimación de los discursos y la recomposición de las nuevas élites dirigentes o bien el reforzamiento de la participación y articulación popular. La alternativa, convenientemente renovada, sigue siendo, como en los dos últimos siglos, desde la gran Revolución francesa, entre las opciones liberal-conservadoras, más o menos autoritarias, regresivas y segregadoras (lo cual no es indiferente), y las dinámicas de progreso, democráticas, igualitarias y solidarias.
En definitiva, el carácter y el ritmo de los reajustes económicos, la continuidad de la eurozona, la reforma institucional de la UE y la misma convivencia ciudadana e intercultural, dependen de la evolución de la pugna por una dinámica u otra. O hacia una Europa más justa o hacia mayor disgregación social y nacional. El camino que escoja Francia va acondicionar fuertemente al conjunto europeo, particularmente al Sur.
El fiasco susanista debilita a Rajoy
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Editado en Público y Nueva Tribuna (24-5-17), y en Rebelión (25-5)
El plan liderado por Susana Díaz para atar al PSOE a la gobernabilidad de Estado ha fracasado estrepitosamente. Sin llegar al 40% de votos, dejando aparte Andalucía no ha conseguido llegar a una media del 30% de la afiliación que ha votado en el resto de federaciones socialistas. Pedro Sánchez ha alcanzado algo más de la mitad (50,2%), con una ventaja significativa de más de diez puntos. La posición intermedia de Patxi López ha sido avalada por menos del 10%.
El fracaso no es solo ni principalmente de la Presidenta de Andalucía, sino del aparato institucional socialista imbricado con el poder establecido (barones territoriales, gestora, líderes históricos –González, Guerra, Almunia, Zapatero, Rubalcaba…). Desde su prepotencia y su soberbia elitista, no han conseguido suficiente legitimidad entre la militancia socialista. Se ha desbaratado el nefasto golpe palaciego de octubre pasado que forzó la dimisión del Secretario General y nombró la Comisión Gestora que facilitó la investidura de Rajoy, con la abstención socialista, y garantizaba la estabilidad del Gobierno del PP.
El PSOE tiene un carácter doble. Por un lado, el núcleo dirigente dependiente de los poderosos, que ha perdido. Pierde también Rajoy y su proyecto normalizador. Por otro lado, la mayoría de la militancia que propugna el distanciamiento y la oposición clara a la derecha, y que ha ganado. Ganan las posibilidades de acercamiento a Podemos y sus aliados, aunque sea limitado y exija finura política. La pugna de poder interno refleja la doble opción por la estabilización o no del consenso liberal-conservador de la triple alianza (PP-Ciudadanos-PSOE). El ropaje social-liberal ha salido cuestionado.
Lo que la mayoría de la base socialista ha deslegitimado es la resignación socialista ante el cierre inmovilista y corrupto del entramado de poder derechista. Su proyecto consistía en neutralizar la dinámica del cambio político, subordinar al Partido Socialista y aislar a Unidos Podemos y sus aliados. Pretendía consolidar la restauración del nuevo bipartidismo (ahora con Ciudadanos) con la normalización institucional y de la política socioeconómica y territorial. Todos los grandes poderes fácticos, económicos, financieros, institucionales y mediáticos, con la bendición de Bruselas, Berlín y Frankfurt, están tras ese objetivo, en el marco de la incorporación decidida de la dirección de la socialdemocracia europea a ese continuismo estratégico dominante. El PSOE, con Susana Díaz, debía consolidar el plan restaurador, socioeconómico, del sistema institucional y, además, de la cuestión nacional. El fiasco ha sido total.
El apoyo institucional y de los grandes medios a este plan liderado por Susana Díaz ha sido impresionante; incluso ha llegado a coacciones y prácticas antidemocráticas en la recolección avales, corregidas en el voto secreto de muchos militantes (ha recibido, con mayor participación, mil votos menos que avales). Su discurso vacío, solo con el gancho de ser ‘ganadora’, no ha convencido a su base afiliada. Pero incluso su credibilidad ganadora está en entredicho. En las elecciones autonómicas de Andalucía el PSOE ha bajado desde el 50,4% de 2004, al 40,7% en 2012, y al 35,4% en 2015; en total un descenso de quince puntos. Además, el conjunto del Partido Socialista ha perdido desde 2008 la mitad de sus electores, casi seis millones.
Es cierto que Sánchez ha tocado suelo, no ha conseguido levantar la amplia desafección social hacia el PSOE y tampoco garantiza la remontada. Pero su NO a Rajoy ha sido alto y claro. Además, frente a la idea victimista, la mayoría de la pérdida de votos (4,3 millones) ya se había producido en 2011. Su orfandad representativa se generó antes de la existencia de Podemos; la representación de las fuerzas del cambio ha contribuido a consolidar este nuevo campo sociopolítico y electoral. La causa de la crisis socialista de legitimidad ciudadana, nunca reconocida ni rectificada, fue por la regresiva e impopular gestión gubernamental de Zapatero-Rubalcaba desde 2010, que han aparecido junto con Felipe González, como los apoyos fundamentales de Susana Díaz. La defenestración autoritaria de Sánchez en el Comité Federal de octubre, a manos de los notables, profundizaba su callejón sin salida y su crisis identitaria y electoral. El pasado (selectivo) no ofrece solución; para la experiencia mayoritaria de su afiliación es el síntoma y la causa del debilitamiento discursivo, social y electoral. Se impone una profunda renovación.
Por tanto, el proyecto susanista y del aparato institucional de un supuesto PSOE ganador y autónomo de la derecha no tiene credibilidad. Los gestos autónomos del poder establecido han sido superficiales e insuficientes. La vuelta al bipartidismo gobernante (corregido por Ciudadanos) es imposible e implica un duro sectarismo contra el amplio campo alternativo. La subordinación a la estabilidad y la hegemonía del partido más corrupto de Europa, el PP, con una dinámica regresiva y autoritaria, ha quedado más deslegitimada. El descrédito del Gobierno de la derecha y sus políticas se incrementa.
En sentido contrario, la campaña de cerco y descalificación a las fuerzas del cambio, estrategia de contención articulada por su aparato político y mediático e impulsada por los poderosos, ha quedado dañada. Ese sectarismo de la mayoría de barones territoriales que, para más inri, se han beneficiado del apoyo de Podemos para sus investiduras frente al PP, ha quedado desautorizado. Se abre la necesidad de un nuevo reequilibrio, partidario e institucional, en los congresos territoriales en esas Comunidades Autónomas.
Los límites del proyecto de Sánchez
El éxito de Pedro Sánchez, menos dependiente de ese aparato institucional y mediático, abre posibilidades de cambio. Queda todavía un trecho difícil. En primer lugar, hasta dónde va a alcanzar su hegemonía organizativa en los procesos de congresos socialistas (federal y territoriales) que están en marcha en los dos próximos meses. Por tanto, está por dilucidar su grado de control partidista (incluido el grupo parlamentario cuya composición no se renueva y donde es minoritario) o, dicho de otra manera, el nivel de renovación de las viejas estructuras de poder interno y su conexión económica y mediática.
En segundo lugar, está la incógnita del alcance del giro hacia la izquierda de Sánchez y su equipo o, como él dice, su reafirmación como ‘referencia de la izquierda’ o de nueva socialdemocracia. Se trata del carácter de su proyecto de fondo, de los nuevos equilibrios con los poderes fácticos y el grado de compromiso unitario con las fuerzas transformadoras.
De todo ello hay gestos retóricos positivos, algunos de ida y vuelta, pendientes de concretar. Entre ellos, poner el foco en la acción contra las desigualdades sociales y establecer puentes con Unidos Podemos y las fuerzas nacionalistas. El principal, su discurso de oposición más clara al Gobierno del PP, incluida la presentación de una posible moción de censura, siempre que tenga ‘posibilidades de ganarla’ y a medio plazo. Ello supone descartar la colaboración con la estrategia de oposición actual de Unidos Podemos y sus aliados respecto de una moción de censura inmediata.
No obstante, actualmente, hay suficientes motivos (corrupción, degradación de la democracia, políticas impopulares...) que la justifican. Aunque no está asegurado el poder echar al PP del Ejecutivo, su moción tiene sentido cívico y político. Es un instrumento democrático (institucional y participativo) para denunciar la involución social y democrática del gobierno conservador y fortalecer entre la ciudadanía la idea de cambio de progreso frente a la resignación o la 'normalización' del continuismo. En todo caso, es un buen comienzo el respetar las respectivas estrategias de oposición y favorecer el entendimiento.
La victoria de Sánchez ya ha cuestionado la credibilidad de la gestora y los ‘notables’ implicados en la involución política y democrática del PSOE. Ha generado una grieta de legitimidad en el bloque de poder al poner por delante la oposición y alternancia al gobierno del PP y desplazar sus principales valedores en el Partido Socialista. Así, está obligado a diferenciarse mejor de la derecha del PP (y Ciudadanos) y oponerse al simple continuismo de su gobernabilidad. Especialmente, está comprometido en exigir responsabilidades políticas a Rajoy, por su corrupta y autoritaria gestión y pedir su dimisión.
En tercer lugar, aparece la tarea de colaborar con las fuerzas transformadoras para construir una alternativa de progreso. El nuevo Secretario General electo y, especialmente, algún componente de su equipo como Pérez Tapias, han reconocido que el pacto de PSOE-C’S de hace un año impedía, por su contenido neoliberal y la exigencia de completa subordinación, el acuerdo con Unidos Podemos, En Marea, En Comú Podem y Compromís. La propuesta para negociar un Gobierno de Progreso, con un programa intermedio y una gestión gubernamental compartida, es una solución razonable, aunque rechazada oficialmente por el PSOE, desde su pretensión hegemonista.
Puede haber algunas variaciones de ese estatus quo de relativa paridad representativa. De hecho, actualmente, existen dos millones de votantes con relativa orfandad representativa, inclinados hacia la abstención y en espera de la evaluación de cada gestión y proyecto: uno, el que perdió Unidos Podemos entre el 20-D y el 26-J; otro, el que ha perdido adicionalmente el Partido Socialista, según las encuestas, en este último periodo de crisis. La tentación de Sánchez es que la pugna por la hegemonía electoral relativa se convierta en su estrategia principal y a toda costa. Su insistencia en no caminar juntos con Podemos y sus aliados y ser “la” referencia de la izquierda, apenas esconde su aspiración hegemonista para sacar suficiente distancia en las próximas elecciones y negociar, en todo caso, con ventaja (programática y de gestión) un posible acuerdo con las fuerzas del cambio.
Pero ello supone priorizar la pugna competitiva y el aislamiento de las fuerzas transformadoras. Incluso está por ver que ese reequilibrio a la portuguesa, sin suficiente garantías de ganar autónomamente a las derechas, sea admisible por los notables y el bloque de poder económico y mediático. El diario El País ya amenaza con una crisis y ruptura a la francesa, es decir, la construcción de un gran centro, la irrelevancia del ala izquierda socialista y el acoso a las fuerzas alternativas. Y, desde luego, con Rubalcaba en su cocina, su apuesta por la escisión es más creíble que la alianza (podemización) con el llamado populismo izquierdista. Por tanto, las presiones a Sánchez se van a redoblar, su margen todavía es escaso y, de momento, ni siquiera es un Hamon o un Corbyn.
La perspectiva española, dentro del debilitamiento general de la socialdemocracia, es distinta a la portuguesa (una gran ventaja socialista sobre el Bloco y el PCP), la griega (derrumbe socialista con hegemonía de Syriza), la alemana (coalición con la derecha, con peso de La Izquierda y Los Verdes) y a la francesa (división socialista con pase del aparato socialista al centrista Macron y una Francia Insumisa triplicando al PSF). La paridad representativa con las fuerzas transformadoras, la justa respuesta a la gravedad socioeconómica y la cuestión nacional, así como la existencia de una arraigada cultura democrática y de justicia social entre la mayoría popular ofrecen una especificidad en nuestra dinámica del cambio político.
La victoria de Sánchez debilita al Gobierno de Rajoy, facilita cierta colaboración con Unidos Podemos y convergencias, pero su proyecto está lejos de forjar una deseable alianza de progreso. Para ello, además de un mínimo de confianza y lealtad es imprescindible avanzar en un programa mínimo compartido de giro socioeconómico progresista y democratizador, de regeneración democrática y respecto de la problemática territorial. En ese marco, con un talante democrático y unitario, es legítima la competencia y el debate de ideas y proyectos. El camino es priorizar los objetivos comunes de un cambio auténtico de progreso, ensanchar el campo alternativo y progresista e incrementar la participación ciudadana en detrimento del espacio de las derechas y su proyecto autoritario y regresivo. Se hace camino al andar.
El cambio y el ‘nuevo’ PSOE
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Editado en Pensamiento Crítico (20-7) y en dos partes en Nueva Tribuna (23-6) y Público (24-6)
Ha fracasado la estrategia normalizadora del bloque de poder representado por el Gobierno de Rajoy. La voluntad y la expectativa de dar un impulso hacia un cambio político de progreso frente al continuismo de las derechas se ha vuelto a manifestar entre la ciudadanía. Dos hechos han contribuido a expresar la ilegitimidad de la gestión y el proyecto liberal-conservador y la necesidad de su relevo: la moción de censura promovida por Unidos Podemos, En Comú Podem y En Marea, y el aval de la mayoría de la militancia socialista al distanciamiento de su partido respecto del PP, eligiendo a Pedro Sánchez como Secretario General.
La moción de censura, un paso positivo en el camino del cambio
La moción de censura, liderada por Pablo Iglesias, ha sido un éxito para sus promotores. Primero, ha permitido realzar ante la opinión pública la gravedad de los tres grandes problemas de la población: la evidencia de la implicación del PP en la corrupción sistémica, con ventajas políticas fraudulentas, así como su manipulación e injerencia de los instrumentos del Estado para taparla, afectando a la calidad de la democracia; la importancia de la persistencia e incremento de la desigualdad social, con la gravedad de la precariedad laboral y el empobrecimiento masivo; el bloqueo a una solución política dialogada y democrática al conflicto catalán, favoreciendo las tensiones territoriales.
Segundo, ha posibilitado detallar las principales propuestas concretas de reformas políticas, institucionales y socioeconómicas. Básicamente de tres tipos: de regeneración y democratización de la vida pública; de reversión de los recortes sociales y laborales, con un cambio de modelo productivo, más moderno y ecológico, y mayor igualdad social, incluida la de género, y de respeto y articulación de la plurinacionalidad.
Tercero, ha facilitado el emplazamiento sobre la necesidad de caminar hacia un cambio gubernamental, ofreciendo la colaboración a otras fuerzas progresistas, en particular al Partido Socialista.
Estaba claro que no contaba con el aval mayoritario de la Cámara. El objetivo central no era ése, sino en avanzar en el cuestionamiento de la legitimidad del Gobierno del PP, confirmar la ausencia de una mayoría institucional que le sustente (a pesar del compromiso de Ciudadanos) y comprobar la posibilidad de una mayoría alternativa (siempre que haya suficiente voluntad política).
Y todo ello ha quedado demostrado y constituye un paso más en el camino del cambio. Se ha reforzado un modelo alternativo: democratización profunda, giro social de la política socioeconómica y reconocimiento de la diversidad nacional. Y se ha mostrado un liderazgo colectivo más consistente y creíble.
Por el contrario, la gestión y el relato del PP han mostrado su limitada credibilidad ciudadana. Se han asentado en tres posiciones: Difuminar sus responsabilidades ante la corrupción; embellecer la ligera ‘recuperación’ económica que asocia –falsamente- a su gestión política regresiva (recortes sociales, ajustes y reforma laboral); promover un nuevo autoritarismo y la estrategia del miedo ante el conflicto catalán.
El Partido Socialista se ha abstenido. Pero, una vez conquistada la hegemonía interna en su Congreso Federal (aun contando con las reticencias de un 40% de la militancia y los principales barones, empezando por Susana Díaz): ¿cuál es el plan de Pedro Sánchez?; ¿qué significa el ‘nuevo’ PSOE?; ¿qué sentido tiene su insistencia en un acuerdo tripartito con Albert Rivera y Pablo Iglesias?.
Indecisión socialista por el desalojo del PP
El apoyo fáctico con que cuenta el PP sigue siendo poderoso: el poder financiero-económico, de los principales medios de comunicación y el aval institucional de Ciudadanos. Su objetivo es garantizar la llamada gobernabilidad, su hegemonía institucional y el continuismo de su estrategia político-económica. Ha conseguido el apoyo parlamentario a los Presupuestos Generales de 2017 (gracias al PNV y las dos formaciones canarias). No obstante, sigue siendo mayoritario, tal como confirma el CIS, el descontento ciudadano –por encima de los dos tercios de la población- a su gestión política y económica y, particularmente, ante su implicación en la corrupción. Sufre un significativo desgaste de la confianza de la gente.
Por otro lado, su pacto con Ciudadanos es sólido para toda la legislatura, aunque no le garantiza la total estabilidad parlamentaria. Su amenaza de elecciones generales anticipadas tiene menor credibilidad, aunque no es descartable ante una moción de censura con posibilidades de desalojarlo. Es decir, antes de perder una moción de censura, Rajoy convocaría nuevas elecciones generales.
Por tanto, la cuestión es si el Partido Socialista y Ciudadanos están dispuestos a propiciar y afrontar esa anticipación. De momento, ambos se oponen. Lo que explica las reticencias socialistas a otra moción de censura, su renuencia a avanzar en una alianza de progreso y presentar un bloque unitario con Unidos Podemos y sus aliados. Su prioridad es sacar ventaja comparativa sobre ellos. Además, la condición de ganar la moción la deja anulada por la oposición de Ciudadanos y su autolimitación para no negociarla con las fuerzas ‘independentistas’.
El emplazamiento alternativo al Partido Socialista de una moción compartida y liderada por Sánchez, permite favorecer y protagonizar la firmeza discursiva de echar al PP del Ejecutivo, pero parece improbable. El proyecto del Secretario General socialista se basa en otro calendario y en la medida que se generen sus condiciones prioritarias: ganar mayor hegemonía relativa, ser el eje central, moderado y transversal, programático y gestor, entre Ciudadanos y Unidos Podemos y sus aliados.
Por tanto, el cambio gubernamental se aleja hasta después de nuevas elecciones generales. La estrategia electoral del Partido Socialista, incrementar su ventaja comparativa y competir por el espacio de ‘izquierda’, se convierte en la principal, frente a la estrategia política de colaboración para echar al PP y configurar una alternativa de progreso. La alternativa de Gobierno se concretará con los nuevos y esperados resultados. Básicamente, con dos hipótesis: Gran Centro o Alianza de Progreso.
Las relaciones y acuerdos a tres, o mejor, con geometría variable con uno o con otro (o con nacionalistas o el propio PP en las llamadas cuestiones de Estado, incluyendo Catalunya), aparte de intentar debilitar y aislar al PP, están al servicio de su objetivo central: incrementar su representatividad a costa de las fuerzas del cambio. El objetivo es tener mayor autonomía y capacidad para dirigirse posteriormente hacia el centro –Ciudadanos-. Trata de conformar su línea política de cambio limitado y su alianza institucional preferente, evitando un cambio sustantivo y dejando en una posición subordinada a las fuerzas del cambio.
En consecuencia, su nueva retórica y sus nuevos gestos tienen consecuencias significativas: debilitar la credibilidad social del PP, afirmar una aspiración social de cambio gubernamental y evitar una estrategia de duro acoso a Unidos Podemos y aliados. Y ello puede conformar una dinámica política positiva para el cambio social e institucional. Pero, de momento, están sometidos al imperativo competitivo por la influencia y la apropiación de (parte sustancial) del campo social y electoral alternativo.
El proyecto de Sánchez: reforzar la hegemonía socialista
Dirigentes del equipo de Pedro Sánchez, repiten ese mantra de reforzar la hegemonía socialista, su proyecto autónomo y ganador (al decir de Susana Díaz), como la esencia del ‘nuevo PSOE’, su discurso de ‘nueva socialdemocracia’, su identidad de ‘izquierda’ o su alianza ‘transversal’ de las ‘fuerzas del cambio’. Bonitas palabras, algunas de ellas utilizadas por representantes de Podemos, pero cuyo significado y función aquí hay que esclarecer.
Por ejemplo, en relación con lo último, hasta ahora las llamadas fuerzas del cambio se referían al espacio de Unidos Podemos, las convergencias y sus aliados, así como a las candidaturas municipalistas; aparte de todo el conglomerado asociativo, de indignación cívica y protesta social, representado simbólicamente por el 15-M y los movimientos sociales. Meter en ese campo a Ciudadanos, garantía de la continuidad de Rajoy y las políticas neoliberales, es una impostura derivada de su interés por emplazarles a un pacto de moderación y de contrapeso a las fuerzas del cambio reales.
Incluso para auto-incluirse la dirección socialista en esa denominación habrá que confirmar con los hechos la profundidad de su distanciamiento de las derechas y su firmeza por un cambio real y sustantivo. A su vez, instrumentaliza el significante transversalidad –como Macron- para darle un contenido que, en ese contexto, representa centrismo liberal, con equidistancia en las alianzas a las dos bandas contrapuestas con hegemonía propia y renuncia al cambio. Por tanto, existe una pugna discursiva y es necesaria resignificar las palabras para dar sentido a las propuestas y las prácticas políticas.
Pero, qué significado tienen esos nuevos/viejos referentes socialistas. Qué proyecto político anuncian y/o esconden. No faltan sus ejemplos del Felipe González de 1982 y del Rodríguez Zapatero de 2004, por no hablar de la Tercera Vía alemana o laborista. La operación, recordada ahora para imitarla, consiste en, una vez decretada la irrelevancia de las dinámicas sociales y políticas críticas o alternativas y absorber o neutralizar parcialmente sus demandas, implementar un giro al centro (donde suponían que estaba la garantía de representatividad y conservación del poder político).
No obstante, el contexto ha cambiado y solo traduce una añoranza. Ese proyecto modernizador de la socialdemocracia europea, con efectos ambivalentes –positivos y negativos- para las capas populares, ha saltado por los aires por dos motivos principales.
El primero, por su gestión gubernamental regresiva y autoritaria de la crisis sistémica y su compromiso con los poderosos antes que con las capas populares. Es la causa última de la desafección cívica y su falta de credibilidad ciudadana, imprescindibles para su renovación y el reencuentro con unas alejadas bases sociales progresistas, particularmente con los sectores más dinámicos, jóvenes y capas trabajadoras y medias urbanas.
El segundo, la conformación de un amplio y sólido campo sociopolítico crítico, con una experiencia y una cultura democrática y de justicia social, junto con la consolidación, especialmente en España, de una significativa y similar representación política e institucional alternativa.
Sin afrontar ni replantear la estrategia de fondo, solo intentado hacerla olvidar con retórica y pequeños retoques, es difícil que recuperen su credibilidad perdida. Como han comprobado, forzar la ampliación de su implantación electoral a base de sectarismo y prepotencia contra las fuerzas del cambio es poco eficaz y contraproducente. Es la razón de la modificación del talante de la nueva dirección socialista y los nuevos puentes, con una estrategia más sutil, que facilite la alternancia al PP.
Sin embargo, la persistencia de esa actitud de fondo no solo les dificulta la comprensión de la realidad y la elaboración de un análisis, relato y discurso realista y coherente sino, sobre todo, refleja su incapacidad para definir y aplicar una estrategia realmente de cambio y su ilusión hegemonista desde la prepotencia.
Cuáles son los escenarios posibles
Dejando aparte los efectos del conflicto en torno al ‘proceso’ catalán, de impredecibles consecuencias, habrá que esperar a los resultados de las elecciones municipales, autonómicas y europeas de 2019, para tener una radiografía precisa y determinar las opciones de proyectos y alianzas. Su impacto sí podría propiciar un adelanto (limitado) de las elecciones generales (con o sin amenaza de moción de censura ganadora). Caben algunas hipótesis con implicaciones para la viabilidad de los proyectos respectivos.
El sistema político bipartidista ha quedado atrás, con la consolidación de las cuatro fuerzas principales. Pero, en las condiciones actuales, no son descartables desplazamientos electorales limitados pero con efectos significativos; solo con la variación de entre uno y dos millones de votos (lo que supone cerca del 5% -sin garantías de detección demoscópica previa- y entre quince y veinte diputados) entre PP y Ciudadanos y/o, al mismo tiempo, entre PSOE y Unidos Podemos y convergencias, se puede modificar fuertemente el panorama político e institucional. Y más si ese desplazamiento es desde las derechas hacia las izquierdas (o al revés).
Por ejemplo, las consecuencias globales de la pérdida de las derechas de la Comunidad de Madrid a mano de un gobierno de progreso, serían muy importantes. Tampoco es indiferente la hegemonía de las fuerzas alternativas frente al PSOE, en esa Comunidad o en la Comunidad Valenciana; o bien, al contrario, la pérdida para ellas del Ayuntamiento de Madrid o algún otro ayuntamiento del cambio relevante, bien sea a manos de las derechas o bajo el liderazgo del Partido Socialista. La influencia sobre la legitimación de cada actor político y sus políticas y trayectorias serían muy decisivas para conformar una alternativa de progreso en el Gobierno y su carácter.
Por otro lado, desde una perspectiva más amplia, para las fuerzas del cambio es fundamental el arraigo y la vinculación con la sociedad y el movimiento asociativo, la activación de la ciudadanía, la implementación de dinámicas políticas adecuadas en las bases sociales, así como la definición de discursos, liderazgos y alianzas apropiados y unitarios para consolidar los espacios de cambio y garantizar gobiernos de progreso. No todo es responsabilidad de la representación política y depende de la actitud de los distintos movimientos sociales (incluido el sindicalismo), de la ciudadanía activa y la intelectualidad crítica. Las deficiencias en el campo progresista van a tener su impacto de dificultad para el cambio. Y hay que establecer las luces largas para alumbrar el camino, en los ámbitos social e institucional, hasta el nuevo ciclo electoral de los años 2019-20.
El cálculo de Rivera para un cambio de aliado (PSOE) derivaría de un fuerte declive del PP con trasvase de un porcentaje significativo de su electorado y según los nuevos resultados. La conformación de una alternativa de Gran Centro, a la española, ya ensayada en 2016, supone un pequeño recambio de élites y el continuismo de las políticas socioeconómicas y territoriales. Y siempre con la subordinación o el castigo a Unidos Podemos y convergencias en el caso de su no colaboración.
El ‘cierre’ de las derechas al cambio político, a la ‘inestabilidad’ institucional derivada de su pérdida de mayoría absoluta desde las elecciones generales del 20-D-2015 consiste en evitar una alianza de progreso, impedir un cambio auténtico y aislar a Podemos, IU y las convergencias, así como a las candidaturas municipalistas. Era el objetivo explícito de Ciudadanos en su acuerdo con el PSOE, con un programa económico y territorial continuista e innegociable, luego reconocido por el propio Sánchez y al que éste se sumó. Tras las elecciones generales del 26-J-2016, Ciudadanos ha dado un giro más claro de su compromiso con la gobernabilidad del PP y sus políticas neoliberales y centralizadoras.
Por otro lado, como se sabe, el golpe palaciego de los barones socialistas, en el Comité Federal del pasado uno de octubre, junto con el apoyo de los poderes mediáticos, económicos e institucionales, consiguió la defenestración de Sánchez y permitió la investidura de Rajoy. El fiasco susanista y de la Comisión Gestora debilita esa operación de normalización del Ejecutivo liberal-conservador y afianza la necesidad de buscar una alternativa de Gobierno.
La competencia por la primacía representativa, ligada al tipo de cambio
Necesariamente va a haber competencia entre las fuerzas progresistas por la primacía representativa. El Partido Socialista aspira a incrementar su ventaja respecto de Podemos y sus aliados; su horizonte es tener, al menos, una relación de dos a uno, con la que imponer su posición programática y, sobre todo, la completa y exclusiva hegemonía de su gestión. Es su ilusión para la aplicación mecánica del modelo portugués, de acuerdo positivo con gran hegemonía socialista, basado en una correlación de fuerzas de tres a uno y sin el problema adicional de la cuestión nacional o la presencia de una fuerza centrista.
Pero ese mismo modelo requiere aceptar la lealtad y el criterio de representatividad que en España es similar entre ambos, por lo que es razonable una gestión compartida y un programa negociado y equilibrado. Y no solo en el área económica (afrontando la ineludible renegociación con Bruselas y la imprescindible reforma institucional de la Unión Europea y la eurozona) sino en las otras dos grandes áreas: cuestión nacional y democratización. Esta última es factible con Ciudadanos y la anterior con las fuerzas nacionalistas. Y la primera, socioeconómica, complicada con todos, particularmente con Rivera. Frente al Gran Centro, con recambio continuista, la alternativa sigue siendo un Gobierno de Progreso (a la española), un cambio real de políticas con una improbable posición periférica de Ciudadanos, o sea, con su posible oposición.
Lo que se ventila es la tensión entre un cambio cosmético con la continuidad de fondo, es decir, sin dar satisfacción a las demandas principales de las capas populares, o bien, abrir un cambio realmente de progreso, aunque sea limitado y lento pero sustantivo y con un horizonte cierto. En definitiva, la opción estratégica está entre continuismo (de las derechas o el Gran Centro) y el cambio (de progreso, alternativo o de izquierdas).
Unidos Podemos y convergencias aspiran legítimamente a sobrepasar al PSOE, sin que por ello tengan que ser ofendidos con palabras de victimismo o acusados de antipluralismo por su supuesto objetivo populista. En una democracia pluralista es legítima la pugna competitiva entre adversarios políticos, siempre con respeto, reconocimiento, propuestas argumentadas y procedimientos democráticos y transparentes.
El antagonismo se suaviza y regula por los valores compartidos: la democracia y el bien común. Entre fuerzas progresistas la cuestión es el grado de contrapeso por la colaboración por objetivos transformadores comunes que pueden beneficiar a ambos y, especialmente, a sus bases sociales y el conjunto de la ciudadanía en detrimento de los intereses oligárquicos y las políticas regresivas de las derechas.
El equilibrio entre la confrontación y la colaboración no siempre es fácil y depende de cada contexto. Se ha roto el esquema de los dos campos contrapuestos anteriores, aun con sus contradicciones internas basadas en la alternancia: completa hegemonía institucional de la triple alianza de PP-Ciudadanos-PSOE (y el poder establecido), por un lado, y el aislamiento de las fuerzas del cambio (y el movimiento popular), por otro lado. Ahora se configuran tres dinámicas en un marco más flexible y cambiante: persiste la alianza de las derechas y se consolidan las fuerzas del cambio; pero aparece el proyecto que se pretende ‘autónomo’ del PSOE. Frente a las derechas, más si se agrietan, vuelven las dos opciones comentadas, el Gran Centro y la Alternativa de Progreso. El futuro está abierto. Hay que construir el cambio.
Las relaciones PSOE-Podemos
Antonio Antón
Editado en Público (17-8-2017)
La posibilidad de una mayor colaboración entre Partido Socialista y fuerzas del cambio (Unidos Podemos y convergencias) sitúa en el plano institucional y electoral (2019-2020) la expectativa el desplazamiento de las derechas de las instituciones, un giro de la política liberal-conservadora dominante y la conformación de una alianza de progreso que dé respuesta a las tres grandes crisis: socioeconómica, político-institucional y territorial. No obstante, está complementada por una pugna por la hegemonía política de cada uno de ellos y la credibilidad de su respectivo perfil social y democrático.
Así, a pesar del bloqueo global (y dejando al margen el conflicto del proceso en Catalunya) se mantiene y se fortalece la expectativa de cambio por la vía electoral-institucional. Tras la larga etapa electoral (2014-2016) y el anterior proceso de protesta social progresiva (2010-2014), estamos en un tercer ciclo de reajuste político-institucional, distinto a los dos anteriores, y diferente a la larga etapa democrática. El horizonte del cambio está puesto, sobre todo, en el marco electoral o político-institucional de los años 2019 (elecciones locales, autonómicas y europeas) y 2020 (previsiblemente elecciones generales y expectativas de cambio gubernamental).
Pero estos casi dos años de interregno pendiente son decisivos para encarar ese desafío. Lo específico es que el cambio institucional real (salvo una imprevisible moción de censura ganadora o una crisis política profunda por el asunto catalán) no es inminente y los mecanismos electorales se sitúan en el medio plazo. Y la acción política tiene que tener un doble sentido: inmediato, de condicionamiento de las políticas liberal-conservadoras y mejora de la situación de la gente, y a medio plazo, de camino y garantías para el cambio institucional con un sentido democrático y de progreso social.
En las estrategias políticas de Podemos y sus aliados se han ido produciendo correcciones, algunas significativas, derivadas del cambio de situación y la maduración de las propias estrategias, incluido el debate de Vistalegre II con sus relatos dispares. Por ejemplo, en la concreción del nivel de antagonismo o colaboración y la actitud ante el PSOE, ya iniciado tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015, donde se priorizó, por parte de las fuerzas del cambio y, en parte, por el propio PSOE, el objetivo de echar al PP de esas instituciones territoriales.
En Podemos y sus aliados se iniciaba un cambio de actitud general: admitir que, a corto-medio plazo, el cambio institucional y, específicamente, gubernamental para aplicar un programa de progreso, no era posible de forma generalizada solo por el propio autodesarrollo, más si el resto de los otros tres grandes partidos formaban un bloque continuista en las políticas fundamentales. Así, ha existido (y todavía existe) un riesgo evidente, el proyecto continuista y la normalización de la hegemonía de las derechas, con el aval socialista (el plansusanista y de los barones y poderes fácticos): la llamada triple alianza, con reedición de la alternancia bipartidista renovada y el aislamiento de las fuerzas del cambio y una alternativa de progreso.
Pero ese proyecto continuista ha salido tocado por dos motivos: por un lado, por la resistencia y la consolidación del bloque del cambio a pesar de las campañas políticas y mediáticas de desprestigio y acoso; por otro lado, por la rebelión de la mayoría de la militancia socialista partidaria del distanciamiento del Partido Socialista respecto del Partido Popular y el afianzamiento de una posición de izquierdas (por definir) y de acercamiento a Podemos y sus aliados (por concretar). Por tanto, había que distinguir los dos niveles, territorial y estatal, porfiar en el distanciamiento del Partido Socialista del intento restaurador del bipartidismo renovado de simple alternancia y buscar fórmulas apropiadas para avanzar en la democracia y la justicia social con menor aislamiento político.
Cuando los líderes alternativos se encontraron con la hegemonía socialista en diversas Comunidades Autónomas, adoptaron con flexibilidad la prioridad estratégica del desalojo del PP con apoyos a la investidura socialista en varios gobiernos autonómicos, con acuerdos mínimos. Igualmente por la presión unitaria, tuvo que hacer el Partido Socialista para investir alcaldes alternativos en grandes municipios. En ese ámbito local, con competencias fundamentales de gestión de los servicios públicos, las constricciones y los compromisos socialistas respecto del poder establecido y sus políticas de austeridad eran menores y algo diferenciadas. Eso ha permitido acuerdos básicos de gobernabilidad frente a las derechas. Igualmente, ante los resultados en las elecciones generales del 20-D-2015, los dirigentes y las bases de las fuerzas alternativas aceptaron el principio democrático de reconocer la representatividad de las dos formaciones y apoyaron la oferta de un gobierno alternativo de progreso, con un programa negociado y una gestión compartida, con la presidencia gubernamental del Secretario General del PSOE.
Como se sabe, la nueva actitud colaborativa de Podemos y sus aliados solo fructificó parcialmente en el ámbito territorial pero no en el gubernamental. La causa principal de ese fracaso fue la preferencia del Partido Socialista por su pacto con Ciudadanos y un plan continuista que prolongaba las consecuencias de la crisis socioeconómica y el continuismo institucional y territorial. Además, llevaba aparejada la finalidad de la subordinación de las fuerzas del cambio y su marginación. Esa estrategia continuista, presentada como transversal entre el centro-izquierda y la derecha renovada, es la que no permitió echar al PP; tampoco tras el 26-J, en que Ciudadanos apostó claramente por el continuismo de Rajoy y sus políticas (similares a las de su pacto con el PSOE). Pero esta interpretación fue objeto de una gran polémica pública y el relato tergiversado que se impuso en los grandes medios de comunicación era otro: la causa era la actitud sectaria e irresponsable de la dirección de Podemos (particularmente, de Pablo Iglesias) hacia el Partido Socialista que impedía echar al PP del Gobierno.
Lo que se ventilaba era un reforzamiento del continuismo estratégico de las políticas socioeconómicas e institucionales, incluido el tema catalán, con perjuicio para las condiciones de la gente y el cierre de la dinámica de cambio; solo existía la ventaja relativa de un recambio o alternancia de élite gobernante, pero que buscaba la vuelta a un nuevo bipartidismo renovado. El fundamento alternativo se basaba en insistir en el emplazamiento hacia el Partido Socialista con el único plan realmente de cambio de progreso y ruptura con las políticas liberal conservadoras: un programa gubernamental compartido y negociado según el equilibrio político derivado del reconocimiento mutuo de la representatividad casi paritaria de ambas formaciones, sin la preponderancia de la alianza socialista con Ciudadanos. Se trataba de dejar abierto y vivo el proceso de cambio de progreso y la no subordinación completa de las fuerzas del cambio a ese eje hegemonista con su plan continuista socioeconómico y de relaciones de poder en el marco del consenso liberal europeo.
En consecuencia, aparte de las deficiencias en aspectos parciales y en su implementación comunicativa, el análisis de las tendencias principales y la estrategia de conjunto de Unidos Podemos y convergencias apuntaban adecuadamente. Aunque fue incomprendida por una parte de la gente progresista y motivo de una gran campaña mediática de aislamiento político, principalmente, del ámbito socialista, la firmeza en la orientación transformadora de las fuerzas del cambio y su consistencia política y organizativa, vistas en perspectiva, han dado sus frutos: han contribuido a evitar la consolidación de ese continuismo estratégico, impedir la normalización institucional de las derechas, superar el bipartidismo renovado con una simple alternancia y favorecer el giro hacia la izquierda del Partido Socialista. Y todo ello ha permitido mantener abiertas las opciones del cambio real de progreso, beneficioso para las mayorías sociales, y ha impedido el aislamiento social de las fuerzas alternativas y su proyecto transformador autónomo.
El nuevo PSOE, en caso de confirmarse su giro hacia la izquierda y su preferencia de acuerdos con Unidos Podemos y convergencias, abre nuevas expectativas para el cambio institucional, vía electoral y alianza de progreso, no exento de dificultades e insuficiente voluntad política. En todo caso, superando el periodo involutivo de la Comisión gestora socialista, con su compromiso con la gobernabilidad del Partido Popular de Rajoy y su preferencia por los acuerdos con las derechas, vuelve a tener sentido la colaboración entre las fuerzas del cambio y el Partido socialista con el objetivo estratégico de desplazar la hegemonía gubernamental liberal conservadora y abrir un nuevo ciclo institucional de progreso con políticas favorables a la mayoría social.
La doble actitud ante una socialdemocracia ambivalente
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en Pensamiento Crítico, 12-9-2017. Este texto es la suma de cuatro artículos complementarios editados en Nueva Tribuna (14-7 y 27-7) y Público (16-7 y 17-8)
El giro del nuevo PSOE para reclamarse como representante de ‘la izquierda’ con la diferenciación con la derecha y un emplazamiento más unitario con Unidos Podemos y sus aliados (y con Ciudadanos) vuelve a reabrir el tema del carácter de su propio proyecto y discurso y el alcance de su colaboración con las fuerzas del cambio. Veamos algunos problemas interpretativos para clarificar los nuevos hechos respecto del objetivo estratégico, la posibilidad y las condiciones de una alianza de progreso para un cambio gubernamental sustantivo.
La ambivalencia de la socialdemocracia
La gestión mayoritaria del grueso de los aparatos institucionales de los partidos socialistas ha transitado, primero, hacia el socioliberalismo de tercera vía o nuevo centro y, segundo, con la crisis sistémica, hacia una gestión gubernamental antisocial de tipo neoliberal, regresivo e, incluso, con rasgos autoritarios. En ese campo se ha producido una crisis de identidad y una relevante desafección popular que está lejos de remitir.
En la sociedad pervive una cultura de izquierdas o de progresismo social, menos ideologizada y partidista, que tiene unas referencias positivas de justicia social, derechos socioeconómicos y laborales, empleo decente y Estado de bienestar, aparte de otras demandas sociales, nacionales y democráticas. Es la base cultural, sociopolítica y ética de fondo y mayoritaria que, en muchos aspectos, ronda los dos tercios de la población. En términos electorales, suma más de diez millones de votos progresistas, repartidos casi por la mitad entre el Partido socialista y las nuevas fuerzas del cambio, éstas últimas la parte más joven, dinámica y urbana, con mayor futuro. Por tanto, este proceso ha permitido conformar un nuevo espacio crítico y alternativo con un horizonte de cambio real de progreso, dando el vuelvo al sistema de representación política.
Pedro Sánchez gana la Secretaría General con la promesa de remontar el declive socialista. Pero, parece, que la nueva dirección no termina de comprender las causas y la profundidad de ese distanciamiento popular y el reconocimiento de la consolidación del nuevo actor político (Unidos Podemos y aliados) con el que establecer una colaboración leal. Con solo cambios parciales y retóricos despliega un plan voluntarista (discursivo) para recuperar credibilidad cívica que, si no profundiza en favor de un cambio de progreso real y unitario, corre el riesgo de convertirse en prepotente y, lo que es peor para ellos, ineficaz.
Veamos algunos aspectos discursivos. La palabra izquierda y la dicotomía izquierda-derecha son confusas para delimitar el conflicto político y social, por el cambio de carácter de los aparatos socialdemócratas en las últimas décadas. Por otro lado, el socioliberalismo o nuevo centrismo, orientación dominante de las direcciones socialistas en el último tiempo, ha declarado esa dicotomía obsoleta al haber declarado la muerte de la izquierda y de una alternativa al poder liberal-conservador. Junto con el enfoque neoliberal, solo reconoce una alternancia entre derecha tradicional, derecha extrema y centrismo liberal, más o menos ‘social’. Ha sido el marco del bipartidismo, del intento de legitimación continuista de la operación susanista y de la Comisión gestora, echada abajo por la mayoría (ajustada) de su militancia.
Pues bien, aun partiendo de la dicotomía arriba-abajo, un problema analítico sustancial es dónde se coloca (hoy) a la socialdemocracia. Una forma simplista es colocarla toda, permanentemente y exclusivamente con los de arriba, con la oligarquía. Con el nuevo PSOE es más difícil. Ese enfoque es de similar antagonismo al que se puede llegar también con una concepción rígida de la dicotomía izquierda-derecha, con experiencias y bandazos diversos de las izquierdas.
La versión más sectaria respecto de la relación y el papel de la socialdemocracia, que todavía pervive en algunos sectores, es la doctrina estalinista de ‘clase contra clase’ de los años veinte, según la cual los comunistas eran los auténticos representantes de la clase obrera y los socialdemócratas, traidores y enemigos de clase a combatir. Con el giro de la Internacional Comunista en los años treinta de Frente Popular o su adaptación en los años setenta y ochenta de Frentes de Izquierda (particularmente en la Francia de Mitterrand, el antifranquismo en España o el compromiso histórico en Italia) se abrió camino la colaboración de ambas tendencias de las izquierdas, muchas veces ampliada a otros actores progresistas y democráticos.
A partir de los años noventa y particularmente con la crisis sistémica, socioeconómica e institucional, se acentúan nuevos hechos. Por un lado, el giro de la socialdemocracia hacia el nuevo centro con una gestión neoliberal, acentuada por su compromiso con los poderosos en su acción gubernamental, junto con el debilitamiento de las tendencias comunistas. Pero, por otro lado, van conformándose nuevas energías sociopolíticas democráticas, igualitarias y emancipadoras y, especialmente, emerge y se consolida en España (y otros países) un nuevo espacio alternativo, democrático y de progreso, en el marco de la oposición a la gestión regresiva y autoritaria de la crisis socioeconómica y política. Estos dos hechos de fondo resitúan en términos más equilibrados la relación entre estas últimas fuerzas del cambio y los partidos socialistas.
Crisis política y de identidad de la socialdemocracia
Mi posición consiste en remarcar el carácter ambivalente de la socialdemocracia, para poder tener una actitud acorde con la realidad. Hay que valorar el distinto y cambiante peso de sus dos pertenencias identitarias y sus funciones (continuistas y de cambio) según su práctica y su discurso en cada contexto y circunstancias históricas. Es decir, en el último tiempo, una parte, sobre todo de su poder institucional, está arriba (o con la derecha junto al poder liberal-conservador), aunque mantenga cierta legitimidad pública; y otra parte, la mayoría militante y de su base social, con tradición progresista, está abajo, con la gente común, alternativa y de izquierdas. Los equilibrios entre las dos partes eran posibles en la época dorada de crecimiento económico y bienestar social, aunque con proporciones y tensiones diversas. Ello según su responsabilidad institucional, su duración y el contexto.
Con la crisis sistémica las presiones de ambos lados se agudizan, con una dinámica más desfavorable para compatibilizar una gestión continuista del poder institucional con un leve reformismo positivo. Es el refuerzo de la prolongada crisis política y de identidad. Abandonan ese tipo de políticas ambivalentes y la cultura de izquierda social, reduciendo su carácter progresista, y asumen una gestión neoliberal y antipopular con un discurso tecnocrático.
En ese sentido hay una transformación profunda de su papel respecto del poder establecido y las demandas populares. En su conjunto, ya no tienen una identidad coherente y estable de izquierdas, ni tampoco de derechas, ni siquiera de centro; hay división interna. En todo caso, hay que analizar sus proporciones en concreto y explicar la función y la tendencia dominantes en cada ciclo y cada sector.
La imbricación de la mayoría de sus dirigentes con el poder establecido y sus compromisos gubernamentales, primero con la política neoliberal en los años ochenta y noventa y luego con la gestión regresiva de la crisis sistémica, ha atado a una parte relevante de sus aparatos a la función de garantes del continuismo estratégico de carácter regresivo y autoritario. En la medida de sus efectos antisociales, ha sido la causa de la amplia desafección popular. Ello en equilibrios diversos según los países, trayectorias gobernantes y tradiciones sociopolíticas.
En Europa tenemos un muestrario diverso: desde el Pasok griego y el PSF francés (aguda crisis por su responsabilidad austericida), hasta el PS portugués y el laborismo británico (con un giro hacia la izquierda y frente a la derecha), pasando por el SPD alemán (en coalición con la derecha pero ahora sin grandes ajustes sociales). En ese marco cabe explicar el carácter del PSOE: primero, gestor gubernamental de la estrategia de recortes sociales, con amplia desafección popular; segundo, con un continuismo justificativo de la estabilidad gubernamental de la derecha, y tercero, con una retórica de distanciamiento del PP, con nuevos gestos e intentando aparecer de izquierda aunque con la apuesta por reequilibrar los acuerdos con el centro liberal.
En este ciclo de crisis sistémica se han polarizado las dos dinámicas de fondo de la socialdemocracia. Se ha estrechado el margen de practicar un discurso de centrismo socioliberal y una gestión neoliberal. Y la imbricación con los poderosos ha cuestionado su credibilidad ciudadana. No hay una reorientación estratégica, ni una respuesta clara a las necesidades de la mayoría social. Hay avances discursivos ante los tres graves problemas de la sociedad (crisis social, institucional y territorial), pero todavía no hay salidas claras y firmes. Las promesas de renovación, la retórica de izquierdas o el simple discurso funcionalista de la utilidad sin soluciones sustantivas han demostrado su escaso impacto para la recuperación de sus apoyos sociales y electorales.
Por tanto, con esa nueva ambivalencia presidida por la falta de firmeza respecto de las demandas y necesidades populares se sigue resquebrajando su legitimación social y su representatividad electoral. Las causas de su crisis política y de legitimidad ciudadana son profundas y los intentos de renovación estratégica y discursiva muy limitados e insuficientes para frenar su declive. El caso francés es paradigmático.
Actitud doble de crítica y colaboración con la socialdemocracia
Las tendencias ambivalentes de la socialdemocracia demandan a las fuerzas de cambio de progreso la necesidad de una actitud doble de crítica y colaboración, no siempre clara o fácil.
Incluso con la dirección del nuevo PSOE, más distanciada de la derecha, no solo existe un problema de inconsistencia en su determinación de defender a las capas populares o construir una voluntad unitaria de cambio de progreso. La dificultad real para una competencia leal y democrática es que hay una posición socialista ambivalente, de tal forma que pertenece al mismo tiempo al campo de los aliados y al campo de los adversarios, al del cambio de progreso y al de continuismo estratégico. Todavía no se ha definido por una alianza de progreso y cambio sustantivo.
Por un lado, se puede y se debe fortalecer la colaboración práctica entre ambas partes; hay intereses comunes. Por otro lado, la competencia o la crítica se basan en fuertes raíces e intereses contrapuestos y debe regularse. Es difícil que la competencia sea virtuosa, en el sentido de beneficiosa para ambas partes. Ello es cosa de las dos partes, no voluntad de solo una de ellas. Depende del grado de afinidad estratégica que todavía no es alto ni definido. Puede ser positiva como emplazamiento pero con falta de realismo en su implementación. La evidencia, de momento, es que la colaboración es limitada y secundaria y la competencia, aparte de soterrada, podría no ser virtuosa o amable. Persiste la confrontación de proyectos de cambio diferentes, algunos legítimos como ensanchar sus respectivas representatividades electorales para obtener un papel preponderante en los próximos gobiernos autonómicos y municipales. Pero se necesita más transparencia y procedimientos democráticos y argumentativos.
Sería necesario caminar hacia un pacto más amplio sobre objetivos comunes (alternativas de progreso), estrategias compartidas (desplazamiento de las derechas, ensanchamiento social de ambos) y regulación acordada de las discrepancias y críticas, con la prioridad de la oposición contra el continuismo de PP y C’s, ahora y tras la siguientes elecciones generales.
Pero, hoy por hoy, la nueva dirección socialista está en otra cosa; y no digamos el bloque susanista y los poderes fácticos que le condicionan. Sus dirigentes lo aclaran: ‘somos (hay que parecer) la izquierda’ pero no para gobernar mañana con políticas de izquierdas y pactos con las fuerzas alternativas; sino para restarles apoyo electoral a las fuerzas del cambio, sacar ventaja política y desplazarse hacia el centro, desde donde se aspiraría a ganar y gobernar… Y falta por aclarar, ¿con la prioridad por Ciudadanos y la subordinación de Unidos Podemos y convergencias (y los nacionalismos), tal como ha dictado la experiencia pasada?.
Enseguida se nota que su nuevo lenguaje de izquierdas junto con algunas medidas parciales, en sí positivos, especialmente por el cambio de clima político, tienen una función retórica e instrumental. No es un camino sólido y decidido para establecer confianza en un cambio de progreso sustantivo. Es dudoso que con solo gestos, nuevo discurso y colaboraciones unitarias parciales, obtengan mucha mayor credibilidad ciudadana y tengan un gran rédito electoral. No buscan asegurar un cambio real y unitario, sino una recomposición de los equilibrios en las fuerzas progresistas, romper el relativo estatus quo y sacar ventajas comparativas. El objeto, según dicen ellos mismos, es acaparar el voto de entre uno y dos millones intermedios entre las dos formaciones políticas. La finalidad, incluso explícita, es asegurar su hegemonía y su capacidad unilateral de imponer una estrategia socioeconómica, territorial y europea, básicamente continuista, con un simple recambio de la élite gubernamental frente al PP. La dependencia de la colaboración con Ciudadanos es un pretexto para la autolimitación del cambio.
Es decir, el nuevo plan sería una reedición más sofisticada del pacto PSOE-C’s de 2016, de un gran y renovado centro-izquierda, dejando de lado a las fuerzas alternativas y emplazándolas a la subordinación y el abandono de un proyecto real de cambio. La cuestión es que ante la oposición de Ciudadanos a romper su pacto de legislatura con el PP, ese nuevo acuerdo ‘transversal’ entre ese centro y la nueva socialdemocracia solo sería posible tras sus deseados resultados de ascenso electoral de esas dos fuerzas (en detrimento de PP, por un lado, y de Unidos Podemos y convergencias, por otro lado) en las próximas elecciones generales de 2020. Y, mientras tanto, habría que mantener cierta colaboración parcial con Unidos Podemos y convergencias, en espera de los acuerdos cruciales para conformar los gobiernos autonómicos y de los grandes ayuntamientos tras las elecciones de 2019. Ese es su ritmo y su tarea fundamental: un equilibrio hegemonista a dos bandas para echar al PP, mediada por la necesidad de consensos internos y de la responsabilidad de Estado.
Pero queda mucho trecho. Por una parte, la capacidad de respuesta cívica y alternativa a los graves problemas existentes y polarizados: crisis socioeconómica / garantía de derechos sociales y laborales, corrupción política / democratización institucional y tensión catalana y territorial / nuevo pacto democrático y social. Por otra parte, su impacto en las elecciones municipales, autonómicas y europeas, el grado de erosión de las derechas y de reequilibrios electorales e institucionales entre los otros dos bloques, socialista y alternativo. Todo ello en el marco del bloqueo europeo, económico e institucional y la necesidad de su reforma con el horizonte de una Unión Europea más democrática, social y solidaria.
La ardua victoria de Sánchez ha expresado la existencia de una mayoría militante deseosa de distanciarse del PP y preparar una alternativa de Gobierno. Ello le da a la nueva dirección socialista mucha legitimidad y un mandato claro de reafirmación de ‘izquierdas’. Ese cambio de actitud puede conllevar el fortalecimiento de una dinámica unitaria, especialmente clave para la continuidad de los ayuntamientos del cambio. Las iniciativas comunes, más allá de su carácter parcial, tienen su importante impacto en el clima político general y de ambas bases sociales; permiten desbordar los objetivos restrictivos o instrumentales y poner cimientos reales para el gran esfuerzo de futuro: un Gobierno de cambio de progreso, con gestión compartida y programa intermedio negociado. Pero el camino está por hacer.
Una solución nominalista y dicotómica insuficiente
El asunto a tratar ahora es que el cambio de esquema dicotómico de izquierda-derecha por el de arriba-abajo no resuelve el problema analítico y estratégico principal de la nueva realidad de la confrontación cívica frente a las derechas: definir la complejidad de la doble actitud de colaboración y confrontación de las fuerzas del cambio con una formación ambivalente como el Partido Socialista. La visión populista (y comunista) simplista de la polarización del nosotros / ellos, de los aliados / adversarios (o clase contra clase), presiona a colocar a la socialdemocracia en un polo o en el otro.
Pero la realidad es que pertenece a los dos y en determinados momentos y temas está en medio. La rigidez del esquema antagónico lleva al sectarismo o el aislamiento; la ingenuidad o el embellecimiento unitarista a la conciliación o subordinación. Ambas al desacierto y la inoperatividad. Lo habitual es que se den las dos cosas al mismo tiempo o sucesivamente y en distintos ámbitos. Aunque son condiciones distintas en el local (y autonómico) del nivel estatal (y europeo), más decisivo por las importantes competencias y las constricciones impuestas por los poderosos. Por otro lado, las dos actitudes aparecen combinadas entre la firmeza retórica e identitaria y el inmediatismo posibilista respecto de los avances de imagen hegemónica, lejos de la eficacia transformadora al servicio de la mayoría ciudadana.
No se trata solo de explicar la deseabilidad genérica de la cooperación y los costes de su no aplicación (la dificultad de implementar por separado un Gobierno de progreso, necesariamente compartido), aun partiendo del supuesto de un proyecto común (incompleto), el desalojo del PP del Ejecutivo. Se trata de valorar las características, diferencias y condiciones para conseguir ese objetivo concreto de un plan alternativo de progreso, con los obstáculos y la determinación política para su superación; y esa apuesta común es lo que todavía no está clara y hace falta construir.
El giro unitario principal por parte de Podemos (aparte de otros acuerdos municipales y autonómicos) ya se realizó tras el 20-D-2015, reconociendo su dirección la necesidad y su voluntad de construir un Gobierno de progreso, de cambio real, compartido con el Partido Socialista, aceptando la representatividad de cada cual y el carácter de posibles socios. Ello, combinado, sobre todo tras la defenestración de Sánchez y la gestión de la Comisión gestora, con la autoafirmación propia frente a la llamada triple Alianza, es decir, a la valoración del PSOE como adversario no como potencial aliado, cosa bastante realista entonces. Tras el Congreso del PSOE y la moción de censura a Rajoy es más creíble el emplazamiento mutuo a la colaboración.
Serios obstáculos a la colaboración leal
El proyecto del Partido Socialista, con el primer Sánchez, sabemos cuál fue: ante el emplazamiento unitario de Podemos, descalificado de diversas formas, su pacto continuista con Ciudadanos como fórmula para impedir un cambio sustantivo con un Gobierno de progreso, imponer su hegemonía política y desgastar a las fuerzas del cambio. Con la Comisión gestora simplemente ha sido el aval a la gobernabilidad de Rajoy con mayor prepotencia hacia ellas.
La nueva dirección socialista parece que quiere desarrollar, en primer lugar, su proyecto ‘autónomo’ para obtener mayor ventaja electoral a costa de Unidos Podemos y sus aliados, pero con una retórica de izquierdas en vez de una de confrontación total como en la anterior etapa o con Susana Díaz y el viejo aparato. Para, en segundo lugar, cuando exista ese nuevo reequilibrio representativo, imponer mejor sus nuevas condiciones programáticas, de alianzas y de gestión transversales con el centro liberal de Ciudadanos. Una opción creativa y adaptada a nuestro país de la solución Macron, con su gran Centro, junto con una exploración a la portuguesa de la que se coge un aspecto interesado: la exclusiva hegemonía gubernamental socialista, aquí irrealista y difícil.
De confirmarse ese plan, la dirección socialista perseguiría un beneficio propio a costa de un perjuicio político y estratégico para las fuerzas del cambio: imponer su plan socioeconómico, institucional y territorial y conseguir un reequilibrio político hegemonista. Aun con el cinismo de proyectar sobre Unidos Podemos y aliados la misma intencionalidad (incluso el victimismo ante el posible sorpasso) para justificar la propia lógica de debilitar al contrario. La competencia, por tanto, sería dura y cruenta por mucho que se haga con unos guantes de seda.
Aparte del proyecto conservador del PP, hay un proyecto alternativo claro, el de Unidos Podemos y convergencias, para hacer frente a los tres graves problemas de la sociedad –socioeconómico, institucional y territorial- y abrir una dinámica democratizadora y de justicia social. Falta por comprobar en qué consiste el indefinido plan del nuevo PSOE, hacia dónde se inclina y los puntos de acuerdo.
Como decía, sus objetivos iniciales no son caminar hacia un programa, alianza y cambio de progreso, con una actitud unitaria y leal con las fuerzas del cambio. Su posición es doble. Combina una retórica y gestos de ‘la izquierda’ para atraerse ese electorado, incrementar su hegemonía y desplazar a Unidos Podemos y sus aliados, junto con una ambigüedad estratégica sobre la alternativa de Gobierno, su programa y su composición, sobre los que deja caer que, manipulando la expresión, deben ser ‘transversales’… con el centro-derecha de Ciudadanos.
En el plano inmediato no buscaría sumar fuerzas sino que los otros pierdan comparativamente aumentando las distancias sobre ellos; el objetivo es ampliar su preponderancia. En el medio plazo busca un equilibrio a dos bandas, difícil de articular, pero eso sí, siendo el eje hegemónico. Esa pretensión puede ser legítima, siempre que sea transparente, y la competencia se realice con métodos democráticos y sin utilizar otras ventajas adicionales, derivadas de su mejor colocación e intereses con el poder establecido. Pero los dirigentes socialistas no se comprometen a ello.
La dinámica alternativa tiene por delante una tarea compleja y fina: afrontar y hacer fracasar ese proyecto hegemonista del nuevo PSOE, un bipartidismo renovado, para reconducirlo de forma crítica desde el realismo; y, al mismo tiempo, crear las condiciones, junto con otros grupos de la sociedad civil, para pactar un cambio de progreso, unitario y compartido que garantice el avance en los dilemas fundamentales de las clases populares. Y, mientras tanto, avanzar en otros ámbitos institucionales y sociales, ayudando y vinculándose a la gente, y seguir empujando en la práctica y desde abajo por el cambio social y político de progreso.
La necesaria y difícil consolidación de Unidos Podemos
Por último, desde la dicotomía oligarquía-pueblo (o democracia), debería ser más fácil la valoración y la actitud de Podemos hacia Izquierda Unida y la consolidación de Unidos Podemos. Hay dificultades. Por un lado, es considerada la izquierda tradicional, partiendo de que no pertenece sino todo lo contrario al bloque de poder de los de arriba y han participado en la acción popular; por tanto, deberían ser tratados como aliados y no adversarios en ese marco dicotómico global de arriba-abajo.
No obstante, por otro lado, para algunos dirigentes de Podemos, a veces parece que son los adversarios principales. Por supuesto, son competidores en aspectos doctrinales, políticos y organizativos. Y han cometido errores (y aciertos) históricos y tienen una menor representatividad social y electoral. Pero el argumento utilizado tiende a asociarlos con el fracaso en la lucha contra la derecha: serían un lastre para ganar influencia social y conquistar mayorías ciudadanas, luego serían contraproducentes para avanzar en el cambio, y su persistencia favorecería el aislamiento social de las fuerzas del cambio y la continuidad de la derecha. Se valoran, así, rápidamente, no como un aliado sino como un adversario a debilitar, generando sectarismo. Por tanto, aquí se debería hablar mejor de debate, crítica y colaboración, no de competencia.
La constitución en España, y más en la Europa del Sur (incluyendo Francia y el Reino Unido), de un sujeto progresista y alternativo es fundamental para una estrategia de contención y cambio de la gestión liberal-conservadora del bloque de poder comandado por Merkel. La tarea unitaria en España de las fuerzas alternativas ya es difícil para articular Unidos Podemos y, además, configurar una dinámica integradora a partir de la complejidad de las distintas convergencias en España y la diversidad de las candidaturas municipalistas. Especial importancia tiene el desarrollo de Catalunya en comú y su impacto en el conjunto. Y todavía más en el plano europeo, desde la Syriza griega y el Bloque de Izquierda portugués hasta la Francia Insumisa o el Partido laborista británico, pasando por las distintas corrientes comunistas, eurocomunistas, verdes, socialistas críticos o populistas progresistas.
Se necesita temple y claridad pero, sobre todo, dinámicas compartidas por objetivos comunes. Y acertar con la doble actitud respecto de la socialdemocracia. Es inevitable cierta pugna competitiva interna de discursos, teorías y liderazgos, así como la tensión por la hegemonía política, organizativa y estratégica de las diferentes corrientes. La solución no viene de la polarización de discursos sino de la práctica colectiva, de la solidaridad en la conformación de un campo propio frente al adversario global. Y por el debate con argumentos, talantes y prácticas democráticas y transparentes.
Las relaciones PSOE-Podemos
La posibilidad de una mayor colaboración entre Partido Socialista y fuerzas del cambio (Unidos Podemos y convergencias) sitúa en el plano institucional y electoral (2019-2020) la expectativa el desplazamiento de las derechas de las instituciones, un giro de la política liberal-conservadora dominante y la conformación de una alianza de progreso que dé respuesta a las tres grandes crisis: socioeconómica, político-institucional y territorial. No obstante, está complementada por una pugna por la hegemonía política de cada uno de ellos y la credibilidad de su respectivo perfil social y democrático.
Así, a pesar del bloqueo global (y dejando al margen el conflicto del proceso en Catalunya) se mantiene y se fortalece la expectativa de cambio por la vía electoral-institucional. Tras la larga etapa electoral (2014-2016) y el anterior proceso de protesta social progresiva (2010-2014), estamos en un tercer ciclo de reajuste político-institucional, distinto a los dos anteriores, y diferente a la larga etapa democrática. El horizonte del cambio está puesto, sobre todo, en el marco electoral o político-institucional de los años 2019 (elecciones locales, autonómicas y europeas) y 2020 (previsiblemente elecciones generales y expectativas de cambio gubernamental).
Pero estos casi dos años de interregno pendiente son decisivos para encarar ese desafío. Lo específico es que el cambio institucional real (salvo una imprevisible moción de censura ganadora o una crisis política profunda por el asunto catalán) no es inminente y los mecanismos electorales se sitúan en el medio plazo. Y la acción política tiene que tener un doble sentido: inmediato, de condicionamiento de las políticas liberal-conservadoras y mejora de la situación de la gente, y a medio plazo, de camino y garantías para el cambio institucional con un sentido democrático y de progreso social.
En las estrategias políticas de Podemos y sus aliados se han ido produciendo correcciones, algunas significativas, derivadas del cambio de situación y la maduración de las propias estrategias, incluido el debate de Vistalegre II con sus relatos dispares. Por ejemplo, en la concreción del nivel de antagonismo o colaboración y la actitud ante el PSOE, ya iniciado tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015, donde se priorizó, por parte de las fuerzas del cambio y, en parte, por el propio PSOE, el objetivo de echar al PP de esas instituciones territoriales.
En Podemos y sus aliados se iniciaba un cambio de actitud general: admitir que, a corto-medio plazo, el cambio institucional y, específicamente, gubernamental para aplicar un programa de progreso, no era posible de forma generalizada solo por el propio autodesarrollo, más si el resto de los otros tres grandes partidos formaban un bloque continuista en las políticas fundamentales. Así, ha existido (y todavía existe) un riesgo evidente, el proyecto continuista y la normalización de la hegemonía de las derechas, con el aval socialista (el plansusanista y de los barones y poderes fácticos): la llamada triple alianza, con reedición de la alternancia bipartidista renovada y el aislamiento de las fuerzas del cambio y una alternativa de progreso.
Pero ese proyecto continuista ha salido tocado por dos motivos: por un lado, por la resistencia y la consolidación del bloque del cambio a pesar de las campañas políticas y mediáticas de desprestigio y acoso; por otro lado, por la rebelión de la mayoría de la militancia socialista partidaria del distanciamiento del Partido Socialista respecto del Partido Popular y el afianzamiento de una posición de izquierdas (por definir) y de acercamiento a Podemos y sus aliados (por concretar). Por tanto, había que distinguir los dos niveles, territorial y estatal, porfiar en el distanciamiento del Partido Socialista del intento restaurador del bipartidismo renovado de simple alternancia y buscar fórmulas apropiadas para avanzar en la democracia y la justicia social con menor aislamiento político.
Cuando los líderes alternativos se encontraron con la hegemonía socialista en diversas Comunidades Autónomas, adoptaron con flexibilidad la prioridad estratégica del desalojo del PP con apoyos a la investidura socialista en varios gobiernos autonómicos, con acuerdos mínimos. Al revés, e igualmente por la presión unitaria, tuvo que hacer el Partido socialista para investir alcaldes alternativos en grandes municipios. En ese ámbito local, con competencias fundamentales de gestión de los servicios públicos, las constricciones y los compromisos socialistas respecto del poder establecido y sus políticas de austeridad eran menores y algo diferenciadas. Eso ha permitido acuerdos básicos de gobernabilidad frente a las derechas. Igualmente, ante los resultados en las elecciones generales del 20-D-2015, los dirigentes y las bases de las fuerzas alternativas aceptaron el principio democrático de reconocer la representatividad de las dos formaciones y apoyaron la oferta de un gobierno alternativo de progreso, con un programa negociado y una gestión compartida, con la presidencia gubernamental del Secretario General del PSOE.
Como se sabe, la nueva actitud colaborativa de Podemos y sus aliados solo fructificó parcialmente en el ámbito territorial pero no en el gubernamental. La causa principal de ese fracaso fue la preferencia del Partido Socialista por su pacto con Ciudadanos y un plan continuista que prolongaba las consecuencias de la crisis socioeconómica y el continuismo institucional y territorial. Además, llevaba aparejada la finalidad de la subordinación de las fuerzas del cambio y su marginación. Esa estrategia continuista, presentada como transversal entre el centro-izquierda y la derecha renovada, es la que no permitió echar al PP; tampoco tras el 26-J, en que Ciudadanos apostó claramente por el continuismo de Rajoy y sus políticas (similares a las de su pacto con el PSOE). Pero esta interpretación fue objeto de una gran polémica pública y el relato tergiversado que se impuso en los grandes medios de comunicación era otro: la causa era la actitud sectaria e irresponsable de la dirección de Podemos (particularmente, de Pablo Iglesias) hacia el Partido Socialista que impedía echar al PP del Gobierno.
Lo que se ventilaba era un reforzamiento del continuismo estratégico de las políticas socioeconómicas e institucionales, incluido el tema catalán, con perjuicio para las condiciones de la gente y el cierre de la dinámica de cambio; solo existía la ventaja relativa de un recambio o alternancia de élite gobernante, pero que buscaba la vuelta a un nuevo bipartidismo renovado. El fundamento alternativo se basaba en insistir en el emplazamiento hacia el Partido Socialista con el único plan realmente de cambio de progreso y ruptura con las políticas liberal conservadoras: un programa gubernamental compartido y negociado según el equilibrio político derivado del reconocimiento mutuo de la representatividad casi paritaria de ambas formaciones, sin la preponderancia de la alianza socialista con Ciudadanos. Se trataba de dejar abierto y vivo el proceso de cambio de progreso y la no subordinación completa de las fuerzas del cambio a ese eje hegemonista con su plan continuista socioeconómico y de relaciones de poder en el marco del consenso liberal europeo.
En consecuencia, aparte de las deficiencias en aspectos parciales y en su implementación comunicativa, el análisis de las tendencias principales y la estrategia de conjunto de Unidos Podemos y convergencias apuntaban adecuadamente. Aunque fue incomprendida por una parte de la gente progresista y motivo de una gran campaña mediática de aislamiento político, principalmente, del ámbito socialista, la firmeza en la orientación transformadora de las fuerzas del cambio y su consistencia política y organizativa, vistas en perspectiva, han dado sus frutos: han contribuido a evitar la consolidación de ese continuismo estratégico, impedir la normalización institucional de las derechas, superar el bipartidismo renovado con una simple alternancia y favorecer el giro hacia la izquierda del Partido Socialista. Y todo ello ha permitido mantener abiertas las opciones del cambio real de progreso, beneficioso para las mayorías sociales, y ha impedido el aislamiento social de las fuerzas alternativas y su proyecto transformador autónomo.
El nuevo PSOE, en caso de confirmarse su giro hacia la izquierda y su preferencia de acuerdos con Unidos Podemos y convergencias, abre nuevas expectativas para el cambio institucional, vía electoral y alianza de progreso, no exento de dificultades e insuficiente voluntad política. En todo caso, superando el periodo involutivo de la Comisión gestora socialista, con su compromiso con la gobernabilidad del Partido Popular de Rajoy y su preferencia por los acuerdos con las derechas, vuelve a tener sentido la colaboración entre las fuerzas del cambio y el Partido socialista con el objetivo estratégico de desplazar la hegemonía gubernamental liberal conservadora y abrir un nuevo ciclo institucional de progreso con políticas favorables a la mayoría social.
Superar el enfoque populista
Antonio Antón
Publicado en Contexto y acción (CTXT), nº 126 (19-7-2017) y Mientras Tanto nº 169 (1-9)
(Extracto de la Comunicación presentada en la III Conferencia Internacional de sociología de las políticas públicas y sociales: GLOBALIZACIÓN, DESIGUALDAD Y NUEVAS INSURGENCIAS, Universidad de Zaragoza, 1 y 2 de junio de 2017)
Hace casi una década se inició una crisis sistémica (socioeconómica, política, territorial y europea), con un amplio movimiento de protesta social (2010-2014) y un prolongado ciclo electoral (2014-16), con una recomposición del sistema político y la consolidación de las llamadas fuerzas del cambio. De ello he realizado una explicación detallada. La interpretación de este proceso, por su novedad y la profundad de sus cambios, es compleja. Ha requerido dar un paso más en la reflexión teórica: revisar las teorías convencionales que presentan diversas insuficiencias y limitaciones. En particular, las más influyentes en el seno de las izquierdas y fuerzas alternativas como el marxismo, las teorías sobre los movimientos sociales y la contienda política y el discurso populista.
El presente trabajo es un paso más en esa dirección de aportar reflexiones para avanzar en una teoría alternativa desde la valoración crítica del populismo como doctrina influyente en dirigentes de Podemos, eje de las fuerzas del cambio. Las necesidades prácticas y estratégicas de las fuerzas alternativas son muy grandes y la capacidad teórica pequeña; además, está acompañada de una gran fragmentación e inadecuación con la realidad actual, con la correspondiente dificultad para ejercer una función de ‘desvelamiento’ o interpretación crítica que sirva para la transformación.
Parto de la exigencia colectiva de una elaboración y un debate teórico específico, vinculado con el cambio político pero superador del inmediatismo de la acción social y política cotidiana. Nos atañe, particularmente, a la intelectualidad progresista, lamentablemente, la mayoría de ella condicionada por esquemas del pasado e intereses del presente. El objetivo no es elaborar una teoría completa o una mezcla ecléctica de las teorías disponibles. La oportunidad es dar un impulso a la teoría social y política que favorezca la transformación sociocultural, económica e institucional y facilite la cohesión de las fuerzas del cambio. La interpretación la hago desde la hermenéutica social y el realismo analítico e histórico.
Aquí, resumo tres aspectos, las aportaciones e insuficiencias de la teoría populista de Laclau, una valoración general como teoría política y la necesidad de un pensamiento crítico transformador.
Ambigüedad ideológica e idealismo discursivo de la teoría populista
La teoría populista de E. Laclau y Ch. Mouffe, como teoría del conflicto, aporta, respecto de las teorías funcionalistas y el consenso liberal o el determinismo economicista, criterios interpretativos más realistas para analizar el proceso de crisis sistémica, protesta social y conformación de un sujeto sociopolítico de cambio, experimentado esta última década en España. Pero presenta importantes limitaciones, no solo para interpretar el proceso sino, sobre todo, para facilitar una orientación estratégica al mismo.
La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica: El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político (Laclau, E., La razón populista, 2013: 11). O bien: Por ‘populismo’ no entendemos un ‘tipo’ de movimiento –identificable con una base social especial o con una determinada orientación ideológica- sino una ‘lógica política’ (ídem.: 150).
Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ (polarizado) pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su sentido respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ del papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta porque infravalora un aspecto fundamental. Vale poco una teoría que es solo una ‘técnica’ o una lógica procedimental (antagonismo) compatible con movimientos populares contrapuestos por su contenido. La garantía de basarse en ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define. El ‘momento’ populista es secundario; lo principal es si hay crisis política por y con dinámicas igualitarias-emancipadoras.
La particularidad en España es que los límites de esa teoría se han superado y completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático con valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente.
La segunda insuficiencia de Laclau es el ‘idealismo discursivo’, la sobrevaloración del papel del discurso en la construcción de la realidad sociopolítica.
La teoría populista es incompleta, como análisis y ‘orientación’ para avanzar en la igualdad-libertad-solidaridad; o, para conseguir hegemonía y conquistar el poder.
Laclau engloba o clasifica a todos los movimientos populares bajo el mismo concepto de ‘populistas’, atendiendo a una particularidad: su polarización con el poder… para alcanzarlo. En consecuencia, ese punto de partida es insuficiente y no desvela o critica lo principal: el papel sociopolítico-cultural o sentido ético-ideológico de un movimiento popular (y el poder). El aspecto fundamental de la realidad sociopolítica sobre la que clasificar e interpretar a los movimientos populares debe ser su significado en el eje igualitario-emancipador o autoritario-regresivo. No es sobre la vieja tipología izquierda/derecha dada la confusión sobre el significado de izquierda; pero sí sobre su sentido político-ideológico e histórico en relación con la igualdad-libertad-fraternidad o las relaciones de dominación. El análisis (científico) de la ‘realidad’ se debe complementar con una actitud política-ética transformadora. Además, esa realidad se debe seleccionar e interpretar desde un enfoque social y crítico o, si se prefiere, ético-normativo.
En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja su ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).
¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez de una teoría por su ‘universalidad’, su amplia aplicabilidad histórica?. Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del conflicto nosotros-ellos, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral respecto de lo sustantivo: su sentido político liberador.
Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. Partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor sociopolítico concreto, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias se contrarrestan con el sentido progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en la cultura progresista, democrática… y de izquierda (social).
Laclau pone de relieve algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero tampoco es realista; comparte su idealismo, aunque se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su conexión con actores autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y la crítica principal.
En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de la nueva representación en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, es imprescindible un esfuerzo cultural y un debate teórico para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social. Aun sin luces largas (estrategia global) hay que enfocar mejor con las luces cortas (análisis concreto, arraigo con la gente), contando con la experiencia y las mejores tradiciones de los movimientos emancipadores de los dos últimos siglos.
La teoría política como análisis y guía para la acción
La teoría de Laclau no solo interpreta dos tipos (y otros intermedios) de populismos similares (en la lógica) y antagónicos (en su contenido, significado y orientación), sino que sirve para construirlos y transformar las relaciones de poder. Este pensador no valora solo el análisis, sino la conquista de la hegemonía y el poder. Su teoría es, fundamentalmente, normativa. Pero sin caracterizar el poder y el sujeto transformador, así como su interacción, se queda incompleta, indefinida o ambigua sobre su significado sustantivo. Su teoría ‘procedimental’, con parecidos mecanismos de amigos-enemigos a los del hobbesiano y proto-nazi Carl Schmitt, puede servir para transformar la realidad en los dos (o más) sentidos: autoritario-regresivo y emancipador-progresivo. Es incompleta para la función principal de orientación, pero también para la de análisis, al no clarificar (desvelar) las dos dinámicas contradictorias, claves para la contienda política. No digo que sea antipluralista (crítica convencional desde ámbitos de la derecha y la socialdemocracia) sino ambigua, es decir, que su función depende de según qué contexto, dinámica popular, liderazgo y pensamiento la acompañe.
No se trata de que esa teoría pueda interpretar la pluralidad de formas como se pueden configurar las dinámicas populistas (el antagonismo). Laclau admite la posible construcción no unívoca del pueblo o su posible fracaso hegemonista. Pero englobarlas bajo el mismo rótulo es problemático. De lo que se trata es de explicar e impulsar la dinámica popular emancipadora-igualitaria, renovando las expresiones convencionales (gramscianas) del conflicto social, acumulación de fuerzas transformadoras y cambio hegemonista de las relaciones de poder.
Este pensador reconocería la construcción ambivalente o contradictoria de un ‘pueblo’ desde el punto de vista ético-político-ideológico (su crítica al etnopopulismo lo refleja). Pero infravalora sus límites interpretativos y normativos en ese campo. Su teoría aporta el análisis de unos mecanismos constructivistas de hegemonía (cultural) pero no se centra en lo principal: la orientación ideológico-política o ética de ese movimiento popular en el plano principal emancipatorio-igualitario-solidario y, por tanto, del tipo de cambio político y su modelo socio-económico. Eso es lo que defino como ambigüedad ideológica e insuficiencia sustantiva de la teoría de Laclau.
Como dice Fernández Liria: Más Kant y menos Laclau. O como señala Villacañas, menos populismo y más republicanismo. Ambos en el sentido de priorizar no el antagonismo como lógica política sino el republicanismo ilustrado como contenido emancipador con un sesgo institucionalista. Por otro lado, Monedero critica la ineficacia transformadora de su idealismo: Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva.
La discusión sobre la validez de una teoría ‘social’ o ‘política’, de sus criterios analíticos y valorativos, incluye su objeto, enfoque y prioridad, que deben ser ‘conocer para transformar’… en un sentido igualitario-emancipador de las capas oprimidas frente a las oligarquías opresoras. No obstante, este autor clasifica a los movimientos populares según su vinculación con sus criterios procedimentales, no sustantivos, de ‘lógica política’: antagonismo y hegemonía de un sujeto construido discursivamente. Pero el resultado de ese cajón de sastre ‘populista’ es heterogéneo o contradictorio según su contenido u orientación sustantivos (ideológico-políticos o éticos). No clarifica sino obscurece la realidad.
Esa clasificación populista es secundaria (y contraproducente) al asemejar movimientos distintos u opuestos con una particularidad supuestamente común (antagonismo hegemonista mediante unificación discursiva ‘vacía’). No nos sirve como principal guía u opción política, ética o normativa. No podemos decir, sin más, que queremos construir (‘pueblo’), apoyar movimientos ‘populistas’ o defender el populismo, sin precisar su contenido, su papel y su contexto. Promovemos el ‘empoderamiento’ cívico o poder popular… en un sentido ético-político progresivo. Favorecemos movimientos populares… igualitarios-emancipadores; estamos en contra de algunos movimientos ‘populistas’ autoritarios-regresivos (aunque encajen y estén embellecidos o ‘velados’ en la teoría de Laclau de lógica antagonista del pueblo).
Esa ‘pluralidad de formas’ populistas no valida esa teoría, sino la invalida como análisis y guía adecuados para la acción transformadora… igualitaria. Hay que tener elementos críticos suficientes (ideas, valores, enfoques) para cuestionar esa ausencia ‘sustantiva’ en esa teoría y poderla criticar o completar.
Un pensamiento crítico transformador
La diferencia con Laclau no es que él considere a su teoría solo como ciencia analítica, sino que en su componente orientador, de guía para la acción, se queda corta, es ambigua, polisémica y confusa. Le quito validez porque no aporta suficiente orientación en el aspecto más crucial para el cambio político, su sentido democrático-igualitario. Aporta un mecanismo (polarización como identificación del pueblo y construcción de hegemonía y poder) pero no precisa el carácter de los dos polos (pueblo-oligarquía) y su interacción, el contenido o componente principal de esa guía (estrategia o programa) y su impacto ‘sustantivo’ (no procedimental de la simple hegemonía) en las relaciones de dominación.
La elección del llamado significante (nominación) se realiza por esa supuesta eficacia articuladora contra-hegemónica (culturalmente), en cómo conseguir apoyo popular y ganar poder; pero se relativiza el carácter de ese sujeto (y del poder) y el para qué. Ese contrapoder es frágil si no está enraizado en una función (ética-ideológica) liberadora de la gente subordinada. Al desconsiderar este aspecto, Laclau llama ‘vacío’ a su significante, porque es independiente de la realidad material de subordinación y de los valores de igualdad, libertad o democracia. A efectos discursivos, puede escoger alguno de ellos, pero solo si cumple coyunturalmente con esa función identificadora del pueblo.
Ese espontaneísmo seguidista de la opinión del pueblo es positivo frente al elitismo de las oligarquías regresivas y autoritarias, desligadas y en contra de las demandas populares; pero todavía es insuficiente y manipulable para determinar el papel y los objetivos del movimiento frente al poder. El proceso ‘articulador’ es más complejo y ‘mediado’ y, sobre todo, debe definir el horizonte en diálogo con la dinámica real. No al estilo de la estrategia y la ideología comunista, determinista y global, pero sí con una guía de alcance medio y principios o valores democráticos e igualitarios. Es la línea para discernir los distintos tipos de populismos y construir un pueblo libre e igual.
En definitiva, la cuestión analítica y política principal es si un movimiento popular es reaccionario o progresivo, autoritario o democrático (y democratizador), opresivo o emancipador, etc., y adoptar una posición política sobre ese eje político-ideológico. Son secundarios otros rasgos como el emocional o el liderazgo; importa escuchar, dialogar y representar bien a la gente. La teoría populista de Laclau es una teoría del ‘conflicto’, más adecuada que el ‘consenso’ liberal, respecto del carácter de la actual pugna sociopolítica… en España. Pero tiene unos inconvenientes de fondo, particularmente su ambigüedad ideológica, que no le permiten aportar suficiente claridad interpretativa y orientación política a las tareas estratégicas del movimiento popular (en España, Europa o Latinoamérica). La reafirmación en ella (salvando aspectos parciales) no es un avance respecto de un pensamiento crítico sino un lastre teórico a superar. Su déficit hay que corregirlo con una teoría política que priorice un enfoque social y crítico, un proyecto sustantivo para un proceso emancipador-igualitario. Es una tarea difícil y compleja, la mejor intelectualidad europea está, cuando menos, perpleja, pero dadas las necesidades del cambio político es necesaria abordarla. Esa es la pretensión de estas reflexiones.
@antonioantonUAM
El idealismo populista[1]
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en Nueva Tribuna (19-10) y Rebelión (21-10) y reeditado por la Federación Española de Sociología (FES) (23-10)
Desde mi punto de vista, el enfoque realista e histórico de E. P. Thompson, tal como he desarrollado en otros textos, es de los más sugerentes para explicar los procesos de conformación de los sujetos sociales y políticos y cómo superar la dicotomía estructuralismo-posestructuralismo desde una óptica relacional de las propias capas populares y su experiencia y con una actitud transformadora.
Superando el esquema dicotómico anterior, el proceso real no sería interpretable adecuadamente desde el enfoque idealista-postmoderno (discurso, identidad y lucha popular) ni desde el determinista-estructuralista (clase, conciencia de clase, lucha de clases) –que también sería idealista siguiendo a Thompson-. La conformación del sujeto como factor de cambio y la dinámica sociopolítica habría que interpretarla desde el realismo crítico, relacional e histórico (thompsoniano o gramsciano): experiencia relacional (participación en el conflicto social, posición en las relaciones sociales y ‘costumbres en común’ y diferenciadas), conciencia social (pensamiento, subjetividad e interpretación de la gente común y las élites) y sujeto sociopolítico (construido a través de su práctica relacional y cultural). Las tres facetas forman un conjunto social interconectado e inseparable, solo es posible separarlo analíticamente.
Por otra parte, defino las limitaciones del enfoque populista de Laclau y Mouffe: por efecto péndulo de su acertada crítica al esencialismo y el reduccionismo del determinismo economicista, pasan al extremo de infravalorar la realidad social, económica e institucional o subsumirla en una concepción discursiva y contingente de la política. Ese enfoque idealista o postmoderno les dificulta la interpretación y, sobre todo, la elaboración de una teoría y una estrategia transformadoras enraizada en esa realidad.
Desde una posición crítica al idealismo postmoderno hay que clarificar un par de conceptos. La palabra ‘significado’ se refiere al contenido discursivo del análisis de un texto; el significante ‘sentido’ contiene un criterio, juicio o significado colectivo que está en un discurso pero, sobre todo, en una práctica social. Y puede estar más o menos expreso o latente en el comportamiento del grupo social. Al tener por objeto el sentido de los hechos sociales la interpretación es más compleja y debe considerar a ambos procesos, discursivo y práctico-relacional, incluyendo no solo las mentalidades y la dinámica social sino su socio-génesis, su evolución y los factores que la condicionan. En esa comprensión de la interacción de los dos elementos y su trayectoria está la base interpretativa de la hermenéutica social, más completa, multilateral e interactiva que el idealismo postmoderno o el determinismo estructuralista.
Un nuevo enfoque crítico, social y realista
La caracterización del ‘momento’ populista como expresión del conflicto de nuevas fuerzas populares frente a las viejas élites tradicionales, aparte de la acertada clasificación en un campo o en otro de dichas fuerzas, es un asunto analítico y normativo secundario. Visto desde el poder establecido es un problema de descenso de la legitimidad pública de la élite política normalizada o clase gobernante, es decir, de su necesidad estratégica de recomponer su credibilidad y, por tanto, su poder. Es una situación de crisis política, más o menos profunda, que puede llegar a la transformación del régimen político (y económico y nacional). Como todas las crisis, son una oportunidad para el cambio al estar debilitadas las estructuras de poder.
Pero, dentro de las dinámicas sociopolíticas emergentes y sus pugnas y equilibrios con el poder establecido (la clase o fracción dominante) para establecer una nueva hegemonía, hay que explicar dos cosas: la profundidad del cambio y el doble (o diverso) ‘sentido’ transformador. Es decir, si las tendencias nuevas solo llegan a una remodelación superficial de las élites gobernantes y el sistema político o alcanzan modificaciones profundas de los núcleos del poder institucional, socioeconómico y nacional-territorial. Y respecto de su trayectoria y orientación si van en un sentido democrático-igualitario-solidario o en un sentido autoritario-regresivo-segregador (o con fórmulas intermedias o mixtas según qué aspectos).
Fenómenos populistas se han producido en regímenes políticos inestables, es decir, sin la hegemonía de una clase gobernante potente y creíble y que ha incumplido su función colectiva. O sea, que ha frustrado con su gestión los fundamentos de legitimidad ciudadana y cohesión política y nacional derivados del cumplimiento del contrato social o pacto colectivo de seguridad y bienestar colectivo.
Por tanto, junto con la base social de descontento popular emerge una o varias dinámicas de reajuste o recomposición de esa clase política o régimen institucional, con mayor o menor nivel de ruptura o continuidad con el viejo orden y la vieja élite política gobernante. Estos procesos se pueden dar, no solo en países desestructurados institucionalmente, sino en los Estados más avanzados y/o democráticos (como EEUU., Reino Unido y Francia, o bien, Holanda, Austria y Suecia); al igual que en otro momento los Estados ‘modernos’ del Eje (Alemania, Italia y Japón) aun con fuertes fracasos históricos respecto de sus expectativas imperiales o hegemónicas y un pasado de gran descontento social, a menudo, con importantes movimientos de izquierdas. Así, el contexto es diferente al del típico populismo latinoamericano con unas clases gobernantes más frágiles y fragmentadas, aunque con unos desafíos nacionales, institucionales y de cohesión social también relevantes.
Dos elementos de fondo son comunes: crisis de legitimidad de las élites político-institucionales y grandes retos geoestratégicos, socioeconómicos y nacionales. La vieja clase política (o el sistema institucional) es incapaz de abordarlos bien y necesita una mayor movilización popular y de recursos estructurales para recomponer la nueva élite y la nueva hegemonía o reequilibrio del poder. El populismo, por tanto, es una lógica de acción política antagonista y discursiva frente a las viejas élites políticas con la tarea de instaurar un nuevo orden hegemónico.
Hasta ahora, prácticamente no he definido el sentido de las oportunidades de cambio con esa crisis y la nueva movilización política. No obstante, lo principal para el poder establecido y las fuerzas emergentes y, especialmente, para el análisis y la posición política y estratégica de progreso es el peso (u oportunidad como relación de fuerzas) de la tendencia hacia una salida igualitaria-democrática-solidaria u otra reaccionaria-regresiva-autoritaria. Es decir, los procesos históricos y los campos políticos se definen, fundamentalmente, por su sentido sustantivo, no procedimental. La tarea de las fuerzas del cambio de progreso es el debilitamiento del poder establecido de las clases poderosas, regresivas y autoritarias (incluido la presión derechista-xenófoba), y el empoderamiento ‘popular’ democrático-igualitario. Ese es el eje principal de la polarización en los últimos siglos, por supuesto con diferencias en cada campo y con zonas intermedias y transversales.
Y no es un asunto menor el papel contradictorio y ambivalente que juega la socialdemocracia u otros actores intermedios (pertenecientes a los de arriba y a los de abajo y, según qué temas y momentos, al medio), así como la necesaria diferenciación entre la derecha y la extrema derecha. Otra cosa es la ‘composición social’ de una fuerza oligárquica, de derecha o extrema-derecha, que puede apoyarse en sectores populares o de clase trabajadora (descendentes) o su supuesto perfil ‘social’ pero divisionista y segregador respecto de otras capas populares (inmigrantes, extranjeros). Y aunque cuenten, desigualmente, con apoyos ‘populares’ o sean más o menos patrióticos o ‘protectores’. O sea, su valoración política y ética no depende, sobre todo, de su composición y su perfil (que son un síntoma significativo), sino del ‘sentido’ de su trayectoria sociopolítica y cultural y su proyecto de sociedad, aspectos que conforman su identidad real.
Los poderes establecidos liberal-conservadores y todo su aparato académico y mediático no ven mal esa caracterización polisémica de los distintos populismos: son todos los que cuestionan la gobernabilidad de su poder, del ‘sistema’ político. Enlaza con su lógica de mezclar y desprestigiar a ‘ambos extremos’. Pero esa delimitación de campos, poder liberal-conservador frente a ‘extremistas’ o antisistema de ambos colores –izquierdistas y derechistas- es nefasto desde una óptica transformadora progresista. No deja ver los grandes conflictos políticos y de valores de igualdad, libertad y fraternidad contra los que, a veces, hay coincidencias entre la extrema derecha y la derecha liberal. Por tanto, desorientan sobre las estrategias políticas y las alianzas emancipadoras.
En definitiva, hay que superar (aparte de las teorías funcionalistas, liberal conservadoras o socioliberales) el enfoque populista, del simple antagonismo ligado al idealismo discursivo postmoderno, así como el determinismo economicista, de la sobrevaloración de las estructuras económicas e institucionales que se imponen a la propia gente como actor sociopolítico y conllevan un inevitable futuro. Hay que desarrollar un enfoque realista, social y crítico con el acento puesto en la importancia del propio sujeto, de sus condiciones de vida y sus contextos relacionales de dominación y subordinación, de su experiencia y su subjetividad, de su práctica social y su diferenciación cultural y política. Sobre esa faceta interpretativa se podrá elaborar una estrategia de cambio de progreso más clara y acertada.
Proyecto de país
Antonio Antón
Editado en Público (17-11-2017) y Rebelión (20-11)
La sociedad española y, particularmente, la ciudadanía catalana han dado muestras, en las últimas décadas, de madurez cívica, compromiso democrático y valores solidarios y de justicia social. Nuestro país o, mejor, país de países, es complejo y diverso, especialmente, en sus identidades nacionales. España es un país plurinacional, constituido por distintas naciones (nacionalidades según la Constitución) y regiones, aunque sus pueblos tampoco son homogéneos. La frontera entre naciones y regiones no está clara. Esa pluralidad identitaria, cultural y política, no se da solo en el conjunto sino también alcanza al interior de los mismos territorios, sobre todo, en Cataluña (y Euskadi). No hay varias naciones compactas y completamente diferenciadas entre sí. Lo ‘español’, la pertenencia española, atraviesa transversalmente a la mayoría de sus poblaciones y se combina, en diversos grados, con el sentimiento o pertenencia a cada Comunidad.
Veamos algunos datos de la realidad identitaria en el conjunto del Estado de la mano del CIS (Estudio nº 3191 – Barómetro de octubre de 2017). A la pregunta (nº 26) ¿Cuál de las siguientes frases diría Ud. Que expresa mejor sus sentimientos?, las respuestas son: Se siente únicamente español/la, 16,1%; se siente más español/la que (gentilicio C. A. ), 7,5%; se siente tan español como (gentilicio C. A. ), 53,7%; se siente más (gentilicio C. A.) que español/la, 10,2%; se siente únicamente (gentilicio C. A. ), 6,2%; ninguna de las anteriores (se sobrentiende localista o cosmopolita), 5,1%, y no sabe/no contesta, 1,3%. O sea, sumandos los tres segmentos que sienten una doble pertenencia, española y gentilicia de la propia Comunidad, llegan al 71,4%, frente a las otras dos (o tres) minorías (en el conjunto aunque relevantes en varias de ellas) con una identificación exclusiva –española o nacionalista periférica (o cosmopolita)-.
El concepto de plurinacional hay que matizarlo: no solo hay varias naciones sino que esa doble identificación mayoritaria las atraviesa; el sentimiento español es compatible y está presente, con diferente intensidad, en todas las nacionalidades y regiones. España no es solo una suma (institucional) sino un componente de la identificación interna y combinada que caracteriza a segmentos mayoritarios, incluso en Cataluña (y Euskadi), como luego veremos.
Por tanto, más allá de la pertenencia al Estado español, España existe como cultura transversal identificadora, o sea, recorre internamente las distintas Comunidades y conforma una sustancia compartida: es base de un país de países. La dificultad (o la pugna interpretativa y normativa) es definir cuáles y qué profundidad tienen los rasgos comunes, el significado de la experiencia compartida, el peso de los sentimientos de pertenencia y los componentes identitarios respecto de un proyecto común, y cómo se entremezclan con otros sentimientos gentilicios o nacionales, otras identidades socioculturales y los intereses compartidos.
Además de los nacionalismos periféricos, parte de cuyos seguidores (no todos y diferenciando posición independentista de nacionalista) son opuestos a la identificación española, hay, al menos, dos ideas de España en pugna histórica y con una distinta actitud respecto de la articulación del conjunto: Una, conservadora y centralizadora, dominante y dirigida por la oligarquía española y la derecha (y el franquismo) que, en estos dos siglos, han fracasado en su idea de homogenización nacional-cultural total, al estilo de otros países europeos, y que han solido tratar de imponerse con rasgos prepotentes o autoritarios; otra progresista y federativa (o confederal), con mayor relevancia en algunos territorios y momentos históricos, como en la Iª y la IIª República y la transición democrática (¡Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía!). Aunque dentro de la derecha ha habido posiciones descentralizadoras y dentro de las izquierdas, jacobinas (como manifiestan algunos dirigentes socialistas). Aquí, cabe añadir que la tradición dominante del republicanismo, las izquierdas y el movimiento obrero en Cataluña, desde la IIª República (CNT, POUM…) y el antifranquismo (PSUC, PSC…) hasta ahora (Catalunya en Comú-Podem, CCOO…), ha sido federal o confederal con componentes soberanistas.
El pacto intermedio de la Constitución de 1978 con el llamado Estado Autonómico, ha mantenido un equilibrio inestable que ha empezado a agotarse con la mayor presencia de las tres dinámicas contrapuestas, con sus apoyos institucionales y de poder: centralizadora, federativa e independentista. Ya en el proceso de su elaboración, un ‘padre’ constituyente de centroderecha, Herrero de Miñón (UCD) hablaba de ‘nación de naciones’. ¿Cuáles son? España no es la cuarta nación compuesta por el ‘resto’ del Estado Español excluidas las llamadas nacionalidades históricas: Cataluña, País Vasco, Galicia; Andalucía ya se ganó en aquellos tiempos y mediante referéndum su derecho a similar capacidad de autogobierno. Pero también tienen una singularidad especial zonas como Comunidad valenciana, Les Illes, Canarias, Navarra, incluso Aragón y Asturias. Por citar a todas las Comunidades, qué queda: ambas Castillas con Comunidades limítrofes (Extremadura, Región Murciana, Rioja y Cantabria) y Madrid. Desde luego, ese segundo resto tampoco es España, a veces simbolizado por el Madrid-España, hecho en gran media de aluvión migratorio del resto del Estado –como en mi caso, de origen aragonés-; en todo caso, en una España nueva bien podría aspirar a ser un distrito federal renovando los símbolos y compartiendo proyectos e instituciones estatales con otras capitales (por ejemplo, el Madrid de Manuela Carmena y la Barcelona de Ada Colau podrían colaborar en ello).
Por tanto, (dejando aparte la significativa presencia de inmigrantes, muy diferenciados entre sí por su origen –latino, magrebí, del Este europeo…- y con características culturales y problemáticas de integración específicas) nos encontramos con una gradación de identidades nacionales o comunitarias. Éstas tienen mayor o menor peso (o ninguno, en sectores cosmopolitas o a-nacionales) en distintas personas y grupos sociales, según momentos y circunstancias. Y no necesariamente son soporte de un movimiento nacional o nacionalista (tampoco españolista) como actitud político-cultural central. Además, los nacionalismos (en plural) pueden ser más o menos densos, moderados, democráticos y excluyentes o inclusivos, así como encajar en distintos diseños institucionales.
Más allá del ‘patriotismo cívico’, basado en la democracia y la ciudadanía social, también los componentes nacionales se entremezclan con otros componentes identitarios (de clase, género, generación, étnicos, culturales, etc.) para plasmarse en actitudes, intereses y comportamientos diversos e interrelacionados. La persona es un ser social, tiene vínculos sociales y, por tanto, experimenta, interactúa y se siente partícipe con distintos grupos sociales con los que comparte dinámicas y objetivos. Y aquí el concepto de ‘experiencia en común’, frente al individuo abstracto liberal, es fundamental para reconocer esa situación relacional de pertenencia grupal y articularla a través de la convivencia, la solidaridad y el diálogo intercultural bajo una cultura universalista respetuosa de los derechos humanos.
A veces, alguna izquierda ha infravalorado esa ‘realidad’ (real) multidimensional de las clases trabajadoras y la necesidad de su interpretación, representación y conformación en una dinámica integradora de los legítimos intereses y derechos socioeconómicos, político-culturales e identitario-nacionales. Para las fuerzas progresistas de base popular, la acción por la igualdad, la libertad y la solidaridad, frente a la subordinación, la segregación y el autoritarismo, debe cubrir todos los campos sociales y culturales. Lo social (no solo de clase) debe ir unido con lo nacional (o cultural), aun con equilibrios y contrapesos diversos. Si lo primero es clave para las clases populares (trabajadoras y capas medias estancadas o en descenso), lo segundo también es básico y forma parte de su vida en común. Bajo una ética universal democrático-igualitaria hay que encajar las prioridades estratégicas e institucionales y la conformación de sujetos colectivos, con sus contextos, combinaciones y preferencias, con un horizonte emancipatorio.
Diversidad nacional y política en Cataluña
Dejamos aparte el sentido de pertenencia local y europeo (o al mundo). Comparemos esa tendencia dominante en el conjunto de España y la de Cataluña. Existen varios análisis demoscópicos con distintos resultados, coincidentes en señalar esa diversidad, aunque con una asimetría política evidente entre la media de España y, en este caso, la de Cataluña.
Por ejemplo, según la encuesta de Metroscopia, del 30-10-2017, entre sus residentes considera: sólo catalán, el 19%; más catalán que español, el 25%; tan catalán como español, el 46%; más español que catalán el 5%, y sólo español el 3%. Sumadas las personas que albergan un doble sentimiento español junto con el catalán, constituyen una mayoría del 76%, similar (algo superior) a la media de España (con el gentilicio correspondiente), y aunque una parte de ellos se haya vuelto independentista instrumental (no identitario). Dicho de otra manera, Cataluña no se puede comprender sin esa doble identificación catalana-española. Según el mismo estudio, el 29% están a favor de la independencia, el 19% a favor de seguir como ahora, y el 46% formar parte de España pero con nuevas y garantizadas competencias exclusivas.
El barómetro del tercer trimestre (31-10-2017) del CEO, CIS catalán, con un muestreo más amplio, ofrece otros porcentajes donde hay más diferencias en el plano político: a la pregunta ¿quiere que Cataluña se convierta en un Estado independiente?, responde SÍ el 48,7% (el independentismo sube 7,6 puntos desde el anterior estudio de junio), y contesta NO el 43,6% (baja 5,8 puntos) (no sabe/no contesta, el 7,8%). Está por ver el impacto de los hechos de estas últimas semanas y si se consolida o no esa tendencia.
En la evolución de los últimos años, el porcentaje de independentistas (siguiendo con los sondeos del CEO) ha estado entre 42%/48% y los no independentistas entre el 45%/50%. Ello supone un práctico empate, ya que en estas encuestas el margen de error es de 2,69 puntos arriba o abajo, es decir, el rango puede variar hasta 5,4 puntos. Por tanto, son significativas las variaciones de este último trimestre, aunque hay que ver cómo evolucionan y contando que ya en los años 2014/15 el independentismo estaba igual de alto, cercano a la mitad pero sin llegar a ser mayoría.
Por otro lado, ante el impacto de la aplicación del Gobierno de Rajoy del artículo 155 de la Constitución con el cese y encarcelamiento del Govern y la convocatoria de elecciones autonómicas para el 21-D, según la reciente encuesta de Metroscopia (12-11-2017), ha bajado drásticamente el porcentaje de personas que antes veían la independencia como una posibilidad real en un futuro cercano (51%) y ahora el 66% lo descartan. Habrá que volver sobre ello en otro momento.
La diferencia comparativa de los distintos resultados tiene también que ver con el tipo de opciones propuestas: si se reducen a dos, con una polarización extrema, o a tres, con una propuesta intermedia, que se corresponde más con la realidad diversa. Así, a la pregunta ¿estás de acuerdo con un Estado independiente? dicen SÍ el 40,2%; cuando se les ofrece como alternativa la otra opción de un Estado dentro de un Estado Federal la escogen el 21,9%, y la del actual estado de autonomía el 27,4% (o una región de España, el 4,6%). Lo relevante aquí es que ocho puntos y medio se definen independentistas si la única alternativa a ello se supone que es el inmovilismo o statu quo; pero, si se les ofrece la posibilidad, prefieren una opción federal (o confederal), llegando junto con una parte del otro bloque no independentista a ese destacable 22% partidario de una opción de mayor autogobierno sin independencia (y mayoritario en los resultados de Metroscopia).
Por tanto, expresadas las tres opciones, también ha crecido más de seis puntos la opción independentista este trimestre (desde el 34,7%, porcentaje más cercano al obtenido por la primera encuesta), pero aun así sigue siendo minoría entre la población. Sumadas estas dos posiciones (62,1%) los porcentajes de casi dos tercios de la población coinciden con el bloque que considera que Cataluña ha conseguido un nivel insuficiente de autonomía (64,6%), y que desde 2007 se ha mantenido entre el 60% y el 72%; mientras el bloque que cree que ha conseguido un nivel suficiente de autonomía es el 23%, similar durante los últimos diez años (5,4%, expresa demasiada autonomía). O sea, en Cataluña es ampliamente mayoritaria la crítica a los límites de la autonomía y la exigencia de mayor capacidad de autogobierno. La Constitución y el Estatut ‘cepillado’ por el Tribunal Constitucional están agotados entre su población.
Por último, recordar que según diversas encuestas entre el 70% y el 80% de personas son partidarias de poder decidir sobre sus instituciones y su futuro, dato que se asocia a una posición soberanista y en la que participan también una parte del electorado autonomista del PSC e incluso del PP y Ciudadanos. Es decir, esa corriente catalanista y relativamente transversal, ampliamente mayoritaria, está compuesta por un sector independentista (45%) y otro no independentista (hasta el 35%), con una parte del primero y, sobre todo, del segundo, con doble sentido de pertenencia identitaria, es decir, con sentimientos catalanes y también españoles.
Contrastan estos datos con los del CIS antes comentado para la media estatal, aunque casi la cuarta parte se muestra partidaria de superar el marco actual, sumadas las personas que desean ‘mayor autonomía que en la actualidad’ (13,4%) y el reconocimiento de la ‘posibilidad de convertirse en un Estado independiente’ (10,2%) -con un 39,2% de mantenerse igual y un 28,2% con mayor centralización-.
Como conclusión, junto a una realidad de identidad nacional exclusiva (en sectores nacionalistas periféricos y también en el nacionalismo español) lo que predomina es el doble sentido de pertenencia a España y a la correspondiente Comunidad Autónoma. Con ese diagnóstico se debe articular, sobre la base de lo común, un discurso coherente con ambas realidades, con una óptica social y democrática, un proyecto de país plural que es el objeto último de esta reflexión.
¿Independencia o Gobiernos de Progreso?
Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en Nueva Tribuna el 21-11-2017
El Govern de la Generalitat, actualmente cesado y procesado (o exiliado), ha fracasado en su proyecto de implementar ya una República catalana, un Estado independiente. Es un hecho evidente, reconocido por los dirigentes del PDeCat y de ERC. La estrategia del bloque independentista ha mostrado sus debilidades frente al bloque de poder representado por el Gobierno de Rajoy. Sus líderes han comenzado una reflexión y una readecuación estratégica basada en el reconocimiento de ese desequilibrio en la relación de fuerzas sociopolíticas y fácticas y de control institucional. Esperan reeditar su mayoría en el Parlament en las elecciones del 21 de diciembre e insisten en continuar la ‘construcción’ de la independencia, en el sentido de ampliar su base de apoyo ciudadano, así como económico, institucional y europeo. Pero descartan (ambiguamente) la vía unilateral como constitución inmediata de un Estado soberano en confrontación abierta con el Estado. No es la posición de la CUP que insiste en lo acertado de la proclamación de la independencia y exige su construcción inmediata desafiando el poder estatal y las dificultades estructurales.
Por mi parte, en un artículo publicado el día 3 de octubre en el diario Público (http://blogs.publico.es/otrasmiradas/11103/1-o-el-fracaso-de-rajoy/ ), valoraba el fracaso del Gobierno de Rajoy en su actuación contra la masiva y exitosa expresión cívica del 1-O, aunque insuficiente para considerarlo un referéndum vinculante; pero también explicaba ya los límites del independentismo, señalando las ‘dificultades estructurales para imponer la independencia de Catalunya’. En esos momentos las expectativas sobre la proclamación de la independencia y su implementación práctica estaban en lo más alto.
Los nuevos acontecimientos, con una evolución frenética, están claros. El Gobierno de Rajoy, con sus apoyos parlamentarios de Partido Socialista y Ciudadanos, ha aplicado el artículo 155 con el cese del Govern, a pesar de la desaprobación popular mayoritaria en Cataluña y las grandes movilizaciones democráticas y soberanistas, y ha bloqueado el despliegue o desarrollo de la República catalana. Al mismo tiempo, se ha mostrado la impotencia fáctica de la vía unilateral desarrollada por el bloque independentista que, finalmente, ha reconocido solo su carácter simbólico o declarativo con renuncia a su construcción operativa. Así, aun defendiendo simbólicamente la legitimidad del Govern y el Parlament, ha aceptado la participación en las elecciones autonómicas para el 21-D, convocadas por el Presidente del Gobierno español, cuyos resultados representativos, en el marco de la nueva realidad impuesta con los equilibrios de poder manifestados, abrirán una nueva etapa.
Reafirmación democrática y percepción más realista sobre el Estado independiente
Veamos algunos datos de la percepción de la ciudadanía y su evolución. Según la encuesta de Metroscopia, publicada el 12-11-2017, en esas semanas de octubre tras el 1-O y el 3-O (huelga general democrática contra la represión policial), en torno a la primera aprobación (dejada en suspenso) de la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) por el Parlamentel 10 de octubre y hasta su aprobación definitiva el 27 de octubre, el 51% de la población catalana consideraba factible la secesión en ‘un futuro más o menos cercano’.
No obstante, tras la aplicación por el Gobierno del PP del artículo 155, tras su aprobación por el Senado con los apoyos del Partido Socialista y Ciudadanos ese mismo día, el 62%, casi dos tercios (aunque el diario El País transcribe el 66%) ‘de catalanes ve poco probable la independencia de Cataluña’, es decir, descartan la idea de que Cataluña pueda separarse de España y convertirse en un estado independiente en un futuro más o menos cercano. O sea, de la mitad pasa a un tercio los residentes que confían en la implementación inmediata de la República catalana, por mucho que la afirmen como objetivo a largo plazo.
Por otro lado, siguiendo con Metroscopia, en Cataluña, el 69% de personas encuestadas muestran su desaprobación con la gestión del Gobierno de Rajoy y, expresamente, el 61% son ‘contrarios a la manera en que se está aplicando el artículo 155’. Ya anteriormente, a la pregunta ¿Cree que una aplicación del artículo 155 sería beneficiosa para apaciguar la situación actual?, había contestado NO el 61% y SÍ el 13% (65% entre votantes del PP). Dato que contrasta con el 61% de la población española (incluido el 56% de los votantes socialistas) que apoya la aplicación del artículo 155.
En relación a la posibilidad de llegar a un acuerdo que permitiera la permanencia de Cataluña en España, el escepticismo social es algo asimétrico y muy fuerte, aunque ha descendido ligeramente en ambos casos. Antes, un 56% de catalanes lo veían como algo muy difícil y después ha bajado al 49%; y otro 49% cree que aún hay esperanza, porcentaje que alcanza hasta el 60% para el resto de españoles.
No obstante, a la cuestión de “La mejor manera de resolver el problema entre Cataluña y España es que se celebre un referéndum pactado y plenamente legal sobre la independencia de Cataluña en el que los catalanes decidan si quieren o no seguir formando parte de España”, contesta De acuerdo el 82% (la casi totalidad de independentistas y deCatalunya en Comú, e incluyendo el 75% del PSC, el 57% de Ciudadanos y el 49% del PP), y En desacuerdo el 16% (el 21% del PSC, el 41% de Ciudadanos y el 43% del PP).
Por tanto, aunque la mitad de la sociedad catalana ve difícil llegar a un acuerdo es muy mayoritaria (más de cuatro quintas partes) la aspiración a poder decidir mediante un referéndum pactado y legal su relación institucional con España. En definitiva, se combina una reafirmación democrática –referéndum pactado- como vía para resolver el conflicto, se mantiene un amplio bloque independentista, cercano a la mitad, pero se rebaja a un tercio la expectativa de poder implementar de forma inmediata una República catalana independiente.
La incapacidad de la estrategia independentista
Volvamos a este último aspecto. La aprobación de la Declaración Unilateral de Independencia por la mayoría del Parlament que, no olvidemos, representa solo el 47,8% de la ciudadanía catalana y la aplicación del artículo 155 de la Constitución por parte del Gobierno del PP, junto con la actuación del aparato judicial, han demostrado los límites de la estrategia independentista tal como habíamos avanzado. Había, y se han demostrado posteriormente, dos tipos de razones.
Uno de carácter democrático, derivado de los déficits democráticos de la consulta realizada, sin suficientes garantías al no estar pactada y sin interpelar en condiciones de igualdad y con una actitud inclusiva a la otra mitad de la sociedad catalana. Sus resultados no podían legitimar la independencia, tal como ha sido (y todavía es) el núcleo justificativo del bloque independentista. Otro tipo de motivos eran de carácter fáctico, los límites de su ‘contrapoder’ institucional (y popular) frente al poder del Estado y sus aparatos judiciales, de seguridad y económicos, así como la falta de reconocimiento internacional.
Es decir, antes de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, por parte del Gobierno de Rajoy con el apoyo de Ciudadanos y el Partido Socialista, cesando y encarcelando alGovern y procesando a parte de la mesa del Parlament, ya se podían constatar dos hechos ‘verdaderos’: primero, la ausencia de una mayoría ciudadana reforzada o un consenso social y político suficiente que legitimase claramente el paso inmediato a un Estado independiente; segundo, la ‘incapacidad’ operativa de las supuestas estructuras de la nueva República y la impotencia para convertir las instituciones autonómicas en instituciones ejecutivas independientes en confrontación con el Estado español: desde el propio Govern y el Parlament, pese a la insistencia en su soberanía, hasta las estructuras de seguridad (Mossos d’esquadra) y administrativas (por ejemplo, de Hacienda) o la capacidad de ‘contrapoder’ organizado.
Ambos hechos han sido producto de interpretación interesada e irrealista. Primero, el embellecimiento de los propios apoyos ciudadanos (que no llegaban a la mitad), confiando en su necesaria tendencia ascendente, en particular intentando absorber, neutralizar o instrumentalizar la autonomía del tercer espacio representado por En Comú-Podem (y en menor medida del PSC), con infravaloración del distanciamiento y la brecha producida respecto de la otra mitad de la sociedad catalana.
Segundo, la sobrevaloración del poder institucional propio y su capacidad operativa independiente, que sólo necesitaría una cobertura jurídica propia para instaurar una legalidad contrapuesta a la del Estado español y ser soberano en el plano ejecutivo. De ahí el idealismo discursivo y formalista del papel (poco) operativo de la Declaración unilateral de independencia, ahora rebajada a acto simbólico.
Tercero, infravaloración del poder, la capacidad operativa y la legitimidad del contrario, el Estado Español, incluido el poder judicial, así como la determinación del Gobierno del PP apoyado por la alianza del bloque monárquico y la subordinación del Partido Socialista. No se trataba de un Gobierno fascista y desacreditado que utilizaba la violencia explícita de forma generalizada y, por tanto, fácil de desenmascarar y aislar cívicamente y en la opinión pública europea. El Estado, que utilizó la represión el 1-0, no ha tenido necesidad de utilizarla para imponer el cese del Govern; solo su gran capacidad de coerción, incluida la judicial, con una aplicación desproporcionada de la ley vigente, ha disuadido la actitud de desobediencia del aparato administrativo o la rebeldía de las fuerzas de seguridad catalanas (Mossos), así como de las hipotéticas estructuras de doble poder (Comités de defensa de la República).
Cuarto, la movilización social democrática de rechazo al 155 y defensa de las instituciones catalanas se ha expresado masiva y cívicamente, especialmente en las dos grandes manifestaciones, con participación no solo independentista sino democrática, vinculada a los comunes. Pero tampoco ha sido suficiente para impedir la intervención del poder ejecutivo en el Govern, liberar a los presos y revertir el 155. El desacuerdo mayoritario de la ciudadanía contra la intervención del autogobierno se puede convertir en una mayor deslegitimación del poder estatal, en particular del PP, y una mayor legitimidad para las fuerzas soberanistas, no solo independentistas. Pero en el cálculo electoral también interviene la credibilidad política de las alternativas propuestas y su gestión. Y en eso, hemos dicho que, en el caso independentista, ha faltado coherencia y de ahí su perplejidad.
El peso del poder económico y europeo
A todo ello se han añadido dos elementos que han afianzado la realidad y la sensación de impotencia en el control de su economía y de aislamiento institucional al no conseguir reconocimiento internacional. Así, el desplazamiento de la sede social de varios miles de empresas (más de mil, su sede fiscal, con su impacto presupuestario), ha supuesto una demostración de desconfianza en el proceso independentista de la oligarquía empresarial y financiera catalana, en gran parte imbricada con el capitalismo español, vinculada a su mercado, conectada con las estructuras económicas europeas -y mundiales- e insertada en sus élites dominantes.
Además, el Govern ha demostrado su impotencia reguladora, las desventajas de un proceso incierto fuera de la UE que contrastaba con una supuesta superioridad y mejora económica como país independiente sin la rémora de España, menos modernizada. Pero ese relato se ha dado de bruces con la realidad. En la lógica subyacente de la hegemonía neoliberal de sus principales responsables económicos, el Govern mantenía la creencia de la bondad de las mismas políticas económicas de austeridad y pérdida de derechos laborales y sociales, es decir, de conectar mejor con las estructuras de poder económico europeas y el poder liberal conservador al que está inscrito el dominante (hasta ahora) PDeCAT.
La gran frustración popular por la crisis social y la responsabilidad del Govern de Mas y, después, de Puigdemont había sido hábilmente trasladada hacia la cuestión nacional. Su salida no era cambiar las políticas de austeridad del Gobierno de Rajoy y el bloque de poder representado por Merkel, sino esperar que un Estado independiente construyese una Cataluña próspera, separada de la atrasada España. La ausencia de pacto fiscal y la solidaridad impuesta en la distribución interregional, completaban el discurso de las ventajas de la independencia: estar en mejores condiciones económicas y materiales, beneficiosas para el conjunto de la ciudadanía, incluido sus capas populares, y así constituir una alternativa de salida a la crisis con toda su secuela de desigualdad y empobrecimiento. Aquí, conviene separar dos dinámicas contrapuestas: una la económica, con orientación neoliberal; otra, la social de carácter progresivo. Pero el modelo social de la República catalana no está claro; más bien es el de continuidad con las políticas dominantes en España y la UE. Motivo añadido para la desconfianza en amplios sectores de las capas populares.
En el plano internacional, la ilusión del apoyo europeo también ha prevalecido y se ha ido desvaneciendo. No hay ningún interés fundamental de ningún país importante para apoyar a la nueva República catalana (como fue Alemania –y la OTAN- para la independencia de Eslovenia y Kosovo o las repúblicas bálticas –para aislar a Rusia-). El Gobierno de la derecha es fiel aliado al bloque de poder europeo y la integración política, económica y geoestratégica una realidad que interesa a todos los poderes en la UE, todavía más en la incertidumbre estratégica de sus alrededores (Rusia, Oriente Medio, Norte de África…) y de las dinámicas centrípetas y xenófobas en el interior de muchos Estados. Sin una negociación o salida pactada, la unilateralidad añadía incertidumbre para los poderes europeos (y mundiales), institucionales y económicos.
Mayorías sociales tras una nueva agenda social y plurinacional
Por tanto, el proceso independentista necesitaría más legitimidad democrática y/o más poder político-institucional (y de seguridad), con mayores aliados (en España y en Europa), o bien un fuerte debilitamiento del poder de las derechas en el Gobierno central. En estos momentos, su debilidad comparativa es evidente: el Estado español es más fuerte, especialmente en lo segundo y con suficiente respaldo legítimo, legal e internacional, en parte derivado del apoyo de la dirección socialista.
La perspectiva independentista, tras el 21-D, y aunque vuelva a ganar la mayoría parlamentaria e incluso una ligera mayoría de votos, todavía no tendría un nivel suficiente de las dos condiciones básicas –legitimidad y poder- para desafiar con una vía unilateral al Estado Español, con la suficiente credibilidad para ganarle. Su posible reajuste estratégico pasa por controlar el Govern, ensanchar su apoyo social y conformar estructuras soberanas como acumulación de fuerzas y medio para negociar un acuerdo ventajoso de incremento del autogobierno. Pero, para ello, bajo la previsible nueva hegemonía de ERC en el campo independentista, tendría que activar una agenda social que permitiese acercar posiciones conCatalunya en Comú-Units Podem, aunque le llevase al distanciamiento con el PDeCAT, y dejar aparcada la vía de la imposición de la unilateralidad.
En definitiva, ante el conflicto en Cataluña y el bloqueo autoritario y regresivo del Gobierno de las derechas de Rajoy (y Rivera), se ha demostrado las dificultades de la estrategia independentista. Solo cabe una nueva estrategia, una salida de cambio más democrático y más operativo (aun con sus enormes dificultades, incluido la ambivalencia del PSOE): echar al PP por parte de las fuerzas progresistas, ganar a las derechas unas elecciones generales, con un Gobierno de Progreso en España, junto con otro Govern progresista en Catalunya, con nuevas mayorías sociales y políticas que aseguren el avance hacia una agenda social (también en el marco europeo), una fuerte democratización (empezando con la lacra de la corrupción) y un mayor acuerdo en la cuestión territorial, con una respuesta democrática, pactada y social en Cataluña y una reforma sustancial de la Constitución.
Superar la brecha identitaria
Antonio Antón
Autor de El populismo a debate, ed. Rebelión
Publicado en Mientras Tanto nº 163 (1-12-2017) y Pensamiento Crítico (10-12). (Varios fragmentos se han editado en Público y Nueva Tribuna).
La estrategia del bloque independentista de construir un Estado independiente, una República catalana, ha demostrado sus límites y su impotencia práctica: insuficiencia de apoyo social y legitimación popular y limitados apoyos fácticos, o sea, falta de capacidad de contrapoder o implementación práctica de un Estado propio soberano. La Declaración Unilateral de Independencia, como expresión política, no ha sido capaz de garantizar este paso decisivo del proceso, mostrando el irrealismo de sus dirigentes. Aun con un rechazo popular mayoritario y una fuerte resistencia cívica, la aplicación del artículo 155, con el cese del Govern, junto con la intervención estatal de las instituciones catalanas y su autogobierno, se ha impuesto por parte del Gobierno de Rajoy con la inestimable ayuda de Ciudadanos y Partido Socialista. Es una evidencia, sujeta estas semanas a polémica interpretativa, que hay que esclarecer.
Aquí tras explicar los rasgos autoritarios y centralizadores de la opción de las derechas, me centro en el análisis de esa incapacidad estratégica del bloque independentista para desarrollar la independencia unilateral ante el persistente bloqueo impuesto por el Gobierno del PP y las fuerzas que le apoyan. El objeto de la reflexión es aportar elementos para, una vez demostradas las dificultades de la estrategia unilateral de independencia, fortalecer una nueva estrategia y un nuevo espacio sociopolítico, superador de la dinámica de los bloques confrontados y que ponga el acento en un cambio de progreso, social y democrático, en Cataluña y en España, como opción más realista y transformadora. Se trata de resaltar el respeto a la plurinacionalidad del Estado español con una actitud integradora, al mayoritario sentido doble de pertenencia identitaria, así como a la prioridad por una agenda social, la mejora del autogobierno y un acuerdo sobre los procedimientos democráticos (referéndum pactado) para resolver el conflicto territorial, con legítimas y distintas opciones sobre la forma de configurar la relación de Cataluña con el resto de España, y con la correspondiente reforma constitucional.
Ello es difícil con la mayoría institucional de las derechas. La solución, por tanto, pasa por la unidad de las fuerzas progresistas y de izquierda, en base a las llamadas fuerzas del cambio, para conformar una nueva mayoría social y política alternativa que supere la fractura social y la brecha identitaria. El horizonte del cambio es, salvando la ambivalencia de los dirigentes socialistas, construir un Gobierno de Progreso en España y otro en Cataluña que abra un nuevo ciclo político democratizador, anteponiendo las demandas sociales de las mayoritarias capas populares ante esta persistente crisis sistémica, social, política, institucional y europea.
En consecuencia, en primer lugar, explico el concepto y la realidad de plurinacionalidad y el sentido de un proyecto de país (de países) desde la constatación de la diversidad nacional y política de Cataluña y España; y, en segundo lugar, tras exponer la incapacidad estratégica del independentismo y su vía unilateral de implementación de un Estado independiente, señalo las bases de una estrategia de cambio en Cataluña y el conjunto de España.
Proyecto de país
La sociedad española y, particularmente, la ciudadanía catalana han dado muestras, en las últimas décadas, de madurez cívica, compromiso democrático y valores solidarios y de justicia social. Nuestro país o, mejor, país de países, es complejo y diverso, especialmente, en sus identidades nacionales. España es un país plurinacional, constituido por distintas naciones (nacionalidades según la Constitución) y regiones, aunque sus pueblos tampoco son homogéneos. La frontera entre naciones y regiones no está clara. Esa pluralidad identitaria, cultural y política, no se da solo en el conjunto sino también alcanza al interior de los mismos territorios, sobre todo, en Cataluña (y Euskadi). No hay varias naciones compactas y completamente diferenciadas entre sí. Lo ‘español’, la pertenencia española, atraviesa transversalmente a la mayoría de sus poblaciones y se combina, en diversos grados, con el sentimiento o pertenencia a cada Comunidad.
Veamos algunos datos de la realidad identitaria en el conjunto del Estado de la mano del CIS (Estudio nº 3191 – Barómetro de octubre de 2017). A la pregunta (nº 26) ¿Cuál de las siguientes frases diría Ud. Que expresa mejor sus sentimientos?, las respuestas son: Se siente únicamente español/la, 16,1%; se siente más español/la que (gentilicio C. A. ), 7,5%; se siente tan español como (gentilicio C. A. ), 53,7%; se siente más (gentilicio C. A.) que español/la, 10,2%; se siente únicamente (gentilicio C. A. ), 6,2%; ninguna de las anteriores (se sobrentiende localista o cosmopolita), 5,1%, y no sabe/no contesta, 1,3%. O sea, sumandos los tres segmentos que sienten una doble pertenencia, española y gentilicia de la propia Comunidad, llegan al 71,4%, frente a las otras dos (o tres) minorías (en el conjunto aunque relevantes en varias de ellas) con una identificación exclusiva –española o nacionalista periférica (o cosmopolita)-.
El concepto de plurinacional hay que matizarlo: no solo hay varias naciones sino que esa doble identificación mayoritaria las atraviesa; el sentimiento español es compatible y está presente, con diferente intensidad, en todas las nacionalidades y regiones. España no es solo una suma (institucional) sino un componente de la identificación interna y combinada que caracteriza a segmentos mayoritarios, incluso en Cataluña (y Euskadi), como luego veremos.
Por tanto, más allá de la pertenencia al Estado español, España existe como cultura transversal identificadora, o sea, recorre internamente las distintas Comunidades y conforma una sustancia relacional compartida: es base de un país de países. La dificultad (o la pugna interpretativa y normativa) es definir cuáles y qué profundidad tienen los rasgos comunes, el significado de la experiencia compartida, el peso de los sentimientos de pertenencia y los componentes identitarios respecto de un proyecto común, y cómo se entremezclan con otros sentimientos gentilicios o nacionales, otras identidades socioculturales y los intereses compartidos.
Además de los nacionalismos periféricos, parte de cuyos seguidores (no todos y diferenciando posición independentista de nacionalista) son opuestos a la identificación española, hay, al menos, dos ideas de España en pugna histórica y con una distinta actitud respecto de la articulación del conjunto: Una, conservadora y centralizadora, dominante y dirigida por la oligarquía española y la derecha (y el franquismo) que, en estos dos siglos, han fracasado en su idea de homogenización nacional-cultural total, al estilo de otros países europeos, y que han solido tratar de imponerse con rasgos prepotentes o autoritarios; otra progresista y federativa (o confederal), con mayor relevancia en algunos territorios y momentos históricos, como en la Iª y la IIª República y la transición democrática (¡Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía!). Aunque dentro de la derecha ha habido posiciones descentralizadoras y dentro de las izquierdas, jacobinas (como manifiestan algunos dirigentes socialistas). Aquí, cabe añadir que la tradición dominante del republicanismo, las izquierdas y el movimiento obrero en Cataluña, desde la IIª República (CNT, POUM…) y el antifranquismo (PSUC, PSC…) hasta ahora (Catalunya en Comú-Podem, CCOO…), ha sido federal o confederal con componentes soberanistas.
El pacto intermedio de la Constitución de 1978 con el llamado Estado Autonómico, ha mantenido un equilibrio inestable que ha empezado a agotarse con la mayor presencia de las tres dinámicas contrapuestas, con sus apoyos institucionales y de poder: centralizadora, federativa e independentista. Ya en el proceso de su elaboración, un ‘padre’ constituyente de centroderecha, Herrero de Miñón (UCD) hablaba de ‘nación de naciones’. ¿Cuáles son? España no es la cuarta nación compuesta por el ‘resto’ del Estado Español excluidas las llamadas nacionalidades históricas: Cataluña, País Vasco, Galicia; Andalucía ya se ganó en aquellos tiempos y mediante referéndum su derecho a similar capacidad de autogobierno. Pero también tienen una singularidad especial zonas como Comunidad valenciana, Les Illes, Canarias, Navarra, incluso Aragón y Asturias. Por citar a todas las Comunidades, qué queda: ambas Castillas con Comunidades limítrofes (Extremadura, Región Murciana, Rioja y Cantabria) y Madrid. Desde luego, ese segundo resto tampoco es España, a veces simbolizado por el Madrid-España, hecho en gran media de aluvión migratorio del resto del Estado –como en mi caso, de origen aragonés-; en todo caso, en una España nueva bien podría aspirar a ser un distrito federal renovando los símbolos y compartiendo proyectos e instituciones estatales con otras capitales (por ejemplo, el Madrid de Manuela Carmena y la Barcelona de Ada Colau podrían colaborar en ello).
Por tanto, (dejando aparte la significativa presencia de inmigrantes, muy diferenciados entre sí por su origen –latino, magrebí, del Este europeo…- y con características culturales y problemáticas de integración específicas) nos encontramos con una gradación de identidades nacionales o comunitarias. Éstas tienen mayor o menor peso (o ninguno, en sectores cosmopolitas o a-nacionales) en distintas personas y grupos sociales, según momentos y circunstancias. Y no necesariamente son soporte de un movimiento nacional o nacionalista (tampoco españolista) como actitud político-cultural central. Además, los nacionalismos (en plural) pueden ser más o menos densos, moderados, democráticos y excluyentes o inclusivos, así como encajar en distintos diseños institucionales.
Más allá del ‘patriotismo cívico’, basado en la democracia y la ciudadanía social, también los componentes nacionales se entremezclan con otros componentes identitarios (de clase, género, generación, étnicos, culturales, etc.) para plasmarse en actitudes, intereses y comportamientos diversos e interrelacionados. La persona es un ser social, tiene vínculos sociales y, por tanto, experimenta, interactúa y se siente partícipe con distintos grupos sociales con los que comparte dinámicas y objetivos. Y aquí el concepto de ‘experiencia en común’, frente al individuo abstracto liberal, es fundamental para reconocer esa situación relacional de pertenencia grupal y articularla a través de la convivencia, la solidaridad y el diálogo intercultural bajo una cultura universalista respetuosa de los derechos humanos.
A veces, alguna izquierda ha infravalorado esa ‘realidad’ (real) multidimensional de las clases trabajadoras y la necesidad de su interpretación, representación y conformación en una dinámica integradora de los legítimos intereses y derechos socioeconómicos, político-culturales e identitario-nacionales. Para las fuerzas progresistas de base popular, la acción por la igualdad, la libertad y la solidaridad, frente a la subordinación, la segregación y el autoritarismo, debe cubrir todos los campos sociales y culturales. Lo social (no solo de clase) debe ir unido con lo nacional (o cultural), aun con equilibrios y contrapesos diversos. Si lo primero es clave para las clases populares (trabajadoras y capas medias estancadas o en descenso), lo segundo también es básico y forma parte de su vida en común. Bajo una ética universal democrático-igualitaria hay que encajar las prioridades estratégicas e institucionales y la conformación de sujetos colectivos, con sus contextos, combinaciones y preferencias, con un horizonte emancipatorio.
Diversidad nacional y política en Cataluña
Dejamos aparte el sentido de pertenencia local y europeo (o al mundo). Comparemos esa tendencia dominante en el conjunto de España y la de Cataluña. Existen varios análisis demoscópicos con distintos resultados, coincidentes en señalar esa diversidad, aunque con una asimetría política evidente entre la media de España y, en este caso, la de Cataluña.
Por ejemplo, según la encuesta de Metroscopia, del 30-10-2017, entre sus residentes considera: sólo catalán, el 19%; más catalán que español, el 25%; tan catalán como español, el 46%; más español que catalán el 5%, y sólo español el 3%. Sumadas las personas que albergan un doble sentimiento español junto con el catalán, constituyen una mayoría del 76%, similar (algo superior) a la media de España (con el gentilicio correspondiente), y aunque una parte de ellos se haya vuelto independentista instrumental (no identitario). Dicho de otra manera, Cataluña no se puede comprender sin esa doble identificación catalana-española. Según el mismo estudio, el 29% están a favor de la independencia, el 19% a favor de seguir como ahora, y el 46% formar parte de España pero con nuevas y garantizadas competencias exclusivas.
El barómetro del tercer trimestre (31-10-2017) del CEO, CIS catalán, con un muestreo más amplio, ofrece otros porcentajes donde hay más diferencias en el plano político: a la pregunta ¿quiere que Cataluña se convierta en un Estado independiente?, responde SÍ el 48,7% (el independentismo sube 7,6 puntos desde el anterior estudio de junio), y contesta NO el 43,6% (baja 5,8 puntos) (no sabe/no contesta, el 7,8%). Está por ver el impacto de los hechos de estas últimas semanas y si se consolida o no esa tendencia.
En la evolución de los últimos años, el porcentaje de independentistas (siguiendo con los sondeos del CEO) ha estado entre 42%/48% y los no independentistas entre el 45%/50%. Ello supone un práctico empate, ya que en estas encuestas el margen de error es de 2,69 puntos arriba o abajo, es decir, el rango puede variar hasta 5,4 puntos. Por tanto, son significativas las variaciones de este último trimestre, aunque hay que ver cómo evolucionan y contando que ya en los años 2014/15 el independentismo estaba igual de alto, cercano a la mitad pero sin llegar a ser mayoría.
Por otro lado, ante el impacto de la aplicación del Gobierno de Rajoy del artículo 155 de la Constitución con el cese y encarcelamiento del Govern y la convocatoria de elecciones autonómicas para el 21-D, según la reciente encuesta de Metroscopia (12-11-2017), ha bajado drásticamente el porcentaje de personas que antes veían la independencia como una posibilidad real en un futuro cercano (51%) y ahora el 66% lo descartan. Habrá que volver sobre ello en otro momento.
La diferencia comparativa de los distintos resultados tiene también que ver con el tipo de opciones propuestas: si se reducen a dos, con una polarización extrema, o a tres, con una propuesta intermedia, que se corresponde más con la realidad diversa. Así, a la pregunta ¿estás de acuerdo con un Estado independiente? dicen SÍ el 40,2%; cuando se les ofrece como alternativa la otra opción de un Estado dentro de un Estado Federal la escogen el 21,9%, y la del actual estado de autonomía el 27,4% (o una región de España, el 4,6%). Lo relevante aquí es que ocho puntos y medio se definen independentistas si la única alternativa a ello se supone que es el inmovilismo o statu quo; pero, si se les ofrece la posibilidad, prefieren una opción federal (o confederal), llegando junto con una parte del otro bloque no independentista a ese destacable 22% partidario de una opción de mayor autogobierno sin independencia (y mayoritario en los resultados de Metroscopia).
Por tanto, expresadas las tres opciones, también ha crecido más de seis puntos la opción independentista este trimestre (desde el 34,7%, porcentaje más cercano al obtenido por la primera encuesta), pero aun así sigue siendo minoría entre la población. Sumadas estas dos posiciones (62,1%) los porcentajes de casi dos tercios de la población coinciden con el bloque que considera que Cataluña ha conseguido un nivel insuficiente de autonomía (64,6%), y que desde 2007 se ha mantenido entre el 60% y el 72%; mientras el bloque que cree que ha conseguido un nivel suficiente de autonomía es el 23%, similar durante los últimos diez años (5,4%, expresa demasiada autonomía). O sea, en Cataluña es ampliamente mayoritaria la crítica a los límites de la autonomía y la exigencia de mayor capacidad de autogobierno. La Constitución y el Estatut ‘cepillado’ por el Tribunal Constitucional están agotados entre su población.
Por último, hay que recordar que, según diversas encuestas, entre el 70% y el 80% de personas son partidarias de poder decidir sobre sus instituciones y su futuro, dato que se asocia a una posición soberanista y en la que participan también una parte del electorado autonomista del PSC e incluso del PP y Ciudadanos. Es decir, esa corriente catalanista y relativamente transversal, ampliamente mayoritaria, está compuesta por un sector independentista (45%) y otro no independentista (hasta el 35%), con una parte del primero y, sobre todo, del segundo, con doble sentido de pertenencia identitaria, es decir, con sentimientos catalanes y también españoles.
Contrastan estos datos con los del CIS antes comentados para la media estatal, aunque casi la cuarta parte se muestra partidaria de superar el marco actual, sumadas las personas que desean ‘mayor autonomía que en la actualidad’ (13,4%) y el reconocimiento de la ‘posibilidad de convertirse en un Estado independiente’ (10,2%) -con un 39,2% de mantenerse igual y un 28,2% con mayor centralización-.
Como conclusión, junto a una realidad de identidad nacional exclusiva (en sectores nacionalistas periféricos y también en el nacionalismo español) lo que predomina es el doble sentido de pertenencia a España y a la correspondiente Comunidad Autónoma. Con ese diagnóstico se debe articular, sobre la base de lo común, un discurso coherente con ambas realidades, con una óptica social y democrática, un proyecto de país plural que es el objeto último de esta reflexión.
¿Independencia o Gobiernos de Progreso?
El Govern de la Generalitat, actualmente cesado y procesado (o exiliado), ha fracasado en su proyecto de implementar ya una República catalana, un Estado independiente. Es un hecho evidente, reconocido por los dirigentes del PDeCat y de ERC. La estrategia del bloque independentista ha mostrado sus debilidades frente al bloque de poder representado por el Gobierno de Rajoy. Sus líderes han comenzado una reflexión y una readecuación estratégica basada en el reconocimiento de ese desequilibrio en la relación de fuerzas sociopolíticas y fácticas y de control institucional. Esperan reeditar su mayoría en el Parlament en las elecciones del 21 de diciembre e insisten en continuar la ‘construcción’ de la independencia, en el sentido de ampliar su base de apoyo ciudadano, así como económico, institucional y europeo. Pero descartan (ambiguamente) la vía unilateral como constitución inmediata de un Estado soberano en confrontación abierta con el Estado. No es la posición de la CUP que insiste en lo acertado de la proclamación de la independencia y exige su construcción inmediata desafiando el poder estatal y las dificultades estructurales.
Por mi parte, en un artículo publicado el día 3 de octubre en el diario Público (http://blogs.publico.es/otrasmiradas/11103/1-o-el-fracaso-de-rajoy/ ), valoraba el fracaso del Gobierno de Rajoy en su actuación contra la masiva y exitosa expresión cívica del 1-O, aunque insuficiente para considerarlo un referéndum vinculante; pero también explicaba ya los límites del independentismo, señalando las ‘dificultades estructurales para imponer la independencia de Catalunya’. En esos momentos las expectativas sobre la proclamación de la independencia y su implementación práctica estaban en lo más alto.
Los nuevos acontecimientos, con una evolución frenética, están claros. El Gobierno de Rajoy, con sus apoyos parlamentarios de Partido Socialista y Ciudadanos, ha aplicado el artículo 155 con el cese del Govern, a pesar de la desaprobación popular mayoritaria en Cataluña y las grandes movilizaciones democráticas y soberanistas, y ha bloqueado el despliegue o desarrollo de la República catalana. Al mismo tiempo, se ha mostrado la impotencia fáctica de la vía unilateral desarrollada por el bloque independentista cuyos dirigentes, finalmente, han reconocido solo su carácter simbólico o declarativo con renuncia a su construcción operativa. Así, aun defendiendo simbólicamente la legitimidad del Govern y el Parlament, han aceptado la participación en las elecciones autonómicas para el 21-D, convocadas por el Presidente del Gobierno español, cuyos resultados representativos, en el marco de la nueva realidad impuesta con los equilibrios de poder manifestados, abrirán una nueva etapa.
Reafirmación democrática y percepción más realista sobre el Estado independiente
Veamos algunos datos de la percepción de la ciudadanía y su evolución. Según la encuesta de Metroscopia, publicada el 12-11-2017, en esas semanas de octubre tras el 1-O y el 3-O (huelga general democrática contra la represión policial), en torno a la primera aprobación (dejada en suspenso) de la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) por el Parlamentel 10 de octubre y hasta su aprobación definitiva el 27 de octubre, el 51% de la población catalana consideraba factible la secesión en ‘un futuro más o menos cercano’.
No obstante, tras la aplicación por el Gobierno del PP del artículo 155, tras su aprobación por el Senado con los apoyos del Partido Socialista y Ciudadanos ese mismo día, el 62%, casi dos tercios (aunque el diario El País transcribe el 66%) ‘de catalanes ve poco probable la independencia de Cataluña’, es decir, descartan la idea de que Cataluña pueda separarse de España y convertirse en un estado independiente en un futuro más o menos cercano. O sea, de la mitad pasa a un tercio los residentes que confían en la implementación inmediata de la República catalana, por mucho que la afirmen como objetivo a largo plazo.
Por otro lado, siguiendo con Metroscopia, en Cataluña, el 69% de personas encuestadas muestran su desaprobación con la gestión del Gobierno de Rajoy y, expresamente, el 61% son ‘contrarios a la manera en que se está aplicando el artículo 155’. Ya anteriormente, a la pregunta ¿Cree que una aplicación del artículo 155 sería beneficiosa para apaciguar la situación actual?, había contestado NO el 61% y SÍ el 13% (65% entre votantes del PP). Dato que contrasta con el 61% de la población española (incluido el 56% de los votantes socialistas) que apoya la aplicación del artículo 155.
En relación a la posibilidad de llegar a un acuerdo que permitiera la permanencia de Cataluña en España, el escepticismo social es algo asimétrico y muy fuerte, aunque ha descendido ligeramente en ambos casos. Antes, un 56% de catalanes lo veían como algo muy difícil y después ha bajado al 49%; y otro 49% cree que aún hay esperanza, porcentaje que alcanza hasta el 60% para el resto de españoles.
No obstante, a la cuestión de “La mejor manera de resolver el problema entre Cataluña y España es que se celebre un referéndum pactado y plenamente legal sobre la independencia de Cataluña en el que los catalanes decidan si quieren o no seguir formando parte de España”, contesta De acuerdo el 82% (la casi totalidad de independentistas y deCatalunya en Comú-Podem, e incluyendo el 75% del PSC, el 57% de Ciudadanos y el 49% del PP), y En desacuerdo el 16% (el 21% del PSC, el 41% de Ciudadanos y el 43% del PP).
Por tanto, aunque la mitad de la sociedad catalana ve difícil llegar a un acuerdo es muy mayoritaria (más de cuatro quintas partes) la aspiración a poder decidir mediante un referéndum pactado y legal su relación institucional con España. En definitiva, se combina una reafirmación democrática –referéndum pactado- como procedimiento para resolver el conflicto, se mantiene un amplio bloque independentista, cercano a la mitad, pero se rebaja a un tercio la expectativa de poder implementar de forma inmediata una República catalana independiente.
La incapacidad de la estrategia independentista
Volvamos a este último aspecto. La aprobación de la Declaración Unilateral de Independencia por la mayoría del Parlament que, no olvidemos, representa solo el 47,8% de la ciudadanía catalana y la aplicación del artículo 155 de la Constitución por parte del Gobierno del PP, junto con la actuación del aparato judicial, han demostrado los límites de la estrategia independentista tal como habíamos avanzado. Había, y se han demostrado posteriormente, dos tipos de razones.
Uno de carácter democrático, derivado de los déficits democráticos de la consulta realizada, sin suficientes garantías al no estar pactada y sin interpelar en condiciones de igualdad y con una actitud inclusiva a la otra mitad de la sociedad catalana. Sus resultados no podían legitimar la independencia, tal como ha sido (y todavía es) el núcleo justificativo del bloque independentista. Otro tipo de motivos eran de carácter fáctico, los límites de su ‘contrapoder’ institucional (y popular) frente al poder del Estado y sus aparatos judiciales, de seguridad y económicos, así como la falta de reconocimiento internacional.
Es decir, antes de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, por parte del Gobierno de Rajoy con el apoyo de Ciudadanos y el Partido Socialista, cesando y encarcelando alGovern y procesando a parte de la mesa del Parlament, ya se podían constatar dos hechos ‘verdaderos’: primero, la ausencia de una mayoría ciudadana reforzada o un consenso social y político suficiente que legitimase claramente el paso inmediato a un Estado independiente; segundo, la ‘incapacidad’ operativa de las supuestas estructuras de la nueva República y la impotencia para convertir las instituciones autonómicas en instituciones ejecutivas independientes en confrontación con el Estado español: desde el propio Govern y el Parlament, pese a la insistencia en su soberanía total, hasta las estructuras de seguridad (Mossos d’esquadra) y administrativas (por ejemplo, de Hacienda) o la capacidad de ‘contrapoder’ organizado en la calle.
Ambos hechos han sido producto de interpretación interesada e irrealista. Primero, el embellecimiento de los propios apoyos ciudadanos (que no llegaban a la mitad), confiando en su necesaria tendencia ascendente, en particular intentando absorber, neutralizar o instrumentalizar la autonomía del tercer espacio representado por En Comú-Podem (y en menor medida del PSC), con infravaloración del distanciamiento y la brecha producida respecto de la otra mitad de la sociedad catalana.
Segundo, la sobrevaloración del poder institucional propio y su capacidad operativa independiente, que sólo necesitaría una cobertura jurídica propia para instaurar una legalidad contrapuesta a la del Estado español y ser soberano en el plano ejecutivo. De ahí el idealismo discursivo y formalista del papel (poco) operativo de la Declaración unilateral de independencia, ahora rebajada a acto simbólico.
Tercero, infravaloración del poder, la capacidad operativa y la legitimidad del contrario, el Estado Español, incluido el poder judicial, así como la determinación del Gobierno del PP apoyado por la alianza del bloque monárquico y la subordinación del Partido Socialista. No se trataba de un Gobierno fascista y desacreditado que utilizaba la violencia explícita de forma generalizada y, por tanto, fácil de desenmascarar y aislar cívicamente y en la opinión pública europea. El Estado, que utilizó la represión abierta el 1-0, no ha tenido necesidad de utilizarla para imponer el cese del Govern; solo su gran capacidad de coerción, incluida la judicial, con una aplicación desproporcionada de la ley vigente, ha disuadido la actitud de desobediencia del aparato administrativo o la rebeldía de las fuerzas de seguridad catalanas (Mossos), así como la operatividad de las hipotéticas estructuras de doble poder (Comités de defensa de la República).
Cuarto, la movilización social democrática de rechazo al 155 y defensa de las instituciones catalanas se ha expresado masiva y cívicamente, especialmente en las dos grandes manifestaciones, con participación no solo independentista sino democrática, vinculada a los comunes. Pero tampoco ha sido suficiente para impedir la intervención del poder ejecutivo en el Govern, liberar a los presos y revertir el 155. El desacuerdo mayoritario de la ciudadanía contra la intervención del autogobierno se puede convertir en una mayor deslegitimación del poder estatal, en particular del PP, y una mayor legitimidad para las fuerzas soberanistas, no solo independentistas. Pero en el cálculo electoral también interviene la credibilidad política de las alternativas propuestas y su gestión. Y en eso, he dicho que, en el caso independentista, ha faltado fuerza y coherencia y de ahí su perplejidad.
El peso del poder económico y europeo
A todo ello se han añadido dos elementos que han afianzado la realidad y la sensación de impotencia en el control de su economía y el aislamiento institucional al no conseguir reconocimiento internacional. Así, el desplazamiento de la sede social de varios miles de empresas (más de mil, su sede fiscal, con su impacto presupuestario), ha supuesto una demostración de desconfianza en el proceso independentista de la oligarquía empresarial y financiera catalana, en gran parte imbricada con el capitalismo español, vinculada a su mercado, conectada con las estructuras económicas europeas -y mundiales- e insertada en sus élites dominantes.
Además, el Govern ha demostrado su impotencia reguladora, así como las desventajas de un proceso incierto fuera de la UE, que contrastaba con una supuesta superioridad y mejora económica como país independiente sin la rémora de España, menos modernizada. Pero ese relato se ha dado de bruces con la realidad. En la lógica subyacente de la hegemonía neoliberal de sus principales responsables económicos, el Govern mantenía la creencia de la bondad de las mismas políticas económicas de austeridad y pérdida de derechos laborales y sociales, es decir, de conectar mejor con las estructuras de poder económico europeas y el poder liberal conservador al que está inscrito el dominante (hasta ahora) PDeCAT.
La gran frustración popular por la crisis social y la responsabilidad del Govern de Mas y, después, de Puigdemont había sido hábilmente trasladada hacia la cuestión nacional. Su salida no era cambiar las políticas de austeridad del Gobierno de Rajoy y el bloque de poder representado por Merkel, sino esperar que un Estado independiente construyese una Cataluña próspera, separada de la atrasada España. La ausencia de pacto fiscal y la solidaridad impuesta en la distribución interregional, completaban el discurso de las ventajas de la independencia: estar en mejores condiciones económicas y materiales, beneficiosas para el conjunto de la ciudadanía, incluido sus capas populares, y así constituir una alternativa de salida a la crisis con toda su secuela de desigualdad y empobrecimiento. Aquí, conviene separar dos dinámicas contrapuestas: una la económica, con orientación neoliberal; otra, la social de carácter progresivo. Pero el modelo social de la República catalana no está claro; más bien es el de continuidad con las políticas dominantes en España y la UE. Motivo añadido para la desconfianza en amplios sectores de las capas populares.
Y la alternativa social, aparte de hacer ajustes redistributivos de lo existente, es terminar con la austeridad y los presupuestos restrictivos de gasto público e incrementar el porcentaje de gasto social por habitante; es decir, aumentar el conjunto de la tarta presupuestaria (incrementando los ingresos) a repartir entre las Comunidades Autónomas que, sobre todo, va a gasto público social (sanidad, educación, dependencia…) y que está infradotada en los presupuestos (España gasta unos siete puntos de PIB menos que los países de la UE-15, los más avanzados de la UE). La salida debe ser progresista, no de competencia interregional-comunitaria.
En el plano internacional, la ilusión del apoyo europeo también ha prevalecido y se ha ido desvaneciendo. No hay ningún interés fundamental de ningún país importante para apoyar a la nueva República catalana (como fue Alemania –y la OTAN- para la independencia de Eslovenia y Kosovo o las repúblicas bálticas –para aislar a Rusia-). El Gobierno de la derecha es fiel aliado al bloque de poder europeo y la integración política, económica y geoestratégica una realidad que interesa a todos los poderes en la UE, todavía más en la incertidumbre estratégica de sus alrededores (Rusia, Oriente Medio, Norte de África…) y de las dinámicas centrípetas y xenófobas en el interior de muchos Estados. Sin una negociación o salida pactada, la unilateralidad añadía incertidumbre para los poderes europeos (y mundiales), institucionales y económicos, que se han manifestado en contra de una República catalana.
Mayorías sociales tras una nueva agenda social y plurinacional
Por tanto, el proceso independentista necesitaría más legitimidad democrática y/o más poder político-institucional (y de seguridad) y control económico, con mayores aliados (en España y en Europa), o bien un fuerte debilitamiento del poder de las derechas en el Gobierno central. En estos momentos, su debilidad comparativa es evidente: el Estado español es más fuerte, especialmente en lo segundo y con suficiente respaldo legítimo, legal e internacional, en parte derivado del apoyo de la dirección socialista.
La perspectiva independentista, tras el 21-D, y aunque vuelva a ganar la mayoría parlamentaria e incluso una ligera mayoría de votos, todavía no tendría un nivel suficiente de las dos condiciones básicas –legitimidad y poder- para desafiar con otra vía unilateral al Estado Español, al menos con la suficiente credibilidad para ganarle. Su posible reajuste estratégico pasa por controlar el Govern, ensanchar su apoyo social y conformar estructuras soberanas como acumulación de fuerzas y medio para negociar un acuerdo ventajoso de incremento del autogobierno. Pero, para ello, bajo la previsible nueva hegemonía de ERC en el campo independentista, tendría que activar una agenda social que permitiese acercar posiciones conCatalunya en Comú-Units Podem, aunque le llevase al distanciamiento con el PDeCAT, y dejar aparcada la vía de la imposición de la unilateralidad. Se abriría la única vía realista y trasformadora de verdad, progresista en lo social, democrática y pactada en el conflicto nacional, superando las brechas identitarias, y unitaria y solidaria con el cambio político en España (y Europa).
En definitiva, ante el conflicto en Cataluña y el bloqueo autoritario y regresivo del Gobierno de las derechas de Rajoy (y Rivera), se ha demostrado las dificultades de la estrategia independentista. Solo cabe una nueva estrategia, una salida de cambio más democrático y más operativo (aun con sus enormes dificultades, incluido la ambivalencia del PSOE): echar al PP por parte de las fuerzas progresistas, ganar a las derechas unas elecciones generales, con un Gobierno de Progreso en España, junto con otro Govern progresista en Catalunya, con nuevas mayorías sociales y políticas que aseguren el avance hacia una agenda social (también en el marco europeo), una fuerte democratización (empezando con la lacra de la corrupción) y un mayor acuerdo en la cuestión territorial, con una respuesta democrática, pactada y social en Cataluña y una reforma sustancial de la Constitución.