Sociólogo y politólogo. Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)
¿Qué crisis, qué regulación?
Antonio Antón
Publicado en Mientras Tanto, nº 108-109, otoño de 2008
La avaricia, o el deseo de ganar, es una pasión universal que opera en todas las épocas, en todos los lugares y sobre todas las personas (Hume, 1740)[1].
Características de la crisis económica
La actual crisis económica tiene dos planos diferentes: mundial y estatal. Ambos están entrelazados y hay ámbitos intermedios –europeos- y locales. Así, la crisis en España presenta unos rasgos particulares[2]. Aquí se analiza la crisis en el plano mundial, en la que confluyen, a su vez, varias dinámicas y crisis específicas, que se pueden englobar en tres procesos.
Primero, es una crisis, sobre todo, financiera: explosión de la ‘burbuja’ especulativa basada en las hipotecas basura del mercado inmobiliario. Su efecto directo es la pérdida de valor de los títulos sobre hipotecas basura de EE.UU. y, por tanto, de sus propietarios –grandes fondos de inversión, clases altas y fondos ‘soberanos’- en todo el mundo. En un proceso de ‘financiarización’ de la economía con desregulación de los mercados de capitales, se ha producido un agotamiento del desplazamiento de la riqueza desde la economía real hacia la pirámide financiera. Desaparecen los ‘incentivos’ y aparecen los ‘riesgos’. Ello ha provocado la retirada de capitales -no su eliminación-, la caída de la confianza en el mercado financiero sin expectativas de grandes beneficios y el temor a pérdidas en diferentes niveles de ‘inversores’ -aunque con ganancias de otros-. La consecuencia es la ausencia de ‘liquidez’ en el sistema financiero, con la dificultad para desarrollar su función de intermediación y financiación de la economía ‘real’ –empresas y particulares-, y sin la garantía de poder devolver los depósitos y ‘obligaciones’. Otros aspectos centrales que confluyen son la crisis energética y alimentaria, con el incremento de precios y la correspondiente transferencia de capitales hacia los países productores. A todo ello se añaden las tensiones inflacionistas y el incremento de los tipos de interés, con el retraimiento del consumo.
Segundo, es una crisis en la economía ‘real’. Existe estancamiento en el Norte, con recesión en algunos países, y crecimiento –menor- en países emergentes -China, India, Brasil-, junto con mayor empobrecimiento en países del Sur sin materias primas. Según el FMI esas tendencias pueden empeorar en el próximo año 2009, afectando al incremento del paro en el Norte. Ello puede suponer, en países como España, una reestructuración productiva con mayor desempleo –más allá de la construcción-, presiones sobre los costes laborales y mayor flexibilidad, segmentación y precariedad del mercado de trabajo. Al mismo tiempo, se abre una tendencia, todavía contenida, hacia la reafirmación de la contención del gasto social, en particular del sistema de pensiones, y la reestructuración del Estado de Bienestar. No obstante, en los países europeos, los efectos sobre el mercado de trabajo pueden ser algo desiguales. Las reformas y políticas sociolaborales van a depender del grado de legitimidad alcanzado por las élites políticas y agentes sociales, los problemas de cohesión social y los conflictos sociales generados. Los cambios y las políticas adoptadas respecto de las condiciones sociales y de empleo de la mayoría de la sociedad, son claves para definir las consecuencias de esta crisis: en qué medida se pueden conformar nuevas desigualdades y desequilibrios sociales, qué tipo de sociedad se está configurando, cuál es el horizonte de su salida.
Tercero, la actual crisis económica expresa el fin del ciclo ultraliberal de los últimos veinte años –tras la caída del Muro en 1989 y la crisis de 1991/93-, y el comienzo de un cambio de la hegemonía estadounidense: de su política monetarista y desreguladora, de su modelo económico de endeudamiento a costa de terceros, de su prepotencia y unilateralidad en política exterior[3]. Supone una readecuación de los poderes y relaciones económicos y de los equilibrios ‘geoestratégicos’ a medio plazo. Paralelamente, existe una pérdida de credibilidad del discurso neoliberal del fundamentalismo de mercado –desregulación y no al intervencionismo del Estado-, junto con una reorientación de las políticas económicas hacia cierto intervencionismo estatal y de los organismos internacionales, con mayor multilateralismo para dar cabida al peso creciente de otros poderes regionales ‘emergentes’. La nueva ‘política’ se basa en componentes de liberalismo ‘social’ y está lejos de poder considerarse ‘keynesiana’ o socialista, o bien de ser un quiebro total de las actuales políticas liberales. Ese nuevo modelo de ‘economía social de mercado’[4] necesita una nueva legitimación en la sociedad, ante la incertidumbre que ha generado el fundamentalismo de ‘mercado’[5]. Se ha superado la oposición de los sectores más conservadores a la intervención estatal, y la ausencia de ésta no soluciona los problemas de los más desfavorecidos. La cuestión se centra en qué tipo de intervención y su excepcionalidad o duración. Se abre una pugna cultural entre las distintas fuerzas sociales y los diversos modelos sociolaborales sobre el sentido y alcance de la regulación económica y la garantía de seguridad y bienestar de la sociedad. Relacionado con todo ello está la influencia en el ritmo y orientación de la construcción de la Unión Europea, de su unidad política y, sobre todo, en la configuración del llamado ‘modelo social europeo’.
En definitiva, es una crisis económica profunda que expresa varias dinámicas: cuestiona algunos de los cimientos y principios neoliberales, dominantes estas décadas; genera una nueva segmentación de ganadores y, sobre todo, de perdedores; expresa el cambio hacia un nuevo equilibrio de los poderes mundiales; exige mayor regulación de la economía y, especialmente, del mercado de capitales, y necesita el incremento de la credibilidad de las élites políticas enfrentadas a opciones que garanticen la seguridad y bienestar de la sociedad. Institucionalmente, ya se reconoce su gravedad y extensión aunque, en sentido contrario, no alcance al cuestionamiento radical de los pilares del sistema capitalista o la lógica de la economía de mercado, o bien la primacía de la economía norteamericana en un mundo más multipolar[6]. Esta crisis dura desde el verano del año 2007, todavía no ha tocado fondo en su vertiente financiera y, sobre todo, respecto de la economía real, y los cálculos más realistas indican que la salida será lenta y su consistencia no se producirá hasta bien avanzado el año 2010[7]. En este tiempo se establecerán reajustes económicos, en los mercados de trabajo y los sistemas de protección social, nuevos equilibrios de poder mundial, distintas desigualdades sociales, conflictos sociales y pugna por diferentes opciones y respuestas. Y, particularmente, una mayor y mejor regulación del sistema financiero. De todo ello dependerá el tipo de salida a la crisis y la conformación de un nuevo ciclo. Seguidamente se analizan las características de la crisis financiera, los planes de rescate y los discursos asociados.
La burbuja financiera y su explosión
El sistema de generación de ‘burbujas’ es el vehículo utilizado para conseguir una gran transferencia de rentas hacia los ‘inversores financieros’. Se trata de un ‘calentamiento’ o elevación artificial del valor financiero de un bien más allá de su valor ‘real’ –según la ratio con los beneficios realizados o estimados-. Con la expectativa de esa revalorización se atraen nuevos capitales hasta que llega a un nivel ‘desproporcionado’ respecto de su valor real. La ‘financiarización’ de la economía productiva está ligada a las expectativas de negocio y beneficio que genera esos determinados bienes. Tras la burbuja de las nuevas tecnologías –punto.com- que se desinfla en 2001, el flujo de capitales ‘circulantes’ se dirige al mercado inmobiliario.
Pero la burbuja, tras un extraordinario crecimiento, explota. El rendimiento y las expectativas de gran beneficio empiezan a caer, se hace evidente el riesgo, y los inversores más avispados comienzan a retirar capital a sitios seguros –deuda pública, oro, efectivo en paraísos fiscales...-. El proceso de caída del valor financiero es rápido y acumulativo.
La burbuja actual se ha generado por las inversiones millonarias en todo el planeta que se asentaban sobre la débil base de las hipotecas basura o ‘subprime’, que son préstamos concedidos a personas sin suficiente solvencia económica para comprar casas sobrevaloradas, e incluso por encima de su valor de tasación.
Esa deuda, troceada y empaquetada con otros activos, supuestamente para diversificar el riesgo que conllevaba y en la práctica para difuminarlo y esconderlo, ha sido vendida en todo el mundo a través del sistema financiero con el gancho de la obtención de altos beneficios. No obstante, la calidad y garantía de esa deuda se apoyan en la ‘confianza’ en las tres partes del proceso: capacidad de devolución del préstamo por parte del comprador de esa vivienda; incremento del valor de la propiedad en cuestión, y solvencia de la entidad financiera, que ha empaquetado ese producto derivado, para responder si llegan los impagos y las pérdidas.
Este sistema rompe con la clásica ley de oferta y demanda: cuando un bien aumenta su precio los compradores disminuyen y la demanda baja. En este caso cuando un bien aumenta el precio atrae a más compradores con la expectativa de su revalorización: aunque hoy compro caro, mañana habrá aumentado su precio y venderé con más beneficios. Es una ‘oportunidad de negocio’... hasta que la tendencia cambia, y el componente de ‘posición de riesgo’ se convierte en el principal.
La burbuja ‘tecnológica’ de 2001, al estar basada en los valores bursátiles de las nuevas compañías informáticas y de telecomunicaciones, había afectado a los inversores que, más o menos conscientemente, habían invertido en bolsa su excedente de capital asumiendo riesgos sobre sus ahorros. Esta burbuja ‘inmobiliaria’ tiene un carácter especialmente antisocial. La revalorización de los precios de la vivienda perjudica a las personas que tienen que comprar ese bien por ‘necesidad’ que son mayoritariamente jóvenes y de clases media-baja y baja. El incremento del valor de las viviendas y las hipotecas ha perjudicado a una base social más amplia, de status más bajo y con un bien imprescindible. Ello ha generado una disminución de su capacidad adquisitiva en otras esferas, menor calidad de vida y bienestar, y mayor dependencia de la cúpula financiera y especulativa.
El proceso de creación y explosión de la burbuja financiera es el siguiente. El primer paso consiste en una inversión masiva y ascendente de capital, con la expectativa de su rápida y fuerte revalorización. Ello provoca un aumento desproporcionado –respecto de su valor real- del precio de la vivienda que permite sobre-valorar el capital invertido y sus intereses. Al mismo tiempo, ante ese continuado ascenso del precio se conceden masivamente créditos hipotecarios, con la presión de las ganancias de la intermediación de firmas hipotecarias y bancarias y de los altos rendimientos para sus ejecutivos. Y se ofrecen con la garantía de devolución de la deuda basada en la continuidad de un crecimiento continuado de los precios inmobiliarios.
El segundo paso es el empaquetamiento de esas hipotecas, su ‘titulización’ y su venta en el mercado de capitales mundial bajo el gancho de una importante remuneración de intereses. Corresponde con un riesgo superior al de la deuda pública pero, por parte de las agencias de calificación y las instituciones financieras, no se clarifican sus altos riesgos, especialmente en la fase final ascendente. Este proceso se ve potenciado por la desregulación del mercado financiero y el desarrollo de las agencias hipotecarias y los bancos de inversión -aprobado por la administración demócrata en 1999, pero acelerado en 2001 con Bush-. Estos bancos están separados de la banca comercial y tienen prácticas generalizadas de ‘apalancamiento’ -compra de valores financieros con préstamos- y operaciones de derivados, futuros, etc. sin capital real, con comisión por negocio y con la garantía supuesta de la revalorización de la vivienda para hacer frente al pago de su deuda y sus obligaciones.
El tercer acto empieza con la disminución de la ‘demanda solvente’, de la capacidad de compra de los ciudadanos. Se produce un incremento del stock de la vivienda, el ajuste de su precio al valor real y, sobre todo, la bajada del valor de los títulos hipotecarios que se agotan como fuente de revalorización. La capacidad adquisitiva para comprar a esos precios elevados se termina. Se ha llegado a la cúspide de la pirámide y culmina el proceso especulativo de la economía de ‘casino’: absorber dinero de unos hacia otros o de abajo-arriba, sin crear ‘valor’. La economía real, los ciudadanos, deben dedicar un nuevo periodo de actividad productiva y laboral a crear nuevo valor. Ya no hay suficiente capital –reflejo de la economía real y de los bienes de la población- que pueda ir de nuevo al circuito especulativo y continuar con su desplazamiento hacia la cúpula financiera. Se han privatizado muchos ‘beneficios’ y se ha conseguido una ‘absorción’ –transferencia- de capital hacia un grupo de inversores afortunados, que compraron barato en el comienzo de la línea ascendente.
Pero la burbuja ha tocado techo y empieza a explotar, el instrumento no genera valor ya que no hay suficiente capital para seguir absorbiendo: una parte ya no puede pagar la hipoteca; las hipotecas son superiores al precio del inmueble, luego a los individuos no les merece la pena pagar y les es más barato devolver las llaves y someterse al embargo. Comienza la fase descendente. Los fondos de inversión e instituciones financieras, propietarios de títulos basados en hipotecas basura, reflejan un capital superior al de sus garantías en bienes –viviendas-. Los grandes inversores –con menores expectativas de beneficios- empiezan a retirar su capital de los títulos sobre hipotecas ‘basura’. Ante la realidad del impago y, sobre todo, del riesgo de su generalización, el valor de esa ‘titulización’ de las hipotecas cae. Los inversionistas más avispados –incluidos fondos soberanos de países de la OPEP-Oriente Medio y de China, construidos por su superávit comercial- empiezan a retirar ‘capital’, y ese dinero lo meten en la hucha –efectivo, oro...- o en deuda pública, aunque parte vuelve a la economía real o a otros fondos especulativos o de ‘riesgo’. Así, se genera una reducción de ‘liquidez’: la parte más aventajada de los ‘inversores’ ante la expectativa de pérdidas ha retirado su capital. Son fondos y bancos con disponibilidad de capital que no prestan al no tener confianza en su devolución o por la necesidad de su utilización propia más adelante.
La falta de liquidez
Existen ‘responsables’ o causantes de la falta de liquidez monetaria y de esa ‘descapitalización’ imprescindibles para un ‘endeudamiento normal’. La cuestión no es que no haya capital. Sigue existiendo el mismo ‘dinero’ que antes, pero sus poseedores ‘privados’ lo han retraído del mercado de capitales, para asegurarlo en sitios seguros ante los ‘riesgos de pérdidas’, en particular, en los bonos de deuda pública con garantía estatal, que ahora se amplían con el plan de rescate. Así, los inversores y el sistema financiero transfieren la responsabilidad al Estado de la garantía de esos préstamos con riesgos de impago o minoración.
La actual inyección de ‘liquidez’ resuelve parcialmente el ‘estrangulamiento’ de la financiación ‘normal’ necesaria para la ‘economía real’. No obstante, antes de la crisis había un ‘exceso’ de financiación y liquidez –retirada coyunturalmente por los inversores hacia otros sitios ‘seguros’-, y ahora se inyecta más dinero en la economía. Pero cuando el mercado de capitales esté normalizado y otra vez haya expectativas de pingües beneficios, se añadirá el dinero aparcado ahora en renta fija. El resultado global será un extraordinario aumento de liquidez o mayor proporción de capital respecto del valor de la economía real, según producción y beneficios. Pasado este temporal de desconfianza existe el peligro de aumentar la inflación y la posibilidad de generar otra nueva burbuja, en base a otro ‘instrumento’ piramidal, y si no se acota el sistema, vuelta a empezar[8]. Por consiguiente, es crucial cómo se conforma el proceso anunciado, para dentro de cinco años, de retirada de dinero público, cómo se vende o privatiza la propiedad pública y qué beneficios o pérdidas se producen para las finanzas públicas.
Por tanto, el origen de la crisis no es la falta de liquidez aunque sea una expresión de la misma. Esta dificultad es evidente, puede tener consecuencias graves para financiar la economía real y hay que resolverla. Ese problema es consecuencia de la ‘retirada’ de dinero de fondos privados ante el riesgo de pérdidas. Esa retirada se considera ‘lógica’ y no hay instrumentos de regulación para evitarla o de exigencia de responsabilidades al movimiento especulativo del capital volátil. Una parte vistosa es la huida del capital de esos grandes bancos y aseguradoras en proceso de quiebra por parte de sus accionistas más espabilados. En resumen, la causa de la falta de liquidez es la huida del capital privado de la propiedad de unos bienes -títulos sobre hipotecas basura- que se desvalorizan por una disminución de sus altos beneficios, sus pérdidas progresivas o el miedo a que se produzcan. Y no va a volver mientras no tenga ‘confianza’ en volver a ganar sin riesgos.
Quién gana y quién pierde
Estos años, con la línea ascendente de la burbuja, se han hecho muy ricos muchos grandes inversores, y se han generado expectativas de enriquecimiento para la mayoría de inversionistas. Al estallar, en esta etapa de crisis, los efectos de pérdidas se han fragmentado. Una parte de ellos han salido airosos por no estar tan implicados en la posesión de títulos sobre hipotecas basura. Otra parte sólo ha reducido sus grandes ganancias, en términos comparativos: habían comprado muy barato y todavía han vendido al comienzo de la línea descendente por un valor superior. Así, grandes accionistas e inversores han ido saliendo del proceso de hundimiento del valor de esos títulos basura, antes de llegar a la quiebra de los grandes bancos ‘nacionalizados’ o vendidos. La parte más dañada es la que ha asumido más riesgos y con más ‘apalancamiento’ o endeudamiento. Habían comprado caro al final de la línea ascendente, con la experiencia del crecimiento de las expectativas de beneficios. Lejos del aterrizaje suave que oficialmente se vaticinaba -idea que ha servido para evitar la adaptación de la mayoría ‘ingenua y confiada”-, se ha producido un descenso brusco y rápido de su valor y se han visto atrapados con pérdidas masivas. Mientras tanto, los grandes ejecutivos financieros han seguido la estrategia de ganar su seguridad a través de una distribución mundial –amañada- del riesgo y las posibles pérdidas, aunque a la hora de hacer frente a sus responsabilidades han salido huidos –o con despidos millonarios-, y sólo unos pocos se han arruinado.
En definitiva, en este proceso de creación y explosión de la burbuja se ha producido una gran transferencia de capital desde la mayoría de la población hipotecada estos años, obligada a hacer frente a la financiación de su vivienda con unos precios desproporcionados[9]. Son los auténticos perdedores de la formación de la burbuja. Ahora con la explosión se sienten engañados ya que lo que han comprado –frente a la expectativa de su revalorización- vale muchos menos de lo que tienen que ir pagando y transfiriendo al sistema financiero. Pero resulta que de todo el plan de rescate no hay medidas significativas para aliviar su situación. Se les deja la alternativa de seguir haciendo un sobreesfuerzo financiero, con el agravante de sentir la transferencia de fondos a los especuladores, o dejarse embargar empeorando sus condiciones materiales. Así, apenas salen beneficiados por los planes de rescate que sólo hacen alusión a prórrogas de los desahucios[10].
Los segundos perdedores son los ‘propietarios’ de los títulos sobre las hipotecas basura, que las han comprado a través del sistema financiero como fondos de inversión de forma opaca. Son, sobre todo, de clase alta y media-alta[11], partícipes de fondos de inversión y fondos privados de pensiones –que están provocando la reducción de la pensión, que en EE.UU. es privada, a millones de pensionistas-. Además, se encuentran otros fondos ‘soberanos’ –China y países petrolíferos- y los accionistas de los propios bancos de inversión que tenían obligaciones de pago. No saben el nivel de contaminación o ‘toxicidad’ de los títulos que han comprado. La reacción es desprenderse de ellos cuanto antes. La cuestión es que ahora ya no hay compradores a no ser que se admita una gran desvalorización y pérdida. Los nuevos fondos de riesgo, con la liquidez existente, siguen comprando bienes a precio de ganga y, por tanto, transfiriendo una parte de los beneficios adquiridos o del capital invertido a otros inversores –tiburones o buitres-.
Aquí, es cuando aparece la intervención del Gobierno de EE.UU. con dos componentes. El primero, la inyección de fondos directos -agencias hipotecarias y aseguradora AIG- y el apoyo a la reconversión de los bancos de inversión. El segundo, el llamado plan de rescate de 700.000 millones de dólares -medio billón de euros- para la compra de los ‘créditos tóxicos’ de las hipotecas basura, a cambio de dinero para los bancos. En un nivel más secundario están los añadidos para su aprobación, primero por el senado y después por el Congreso de EE.UU.: elevar la garantía de los depósitos de los clientes en los bancos, poner topes a las altas indemnizaciones de los directivos, paliar algo los procesos de desahucio y comprar acciones de bancos.
El objetivo oficial es facilitar la ‘liquidez’ pero, sobre todo, el plan estadounidense trata de reducir las pérdidas de los propietarios de los créditos tóxicos: los grandes fondos e inversores y, en mucho menor medida, a las clases altas propietarias de títulos de inversión contaminados. Con esa medida se vuelven a transferir el coste y las pérdidas de la desvalorización financiera al conjunto de la ciudadanía norteamericana. El factor clave es el precio de la compra de esos productos y el grado de control y por quién. Como se ha señalado, la causa de la falta de liquidez es la huida del dinero de los mercados de capitales que presagiaban pérdidas. Al ofrecer la ‘socialización de sus pérdidas’ ese capital saneado volverá al mercado de capitales, coexistiendo un tiempo con la aportación pública. Se producirá un exceso de dinero circulante, de liquidez, con tendencias inflacionistas y la posibilidad de una nueva burbuja. Se supone que ese capital privado volverá a comprar a medio plazo esos activos saneados de riesgos. Si no el Estado se verá obligado a mantenerlos o bajar los precios de venta con mayores pérdidas.
Causas de la crisis y discursos
La causa de la crisis financiera es la búsqueda y realización del máximo beneficio –tasa de ganancia- por parte de ‘inversores’ en un contexto de ‘financiarización’ de la economía y exceso de ‘liquidez’[12]. Se han dado dos condiciones. Primera, bajos tipos de interés y alta disponibilidad de dinero, que favorecen la utilización del endeudamiento masivo –el llamado ‘apalancamiento’- del sector financiero y los inversores. La segunda condición es que para conseguir un ‘alto rendimiento’ se desregula el mercado de capitales, y se permite la especulación a través de nuevos instrumentos financieros –bancos y fondos de inversión, títulos ‘derivados’ sobre activos de alto riesgo- y la creación de ‘burbujas’.
Por tanto, la burbuja financiera tiene algo que ver con el exceso de liquidez anterior y los bajos tipos de interés, pero estos elementos no son la causa principal de su creación y posterior explosión. Su origen se ha debido a la ‘disponibilidad de mucho dinero barato’ por parte del sistema financiero, pero sobre todo, a que ha sido utilizado para el ‘endeudamiento masivo especulativo y sin control’. Son los ‘excesos’ que ahora se aducen y antes se encubrían.
La causa de fondo de la crisis es la aplicación de las ideas centrales, desde Smith, de la racionalidad económica liberal: el interés propio -el egoísmo individual, la avaricia- es la base del crecimiento económico y la prosperidad pública; la interferencia del Estado genera ‘riesgo moral’, ineficiencia y es el problema, y el mercado se autorregula y es la solución. Es la base del discurso neoliberal contra el papel regulador del Estado que ahora ha quedado en evidencia. Esta idea ultraliberal de la ‘autorregulación del mercado’, particularmente, del mercado de capitales con todas sus últimas ‘innovaciones’ financieras, dominante en los últimos veinte años, ha perdido su credibilidad. Esa versión fundamentalista del liberalismo que cuestionaba cualquier intervencionismo del Estado en la economía ha quedado completamente desacreditada.
Sin embargo, hay que recordar que la experiencia histórica del capitalismo está ligada a la coordinación de mercado y Estado[13]. En las tres décadas ‘gloriosas’ -1945/75- de keynesianismo se mantuvo un especial equilibrio, con un papel importante del Estado en la regulación económica, la actividad productiva y la gestión de servicios públicos y las garantías laborales y sociales. En los años ochenta se produce un cambio profundo hacia el paradigma neoliberal contra el papel regulador del Estado, aunque hay que diferenciarlo de las políticas prácticas[14].
Por tanto, más allá de ciertos fundamentalismos doctrinarios y de legitimación de nuevas políticas restrictivas, la desregulación económica desde los años ochenta ha consistido, principalmente, en la liberalización del sistema financiero con desregulación del mercado de capitales -menos del comercio de mercancías-. Ese tipo de globalización ‘financiera’ ha tenido un componente instrumental: beneficiar a los ‘inversores financieros’ e incrementar su hegemonía en las relaciones económicas internacionales. Ello suponía dejar en una posición subordinada a la ‘economía real’, a los grupos y países menos poderosos, y generar el nuevo riesgo social de otros perdedores en la distribución mundial de la riqueza.
La intervención del Estado, oficialmente, era considerada buena si estaba subordinada a la acumulación privada de capital, a favorecer el papel dominante del mercado, y si era funcional con la seguridad global y los cambios geoestratégicos para consolidar los grupos de poder mundiales y su control económico y de materias primas.
Con esta crisis se ha desacreditado el fundamentalismo liberal de la autosuficiencia del mercado y la ineficiencia y corrupción del Estado. Se ha evidenciado la incompetencia y el fraude de gran parte del sistema financiero -instituciones financieras, de seguros y del mercado de capitales- junto con la incapacidad y la colaboración de las agencias supervisoras y de calificación y los mecanismos de autorregulación. El fallo no sólo es del mercado, en términos abstractos, sino sobre todo del entramado institucional articulado desde los años ochenta que ha dirigido la economía, junto con la distribución desigual del poder organizacional de las élites de las grandes corporaciones e instituciones financieras y supervisoras.
No obstante, según los líderes europeos y estadounidenses, se pretende acotar el giro intervencionista que se define como ‘limitado y temporal’. Se trata de que el Estado ayude al mercado –sistema financiero- y lo sanee para que siga cumpliendo su papel dinamizador cuando se vuelva a la ‘normalidad’. Veamos los planes de salvamento.
Los planes de rescate ¿qué regulación?
Esta parte analiza el tipo de intervención, para qué y a quién favorece. Los planes de rescate se han justificado de forma genérica –salvar el conjunto del sistema, la economía o el sistema financiero- y haciendo hincapié en su principales beneficiarios -clases medias, depositantes, inversores-. Por otra parte, se ha utilización el ‘miedo’ –plan o caos- para conseguir la adhesión de la población a determinado plan de rescate o vencer sus recelos a partes del mismo.
El plan británico se ha constituido en la referencia principal. Propuesto por el laborista Brown y apoyado por el partido conservador, consiste en ‘capitalizar’ los cuatro grandes bancos a través de la compra de sus acciones. El Estado se convierte en propietario, siendo mayoritario en algún caso y, finalmente, ejerciendo los ‘derechos de voto’ y el control directo. Otras medidas para asegurar la ‘liquidez’ son la garantía de los depósitos bancarios, un aval a los préstamos interbancarios y la disposición a quedarse con activos de mala calidad. El plan es temporal, hasta fin de 2009, aunque los avales llegan hasta cinco años. El total de capital utilizado es de más de medio billón de euros[15], del cual para adquirir acciones de bancos son unos 62.000 millones de euros. El posible coste estimado como pasivo exigible al contribuyente del Reino Unido al final del plan podría alcanzar los 124.000 millones de euros (el 6% del PIB).
EE.UU. ya llevaba gastado medio billón de euros en paliar la primera parte de la crisis financiera, sobre todo, con la nacionalización de las dos grandes agencias hipotecarias y la compañía de seguros AIG. La segunda parte de su plan de ‘rescate’ -con apoyo republicano y demócrata-, es de otro medio billón de euros. Inicialmente, se pretendía utilizarlo para adquirir activos tóxicos y no contemplaba la participación estatal en el capital de los bancos, pero después del plan británico dedica a ello más de 130.000 millones de euros, aunque como ‘recapitalización’ transitoria y renunciando al control bancario. Además, incluye una deducción de impuestos de cerca de 100.000 millones de euros.
El plan europeo de los quince países de la Eurozona -12/10/2008-, calculado en unos 2,5 billones de euros, sigue los criterios del Gobierno británico, al igual que después las decisiones de los Veintisiete -16/10/2008-. En el caso español, el Gobierno no prevé la compra de acciones bancarias, dada la relativa solvencia de su sistema financiero, ni la compra de activos tóxicos, por la pequeña exposición a los títulos de hipotecas basura. Su plan, básicamente, consiste en garantizar la ‘liquidez’ financiera con préstamos y avales a Bancos y Cajas de Ahorro de hasta 100.000 millones de euros y por cinco años. Además, se abre una línea de crédito directa de hasta 50.000 millones de euros, para la compra de activos ‘buenos’ de las entidades financieras. También mantiene la posibilidad de adquirir acciones de entidades para reforzar los recursos propios y recapitalizar a los bancos que puedan necesitarlo en un futuro.
Los tres tipos de medidas fundamentales aprobadas en los planes de ‘rescate’ son: 1) comprar activos ‘tóxicos’, es decir, ‘nacionalizar’ los mayores riesgos y pérdidas financieras; 2) prestar dinero o avalar directamente al sistema financiero para que éste siga prestando; 3) ‘recapitalizar’ o comprar acciones de bancos –con o sin control- y nacionalizar instituciones financieras y de seguros insolventes.
Todas estas medidas significan una inyección de dinero al sistema financiero y se amparan en el objetivo de garantizar su ‘liquidez’, ya que si no afectaría a todo el sistema y produciría una mayor recesión de la economía real. Tras esa finalidad, el volumen relativo de cada uno de esos mecanismos indica otros objetivos fundamentales. Intentan pasar más desapercibidos, pero tienen un distinto papel respecto de dos elementos clave: grado de nacionalización de las pérdidas –y tipo de rescate y para quién-, y profundidad del control del sistema bancario y la regulación del mercado de capitales. El peso de cada una de las tres medidas ha ido variando. Del énfasis inicial del primero en el plan de Bush y dada la oposición de la ciudadanía norteamericana, se ha pasado, según el plan británico de Brown, al segundo y, finalmente, al tercero.
Veamos algunos aspectos problemáticos. Respecto del punto 1), se trata de facilitar liquidez, asumiendo pérdidas y riesgos de los bancos, es decir, se pretende socializar las pérdidas de los grandes inversores a través del cambio de ‘dinero por basura’[16]. Con el punto 2) se facilita liquidez prestando avales y garantías a los bancos con la contrapartida de activos ‘buenos’; los problemas aquí son cubrir bien el riesgo de su devolución, el precio del préstamo y el control de su utilización para impulsar la reactivación económica. En relación con el punto 3) aparecen las reticencias ideológicas neoliberales y la defensa de los privilegios de los actuales propietarios y ejecutivos a que se ejerza un control estatal, o bien que éste sea leve y corto; éste debería ser transparente, profundo y duradero, para garantizar el saneamiento, la exigencia de responsabilidades y resituar la nueva función y el nuevo marco regulatorio del sistema[17].
Ahora bien, todo el plan de rescate es transitorio y el balance global se deberá hacer evaluando la última fase: el proceso contrario de retirada del dinero público y entrada de nuevo del capital privado. Es decir, los planes intervencionistas son temporales y conllevan una etapa de nueva ‘privatización’ del sistema financiero. El tema sin definir es a qué precio se vuelve a ‘vender’ esa nueva propiedad pública, o lo que es lo mismo, a qué precio van a ‘comprar’ los inversores privados esas acciones y activos, y qué cantidad de activos tóxicos y pérdidas definitivos se socializan, porque no hay comprador privado o pretende comprar muy barato[18]. Además, aparecen nuevos riesgos: el aumento de dinero circulante –público y privado- puede generar y hacer más atractiva una mayor inflación y puede ser la base de una nueva espiral financiera, y el incremento de deuda pública aumenta el tipo y el volumen de los intereses. Aparte queda la dificultad para inversiones en otros menesteres como fortalecer directamente la economía real o ampliar el gasto social.
La configuración concreta de los planes de salvamento no es inevitable, y la evolución de la aprobación y desarrollo del plan estadounidense refleja que puede haber planes y planes. Están condicionados por el conflicto de intereses entre dos partes fundamentales a la hora de dar respuesta a la crisis. Por un lado, el bloque dominante, causante de la crisis: grandes inversores, sistema financiero y una clase política responsable de la falta de regulación. Deben soltar lastre y recomponer unas medidas que consigan credibilidad en la población. Por otro lado, los sectores más afectados: hipotecados, clases medias propietarias de títulos basura, jubilados, desempleados y ciudadanía en general. Están en una posición subordinada y defensiva, pero exigen no pagar ellos el desastre, cuestionan la legitimidad de los gestores y políticas anteriores y reclaman más regulación y seguridad económica.
Un resultado claro es que la propiedad pública ha tenido que garantizar la liquidez que no ha proporcionado el sistema financiero. Pero con ese pretexto también ha tenido que ‘comprar’ unos bienes que los ‘inversores privados’ se han desprendido por su ‘desvalorización’ y han perdido su utilidad para ampliar el valor del capital invertido o garantizar unos altos intereses a sus propietarios. El Estado ha sido quien ha frenado la contaminación de la crisis financiera a la economía real y ha reconducido, parcialmente, el sistema financiero. No obstante, un asunto clave es cómo queda la redistribución de la riqueza, cómo se reparten los riesgos, pérdidas y responsabilidades, quién sale mejor ‘rescatado’[19], y qué medidas se toman para que no se vuelvan a repetir las dos fases de la burbuja.
De momento, se sigue aplicando el mismo criterio de fondo: el mercado debe ser el motor de la economía, los ‘incentivos’ privados son la clave para la recuperación financiera y económica. Las medidas no son una ‘nacionalización’ de tipo keynesiano o socialdemócrata clásica, donde se destacaba el papel positivo de lo público en la orientación y recuperación económicas y no sólo ante las crisis y las pérdidas. El sistema financiero debe tener liquidez y funcionar, cuestión obvia de interés general, pero la cuestión central se vuelve a plantear en cuánta nacionalización de pérdidas directas –activos tóxicos- o riesgos indirectos –avales prestados- contrae el Estado para que el sistema financiero vuelva a ‘funcionar’ y proporcione nuevas ganancias privadas, base oficial para estimular un nuevo crecimiento. Desde esa óptica el Estado no interviene para estimular directamente la economía real sino que esa responsabilidad sigue recayendo en el mercado, en las empresas actuales, y la intervención estatal en el sistema financiero es para restituir sus posibilidades de financiación[20]. La política monetarista ya no es suficiente para reactivar la economía, pero esa posición excluye planes presupuestarios expansivos, con la correspondiente reforma fiscal progresiva, para aumentar directamente la demanda de bienes, crear más empleo, potenciar el sector público de la economía y mejorar los servicios públicos y la protección social. Esa opción sería fundamental para contrarrestar la profundidad de la recesión en marcha y sus efectos sobre la economía real, pero no parece que esté contemplada por los líderes políticos mundiales[21].
En definitiva, se han movido algunos cimientos del sistema capitalista de mercado, se van a introducir algunos mecanismos regulatorios en el mercado de capitales, se pretende conformar otro paradigma sobre la ‘economía social de mercado’, se abre un nuevo reequilibrio internacional, pero todavía se está lejos de una regulación neo-keynesiana de la economía mundial. Estos planes de rescate tienen un carácter ambivalente: por un lado, pueden resolver algunos problemas de estabilidad financiera y paliar algunos efectos para la economía real y, por otro lado, el conjunto de la sociedad asume un coste por la nacionalización de pérdidas y riesgos privados de los inversores. Suponen un equilibrio de las fuerzas en presencia junto con la necesidad de una nueva legitimación de las élites. Pero la mayoría de la población, sobre todo si se acentúan los efectos en la economía real, se puede encontrar peor a la salida de la crisis que antes de que se formara y estallara la burbuja inmobiliaria. El ‘salvamento’ alivia algo pero no asegura la recomposición del poder adquisitivo y la calidad de vida de la mayoría de la población afectada. Esta experiencia está conformando una lección pendiente: evitar los retrocesos del bienestar socioeconómico de la población, regular los mecanismos necesarios para evitar este tipo de crisis y establecer un modelo social más igualitario.
20 de octubre de 2008
[1] Comentario del filósofo empirista británico tras la primera gran ‘burbuja’ especulativa de la historia que explotó en 1720. La Compañía de los Mares del Sur, de Londres, que tenía el monopolio del comercio con América llegó a multiplicar por diez su valor y luego se hundió, al igual que otras compañías similares en París y Ámsterdam (crisis de los tulipanes). Sus directivos acabaron en la cárcel y la compañía nacionalizada.
[2] España es una economía ‘intermedia’ con relativa fragilidad: importante déficit exterior, dependencia de financiación externa, modelo de crecimiento con poca productividad y basado en mano de obra barata, crisis inmobiliaria. La expresión más significativa de la crisis y el indicador principal es el aumento del paro, con la posibilidad de llegar a más del 15% -más de tres millones-. Ello se añade a la persistencia de la precariedad laboral y a la configuración de una nueva segmentación por abajo, con especial repercusión en los inmigrantes. Por otro lado, se mantiene el déficit del gasto social y la diferencia con la U.E., con una política de contención presupuestaria al mismo tiempo que con exigencias en la financiación autonómica y municipal. (Ver El Gobierno ante la crisis, en Página Abierta nº 196, octubre de 2008).
[3] En el plano estratégico el objetivo neocon de la Administración republicana era neutralizar el ‘arco de la crisis’ de Marruecos a Indonesia, fortalecer la hegemonía estadounidense en Asia y el mundo, así como controlar la producción de petróleo y materias primas. Con la intervención en Afganistán y la guerra de Irak, con una inversión de un billón de dólares, además del objetivo oficial de combatir el terrorismo islámico, se pretendía avanzar en otros fines: contener a Rusia y China, neutralizar a Irán y apoyar a sus aliados, por un lado, Israel, Arabia Saudita y Turquía y, por otro lado, Pakistán e India, todo ello dejando en una posición subordinada a la U.E. y Japón. Ese plan ha demostrado ser voluntarista y no ha tenido los logros esperados y, junto con la crisis económica, marca también el lento declive de la hegemonía norteamericana y, especialmente, de su legitimidad mundial, en un mundo más complejo y multipolar.
[4] Se han empezado a formular varias expresiones, pero no es acertado hablar de ‘capitalismo de Estado’ o ‘capitalismo de rostro humano’, utilizados para definir el Estado keynesiano de bienestar. Aquí se utiliza esta expresión ya que el mercado sigue siendo clave y lo nuevo se pretende teñir de sensibilidad ’social’.
[5] “La fiebre por reducir el papel del Estado no funciona” (Rodríguez Zapatero); "Ninguna institución financiera debe escapar a la supervisión, ni siquiera los hedge funds" (Nicolás Sarkozy). Ambos el día 16/10/2008 en la cumbre europea de los Veintisiete.
[6] Esta crisis se ha comparado con la del año 1929. En el plano financiero presenta aspectos similares pero, de momento, los efectos sobre la economía real son menos profundos y es muy diferente el contexto mundial. En aquella crisis los importantes efectos productivos se produjeron a los meses y años siguientes, hasta 1932, donde se llegó a una recesión económica del 30% con un nivel generalizado de paro. Esa crisis e inestabilidad de entre las dos guerras mundiales acabó con el ‘liberalismo económico’ del siglo XIX y se salió de ella con el keynesianismo de posguerra y el nuevo Estado de Bienestar europeo, junto con la hegemonía estadounidense y la consolidación del bloque soviético.
[7] Es la opinión, entre otros, de Krugman –El País, 10/08/2008-, recién nombrado Premio Nobel de Economía 2008.
[8] La propuesta de ‘subir’ los tipos de interés para disminuir el crédito es contraproducente y afectaría a la economía real, ya que generaría mayores dificultades para la reactivación de la economía real y el pago de intereses hipotecarios. La respuesta no es encarecer el dinero, sino regular los mercados financieros para evitar la utilización de dinero barato y abundante de forma especulativa. Hasta ahora sólo se ha aprobado la medida de prohibir las ‘posiciones cortas’ o apuesta especulativa por la bajada de un valor, incluso sin propiedad y con endeudamiento. A esa regulación o prohibición habría que añadir el incremento de la presión fiscal al movimiento y ganancias de capital, incluidos una tasa Tobin y el cierre de los 37 paraísos fiscales. En este aspecto todavía se mantiene la tendencia contraria: liberalizar de fiscalidad al mercado de capitales y mantenerla o aumentarla a la economía real y, sobre todo, al trabajo y al consumo.
[9] El incremento del precio de la vivienda ha sido especialmente fuerte en EE.UU., Reino Unido y España.
[10] Algunos economistas prestigiosos como Krugman –El País, 19/10/2008- apuntan en esa dirección de apoyar a los perdedores más directos, los que han comprado una vivienda a precios desorbitados y gravosas hipotecas, con una reestructuración y reducción de sus deudas para poderlas pagar.
[11] En EE.UU. el 20% de la población, las clases alta y medio-alta, posee el 80% del capital. Aparte del sistema financiero, el rescate se centra en ellas, no en las genéricas clases medias. El ahorro y la inversión es mucho menor entre las clases medias-bajas y bajas, y aún así, con una distribución normal, al 80% de la población sólo le afectaría el 20% de la desvalorización de esa inversión.
[12] El capital financiero es diez veces mayor que el valor de la economía real, en un contexto de tipos bajos de interés, promovidos tras el 11-S-2001 y la explosión de la anterior burbuja tecnológica para evitar la recesión y reactivar la economía y que se prolongaron.
[13] Smith, en el siglo XVIII, además del papel clave de la ‘mano invisible de las leyes del mercado’, admitía la intervención estatal para tareas básicas de infraestructuras y seguridad.
[14] Así, el propio Presidente Reagan utilizó el Estado -con su guerra de las galaxias- para el impulso de la innovación tecnológica –telecomunicaciones e informática-. Se trataba de una respuesta geoestratégica, en los años ochenta, para salir de la crisis económica de los años setenta y ganar al bloque soviético en proceso de ‘estancamiento’.
[15] No obstante, la aportación del Estado la puede contabilizar fuera de su balance oficial, para que no aparezca como ‘deuda pública’ sino como un préstamo puntual.
[16] Es una expresión afortunada utilizada en EE.UU. por Stiglitz, Premio Nobel de Economía en 2001, uno de los economistas más críticos, junto con Krugman, con el plan de rescate inicial y más exigentes de una mayor regulación del mercado de capitales.
[17] Sarkozy, el día 25/9/2008 declaraba que “Una determinada idea de globalización está tocando fondo con el final de un capitalismo financiero que impuso su lógica sobre toda la economía”, abogando por lo que llama, aunque no explica, un ‘capitalismo ético’.
[18] Sólo el Gobierno británico aclara que la cuarta parte del medio billón de euros aportados se puede transformar en pérdidas definitivas a asumir por el Estado. El resto de países europeos, incluyendo el Gobierno de Zapatero, consideran que el coste definitivo será nulo para el contribuyente, declaración que incluso ellos mismos toman con escepticismo. Así, por ejemplo, el propio Banco Mundial explica que en las crisis bancarias de las últimas cuatro décadas los Estados han tenido que asumir pérdidas del 10% del PIB.
[19] El candidato presidencial Obama insiste, para diferenciarse de los republicanos que aparecen como rescatadores de los ‘bancos’, en que su objetivo es un rescate para ‘las clases medias’ norteamericanas.
[20] Ello no es obstáculo para el apoyo estatal para la reconversión o nacionalización de pérdidas de determinadas empresas o sectores estratégicos en situación de crisis, como ahora el sector del automóvil estadounidense o aquí, en los años ochenta, la reconversión industrial. En ese sentido el ‘intervencionismo’ ha sido instrumental respecto de la finalidad de la ‘maximización’ de beneficios privados, mediados por el ‘salvamento’ de la economía.
[21] Bush (18-10-2008), en la convocatoria de la gran conferencia internacional de fines de noviembre para gestionar la crisis, ha definido los objetivos del nuevo orden global del sistema financiero: "preservar las bases del capitalismo democrático, el compromiso con el libre mercado, la libre empresa y el libre comercio".