Sociólogo y politólogo. Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)
El cambio se refuerza ante el desconcierto socialista
Antonio Antón
Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (ed. UOC)
Editado en diario Público (12-1-2016) y en Nueva Tribuna, Rebelión y Press Digital (13-1), y en Pensamiento Crítico (20-1).
Con las elecciones generales del 20-D el cambio político ha salido reforzado. El continuismo de la austeridad y el autoritarismo se ha debilitado. Se ha agotado el sistema bipartito de alternancia ‘turnista’ de los dos grandes partidos del Régimen, PP y PSOE. La ‘vieja’ clase política gobernante, gestora de una política antisocial y alejada de las demandas ciudadanas, tiene menor representatividad. La derecha (incluido con el apoyo de Ciudadanos) no tiene mayoría absoluta, pero el PSOE sigue bajando. Se han consolidado Podemos y sus aliados y se ha producido un reequilibrio de las fuerzas políticas en favor del cambio.
Ha culminado una fase del cambio institucional, con una amplia representación alternativa, iniciada en los ámbitos municipales y autonómicos. Supone la quiebra del cierre político, el autoritarismo y el inmovilismo ante las demandas populares de justicia social y más democracia. Es la expresión de un largo proceso de movilización cívica y de rechazo social de la ciudadanía indignada frente a las políticas regresivas, el déficit democrático de las grandes instituciones, la corrupción y la prepotencia del poder establecido.
No obstante, el panorama es complejo. Existen riesgos de bloqueo y restauración del viejo orden político y económico, pero también oportunidades para avanzar en una opción de progreso. Se abre una pugna entre continuismo (PP) y cambio (Podemos), pasando por fórmulas intermedias de continuismo renovado, con la persistencia de similares políticas de fondo, junto con cambios superficiales y limitados en algunas áreas: regeneradoras (Ciudadanos) y sociales (PSOE). Cada uno de los tres tipos de propuestas, por sí solos, no ha reunido apoyos parlamentarios suficientes. La pugna por la hegemonía de quién va a pilotar los cambios y de qué tipo y profundidad está abierta. Y, ante la dificultad para conseguir acuerdos equilibrados y justos, quizá se vuelvan a convocar nuevas elecciones generales, con la pretensión de cada actor (y el miedo a no conseguirlo) de mejorar resultados y hegemonizar la gobernabilidad.
Las dificultades para el mantenimiento de la misma estrategia regresiva, política y económica, son evidentes, dado el cuestionamiento de su legitimidad social. Los llamamientos del PP a la gobernabilidad y la estabilidad esconden y sirven a sus intereses de mantener y restaurar el poder de la derecha y, con ligeras concesiones, neutralizar cualquier cambio significativo, de políticas y de estructura de poder. La inestabilidad institucional de sus gestores gubernamentales es positiva, ya que impone la necesidad de correcciones sustanciales. La mayoría ciudadana apuesta por superar esa fase. Ante la crisis sistémica (socioeconómica, institucional y de valores) la tendencia sociopolítica dominante y ascendente es la del cambio.
Gana el cambio frente al continuismo
Veamos algunos datos, bajo el prisma del eje continuismo-cambio, para interpretar el complejo panorama creado y los desafíos transformadores para la próxima etapa.
Desde las últimas elecciones generales del año 2011, el PP, con 123 diputados, ha perdido 63 escaños y más de 3,5 millones de votos, aunque todavía conserva 7,2 millones (28,7%). Su justificación de la política de recortes sociales y autoritarismo no ha tenido suficiente credibilidad ciudadana. No ha podido esconder la realidad de desigualdad social, paro masivo, empobrecimiento, precarización del empleo, pérdida de derechos sociales y democráticos, corrupción e inmovilismo institucional. Esa estrategia está desacreditada socialmente. Ahora solo busca un acompañamiento de Ciudadanos y PSOE, que le permita continuar en el poder, consolidando la hegemonía institucional y la estrategia liberal-conservadora, con una pequeña renovación cosmética, el refuerzo del bipartidismo agotado y la neutralización del cambio. Su discurso sobre la estabilidad y la responsabilidad de Estado, forma parte de la nueva precampaña electoral.
El PSOE, con 5,5 millones de sufragios (22,0%) ha descendido 1,5 millones, a los que hay que añadir los más de cuatro millones desafectos en aquellas elecciones respecto de las anteriores del año 2008; o sea, en total ha perdido unos 5,5 millones, la mitad de su anterior electorado, quedándose en 90 diputados, la menor cifra de toda la democracia. Su fracaso respecto de la confianza ciudadana y la hegemonía política del campo progresista se profundiza. Les lleva a una crisis de su discurso, su estrategia y su liderazgo. Todo ello ha estado paliado parcialmente, hasta ahora, con el mayor poder institucional socialista adquirido en las elecciones autonómicas precisamente con el apoyo de Podemos (y de Ciudadanos en Andalucía), como medio para desalojar a la derecha.
Pero, desde la soberbia política y el aferramiento al poder, su dirección no soporta el reconocimiento de ese declive y menos sus causas, su alejamiento de la ciudadanía progresista por una política gubernamental antisocial y poco democrática. No admite la realidad de una representatividad similar a la de Podemos, que con su remontada le ha superado en sitios y sectores relevantes (superación iniciada en los ayuntamientos del cambio). El bloqueo de la élite socialista por el miedo a ese estatus disminuido y reequilibrado con Podemos, sus compromisos con los poderosos y su vacío estratégico, sin autocrítica colectiva ni rectificación global, no le permite salir bien de esta encrucijada, solo posible con una opción real de progreso.
Ciudadanos ha obtenido 3,5 millones (13,9%) y 40 diputados. Unos resultados meritorios, pero lejos de sus mejores expectativas. Su inicial perfil regenerador se ha completado con posiciones neoliberales (generalización de la precariedad del empleo a través del contrato único o su apuesta por el copago sanitario) y reaccionarias (su ultra-centralismo en materia territorial, su intervencionismo militar o su poca sensibilidad feminista). Su propuesta de cambio sensato ha quedado reducida a aspectos de renovación política, positivos pero limitados casi solo al recambio de la élite política de derechas. También ha reflejado, y lo ha notado la opinión pública, el continuismo e inmovilismo, con su vínculo con el establishment financiero y europeo y la preferencia por el PP, en otras cuestiones socioeconómicas y políticas fundamentales. En particular, su atractivo inicial para mucha gente joven ha quedado neutralizado, a pesar del apoyo económico y mediático. Así, respecto de las expectativas anteriores, no ha conseguido consolidar el voto progresista proveniente del PSOE (en competencia con Podemos). Y es difícil que crezca mucho más.
Podemos (junto con sus aliados, particularmente los de Catalunya, Galicia y Comunidad Valenciana donde se ha presentado en plataformas más amplias) ha alcanzado 5,2 millones de votos (20,7%) y 69 diputados. Es la primera fuerza en Catalunya y País Vasco y segunda, habiendo superado al PSOE, en varias provincias y comunidades autónomas. Supone nuevos desafíos para avanzar en el cambio, tratados en otro momento.
Por último, IU-Unidad Popular (sin contar su participación en las candidaturas unitarias de Galicia y Catalunya) no llega al millón de votos (3,7%), pierde casi el 40% y, derivado de la falta de proporcionalidad de la ley electoral, se queda con solo dos diputados. Su discurso no ha encontrado suficiente eco popular y se ve abocado a repensar su estrategia política y de confluencia con Podemos. Habrá que volver sobre ello. En todo caso, es de destacar que la suma de ambos electorados es superior al voto al Partido Socialista.
En resumen, entre ambos partidos gobernantes, la pérdida de votos, desde su respectivo declive, llega a más de nueve millones; apenas mantienen la mitad de sus votantes, habiendo disminuido treinta puntos porcentuales desde la época anterior. El sistema de partidos políticos ha cambiado y la consolidación de las fuerzas emergentes es evidente. Contra todos los pronósticos oficialistas, van a permanecer, habiendo alcanzado cerca de nueve millones de votos. La vieja dicotomía derecha-izquierda (hegemonizada por el PSOE) pierde sentido y la realidad se va articulando en tres tipos de dinámicas y bloques en torno al eje continuismo –PP- (del poder establecido y la estrategia liberal-conservadora y autoritaria) y cambio –Podemos…- (demandas populares, giro social y democratización), con propuestas intermedias –Ciudadanos y PSOE- (social-liberales) de continuismo renovado o cambio limitado, con fuerte inclinación de sus élites hacia la recomposición de la primera opción y gran parte de sus bases sociales al diálogo y colaboración con la segunda.
Declive y dilema del Partido Socialista
El dilema mayor para hacer frente a su declive se le abre al Partido Socialista. Su discurso no ha tenido suficiente credibilidad popular. Ha fracasado en su intento de aparecer como la única alternativa a la derecha con una referencia retórica de ‘izquierda’ con la que neutralizar y subordinar a Podemos y su electorado. Se enfrenta a una doble realidad y orientación. Por un lado, avalar el consenso liberal-conservador-socialdemócrata de políticas europeas, económicas, institucionales y territoriales, sin oponerse firmemente a un gobierno de las derechas. Por otro lado, negociar con Podemos y sus aliados el rechazo a esa dinámica, garantizar un avance social y democrático y apostar por un gobierno de progreso.
Las dos opciones tienen sus riesgos para ellos, pero de distinto carácter y con implicaciones muy diferentes: colaboración ‘responsable’ con la derecha a costa de menor legitimidad ciudadana, o confrontación y tensión con el poder establecido con apuesta por el avance social y democrático. La inercia de su aparato y sus compromisos con los poderosos le presionan hacia la primera opción, con la retórica de la gobernabilidad o la responsabilidad de Estado, sin suficiente sensibilidad social, democrática y de reconocimiento de la diversidad nacional. La necesidad de recuperar credibilidad social, con autonomía de la derecha y un perfil diferenciado, le condicionan hacia la segunda, de cambio, aunque a costa de la confrontación con las derechas y un necesario, dificultoso y poco probable giro progresivo en sus políticas y sus alianzas estatales.
El difícil aunque posible equilibrio para un acuerdo de progreso, debería contar con Podemos (e IU-UP) y, además, con ERC (y PNV y CC). Junto con una reorientación de la política social, económica e institucional, se hace evidente la necesidad de un tratamiento democrático de la cuestión territorial, abriendo el camino a una consulta popular en Cataluña. Tras el avance del desafío independentista la presión de los poderes fácticos para un acuerdo básico o gran coalición (PP, C´s y PSOE) la presión será fortísima. Es lo que manifiestan los barones socialistas. Pero no es del todo descartable la tendencia contraria de reconsideración de algunos sectores socialistas, que pudiese abrir a medio plazo un compromiso democrático en una consulta negociada, en el marco de un acuerdo social y de progreso en España. Pero hoy las principales familias socialistas, desde Susana Díaz hasta Pedro Sánchez, rechazan esa opción de decidir democráticamente (tal como el propio PSC ha defendido hasta hace poco) a la que tienen verdadero vértigo por la presión del establishment.
Por tanto, de momento, el descarte socialista de ambas opciones, continuidad y permisividad con un Gobierno hegemonizado por el PP o implicación auténtica en el cambio sustancial con acuerdos de progreso, contribuye a prolongar la incertidumbre e inestabilidad de una solución gubernamental. De mantenerse la indecisión socialista, abocaría a nuevas elecciones generales. Es la tercera opción que su dirección también evalúa por sus riesgos de mayor descenso electoral. Su miedo es que en vez de constituir una ocasión de recuperación de su protagonismo y su poder les lleve incluso a quedar más alejados del PP y por detrás de Podemos y sus aliados (más si se resuelve bien la confluencia de IU-UP). Es decir, esta opción les puede llevar a una situación peor, respecto de alguna de las dos anteriores (que volverían a estar presentes).
La retórica superficial y crispada de la dirección socialista contra la derecha y, particularmente, su actitud y su discurso anti-Podemos no les ha dado los resultados hegemonistas y prepotentes esperados. Puede que tampoco los dé en la nueva campaña electoral si se reafirman en él, más allá de cortocircuitar un acuerdo de progreso. Se cuestionaría todavía más su papel, hasta hace poco preponderante, en el sistema institucional y agudizaría la crisis de sus liderazgos (el actual de Pedro Sánchez o el nuevo de Susana Díaz). Es el marco de la convocatoria de su Congreso. Todo ello les lleva a la tensión entre los dos grandes grupos de poder interno que, sin grandes diferencias estratégicas, pugnan por qué retórica y qué líderes pueden frenar su deterioro electoral y recuperar su ansiada hegemonía en el campo progresista y el poder institucional.
No obstante, sin el replanteamiento de su estrategia global, que solo apuntan algunos sectores de su base afiliada, se verían abocados al mismo callejón sin salida que durante los últimos cinco años: La confianza en la recuperación de su credibilidad social a través, fundamentalmente, de cambios retóricos y de comunicación y de nuevos liderazgos personales pero con la incapacidad manifiesta de su aparato de avanzar nuevas políticas alternativas a los graves problemas socioeconómicos e institucionales, con una profundización democrática.
En ese contexto, antes o después de las (parece) inmediatas elecciones generales, se puede reproducir el reiterado y probable fracaso del liderazgo socialista, sea el de Pedro Sánchez o el de Susana Díaz. Este simple recambio, con su personalismo, su apego al poder establecido y su sectarismo anti-Podemos, prolongaría el bloqueo hacia acuerdos de progreso que necesita la sociedad española. Ese freno a la tendencia de cambio y de apoyo a la responsabilidad de Estado y la gobernabilidad con la derecha, le puede asegurar algunas prebendas institucionales pero abundaría en el declive de su legitimidad pública. Condenaría al Partido Socialista a un mayor deterioro de su representatividad social. Dejaría de ser también funcional para dirigir la gestión institucional.
Queda lejana la hipótesis más querida por la actual dirección del PSOE de la inicial hegemonía socialista (francesa o italiana) de carácter social-liberal y respetando el consenso europeo de la austeridad (flexible) y la gestión autoritaria; desecha la solución portuguesa de alianzas con su izquierda (en un equilibrio más favorable para ellos que aquí) y el cuestionamiento a la austeridad, así como el giro crítico del laborismo británico; se resiste a la política de consenso explícito con la derecha (con los resultados nefastos del PASOK griego por su gestión del austericidio), aunque algunos, como Felipe González, confían en la experiencia más amable del SPD alemán en coalición y subordinación con Merkel. La socialdemocracia europea tiene un problema de orientación y determinación para construir una Europa más social, justa y democrática. Además, el PSOE, para realizar una política real de cambio, debe tener en cuenta la especificidad de nuestra realidad socioeconómica e institucional, los equilibrios de las nuevas fuerzas políticas (Podemos) y su plurinacionalidad, así como la persistencia de una amplia ciudadanía crítica. Cosa que no contempla en su último emplazamiento poco convincente, se supone que a Ciudadanos y Podemos, y descartado por ambos.
No obstante, parece que no hay estrategias firmes y creíbles con suficiente peso en el interior del PSOE. Sus propuestas son superficiales, de imagen y retórica, que ni siquiera esconden la fuerte pugna interna por la conservación de parcelas de poder institucional, desde un posibilismo alicorto. De no dar una fuerte reorientación, hoy inexistente, la dirección socialista demostraría su incapacidad para liderar la modernización y la democratización que España, sus estructuras económicas y políticas, necesitan. Afirmaría su alejamiento de las fuerzas sociales más dinámicas de la sociedad española, los jóvenes, los sectores urbanos, incluido los más ilustrados, y la ciudadanía activa. Así, solo cabe que sigan en su declive, pegados a la derecha y a su inercia en las estrategias globales, a sectores envejecidos y del ámbito rural con reticencias al cambio, combinado con momentos, lugares y aspectos en que acompañen la iniciativa de las fuerzas alternativas y de progreso para avanzar en el camino de un cambio sustancial en España, que les permita mantener cierta legitimidad entre la gente progresista. Pero, sería insuficiente para evitar su declive y encabezar el cambio sustancial que este país necesita.
Nuevo Gobierno:
La pugna entre dos desenlaces
Antonio Antón
Publicado en los diarios Público y Press Digital (12-2-2016)
Asistimos a una amplia escenificación sobre la conformación de un nuevo Gobierno, sin una hegemonía clara. La realidad es compleja, con una nueva recomposición de los equilibrios representativos del sistema político, con el avance de las fuerzas partidaria de un cambio sustantivo y la resistencia del bipartidismo a ceder. Hay que distinguir los hechos y tendencias de la simple teatralización, aunque ésta es utilizada por los distintos actores para intentar su mayor legitimación, desactivar al adversario y condicionar a la gente.
Para la mayoría social, al igual que para el poder establecido, el resultado de este proceso es crucial: se ventila la posibilidad de un gobierno de progreso o de continuidad, de avanzar en un giro socioeconómico progresista y una mayor democratización o consolidar una dinámica de bloqueo en las imprescindibles reformas sociales, económicas e institucionales. Igualmente, es evidente su impacto en el marco europeo y en el devenir de las distintas fuerzas sociales y políticas. Por tanto, aunque es difícil comprobar lo real de la máscara, faltan por verificar muchos hechos tras las bambalinas y el proceso no está todavía maduro y puede dar sorpresas, podemos aventurar algunos análisis e hipótesis sobre el desarrollo de esta función de la configuración del nuevo Gobierno y sus posibles desenlaces.
La experiencia española, tras los resultados de las elecciones, primero municipales y autonómicas y después las generales del 20D, expresa una oportunidad para un cambio sustancial y la posibilidad de conformar un Gobierno de progreso. Deriva del fuerte desgaste de las fuerzas continuistas –PP- y un reequilibrio entre las fuerzas progresistas, con un PSOE, descendente, y un Podemos, ascendente, casi en la paridad representativa (superada con la adicción del electorado de IU-Unidad Popular).
No obstante, las fuerzas partidarias de un cambio sustantivo todavía no cuentan con un respaldo representativo suficiente para tener un papel institucional hegemónico y aplicar su proyecto programático. Se mantiene cierto empate e inestabilidad entre tres dinámicas: continuismo (PP), incluyendo cierta renovación (Ciudadanos), cambio limitado (PSOE), cambio sustancial (Podemos y aliados, IU-Unidad Popular). Aparte están las distintas fuerzas nacionalistas. Cada proyecto por separado no tiene suficiente apoyo ciudadano y parlamentario. Las opciones fundamentales son dos: pacto de las dos primeras, total o parcial; acuerdo entre las dos últimas.
Una vez renunciado Rajoy y el PP, el PSOE tampoco tiene suficientes apoyos directos para aplicar su proyecto programático y de liderazgo. Trata de dar la apariencia de que los puede conseguir haciendo que, al menos, parte de su derecha y su izquierda se muevan hacia él, reforzando su programa y hegemonía. La cuestión sustantiva es qué camino prioriza en la negociación de un compromiso ‘intermedio’, con su derecha o con su izquierda. Hay aspectos cruciales incompatibles. Básicamente, son dos. El primero, el sentido igualitario y solidario de la política socioeconómica: a favor de las mayorías sociales y la igualdad o del poder económico y financiero y la continuidad de la austeridad con precarización e incertidumbre social. El segundo, la orientación democratizadora y garantista de las reformas constitucionales y territoriales: de avance o no en la democratización, con una fuerte regeneración política y de consulta y participación popular ante los conflictos existentes, así como plenas garantías para los derechos sociolaborales. Aunque, al mismo tiempo, sea posible adoptar medidas en un sentido y en otro, según los campos, lo que no es compatible es priorizar y profundizar en una dirección (de cambio real y progreso) y la contraria (de continuismo de fondo con la consolidación de la subordinación popular).
La primera decisión del Partido Socialista debería ser sobre el tipo de proyecto: continuismo renovado, con cambios limitados y retóricos; o cambio sustantivo, aunque negociado y compartido. La segunda decisión, vinculada y simultánea con la primera, debería ser la de la gestión y el liderazgo, ambos necesariamente compartidos. Su calculada ambigüedad y el rechazo desmedido a la propuesta de Podemos de compartir el proyecto y la gestión, señala la inclinación por lo primero. La dirección socialista y Pedro Sánchez, si quieren confirmar su apuesta por el cambio, solo en la segunda opción tienen garantía de un cumplimiento significativo de su programa, así como un papel privilegiado para la presidencia del gobierno; la condición es admitir compartir la gestión con Podemos de un proyecto intermedio auténticamente negociado. Desechada esa opción, por las presiones internas y del poder económico y europeo, la realidad les devuelve a la opción de un acuerdo mínimo a tres, con Ciudadanos y, de forma implícita o explícita, con el PP. Pero ello sería admitir los límites de sus convicciones de reforma progresiva y aceptar una posición más subordinada para Pedro Sánchez (que solo podría aspirar a reafirmarse como líder del propio PSOE) y su equipo, así como el carácter social-liberal, de cambio limitado, de su proyecto político y económico.
Por tanto, una vez fracasada la investidura de Sánchez, cuyo balance y responsabilidad pretenden adjudicar a Podemos y no a su limitada representatividad y la ausencia de un compromiso real de cambio, se abriría de nuevo otra posibilidad: el pacto de estabilidad de las tres fuerzas del orden económico y constitucional. Así pues, entre bambalinas distintos actores van moviendo ficha en torno al último intento para aceptar entre ellos una solución simbólica sobre la presidencia del Gobierno sin vencedores ni vencidos, es decir, sin Rajoy y sin Sánchez. Se abre la veda a la búsqueda de una tercera persona (más afín a unos o a otros, con más carácter político o tecnocrático), con su equipo correspondiente, ‘responsable’ y consensuado con los que mandan. Y las quinielas ya han empezado, bajo el manto de la estabilidad, la responsabilidad de Estado y el consenso liberal-conservador-socialdemócrata, es decir, con la neutralización total de un cambio significativo derivado de un gobierno de progreso con un papel significativo de Podemos.
En la primera opción se disputa agriamente la hegemonía entre el liderazgo del PP y Rajoy (aislado y fracasado) y el del PSOE y Sánchez, con su deseo de acompañamiento de Ciudadanos, que no le da un aval completo si no es con el consentimiento del PP. La segunda opción de gobierno de progreso con Podemos, sus aliados e IU-Unidad Popular, está rechazada por el PSOE, con el pretexto del acuerdo prioritario con Ciudadanos. Como cobertura justificativa, frente a la exigencia de Podemos de proporcionalidad de la gestión y un programa intermedio o compartido pero de cambio real, la dirección socialista le emplaza a su incorporación subordinada a su proyecto programático y de gestión, es decir, de cambio limitado o continuismo renovado susceptible de apoyo por Ciudadanos, aunque solo con ellos sea impracticable.
El proyecto resultante de cada opción, su programa y sus equipos, son distintos e incompatibles. Dada la prepotencia de la dirección socialista de coartar el acercamiento a Podemos, es difícil que admita una posición equilibrada con ellos para un gobierno de progreso. Es el sentido de su exigencia previa de definición del proyecto y el equipo que no ha explicitado oficialmente el PSOE, aunque queda cada vez más clara su finalidad de frenar a Podemos y al cambio sustantivo. Su prioridad por el acuerdo con Ciudadanos indica una falta de determinación y valor político para encarar un proceso de transformación significativo, un reforzamiento de las bases sociales progresistas y una renovación y autonomía del propio proyecto socialista. Para todo ello necesitaría a Podemos, y es a lo que le ponen el veto sus barones y el poder establecido.
Por tanto, la penúltima opción que se dibuja es la de nuevas elecciones generales, con la probabilidad de repetir similares resultados, pero con el cálculo (y el temor) de cada cual de mejorarlos. Estaríamos ante una prolongada campaña electoral con el objetivo de cada fuerza política de sacar ventaja comparativa. La escenificación de las actuales propuestas y negociaciones tendrían esa función instrumental. Conseguir, con una buena escenificación, mayor legitimidad relativa que el resto de fuerzas y colocarse en mejor posición electoral.
El desenlace de esta encrucijada incluye la expectativa de consolidar una opción u otra o, bien, la recomposición política derivada de unas posibles nuevas elecciones generales en España. La realidad representativa puede variar poco, pero tendría un gran valor simbólico en qué dirección avanza. Y para el poder establecido es mejor no correr el riesgo de que se amplíe el campo del cambio real. A no ser que consiga neutralizar y desgastar a Podemos, su apuesta clara pero de dudoso éxito. De ahí las nuevas maniobras para un Gobierno de consenso de un bipartidismo renovado.
De confirmarse esa alianza de bloqueo al cambio demandado por la mayoría de la gente, conseguiría frenar a corto plazo la dinámica de cambio político e institucional, a costa de la prolongación del sufrimiento popular. Pero a medio plazo esa situación podría generar una mayor oposición popular y una contundente exigencia de cambio. Después de la caída del telón de esta primera función sobre el tipo de orientación y composición gubernamental, se levantará el siguiente. En todo caso, el resultado de mayor freno institucional al cambio real, social y democratizador, va a exigir una readecuación estratégica de las fuerzas alternativas y de progreso. Junto con la mejora del trabajo institucional y de representación política, el nuevo énfasis deberá ser el incremento del arraigo con la gente, la articulación de sus demandas y el estímulo a un fuerte movimiento popular con el horizonte de impedir la involución social y democrática e impulsar el camino transformador hacia una democracia social avanzada en el marco europeo. La pugna por un cambio real, por un desenlace de progreso, continúa.
La visión constructivista de Podemos[1]
Antonio Antón
Publicado en Ssociólogos (20-1), Mientras Tanto y Nueva Tribuna (1-2) y Pensamiento Crítico (20-2)
Diversos portavoces de Podemos han planteado la sustitución de la dicotomía izquierda/derecha por otras polarizaciones y han resaltado la importancia de la elaboración de un nuevo discurso. Ya hemos explicado en el libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (Ed. UOC) las insuficiencias del eje izquierda/derecha, aunque también la vigencia de la igualdad, y hemos valorado las otras dicotomías propuestas. Ahora abordamos la visión constructivista del sujeto popular de cambio de E. Laclau (La razón populista, 2013), influyente en algunos de sus dirigentes, y lo específico de su aportación. Partimos del criterio compartido de realzar el papel de la cultura y la subjetividad de los actores sociales y políticos, sin caer en el voluntarismo. Este tema afecta al análisis de cómo se construyen las identidades colectivas y se conforma la cultura popular, así como al significado de la polarización social o pugna sociopolítica y la hegemonía cultural y política.
Para Laclau y Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista hacia una radicalización democrática, 1987) “una estructura discursiva no es una entidad meramente ‘cognoscitiva’ o ‘contemplativa; es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales (p. 109). Y continúan: “A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso” (p. 119). Si el discurso es, sobre todo, práctica (articulatoria o hegemónica) se convierte en una afirmación tautológica y no se clarifica el papel específico de las ideas o la subjetividad que las personas incorporan en sus relaciones sociales. Gramsci, según valoran bien estos autores, sin abandonar el determinismo realzaba el papel de la cultura popular. En nuestra investigación, siguiendo a E. P. Thompson, se da un paso más en la crítica al determinismo sin caer en el idealismo, revalorizando la ‘experiencia popular’ en la formación de los sujetos y su acción sociopolítica y relacional, incluyendo su cultura y su participación en el conflicto social. Por tanto, los actores o sujetos incorporan en su práctica social un determinado discurso que, a su vez, la modela y le da sentido.
Cabe una precisión previa para delimitar el significado de la palabra discurso. Conviene distinguir este concepto, usualmente referido al conjunto de opiniones de un grupo social, de su experiencia social y política y su impacto en las relaciones sociales. La práctica sociopolítica y cultural de los distintos actores y cómo interiorizan y encarnan sus ideas y valores es lo que genera la transformación de las relaciones sociales. Si sobrevaloramos el discurso, como ideas, y su capacidad constructiva de lo social, dejamos en un segundo plano el aspecto principal en la articulación social: la gente, los sujetos. Vamos a contar con ello para hacer una reflexión más general sobre la conformación de las identidades colectivas, aspecto ya tratado en detalle en el texto citado.
Alguno de sus dirigentes lo formulan así:
(La) visión constructivista del discurso político permitió interpelaciones transversales a una mayoría social descontenta, que fueron más allá del eje izquierda-derecha, sobre el cual el relato del régimen reparte las posiciones y asegura la estabilidad, para proponer la dicotomía ‘democracia/oligarquía’ o ‘ciudadanía/casta’ o incluso “nuevo/viejo”: una frontera distinta que aspira a aislar a las elites y a generar una identificación nueva frente a ellas (Íñigo Errejón, “¿Qué es Podemos?”, Le Monde Diplomatique nº 225, julio de 2014).
La interpelación a la mayoría social descontenta es positiva. Ese potencial sujeto, al que dirigirse y reclamar su atención, señala la base principal susceptible de apoyo de las fuerzas políticas alternativas. Se ha constituido frente a los recortes sociales, las graves consecuencias de la crisis y su injusto reparto, la política de austeridad y la prepotencia gubernamental y de la troika. Son rasgos fundamentales que configuran la experiencia y la cultura de la corriente social indignada. Se ha generado una nueva conciencia popular en esos temas clave, diferenciada de las élites dominantes. Está apoyada en la práctica social y el comportamiento de una amplia ciudadanía, en su participación y legitimación de la protesta social progresista, y está basada en los valores democráticos y de justicia social. No solo es una base social de izquierdas o de composición de clase trabajadora; es más amplia: progresista, democrática y popular. En esa nueva actitud sociopolítica participan personas que se autodefinen de centro progresista, incluso algunos de centro-derecha o votantes de esos partidos. Sin embargo, la mayoría de ellas se auto-ubican ideológicamente en la izquierda, sin darle a esa palabra el significado de una ideología compacta y cerrada o una vinculación de lealtad fuerte con un determinado partido político. Igualmente, participan sectores de las clases medias y, particularmente, jóvenes ilustrados con bloqueo en sus carreras laborales y profesionales. Elementos centrales de esa actitud progresiva, aparte de los valores democráticos, son la defensa de los derechos sociales y laborales y la igualdad en las relaciones sociales y económicas, así como el importante papel de lo público: Estado de bienestar, regulación de la economía, empleo decente y equilibrio en las relaciones laborales, protección social y servicios públicos de calidad.
Esa transversalidad relativa, referida a la actitud ideológica y la composición de la ciudadanía descontenta, no supone una estrategia electoral atrapalotodo, con una orientación difusa. Se excluyen a las clases dominantes, la oligarquía o la casta, que se sitúan como el adversario a combatir, y se desconsidera la base social conformista con las políticas regresivas y autoritarias o irrespetuosas con los derechos humanos. Estamos hablando, pues, de un proyecto transformador, emancipador y popular, que va dirigido no solo a la gente que se considera de izquierdas sino a la mayoría de la gente crítica, indignada o descontenta. Y presenta un perfil no solo de izquierdas (tradicional) y menos para situarse (o que lo sitúen) a la izquierda de Izquierda Unida o como extrema-izquierda. Se identifica con un nuevo impulso transformador adecuado a las tareas de cambios fundamentales, giro socioeconómico y democratización del sistema político, y se enfrenta a los poderes establecidos. Ha elaborado un mensaje político con un lenguaje que ha conectado con la percepción de un amplio sector de la ciudadanía progresista y sus demandas discursivas y representativas para fortalecer su pugna sociopolítica y electoral.
El nuevo discurso -ciudadanía y democracia frente a casta y oligarquía-, elaborado con una visión constructivista, permite a los líderes de Podemos, autores de esas consignas, ‘interpelar’ a esa mayoría social descontenta. Tiene una ambiciosa aspiración: ‘aislar a las élites’ (dominantes) y generar una ‘identificación nueva’ anti-casta o anti-oligárquica. Se enlazan mecanismos básicos de la contienda política: nuevo discurso y liderazgo y base social descontenta, sobre los que se construye una identificación popular con sus mensajes y su representación, así como el aislamiento cultural y la deslegitimación ciudadana de las clases dominantes.
¿Cuál es el rasgo que se infravalora? El que la conciencia popular de esa corriente indignada, en gran parte, ya estaba formada a través de la experiencia masiva de la crisis y sus graves consecuencias sociales, las políticas regresivas y la prepotencia gubernamental, contestadas por todo un ciclo de la protesta social, cívica y democratizadora. Desde el año 2008, con la crisis económica y la ampliación del desempleo masivo y, particularmente, desde el año 2010, con la aplicación generalizada de las políticas de austeridad y la imposición de ajustes antisociales, se ha producido el empeoramiento vital y de derechos de una mayoría ciudadana, su percepción de la desigualdad y la injusticia, así como su desacuerdo con los poderosos y su gestión regresiva y autoritaria de la crisis. En ese proceso, sociopolítico y cultural, han participado millones de personas, miles activistas o representantes asociativos y distintos grupos y movimientos sociales. El choque de esa involución social y democrática, promovida por los poderosos, con la cultura y las expectativas previas de la mayoría de la población ha generado una polarización sociopolítica y cultural. La mayoría de la gente se ha reafirmado en sus valores democráticos y de justicia social. Frente a las dinámicas dominantes hacia la resignación y el sometimiento se ha desarrollado la indignación cívica y la deslegitimación ciudadana de las capas dirigentes, económicas e institucionales, que han actuado con prepotencia.
Por tanto, la acción comunicativa de un discurso y unos líderes, sin contar con este proceso, pueden quedar sobrevalorados en su aportación para la generación de la capacidad identificadora del campo propio y la aisladora del campo adversario. Es insuficiente al margen de las dinámicas de fondo de la cultura popular, las condiciones y expectativas vitales, la experiencia en el conflicto sociopolítico y la articulación del conjunto de tejido asociativo y movimientos sociales. Es razonable, a la vista del éxito obtenido, la pretensión de reforzar la legitimación del discurso y el liderazgo de Podemos y sus dirigentes. Es fundamental para encarar la siguiente fase de consolidación y ampliación de las fuerzas alternativas. Pero se trata también de precisar el valor de lo aportado para evaluar los esfuerzos, mejoras y dinámicas necesarios para avanzar en ese objetivo transformador.
La vinculación de los mensajes y el liderazgo con las demandas y aspiraciones de la ciudadanía descontenta o crítica se debe realizar superando una relación esencialista o ahistórica de ambos componentes. La activación de una respuesta colectiva está mediada por los procesos del conflicto social y político, la experiencia, la cultura y la disponibilidad de la mayoría progresista de la sociedad, así como la propia acción y la organización de sus sectores activos y más representativos. En particular, tiene relevancia para adoptar una posición receptiva y unitaria con los distintos actores. Se ha resuelto aceptablemente en los casos de Cataluña y Galicia y menos en la Comunidad Valenciana. Pero, especialmente, por su representatividad y peso político, sigue pendiente la confluencia entre Podemos e Izquierda Unida-Unidad Popular, sin olvidar la dinámica principal de la movilización sociopolítica y la articulación social de una ciudadanía activa, fundamental para encarar los retos inmediatos.
La irrupción de un electorado indignado ha sido posible por el proceso, amplio y profundo, de conformación de una identificación popular por parte de un sector significativo de la población, con unas características definidas: percepción del carácter regresivo del poder, amplitud de la respuesta cívica con una diferenciación cultural y sociopolítica respecto de las élites dominantes, consolidación de una cultura democrática y de justicia social, y articulación variada de un movimiento popular progresista, compuesto de múltiples grupos sociales, un amplio tejido asociativo y una diversa representación social unitaria que ha servido de cauce y expresión de grandes movilizaciones ciudadanas. Es el rasgo que aparece poco realzado al destacar, fundamentalmente, el componente constructivo del discurso y el liderazgo de una formación política sobre una base social descontenta pero solo receptora de interpelaciones. Se dejarían así en un segundo plano el papel de la propia ciudadanía activa como agente crítico y con la interrelación de distintos actores, así como su propia conformación experiencial e identificadora, a través del rechazo a la austeridad y los ajustes regresivos de unos gestores políticos prepotentes y una reafirmación en valores democráticos, solidarios e igualitarios.
Lo nuevo o añadido por el fenómeno Podemos a ese bagaje de cultura popular, actitudes progresistas en lo social y democráticas e integradoras en lo territorial, así como de participación cívica, es haber construido un cauce político para que se pudiese explicitar el apoyo electoral y la simpatía más amplia hacia un nuevo liderazgo político con un discurso crítico. Sus mensajes han sabido interpretar esas ideas-fuerza en la ciudadanía indignada y les han permitido a sus representantes públicos recibir un reconocimiento político y electoral significativo. Dicho de otro modo, la visión constructivista ha contribuido, específicamente, a este último hecho, sobre la base de que ya estaban edificados los fundamentos y la experiencia de una nueva polarización sociopolítica y cultural. Y se han configurado no solo a través de discursos sino por la participación cívica, masiva y colectiva en el conflicto social, incluido el esfuerzo de activistas, grupos y organizaciones sociopolíticas. Las ideas y significantes se apoyan, combinan y refuerzan con la articulación participativa de una ciudadanía activa.
La teoría populista de Laclau, además del límite de reducir su contenido a la lógica de la acción política, tiene otras deficiencias. En particular, relacionado con su contenido ideológico o programático, la creencia de que una lógica o técnica de acción política sea suficiente para orientar la dinámica popular hacia la igualdad y la emancipación. O que con un discurso apropiado, al margen de la situación de la gente, se puede construir el movimiento popular. Infravalora la conveniencia de dar un paso más: la elaboración propiamente teórica, normativa y estratégica, vinculada con las mejores experiencias populares y cívicas, para darle significado e impulsar una acción sociopolítica emancipadora e igualitaria. El paso de las demandas democráticas y populares insatisfechas hasta la conformación de un proyecto transformador y una dinámica emancipadora debe contar con los mejores ideales y valores de la modernidad (igualdad, libertad, laicidad…). Estos, en gran medida, se mantienen en las clases populares europeas a través de la cultura de justicia social, derechos humanos, democracia…, cuyo refuerzo es imprescindible.
En resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización, hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios, debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Junto con la activación y la articulación de un fuerte movimiento popular y la relevancia de su cultura democrática y de justicia social, queda abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y emancipadora que sirva para construir hegemonía popular para un cambio social y político de progreso.
[1] Es un extracto de la Comunicación presentada en el III Congreso Internacional de Análisis Político Crítico, Universidad del País Vasco, Bilbao, 19 y 20 de noviembre de 2015.
Desigualdad social e injusticia
Antonio Antón
Publicado en Ssociólogos el 24 de febrero (5 pp.).
La desigualdad social se ha incrementado con la crisis económica y las políticas de austeridad. El paro masivo, la devaluación salarial, el amplio empobrecimiento, así como el recorte de prestaciones sociales y servicios públicos, han contribuido a ensanchar las brechas sociales. Una minoría va acaparando privilegios, riquezas y poder en perjuicio de la mayoría de la sociedad. Hace todavía dos años no había un claro reconocimiento institucional de la gravedad de esta desigualdad. Hoy día, este diagnóstico básico de la importancia de la desigualdad social ya es asumido por la mayoría de la gente y es admitido en los ámbitos políticos, académicos y mediáticos: Desde personalidades como Obama o el Papa Francisco hasta estudios rigurosos como los de Milanovic y Piketty o de distintos organismos internacionales.
Existen numerosos indicadores de la evolución negativa y la gravedad de la desigualdad social. Aquí solamente destacamos los datos oficiales del coeficiente GINI, considerado el indicador más completo para señalar la desigualdad entre los distintos segmentos de la sociedad. Como se ve en el gráfico, en España, desde la crisis económica se ha incrementado la desigualdad social. Se ha pasado de 31,3 puntos, en el año 2008, a 34,7 puntos en el año 2014; es decir, un incremento de 3,6 puntos, más del 10%. Es más desigual que los principales países de la UE como Francia, Alemania, Italia y Suecia, y en un nivel similar al del Reino Unido.
Gráfico: Coeficiente GINI de desigualdad social
Fuente: Eurostat. 100 expresa el máximo de desigualdad y 0 la ausencia de ella. Los países del mundo se sitúan entre 75 (algunos africanos y latinoamericanos) y 25 (varios europeos nórdicos).
Los factores principales que la provocan son el paro masivo, el empleo precario con bajos salarios, los recortes sociales y la insuficiencia de la protección social pública, acentuados por la gestión antisocial y autoritaria de la crisis del poder establecido. Se ha incrementado la acumulación de bienes, recursos y poder en una minoría oligárquica con una desventaja comparativa respecto de la mayoría social, gran parte empobrecida. En el marco de una financiarización y globalización desregulada del sistema económico las élites dominantes y capas ‘extractivas’ salen beneficiadas y las clases subalternas perjudicadas.
Especialmente, este proceso se ha agudizado a nivel mundial: el 11% de la población tiene el 60% de la riqueza (el 1,8% de arriba el 20%), el 12% el 20%, y el 77% de la gente se reparte el 20% restante. En EEUU, el 1% más rico posee el 40% de la riqueza.
No obstante, para aquilatar el diagnóstico, conviene precisar otros datos complementarios. En el caso de España la trayectoria anterior había sido de cierto descenso de la desigualdad desde el año 1985 (37,1) y 1990 (33,7) hasta situarse en algo menos de 32 puntos en la década de los dos mil (derivado de la gran expansión del empleo) y hasta el impacto de la crisis económica y las políticas de austeridad, desde el año 2008 en adelante. En el caso de la media de la UE, en estos años de crisis apenas se ha movido el nivel de desigualdad (en los primeros años con datos de la UE-15 y en los últimos de la UE-27, aunque en ambos ámbitos no difiere sustancialmente). Hay que añadir, que es la Unión Europea la región del mundo con menor desigualdad, fruto entre otras cosas, de su llamado modelo social, sistema distributivo y redistributivo del Estado de bienestar, últimamente también cuestionado por el poder establecido. Por último, la desigualdad social es superior en EEUU (37,8) y, sobre todo, en China (61,0), que sigue subiendo, y Brasil (56,0), que ha bajado algo.
Desigualdad es un concepto relacional o comparativo. No define el avance o retroceso de la población en su poder adquisitivo o el crecimiento económico, sino las distancias distributivas entre los diferentes segmentos sociales. Ello significa que es compatible, como ha sucedido en varias épocas, el incremento de la desigualdad y la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la gente. Los de abajo pueden avanzar un peldaño, los de en medio dos y los de arriba cuatro. La desigualdad y las desventajas comparativas de condiciones y oportunidades se amplían, aunque las capas desfavorecidas vivan mejor que antes. En esa situación, en la conciencia social se relativiza esa situación de desigualdad al valorar que en términos de bienestar las clases subalternas están mejor que antes o que las generaciones anteriores. Es el poderoso factor de legitimación del desarrollo capitalista, cuando compatibiliza crecimiento económico (de empleo, bienes y consumo) y aumento de bienestar socioeconómico con aumento de las desventajas relacionales y las desigualdades en términos socioeconómicos y de poder de las capas populares respecto de los ricos y poderosos. Esa mejoría relativa de bienestar y consumo se combina con la disminución de la igualdad de oportunidades vitales de las mayorías sociales, la reproducción de las desventajas comparativas y la consolidación de las relaciones de subordinación.
No obstante, la experiencia actual de la gestión de la crisis social y económica nos indica que, además del incremento de la desigualdad, también se ha producido un doble fenómeno que la agudiza: por un lado, el estancamiento y retroceso de las condiciones de vida y de influencia política y democrática de amplias mayorías sociales, clases medias y trabajadoras; por otro lado, una apropiación desmedida, muchas veces corrupta o ilegítima, y un control oligárquico de grandes beneficios económicos, ventajas y privilegios sociales y de poder institucional en las élites dominantes.
Estamos en otra etapa diferente a la de las tres décadas gloriosas de la segunda posguerra mundial con gran desarrollo económico, distribución y protección públicas ascendentes y mayor participación democrática en una dinámica más equilibrada del capitalismo (de rostro humano). Se mantenía una gran legitimación social del sistema económico y político, compatible con la persistencia de grandes desigualdades. En los años ochenta y más claramente en los noventa, ese equilibrio se rompe parcialmente con la generalización de la globalización económica desregulada, el predominio de la financiarización de la economía y la preponderancia de las políticas neoliberales.
La etapa actual se caracteriza por la recesión, el estancamiento o el escaso crecimiento económico y, sobre todo, del empleo y por las políticas económico-sociales regresivas y medidas autoritarias. La dinámica dominante es de desmantelamiento del Estado de bienestar, restricción de los derechos sociales y laborales, abaratamiento de los costes laborales y subordinación de la mayoría de la población trabajadora, incluida la precaria y en paro. Se termina por combinar mayor desigualdad y menores expectativas y dinámicas de progreso en las trayectorias laborales y sociales de la mayoría social subalterna. La desigualdad se hace más injusta. No solo se notan más los agravios comparativos entre el polo más rico y la mayoría popular, sino que gran parte de ella vive peor que antes y que su generación anterior. Se frustran las aspiraciones de movilidad social ascendente. Es la base del descontento y la indignación de la mayoría de jóvenes de capas trabajadoras y medias. Este sentimiento de injusticia está agudizado por la percepción del contraste entre esa realidad de desigualdad y bloqueo de trayectorias y la situación de mayor capacidad académica y expectativas de ascenso social, confianza en el ‘progreso’ del sistema económico y una socialización relativamente libre, democrática e igualitaria en los ámbitos educativos e interpersonales, que actualmente se ven defraudadas.
Existe una amplia percepción ciudadana de la mayor gravedad de la desigualdad con escaso crecimiento económico, sin movilidad ascendente general y con la crisis de empleo y derechos que lleva a más desigualdad con retroceso de la mayoría y enriquecimiento de la minoría (más desigualdad ilegítima). El discurso de la recuperación económica (de unos pocos) puede ser suficiente como tendencia para una parte de la sociedad más acomodada, conservadora o con una posición relativa mejor. Es la que, en gran medida, justifica el continuismo de la austeridad ‘necesaria’, flexible pero inevitable, como salida de la crisis, con la reproducción de la desigualdad. Pero pierde credibilidad para la mayoría ciudadana que se resiste al incremento de sus desventajas comparativas y el empeoramiento de sus trayectorias y oportunidades vitales, y exige cambio.
En definitiva, la desigualdad social ha adquirido una nueva relevancia, derivado de su gravedad, su persistencia y sus consecuencias sociales, en el contexto del predominio de políticas regresivas y autoritarismo. Estamos en una crisis sistémica, con dificultades significativas de los principales sistemas, políticos, socioeconómicos e institucional europeo, aparte de profundas problemáticas en los ámbitos moral-cultural, ecológico y de relaciones internacionales. El malestar cívico por el deterioro vital tiene influencia en la deslegitimación del poder económico e institucional, con su gestión impositiva de la austeridad. La mayoría ciudadana lo contrapone con la cultura de justicia social y los valores democráticos. Por tanto, se realza la importancia de la nueva cuestión social, fuente de nuevos conflictos sociopolíticos. Además, estas nuevas realidades presentan insuficiencias interpretativas, lo que supone la necesidad de una nueva teoría social y otro lenguaje, particularmente para analizar su interacción con la acción colectiva de los agentes sociales y políticos y orientar el proceso de cambio social e institucional.
Capitalismo regresivo frente a democracia social
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna (18-2-2016), y Rebelión (19-2)
Existe un conflicto de fondo entre el capitalismo regresivo y autoritario y la democracia social. Son dos opciones incompatibles de gestión y de salida de la actual crisis sistémica, socioeconómica, política y del modelo de integración europeo. Las alternativas básicas son entre la consolidación de la hegemonía del proyecto liberal-conservador o la posibilidad de un avance de fuerzas de progreso, en defensa de un proyecto más democrático, justo y solidario para Europa.
Dejamos al margen el debate más general sobre la compatibilidad o no del desarrollo capitalista y la persistencia de Estados democráticos, ya iniciado en las primeras décadas del siglo XX. La historia ha demostrado su convivencia, particularmente en los modernos estados sociales y de derecho europeos, donde nos centramos.
Existe el precedente keynesiano y del Estado de bienestar, con el llamado capitalismo (de rostro) ‘humano’: desigualdad social y subordinación de las mayorías sociales, pero ligado a sistemas democráticos o representativos y con libertades públicas, junto con progreso material y protección pública de la población. El paso intermedio ha sido el del liberalismo social: igualdad y protección pública de ‘mínimos’ y desarrollo del mercado –financiero y desregulado-, con más desigualdad.
En las últimas décadas se ha producido un retroceso en la calidad democrática y participativa de sus regímenes, con menor capacidad de la población y sus órganos representativos para influir en los procesos económicos que afectan a la sociedad. Se ha generado el desborde o complacencia de muchos Estados y su clase gobernante (mediante su inacción y colaboración o la desregulación) respecto de los mercados financieros y el proceso de globalización. Se ha incrementado la pérdida de control político y democrático de la economía, incluso por los grandes Estados como EEUU y la UE y los organismos ‘reguladores’ internacionales. La política (la democracia), como expresión del interés general de la sociedad, ejerce menos control e influencia que los grandes agentes económicos guiados por su interés privado. Las instituciones políticas quedan más marginadas y deslegitimadas por esa dejación de funciones de representación y defensa del bien común o los derechos de la ciudadanía; muchas veces aparecen como defensoras de los privilegios de las minorías poderosas.
En particular, en esta fase de capitalismo financiero y globalizado, más regresivo y autoritario, se acentúa su conflicto con la democracia, al menos con los componentes más avanzados, participativos o sociales. El horizonte de la gestión y la salida liberal-conservadora de la crisis son unos Estados con una democracia más débil, con el respeto mínimo al sistema representativo, social y de derecho y una interpretación restrictiva de los derechos civiles y políticos. Particularmente, se está imponiendo un proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, de reducción de la suficiencia de los sistemas de protección social y prestaciones públicas y debilitamiento de las garantías de los derechos sociales y laborales plenos. Así, el neoliberalismo y el neoconservadurismo, la globalización de los mercados, desregulada y apoyada o consentida por los Estados, sin control ni aval democrático, y la involución sociopolítica y moral de las élites dominantes, están produciendo una ruptura del contrato social y político con la ciudadanía.
Se amplía la desconfianza de la mayoría de la población respecto de la clase política gobernante. Supone un debilitamiento de la representatividad de las élites, o desafección política, derivada de su gestión regresiva y autoritaria, separada y en contra de los intereses y demandas de mayorías populares. Por tanto, existe un déficit democrático, un autoritarismo de las élites institucionales y económicas. Su argumento para imponer la desigualdad, la apropiación de bienes y el poder de unos y la exclusión de otros es que la solución proviene del mercado y el individuo o de la gestión de los líderes o tecnócratas, eludiendo la participación cívica. Se rompe el proceso de integración social y territorial y se debilita una construcción europea solidaria, junto con el reajuste adaptativo de las élites dominantes y la subordinación de las mayorías populares del sur europeo (y mundial).
Las actuales políticas dominantes en la UE están acentuando las brechas sociales en el interior de los Estados, especialmente los más débiles económicamente. Particularmente, están ampliando las brechas entre los Estados del Norte (acreedores y más desarrollados) y los del Sur (deudores y con fuertes déficit de sus aparatos productivos y sistemas públicos). Es decir, están disgregando la unidad europea, vaciando el proceso de integración y alejando las instituciones comunitarias de las necesidades populares. Los sectores progresistas tienen (tenemos) el reto de derrotar la austeridad y la gestión liberal-conservadora y defender el avance y la consolidación de una democracia social. No solo en el ámbito de cada estado sino también en la conformación de unas instituciones europeas más democráticas, superando la actual dinámica prioritariamente ‘inter-gubernamental’ y elitista, al servicio de los grandes poderes oligárquicos, junto con el desarrollo de una política social y económica más justa e integradora. El modelo institucional europeo, frente a la tendencia contraria dominante, debe ser más social, más democrático y más solidario. El capitalismo regresivo y autoritario es incompatible con una democracia social avanzada y con una construcción europea solidaria e integradora.
En definitiva, ante el amplio apoyo social que tiene el estado social y de derecho, al proyecto liberal-autoritario se le opone una amplia resistencia cívica y la deslegitimación social. Frente a la involución regresiva, se produce una fuerte y prolongada pugna sociopolítica, cultural y ética en torno a esos dos ejes: democracia (participación ciudadana, control de gobernantes y soberanía popular) frente a los poderes económicos y el autoritarismo, y un carácter social progresivo (favorable a las mayorías sociales y subalternas). El conflicto sigue abierto.
Una igualdad fuerte, clave para el progreso
Existen, básicamente, dos concepciones progresistas de la justicia: liberalismo social, con derechos mínimos, de las tendencias centristas (mayoritarias en las direcciones socialistas), y modelo redistribuidor y protector, con ciudadanía social plena, de las izquierdas transformadoras o fuerzas alternativas. Y dos intensidades de la igualdad: a) igualdad de mínimos o derechos solo básicos; b) igualdad ‘fuerte’, con plenas garantías institucionales y suficiencia presupuestaria. La socialdemocracia europea hace tiempo que ha abandonado una orientación social igualitaria firme y avanzada. La tendencia mayoritaria del centro-izquierda socialista europeo se ha pasado al social-liberalismo de tercera vía o nuevo centro. Se han incorporado a la gestión liberal de la crisis económica y tienen problemas para elaborar un discurso propio y diferenciado de las derechas para mantener una frágil igualdad de mínimos o un Estado de bienestar básico; la tendencia dominante, el consenso liberal-conservador-socialdemócrata europeo, es hacia el debilitamiento de su función pública, protectora, distribuidora y reguladora y la reafirmación del mercado como base de la (in)seguridad social.
Son significativos los intentos de algunos intelectuales, de ese ámbito de influencia socialista, de articular un nuevo discurso autónomo del liberal dominante. Así, el prestigioso catedrático, ensayista y actual presidente del Círculo de Economía, Antón Costas, en su interesante artículo ‘Un nuevo progresismo’ (El País, 11-10-2015) apunta a la necesidad de un nuevo discurso progresista “para sustituir a la sociedad desigualitaria e injusta que colapsó en 2008” y plantea: 1) Instituciones para la estabilidad macroeconómica y preservación de servicios públicos fundamentales. 2) Fortalecer la política contra los monopolios y los privilegios concesionales y corporativos, con regulación de los mercados financieros. 3) Giro radical a las políticas empresariales; virar el rumbo desde la rentabilidad hacia la productividad; no a las devaluaciones salariales… y sí a la educación, la inversión y el I+D. 4) Un Estado menos intervencionista y más innovador y emprendedor; replanteo de la relación Estado-mercado. 5) Un nuevo Estado social volcado en la igualdad de oportunidades; virar desde la protección a los mayores y clases acomodadas hacia la de los jóvenes.
Puede ser una base de debate sugerente, particularmente en los tres primeros puntos. Pero es insuficiente, especialmente en los dos últimos puntos: El Estado, las instituciones públicas, con mayor participación cívica, deben articular un papel más (no menos) intervencionista (regulador de la economía, garantía de derechos y bienes públicos y gestor de servicios fundamentales); la sociedad en su conjunto, incluido los mayores –sistema de pensiones, sanidad pública…- necesita mayor protección social pública (no menor o una simple reestructuración interna entre distintos segmentos), así como suficiencia y calidad de los servicios públicos esenciales; desde luego, la prioridad es la atención a los sectores más desfavorecidos, con planes de emergencia social o rescate ciudadano, combinado con mayor carga impositiva para los más acomodados y, especialmente, los más ricos; y, en particular, para la mayoría de jóvenes es imprescindible incrementar la calidad e igualdad del sistema educativo y garantizar sus procesos de inserción laboral y profesional de forma más digna sin la imposición de las actuales trayectorias precarias. Se puede avanzar un desarrollo programático de las políticas sociales, pero hay que diferenciar esa doble opción: un reformismo fuerte, con plenas garantías, o una simple adaptación a la dinámica de desigualdad, con leves medidas superficiales y retóricas.
Por otro lado, cuando hablamos de democracia ‘social’, nos referimos no solo a las estructuras socioeconómicas sino a todas las ‘relaciones sociales’ de dominación / subordinación y de reciprocidad / cooperación. Así, existen distintas oportunidades en el acceso, posesión, control y disfrute de recursos y poder, derivadas de condiciones ‘no legítimas’ (origen étnico-nacional, sexo, otras opciones ‘culturales’) y ‘discutibles’, según la cultura y la pugna legitimadora (herencia, propiedad, control, estatus, familia). Por tanto, se mantienen en muchos ámbitos relaciones de ventaja-privilegios frente a desventaja-discriminación; o, bien, de dominación-explotación con efectos de opresión-subordinación-sometimiento. Todo ello, debe ser considerado en una perspectiva amplia del avance de la igualdad.
La percepción cívica de la injusticia social es clave para generar rechazo popular y dinámica de cambio. Es fundamental la reafirmación popular en la cultura democrática y de justicia social opuesta a la austeridad y la prepotencia de los poderosos.
Un primer nivel es el de los ‘derechos humanos iguales’ (civiles, políticos y socioeconómicos), derivados de la pertenencia a la humanidad o una ciudadanía con la contraparte de los deberes del Estado (o la sociedad). O bien, la igualdad de oportunidades ‘débil’ o mínima y de punto de partida (acceso, mínimos de supervivencia, capacidades básicas). Es compatible con la libertad de mercado (empresarial) o la desigualdad en el resto de condiciones por imposición de poder, propiedad, dominio y control.
Un segundo nivel es remover obstáculos en las trayectorias personales, evitar privilegios por arriba y garantizar a la gente derechos sociolaborales y participativos y resultados igualitarios y emancipadores. Desde la concepción de una ciudadanía social plena, se trata de consolidar un fuerte Estado de bienestar y una democracia avanzada, con sólidas garantías de los derechos sociales y laborales, fuertes instituciones y servicios públicos, amplia protección social y suficiente capacidad fiscal y redistribuidora. Se trata también de la acción positiva o transformadora, para reequilibrar la desigualdad de origen, contexto y trayectoria. Es la idea de promover la igualdad en las capacidades individuales y grupales que permitan un desarrollo integral de las personas, su libertad real o no-dominación.
La cultura de los derechos humanos (básicos o mínimos, como derecho a la existencia, y el trato igual o no discriminatorio) es fundamental, sobre todo, para los sectores desfavorecidos. Pero es insuficiente al no abordar el resto de la realidad desigual de necesidades y de recursos existentes en la estructura socioeconómica o las relaciones sociales: la distribución desigual de rentas, recursos y poder según méritos (i)legítimos y/o condiciones ilegítimas de propiedad, posesión, dominación, familia-herencia, nacionalidad... Por tanto, es imprescindible defender y avanzar en ese proyecto de igualdad fuerte y Estado de bienestar avanzado, ligado a mayor democracia.
Democracia social
Antonio Antón
Publicado en Mientras Tanto y Nueva Tribuna (1-3), Rebelión (4-3) y Página Abierta nº 243 (marzo-abril de 2016) (pp. 19-21)
La democracia social es la alternativa frente a la desigualdad y la gestión de la crisis, regresiva y autoritaria, del poder liberal-conservador. Debe ser la base para la construcción de una Europa más justa y solidaria. Veamos sus características, sus dos componentes básicos, de más igualdad o justicia social y mayor democracia, así como su significado sociopolítico como alternativa al capitalismo regresivo.
Carácter de la democracia social
La democracia social, como propuesta normativa, está basada en dos pilares fundamentales y entrelazados: a) Democracia plena: derechos y libertades garantizados, sistema representativo y participación cívica; b) igualdad sustantiva: justicia social y giro socioeconómico igualitario, Estado de bienestar avanzado con un fuerte sector público y capacidad regulatoria de la economía.
La democracia es un sistema de gobierno mediante representantes elegidos por el pueblo (soberano). Hay una ligazón y legitimidad entre gobernantes y gobernados a través de su gestión del ‘interés general’ o ‘bien común’, bajo el ‘consenso’ constitucional, normativo o político.
La exigencia de más y mejor democracia (deliberativa, participativa, relacional…), expresa la necesidad de mayor respeto de los gobernantes a los gobernados y la ampliación de la participación de la base popular. La desconfianza ‘creativa’ de la ciudadanía activa y crítica respecto de la élite política dominante es un factor democratizador. Puede generar desafección hacia la clase gobernante, pero reforzar los procesos participativos y los mecanismos democráticos. La indignación social en España está derivada de la virtud cívica democrática-igualitaria como oposición al retroceso socioeconómico (recortes, subordinación, segregación), político-institucional (prepotencia, dominación) y moral (disgregación, insolidaridad). Está basada en la ética de justicia social y la cultura democrática: cumplimiento del contrato social y político con la ciudadanía. El movimiento de protesta social, crítico con las élites gubernamentales, no es antipolítico. Todo lo contrario, renueva y refuerza la política: ha supuesto una mayor preocupación y participación ciudadana en los asuntos públicos, ha obligado a regenerar las instituciones políticas y, finalmente, ha configurado un nuevo electorado indignado y una nueva representación política, especialmente articulada en torno a Podemos y sus aliados.
La tarea de la democracia social es doble y combinada: a) Poner coto a la desigualdad, las ventajas y los privilegios de unos pocos, y favorecer a las capas populares y al conjunto de la sociedad. b) Incrementar la participación cívica, garantizar el respeto de las instituciones y élites políticas a los compromisos sociales y democráticos con la ciudadanía y llevar a cabo una profunda democratización del sistema político.
No se trata solo de un recambio de élites, debido a su corrupción, afianzando la honestidad democrática de los representantes públicos, sino, además, de la transformación profunda de su papel sustantivo, su gestión prepotente y regresiva.
El simple continuismo, representado por el PP, está desacreditado. Existe un significativo aval representativo a PSOE y Ciudadanos, con el riesgo de que se consolide un cambio superficial y limitado o, bien, un continuismo de fondo con algo de renovación de élites y políticas. No obstante, hay una amplia demanda de cambio sustancial, cuyo cauce ha hegemonizado Podemos pero que va más allá incluso de sus aliados directos y de IU-Unidad Popular. Todo ello afecta a la profundidad del cambio en los dos aspectos básicos: giro socioeconómico igualitario y democratización, incluida la problemática territorial (Cataluña).
En todo caso, hay que evitar una doble unilateralidad en la orientación política al centrar el cambio solo en el factor de democracia o solo en la igualdad social (o en la superficialidad de uno de ellos o de ambos). Algunos planteamientos deducen que con más y mejor democracia (igualdad política) se podrían adoptar políticas igualitarias (económicas y de relaciones sociales). El problema es que no es automático y el cambio se puede quedar en el recambio de élites. Además, sin igualdad socioeconómica hoy no se puede fortalecer la democracia: el sistema político, las élites gobernantes (con la correspondiente renovación), deben aceptar y recomponer un nuevo contrato social y político-democrático, en favor de las clases populares, así como el control y la restricción de los privilegios de los poderosos. Es decir, es ineludible avanzar en mayor igualdad social y mayor igualdad política, junto con más participación y libertades individuales y colectivas. En sentido contrario, hay posiciones, más o menos economicistas, que solo ponen el acento en las mejoras sociales y económicas desdeñando la gran tarea democratizadora y de recomposición institucional y representativa. La democracia no se puede separar de su contenido social.
Democracia social, palanca del cambio
El capitalismo financiero y ‘extractivo’ de las actuales élites dominantes impone la regresión socioeconómica y política y acentúa la crisis social y moral. Lo hace desde la coerción del llamado mercado (la propiedad privada de los grandes poderes económicos y financieros) y los aparatos estatales. Se avala por el Estado de derecho y los valores conservadores. La opción dominante de la gestión de la crisis es la autoritaria y regresiva, con la hegemonía del poder liberal-conservador.
Ese plan intenta la integración (conflictiva y globalizadora) de las élites dominantes de los países periféricos (incluido Francia), la contención de reacciones nacionalistas para salvar las instituciones comunitarias y una mínima cohesión social y legitimidad democrática. No obstante, caben los siguientes interrogantes: ¿Es posible una Europa liberal-conservadora alemana, con readaptación subordinada de las demás élites estatales-nacionales? ¿Es capaz de contener, por una parte, las dinámicas xenófobas y etno-nacionalistas excluyentes y, por otra parte, la marginación y discriminación de amplias capas populares -muchas de origen inmigrante- de sus propios países, del sur europeo y mundial?. ¿Es compatible un nuevo equilibrio entre, por un lado, la hegemonía del poder liberal-conservador, con democracia limitada, mayor subordinación popular y de países débiles y un fuerte control social con capacidad extractiva de riquezas y competitividad mundial –productos avanzados y mano de obra barata-, y por otro lado, mantener la neutralización del descontento popular, los procesos de deslegitimación ciudadana hacia el poder establecido y las tendencias progresivas, alternativas y de izquierda?
Uno de los aspectos de esta transición en la conformación de fuerzas progresistas es el papel contradictorio de la socialdemocracia europea y su articulación en distintos países por su doble carácter: por una parte, gestor del poder establecido, con el consenso con las derechas, liberales y conservadoras, y leve diferenciación; por otra parte, función representativa de un segmento de capas populares sobre las que tiene que seguir legitimándose, con unas políticas más justas y democráticas. La dinámica mayoritaria de sus dirigentes, especialmente desde las responsabilidades gubernamentales, se sitúa en la primera tendencia social-liberal (Alemania, Grecia, Francia, Italia, España, Holanda…), cogestora de la estrategia de austeridad, más o menos flexible, con fuertes déficit democráticos y solidarios en la construcción europea. No obstante, existen en esos mismos países sectores internos significativos e incluso otros, como Reino Unido y Portugal, donde alcanzan una dimensión mayoritaria que, ante los riesgos de la creciente pérdida de legitimidad ciudadana y representatividad electoral, son más sensibles a la segunda tendencia: una gestión basada en la justicia social y el respeto a las demandas populares; más integradora entre países y en su interior, y más democrática y participativa en sus Estados y, particularmente, en su relación con las instituciones comunitarias.
A corto plazo, no se vislumbran suficientes fuerzas sociales y políticas para forzar un cambio sustancial en el poder dominante europeo, económico-financiero y político-institucional. No obstante, por otro lado, en distintos países, sobre todo del sur y empezando por España, gran parte de la ciudadanía muestra su rechazo a una orientación regresiva y a la involución social y democrática y se ha generado una oposición activa de carácter progresivo. Específicamente, fuerzas progresistas y alternativas han experimentado avances relevantes en su expresión electoral, su representación política, incluso su acceso significativo a instituciones gubernamentales, locales o regionales. El proceso transformador, así como la constitución de suficientes fuerzas sociales y políticas con un horizonte emancipador, igualitario y de progreso, es difícil y complejo.
A nivel más general, cabe un interrogante sobre el futuro del cambio político a medio plazo. ¿Existe una ventana de oportunidad en Europa del sur para frenar, al menos, la fuerte hegemonía liberal-conservadora, favorecer una reorientación de la socialdemocracia –o en su caso, que profundice su declive representativo- y consolidar una dinámica alternativa de progreso?. Hemos visto las lecciones griegas, con las dificultades del gobierno de Syriza y los problemas para la reforma europea; igualmente, el compromiso liberal y hegemónico de la socialdemocracia alemana y los límites de la francesa e italiana. Sin un cambio significativo de la articulación social y política en esos países centrales de la UE, es difícil el avance hacia una Europa más justa, más social y más democrática. Pero ese es el desafío: una construcción europea a través de la justicia social, la solidaridad y la integración, así como la participación democrática y popular frente al poder establecido.
Por tanto, están interrelacionados los dos aspectos: un proyecto de cambio progresista basado en el camino hacia una democracia social avanzada, y la conformación de nuevas dinámicas populares y fuerzas políticas críticas y alternativas que impulsen el avance hacia ese horizonte. Ante la crisis sistémica y la pretensión hegemónica y reaccionaria del poder liberal-conservador, la opción más adecuada de las fuerzas alternativas es una respuesta democratizadora (emancipadora y participativa), progresista en lo social y económico (igualitaria) y europea-integradora (solidaria). Expresa la oposición al continuismo estratégico de las élites dominantes y sus estructuras de poder y la ruptura de su hegemonía político-cultural y su legitimidad social, evitando su recomposición renovada. Supone conseguir un nuevo equilibrio sociopolítico e institucional, con nuevas fuerzas progresivas y dinámicas populares emancipadoras. Precisa una renovación de la teoría social y los viejos discursos del cambio: socialdemócrata o social-liberal de tercera vía, marxistas-revolucionarios, populistas y nacionalistas.
Estamos ante una nueva época, con una nueva configuración del bloque de poder, las tendencias socioculturales y los actores sociales y políticos. Exige la elaboración de nuevos proyectos de cambio y nuevas estrategias transformadoras, con otros conceptos y nuevo lenguaje. Por una parte, para conectar con la experiencia sociopolítica y la conciencia social de los sectores populares más críticos y avanzados; por otra parte, para definir mejor el diagnóstico de la compleja realidad y la perspectiva de cambio desde una óptica igualitaria, solidaria y emancipadora. En ese sentido, los ejes normativos propuestos se reúnen mejor bajo este concepto de democracia social. Recoge la experiencia institucional, política y moral de las mejores tradiciones cívicas europeas, apuesta por un contenido claro democrático y democratizador y de giro social y económico favorable a las capas populares y subordinadas; así mismo alude a una oposición rotunda del actual orden económico y político y una apuesta firme por su profunda transformación.
En definitiva, frente a una gestión regresiva y autoritaria de la crisis la apuesta de progreso es una Europa más justa, social, solidaria y democrática. Se puede abrir un periodo de cambio profundo, democratizador en lo político y progresista en lo social y económico. Pero no hay que descartar un retroceso, una derrota impuesta por el poder liberal-conservador y la imposición del poder económico y financiero, con la consolidación de la involución social e institucional para las fuerzas progresistas y las condiciones vitales de las mayorías sociales. En el próximo lustro, ligado al tipo de salida de la crisis socioeconómica, al conflicto sociopolítico existente y a los procesos de legitimidad ciudadana de los distintos actores e instituciones, se van a ventilar los nuevos equilibrios políticos y la orientación del nuevo modelo social, económico, institucional y europeo. La perspectiva de una democracia social avanzada ofrece una alternativa de progreso, susceptible de suficiente apoyo popular para influir en la solución positiva a ese dilema.
Un Judas conflictivo, un mayor civismo
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna (31-3) y Rebelión (1-4-16)
La celebración del Judas, este año en Robledo de Chavela (Madrid) el Domingo de Resurrección, ha sido, cuando menos, conflictiva. Dada la polémica suscitada conviene precisar los hechos y sacar las conclusiones pertinentes para fortalecer la expresión democrática de una arraigada tradición popular y desarrollar un mayor civismo.
El significado positivo de la tradición del apedreamiento de Judas
Desde hace tiempo en Robledo de Chavela (y otras ciudades de España y Latinoamérica) se celebra este acontecimiento de apedreamiento de Judas por parte de los ‘quintos’, unos jóvenes que iban a incorporarse al servicio militar y que, hoy día, al estar suprimido, está sustituido por jóvenes entre 16 y 18 años. Es un festejo simbólico que expresa esas dos cosas que pasamos a clarificar.
Judas Iscariote, dentro de la tradición religiosa cristiana, es el apóstol que traicionó y vendió a Jesucristo y propició su muerte. Está considerado un ‘traidor’, que merece el castigo del pueblo cristiano. En la propia tradición, son los mozos quienes ante la presencia de las imágenes sacadas en procesión de la Virgen María y Jesucristo resucitado le preguntan a éste: ¿Quién te mató?. Y contesta, dirigiéndose al Judas: ¡Aquél!; y todos los mozos a una afirman: ¡A pedradas con él!. Está claro que el significado tradicional de esa acción juvenil es el de un castigo a Judas, por su carácter mezquino, delincuente y traidor a Jesús, hijo de Dios.
El Judas en esta simbología, parcialmente secularizada, es sustituido por un personaje público que reúne esas características de traidor, ahora a la gente, a la que le ha causado un gran perjuicio moral o material. De ahí que los personajes (instituciones o símbolos) elegidos y representados en el muñeco deben simbolizar a Judas, representan el ‘mal de la comunidad’. No se elijen por su popularidad o bondad, por su aportación positiva a la población o sus valores democráticos y solidarios, sino por todo lo contrario, por su papel negativo para la sociedad, por su impopularidad o maldad derivada de su carácter antisocial y antidemocrático y su comportamiento delictivo o corrupto. Esas personalidades pueden tener otros valores positivos, pero lo que se critica es su componente incívico. No se le premia, se le castiga. El rito tradicional exorcista consiste en expulsar del pueblo los ‘malos espíritus’ personificados en el muñeco, desacreditarlos y destruirlos mediante su apedreamiento y su quema. No se trata de minimizar o esconder el motivo del rechazo popular a ese símbolo personificado del mal social o moral… siempre que sea real y objetivo.
Por otro lado, es una fiesta de iniciación a la edad adulta de los jóvenes, en la que deben demostrar sus habilidades, su fuerza y su capacidad para cumplir con esa misión justiciera de la comunidad. Los métodos utilizados (apedreamiento o lapidación y muerte o destrucción física) reflejan costumbres antiguas ya erradicadas como el castigo corporal y la quema para los penados (al menos desde la desaparición de la Santa Inquisición y la pena de muerte). Queda la fuerza simbólica de la rotundidad y la violencia para acabar con el mal representado por el muñeco. Tras el cumplimiento de ese ajusticiamiento al personaje o símbolo más ‘impopular’ del año se produce el reconocimiento público de los mozos para ser admitidos en el mundo adulto y se reparten los premios correspondientes (depositados en las vasijas que acompañan al Judas y que deben ser rotas).
Por tanto, esta arraigada tradición tiene esos dos sentidos positivos para la sociedad: rechazar públicamente y castigar a un personaje impopular por su comportamiento incívico, y demostrar la valía de la nueva generación y acogerla en la comunidad adulta. Conlleva la educación ética y la expresión cívica, la unidad popular y la mejora de la convivencia frente a comportamientos incívicos o contra los derechos humanos de personalidades o instituciones públicas. Son los fundamentos positivos a conservar.
Como toda tradición, ésta también ha ido cambiando y necesita cambiar, adaptándose a los nuevos valores ciudadanos y normas cívicas de convivencia, mediante la deliberación popular, la transparencia de las instituciones concernidas (en este caso, el grupo de ‘quintos’, el Ayuntamiento y la Iglesia Católica) y amplios consensos democráticos. Por ejemplo, por sensibilidad ecológica, hace poco se sustituyeron los animales (palomas, ardillas…) del interior de las ánforas a romper y de las que caían, provocando un sufrimiento animal innecesario. Por tanto, para mantener y mejorar el sentido positivo de esta tradición cultural cabe su modernización, democratización y secularización.
Una manipulación política de una tradición popular
Este año un pequeño grupo de ‘quintos’ han elegido a Podemos y Pablo Iglesias como el Judas a lapidar. El proceso de deliberación no ha sido público ni transparente. No sabemos los motivos concretos de los mozos o los componentes negativos o críticos que a su juicio han originado esa elección. No cuestionamos su propia autonomía para decidir el personaje que condiciona el valor simbólico y cultural de toda la celebración acusatoria. Es su responsabilidad, aunque al igual que otros años, la selección del personaje se realiza por un grupo muy reducido de jóvenes. Su libre decisión no siempre puede encajar adecuadamente con el sentido tradicional de la acusación pública a una actuación incívica o antidemocrática. No se trata de exigir responsabilidades a unos pocos adolescentes por su posible ingenuidad o falta de criterio. No se les puede pedir. Su decisión entra dentro de sus atribuciones tradicionales. La madurez y objetividad debería mejorarse con mayor participación cívica, capacidad educativa, cultura de los derechos humanos y transparencia, siendo un proceso y una decisión más representativa del sentir mayoritario del pueblo y, especialmente, del conjunto de jóvenes. Por ejemplo, ha sido una ocasión perdida para poner en la picota a la ‘corrupción’, contra la que está la gran mayoría de la gente de Robledo, Madrid y España.
Este hecho, con un muñeco sesgado políticamente, podría haberse quedado ahí, simplemente, en una elección más o menos desacertada y con solo connotaciones satíricas como en otras ocasiones. Ahora se rompe la tradición de castigar a los malhechores, traidores o corruptos... o un hecho especialmente odioso de algún famoso. En los últimos años se han seleccionado pocos dirigentes políticos. Uno de ellos, precisamente, fue el de José Mª Aznar, recién elegido en las elecciones generales de 1996. Pues bien, para expresar el sesgo ideológico de esa elección política hay que constatar que en vísperas del día de Judas el presidente del PP, sin mayoría absoluta, estaba negociando y conciliando con el nacionalismo catalán –CIU- (y hablando catalán en la intimidad) para formar Gobierno. Es decir, esa actuación legítima solo era considerada delito por la derecha extrema. Y ese prejuicio ambiental condicionó al grupo reducido de jóvenes que lo eligió para apedrearlo… por ello. Sin embargo, no fue seleccionado en el año 2003 en lo más bajo de su credibilidad social por su involucración en la guerra de Irak a la que se oponía la gran mayoría de la sociedad española y robledana. Ese caso es un mal precedente para justificar ahora la elección del líder de Podemos, más cuando solo se podrían aducir razones de discrepancia política, no de una gestión contra los intereses populares. No ha habido equilibrio ni pluralidad ideológica en las razones para elegir a ambos representantes políticos. Hay un sesgo de intolerancia antidemocrática.
Por cierto, otra decisión juvenil de Judas, de carácter político, fue el teniente coronel Tejero, el del golpe de Estado de 1981; solo que en esa ocasión la Guardia Civil se impuso y prohibió su instalación y apedreamiento, al considerar que ese Judas desprestigiaba al Cuerpo.
Hay dos hechos demostrados gráficamente que agravan y explican la manipulación partidista de esta tradición popular: la participación activa de un concejal del PP (no adolescente, por supuesto), en la lapidación del símbolo de Pablo Iglesias, jaleando a los mozos; el contexto de crispación y sectarismo promovido por el exalcalde Mario de la Fuente, actual concejal y líder del PP, contra el actual equipo de gobierno municipal y el concejal de la Agrupación Abierta de Robledo (AAR); esta candidatura municipalista apoyada por Podemos avala la investidura del nuevo Alcalde, como compromiso colectivo de regeneración democrática y gestión transparente en favor de la mayoría social. Podríamos añadir sus conocidas posiciones sobre los inmigrantes denunciadas como xenófobas por SOS Racismo, su desprecio por el propio ayuntamiento, bloqueando su funcionamiento, o su actitud insultante y amenazadora ante los datos documentados e indicios expuestos por AAR sobre presuntas irregularidades en la gestión urbanística durante su mandato, pendientes de auditar.
Ha comenzado el cambio en Robledo
Por otra parte, el acontecimiento político principal en Robledo ha sido, precisamente, que desde hace menos de un año, en las elecciones municipales, está comenzando el cambio institucional en beneficio de la mayoría del pueblo y no de unos pocos. Tras una gestión municipal, prácticamente desde la transición política y con más de veinte años de gestión del anterior alcalde, el PP ha perdido el poder municipal y ha tenido que pasar a la oposición. Eso no lo soportan sus dirigentes y, cada vez más fuera de la realidad, utilizan todos los resortes para sectarizar a su base social contra la dinámica y los representantes del cambio y amedrentar a sus opositores. En ese ambiente y con ese prejuicio antidemocrático han querido desprestigiar a Podemos.
Por tanto, el apedreamiento y destrucción de un muñeco simbolizando a Pablo Iglesias, Secretario General de Podemos, más allá de la ingenuidad o las intenciones del grupo reducido de jóvenes que lo ha elegido este año, se ha convertido en un acto irrespetuoso para todos los demócratas y, especialmente, para los varios centenares de votantes robledanos de Podemos a los que se denigra y ataca su representación simbólica institucional. La agresividad demostrada por varios dirigentes del PP contra esos símbolos de Podemos, como si fueran la personificación del mal, perturba la convivencia ciudadana y genera división en el pueblo sin un motivo claro o democrático que lo justifique. Solo su odio sectario. Pero no han sido capaces de convencer a la gente de la supuesta maldad de Podemos y sus representantes.
Este hecho no es un gran problema estatal, menos a la vista de las grandes tareas políticas para formar un nuevo gobierno de progreso. Pero sí que es un asunto relevante, ético, cultural y democrático, sobre todo, para los habitantes de Robledo que no pueden dejar pasar sin crítica y denuncia una actuación antidemocrática, de incitación al odio y a la venganza política y de ruptura de la convivencia. La reafirmación en los valores cívicos de respeto al pluralismo político, tolerancia y convivencia pacífica es fundamental. Afecta a todos los demócratas, particularmente a los jóvenes. Es el objetivo de la propia ciudadanía robledana, comprometida con la modernización y la democratización del pueblo, frente a quienes quieren la involución reaccionaria.
En consecuencia, es responsabilidad de todos y, especialmente, de los grupos políticos municipales, aprovechar esta experiencia para reflexionar y mejorar nuestras tradiciones culturales, rechazar los comportamientos incívicos y reafirmar una cultura democrática y de convivencia pacífica, canalizando las distintas opciones políticas desde el respeto mutuo, su legitimidad representativa y los intereses de la gente.
El PSOE renuncia al cambio (real)
Antonio Antón
Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (Ed. UOC)
Publicado en los diarios Público (18-3), Nueva Tribuna (28-3) y Rebelión (29-3)
El pacto del PSOE con Ciudadanos ratifica su renuncia a construir un Gobierno de Progreso y cambio sustantivo en beneficio de la mayoría social. Su apuesta principal es por el continuismo de las políticas socioeconómicas, fiscales, institucionales, europeas y territoriales. Su estrategia la amparan en el consenso europeo liberal-conservador-socioliberal; la justifican en la llamada responsabilidad de Estado y la supuesta estabilidad económica. Solo hay algunas leves medidas de mejora social y transparencia democrática, que pueden ser compartidas por Podemos y sus aliados.
En la campaña electoral lo habían llamado cambio sensato o seguro; ahora sus promotores dicen que es reformista y de progreso. La realidad es que de llevarse a cabo ese programa con similar política socioeconómica y gestión institucional, se consolidaría la dinámica regresiva en materia socioeconómica y el bloqueo institucional autoritario ante las exigencias democratizadoras impuesto por la derecha del PP. En definitiva, se bloquearía la perspectiva de cambio sustantivo por la vía institucional, en perjuicio de las mayorías sociales.
La operación Gran Centro bloquea un Gobierno de Progreso
Estamos, pues, ante una gran pugna cultural y política para avalar una orientación política continuista y legitimar su nuevo equipo gobernante, o bien persistir en la exigencia de un auténtico cambio y garantizar un Gobierno de progreso, decidido, firme y compartido. Y en último extremo, poder activar la oposición social y el movimiento popular, frente a la involución institucional y económica, y mantener viva la dinámica del cambio.
La opción del PSOE es clara y parece que no tiene marcha atrás, al menos hasta después de las probables nuevas elecciones: fortalecer su liderazgo y gestionar ese plan continuista, con nueva retórica, ambas cosas exigidas y compartidas con Ciudadanos. Por una parte, relevar la posición hegemónica del PP y abrir una negociación con ellos, en una posición de fuerza, sobre la dirección y el alcance del proceso. Por otra parte, debilitar la capacidad representativa de Podemos y sus aliados neutralizando las dinámicas sociales e institucionales de cambio.
Pero dadas las amplias aspiraciones cívicas de avance social y democrático, esa operación del Gran Centro, para tener una mínima credibilidad social, debe acompañarse de un discurso asociado a lo nuevo, al cambio y al progreso. Deben transformar su significado real, socioliberal y de derecha moderada, para embellecerlo y desacreditar la opción de cambio auténtico y su representación política.
Lo más llamativo, para obscurecer ante la gente ese sesgo y la continuidad programática, es el énfasis en su apuesta por el ‘recambio’ de élite gobernante, no de políticas. Como prioridad, imponen su condición fundamental: el gran sillón de la Presidencia del Gobierno, con plenos poderes para decidir sobre su composición y su contenido. Va acompañado de su negativa a un Gobierno de coalición equilibrado con las fuerzas de progreso. Así, la dirección socialista trata de desplazar a Rajoy (no al PP, según C’s) del liderazgo gubernamental y busca recomponer un nuevo equilibrio entre los dos grandes partidos, salvando el ‘turnismo’ de un bipartidismo renovado, con la función mediadora de Ciudadanos y el liderazgo de Sánchez (que tampoco Rivera lo da como pactado).
Pero, como se ha repetido y comprobado públicamente, ese plan no es realista. Lo más relevante de ese proyecto es impedir un giro institucional hacia un cambio sustantivo y la consolidación de un nuevo equilibrio gubernamental con un papel significativo de las fuerzas alternativas. Es decir, su objetivo, explícito en el caso de Ciudadanos y la mayoría de líderes del PSOE, es impedir un Gobierno auténtico de progreso, frenar la dinámica de cambio institucional y desgastar a Podemos y sus aliados. No obstante, es difícil que puedan doblegar a Podemos (junto con sus confluencias, Compromís e Izquierda Unidad-Unidad Popular) o retraer a una parte significativa de sus bases sociales. Tampoco parece que puedan desempatar la candidatura a Presidente de Gobierno, entre Rajoy y Sánchez, con una abstención al uno o el otro.
Pacto C’s-PSOE: evitar el ‘riesgo’ del cambio real
Todos los grandes poderes fácticos, económicos y políticos, con sus respectivos aparatos mediáticos, están en esa tarea: garantizar el continuismo de fondo, evitar el ‘riesgo’ del cambio. Su incertidumbre principal es el tiempo, la convocatoria de nuevas elecciones según qué condiciones. No saben si Podemos y sus aliados pueden aguantar esta presión política y mediática, afinar su discurso, mejorar sus alianzas y su cohesión interna y consolidarse para las probables elecciones generales del 26 de junio. Su apuesta es por lo contrario. No es posible ahora predecir si sus resultados les van a ser más favorables o no. Ningún actor tiene claro si va a tener más ventajas o desventajas. Hay mezcla de miedo y esperanza. La guerra de encuestas e interpretaciones va a formar parte de la construcción de expectativas y planes. La ciudadanía volverá a tener la palabra. Las tres opciones básicas se volverán a confrontar: el continuismo regresivo y autoritario del PP; el continuismo renovado con cambios parciales y contradictorios del PSOE-C’s; el cambio y la perspectiva de progreso de Podemos y fuerzas afines.
Hoy hay mimbres para un Gobierno de progreso y de cambio, al que renuncia el PSOE. Los desplazamientos de voto pueden ser pequeños. Pueden afectar en torno a un millón de personas, unos cinco puntos porcentuales y unos quince escaños, arriba o debajo, de las fuerzas principales. Pero van a ser muy significativos según su orientación. Aparte del deseable y probable descenso del PP, pueden implicar efectos en los dos sentidos contrarios en el equilibrio entre PSOE y Podemos y sus alianzas, dando por supuesto un relativo empate y que por separado no van a obtener la representatividad necesaria para gobernar.
La dirección de Podemos ya ha hecho un ejercicio de realismo al admitir la posibilidad de un Gobierno de coalición con el Partido Socialista, con un programa compartido y una gestión institucional proporcional y equilibrada. La dirección socialista se resiste a ello y pretende reforzar su autonomía y su hegemonía. Probablemente, los resultados tampoco serán definitivos como para que cada fuerza política realice cambios estratégicos. Su orientación, su representatividad y sus dependencias políticas están muy definidas.
Las variables principales que considera la dirección socialista son dos: por una parte, el grado de desgaste (o consolidación) de Podemos, que le permitiría mejorar (o no) su margen de maniobra en el tipo de continuismo renovado a desarrollar bajo su hegemonía; por otra parte, por quién se inclina Ciudadanos, según sus escaños y ante un posible cambio de liderazgo tanto en el PP cuanto en el PSOE.
Probablemente, los resultados tampoco serán definitivos para forzar cambios estratégicos de cada fuerza política. Habrá discrecionalidad u oportunidad política para las dos opciones básicas: continuidad (renovada) y cambio (real). La decisión para inclinar la balanza hacia una u otra, corresponderá, probablemente, al PSOE. La cuestión central para el cambio es que para abrir una etapa de progreso y de firmeza ante los planes de austeridad europeos, un elemento clave es la consolidación y la ampliación del campo de fuerzas en torno a Podemos, superar la representatividad del PSOE e influirle mejor en esa dirección. En ese caso, una parte de su electorado cuestionaría su actitud de renuncia al cambio real. Es su temor latente a la pasokización griega. Sería una advertencia y un incentivo para rectificar su estrategia. Y aun así, tampoco es seguro que la dirección socialista lo admita, es decir, podría seguir apostando por un acuerdo de gobernabilidad con el PP y Ciudadanos.
Las diferencias con la situación actual, aparte de que ya no habría la opción de unas terceras elecciones generales, son dos. Por una parte, disminuiría la credibilidad de la dirección socialista y acentuaría el fracaso y el descrédito del continuismo transformista. Por otra parte, en el caso de Podemos y las fuerzas alternativas, aun con la frustración colectiva por el bloqueo del cambio institucional, estarían en mejor posición para hacer frente a una prolongada y dura fase de oposición institucional y social.
Los demás partidos tampoco tienen claro sus posibles ventajas y desventajas ante los nuevos comicios, y todo depende de la capacidad argumentativa o los errores propios y ajenos de los distintos actores durante las próximas semanas. Es evidente el sentido de la campaña de los poderosos para desacreditar a Podemos y debilitar su papel en la negociación posterior. Y están claros los objetivos de restaurar el orden económico e institucional por parte del poder establecido, intentando cerrar este periodo de demandas sociales, deslegitimación del poder y cambio sociopolítico, institucional y de representación política.
Una pugna político-cultural por el sentido y la representación del cambio
Ante este panorama de reequilibrios políticos, para conseguir cierta credibilidad ciudadana, particularmente, el PSOE necesita apropiarse de la representación exclusiva del cambio y marginar al resto de fuerzas transformadoras, las más genuinas partidarias y promotoras del cambio real. Las presentan como las responsables que lo impiden. Así, apuestan por colocar a Podemos en el mismo campo que el PP, con su continuismo regresivo y autoritario, y frente al supuesto ‘cambio’ que sería el pacto PSOE-C’s. Operación completada: cambiar algo (Sánchez por Rajoy) para no cambiar apenas nada (la estructura de poder y las políticas principales), neutralizando las dinámicas cívicas, políticas e institucionales del cambio. Estrategia ambiciosa, revisada y actualizada respecto de la anterior y la anterior, que no dieron sus frutos, pero otra vez con el aparato propagandístico a toda máquina.
El chantaje hacia Podemos y su líder, Pablo Iglesias, es claro: o acata la simple subordinación y apoya su plan continuista y de recambio, de forma sumisa y voluntaria o, bien, se les trata de imponer bajo la coacción del acoso político y mediático. La opción básica exigida a las fuerzas más comprometidas con el cambio es la misma: abandonar su firmeza y determinación. Pero ello sería incumplir el compromiso adquirido con su electorado, construido en estos años de indignación y protesta sociopolítica frente a la injusticia, y correr el riesgo de división y deslegitimación política ante sus bases sociales y electorales, dando al traste con la dinámica y las expectativas de cambio en España y su influjo en el conjunto europeo. Nada más y nada menos se ventila en esta encrucijada. Y el poder establecido es consciente de ello.
Pero esa gran manipulación discursiva tiene poca credibilidad social. La mayoría de la gente tiene viva la experiencia del comportamiento reciente de todas las formaciones políticas. No hace falta insistir en el profundo descrédito social del PP, aunque mantenga un cuarto del apoyo electoral. En el caso de Ciudadanos está claro su carácter derechista, su estrategia económica y laboral regresiva y su prepotencia centralista. En el caso del PSOE, aunque haya cambiado algo su retórica y tenga tendencias ambivalentes, incluida una significativa credibilidad entre sectores de la izquierda social, no sale del pozo de la menor representatividad de la etapa democrática. Y ello derivado de la memoria y la constatación popular de su gestión gubernamental regresiva, sus compromisos con los poderosos, su prepotencia institucional y su agresividad hacia las fuerzas del cambio, es decir, la masiva desconfianza popular en su retórica y su gestión. Así mismo, las fuerzas críticas y alternativas han demostrado su compromiso social y democrático, así como su responsabilidad institucional y su capacidad gestora.
La definición discursiva de la realidad es fundamental porque condiciona su interpretación y su transformación. El eje continuismo-cambio expresa el conflicto y las opciones principales de esta encrucijada política. La pugna por la apropiación y resignificación del cambio, reflejo de amplias aspiraciones populares, es decisiva. Su impulso y su representación son clave.
En definitiva, la palabra cambio expresa la aspiración de la mayoría de la ciudadanía en un doble plano: 1) una política socioeconómica al servicio de la gente y la justicia social que termine con la estrategia de austeridad y recortes sociales, afronte claramente la situación de paro masivo, precariedad y desigualdad social, fortalezca las garantías para los derechos sociales y laborales y modernice el aparato productivo; 2) un impulso democratizador de las instituciones públicas que acabe con la corrupción y la gestión prepotente de las élites gobernantes y encaucen una salida democrática al conflicto territorial. Todo ello plantando cara al poder liberal-conservador y ampliando las fuerzas solidarias en el marco europeo.
Los resultados de las elecciones del 20-D han supuesto un nuevo sistema de representación política. Se ha terminado el bipartidismo, que se resiste a aceptarlo, y la simple alternancia de equipos gobernantes con similares políticas. Se ha abierto la oportunidad para un cambio auténtico que se pretende frenar y tergiversar su sentido. Todavía es posible negociar un Gobierno de progreso equilibrado con un programa de cambio real. Si el PSOE renuncia ahora a él, tendrá que asumir esa responsabilidad. Habrá que volverlo a plantear tras las nuevas elecciones generales, con mayor apoyo popular. La ciudadanía merece otra oportunidad para avanzar en el cambio.
El proyecto continuista del PSOE-C’s
Antonio Antón
Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (Ed. UOC)
Publicado en Nueva Tribuna (17-3) y Rebelión (18-3-16)
La propuesta gubernamental del PSOE-C’s ni siquiera se puede definir como un programa de cambio limitado o de una regeneración institucional y democrática, realmente relevantes. Introduce algunos cambios positivos, merecedores de apoyo popular, pero son secundarios. El principal significado de este acuerdo es la continuidad, la ausencia de cambios sustanciales, de los ejes políticos y económicos fundamentales, de carácter regresivo, de las dos legislaturas anteriores. La novedad más importante es la alternancia institucional al desgastado equipo gobernante del PP para que acepte o negocie una posición subordinada, al menos para su líder. Es decir, supone una sustitución de élites gobernantes por otras menos corruptas, antisociales y autoritarias. Pero ese recambio no es suficiente para apoyar una investidura que avalaría una gestión fundamentalmente continuista, sin mejoras significativas para la mayoría popular.
La candidatura de Pedro Sánchez es ambivalente, aunque cada vez menos. Podía (y puede) representar un primer paso para iniciar el cambio y ser susceptible de apoyo por el conjunto de fuerzas progresistas; o bien, bloquear el camino de progreso que el país necesita y no ser apoyada, aunque sí se compartan medidas parciales. La propuesta inicial de pactar a su derecha (C’s) y su izquierda (Podemos…), dentro de su ambigüedad retórica, apenas escondía su preferencia por Ciudadanos. Después, su materialización aclara y expresa su sentido: la clara opción socialista por el continuismo, su oposición a un Gobierno de progreso, la ausencia de voluntad de giro hacia la izquierda y la trampa y el sectarismo hacia Podemos para obligarle a su acatamiento a ese bloqueo continuista con solo sustitución de unas élites.
No tiene sentido el argumento sofisticado hacia Podemos y sus aliados del apoyo a esa investidura, como mal menor ante la continuidad (provisional) de Rajoy, con la admisión y recomendación consiguiente de completar ese compromiso global con la labor de oposición a sus medidas regresivas, calificadas como menores. Esa posición posibilista desconsidera lo principal: la determinación libre de la dirección socialista por el continuismo programático y su renuncia voluntaria a otra opción posible y realista de cambio. No hay elección entre dos males (PP o PSOE), para tener que elegir el mal menor. Hay una tercera posibilidad de elección entre continuismo (renovado y con cambios limitados) y cambio (real, compartido y negociado). Y es el Partido Socialista quien ha cerrado la segunda opción, imposibilitando el desalojo de la derecha.
Por tanto, hacen bien los líderes alternativos, progresistas y de izquierda en no colaborar con esa investidura en su forma actual y en reafirmarse en otra investidura, negociada, con otro proyecto programático de cambio y de gestión democrática y compartida. La responsabilidad sobre la renuncia a desalojar al PP e impedir un avance hacia un Gobierno de progreso es achacable a la determinación de la dirección socialista por un camino que, en la práctica, no lo busca sino que conlleva otros objetivos: reforzar su liderazgo interno, debilitar a Podemos y las fuerzas y dinámicas democráticas y de cambio real, prepararse mejor, con más expectativas electorales, para las próximas elecciones y estar mejor colocado para negociar el contenido de su proyecto gubernamental, con solo un recambio gestor, ahora imposible. Pero para ello, debe retorcer la realidad, distorsionar sus adversarios, que ahora estarían a su izquierda, y retroceder en el juego limpio, democrático y transparente, particularmente entre posibles aliados progresistas. Es también una involución ética y democrática, en aras de su prepotencia institucional y su voluntad política continuista.
La otra cara de este acuerdo político PSOE-C’s es la garantía para el poder establecido de cerrar la oportunidad de un cambio sustantivo o relevante en España. Este es el aspecto principal de la estrategia socialista (y la derecha): cerrar la posibilidad de un Gobierno realmente de progreso y de cambio. Esta opción es la única real que garantiza la presidencia del Ejecutivo para Pedro Sánchez. Pero, claro, con dos condiciones básicas: que sea realmente de cambio, con un programa negociado o intermedio, y compartido o de coalición, como reflejo de la representatividad plural, la responsabilidad de los firmantes y la garantía de su cumplimiento. Son los dos componentes básicos planteados por Podemos, las confluencias, Compromís e Izquierda Unida-Unidad Popular, a los que la dirección socialista y todo el poder establecido y mediático se han opuesto, de forma sobreactuada. Es la opción más justa y más realista, dada la representatividad conseguida (y no reconocida) por Podemos y sus aliados y la predisposición de los grupos nacionalistas a impedir un gobierno de derechas (del PP o con presencia de C’s).
Pero esa es la opción de progreso a la que el PSOE no se quiere sumar (aunque sí sume su aritmética frente a la suma de las derechas del PP y C’s). Es la alternativa de cambio sustantivo a la que renuncia la dirección socialista. Su salida: recomponer y mejorar su liderazgo a costa del desprestigio de Podemos y sus aliados. Su expectativa es que utilizando todo su poder contra ellos, a la vuelta del 26 de junio, tenga las manos más libres para negociar un nuevo acuerdo de gobernabilidad al estilo europeo o alemán, es decir, se distancie del cambio y sortee mejor el cuestionamiento de su legitimidad popular por su compromiso continuista.
En consecuencia, como vemos, cobra mayor importancia su estrategia comunicativa, apoyada en su impresionante aparato mediático, para embellecer ante la ciudadanía este proyecto continuista y solo de recambio y neutralizar la dinámica y el discurso de cambio sustantivo. Se manipula el lenguaje. Su denominación de ‘reformista’ esconde incluso algunas reformas negativas, es decir, recortes sociales (por ejemplo, precarizando más el empleo). La palabra reforma, con un significado tradicional progresivo y de avance social, ha sido instrumentalizada por el PP y el poder liberal-conservador para denominar a su regresiva estrategia de austeridad y recortes sociales. Su utilización en el documento obscurece el sentido antisocial de algunas de sus medidas y las consecuencias negativas de prolongación de los recortes y la desigualdad derivados de su aplicación. Y la palabra ‘progreso’ en su título, aparte de embellecer sus objetivos, esconde el sentido regresivo de su apuesta por la consolidación de la austeridad (flexible) y los recortes sociales de estos años.
El bloqueo a la modernización y la democratización del pacto PSOE-C’s
Están claros los límites de su política económica y fiscal, en la lógica de la austeridad impuesta por la UE. Ello imposibilita el necesario crecimiento económico y del empleo y, sobre todo, el necesario impulso de modernización y especialización productiva, sostenible y basado en la cualificación de la fuerza de trabajo; es decir, en el impulso de una educación igualitaria y de calidad y un desarrollo tecnológico y de I+D+i.
Tenemos un doble reto de país: por un lado, la modernización de nuestro aparato productivo, la democratización de la economía, un equilibrio equitativo en el modelo de empleo y relaciones laborales; por otro lado, el fortalecimiento y la mejora de nuestro débil Estado de bienestar y las garantías de los derechos sociolaborales.
Ello conlleva una tercera pata imprescindible: una contundente reforma fiscal progresiva y antifraude, fundamental para la estimular la inversión pública y la reorientación del aparato productivo (educación, especializaciones productivas…) y financiar la política social y distributiva. Tenemos una presión fiscal de seis puntos del PIB inferior a la media europea. Eso solo, supone margen para ampliar, con los pasos intermedios necesarios, la capacidad recaudatoria anual en más de 60.000 millones de euros.
El cuarto desafío es el cambio en las políticas dominantes en Europa y su reforma institucional: la estrategia de austeridad de sus instituciones, es el problema, pero la Unión Europea es también la base y el marco de la solución –mutualización de la deuda pública, financiamiento de inversión, estrategias solidarias.... La construcción de las fuerzas de progreso europeas, el refuerzo del modelo social, integrador y solidario, es una tarea estratégica, también para avanzar como país.
Por último, aunque no menos importante, está la imprescindible reforma y profundización democrática del sistema político e institucional, incluido un nuevo marco de convivencia plurinacional. Por lo que se refiere a la cuestión territorial y la reforma institucional, el acuerdo hace gala del continuismo constitucional –se abandona incluso la tímida referencia socialista a una reforma federal-, dependiente del acuerdo con el PP. Además, se bloquea todavía más una solución democrática al conflicto en Cataluña, oponiéndose a una consulta popular y un nuevo pacto solidario e integrador de la realidad plurinacional, apoyados hasta hace poco por el propio PSC -incluso por el nuevo Secretario General de la UGT. Incluso apenas se avanza en la necesaria reforma de la Ley electoral en un sentido más proporcional y participativo o en la defensa de las libertades.
La ausencia de un giro social y el cambio necesario
La dinámica continuista del pacto PSOE-C’s no solo es en materia económica e institucional, sino también en elementos fundamentales de la política social y laboral. Así, este programa se reafirma en la continuidad de la aplicación de la LOMCE (solo se paralizan algunos flecos pendientes), con su carga segmentadora y su orientación contraria al desarrollo de la igualdad de oportunidades en la educación. Igualmente, se consolidan los recortes del sistema de protección social. Los derechos anteriores de las pensiones públicas continuarán recortados en un 40% de media, fruto de las dos últimas reformas (del PSOE y el PP) –en torno al 20% cada una cuando entren plenamente en vigor-. Y también se consolida la reducción anterior de las prestaciones de desempleo. Así mismo, mantiene, incluso empeora, la precarización del empleo y el estancamiento y deterioro del empleo decente, sin derogar las dos reformas laborales (años 2010 y 2012), tan regresivas. Además, introduce elementos contraproducentes como las subvenciones estatales a los empresarios por sus bajos salarios o el abaratamiento, todavía más, de algunos despidos. Algunas medidas (el aumento del SMI, en el 1%, el llamado mínimo vital o la mejora superficial de la negociación colectiva) son positivas, pero muy limitadas para afrontar los graves y amplios problemas de empobrecimiento y desigualdad social y laboral.
Por tanto, en el bloque social y laboral, la balanza se inclina por la consolidación de los planes regresivos de los dos anteriores gobiernos, de Zapatero y Rajoy. El mayor peso lo tiene el continuismo no el cambio. El retroceso aplicado de los derechos sociolaborales, las prestaciones y servicios públicos (educación, sanidad…) se reafirma. Las condiciones sociales de las mayorías populares, tras los fuertes ajustes impuestos, no mejoran significativamente. Hay medidas muy parciales de limitada mejora, pero también de empeoramiento. No obstante, su significado global, incluido lo ausente del texto, es el mantenimiento de los recortes (con el eufemismo de las reformas), es decir, confirma el proceso regresivo de las dos últimas legislaturas y solo adopta alguna medida paliativa. Su título ‘reformista y de progreso’, significa consolidación de la austeridad regresiva o antisocial, según el plan europeo dominante, y bloqueo de la imprescindible democratización.
Están claras las prioridades de política social o urgencias de un programa de cambio: plan de emergencia social, empleo decente, protección social pública –pensiones, rentas sociales, desempleo-, derechos sociales y laborales -con reequilibrio del poder negociador de los trabajadores y trabajadoras en la negociación colectiva-; disminuir la desigualdad (social y de género) y las brechas socioeconómicas y ganar en cohesión social, particularmente con la mejora de los salarios (sobre todo los bajos y de sectores precarios) y la distribución pública. En casi todo ello, tras la fuerte reducción por la crisis económica y la política regresiva de ajustes, permanece el bloqueo de las necesarias mejoras sustantivas para la mayoría de la población.
En resumen, tras el fracaso de la investidura del candidato común de PSOE-C’s, ni siquiera está claro, en el caso de Ciudadanos, su apoyo al liderazgo de Pedro Sánchez y la garantía para ocupar el sillón más determinante de la Presidencia de Gobierno, tal como anhela la dirección socialista. Además, como era previsible, ha fracasado en su intento de garantizar su investidura como Jefe del Ejecutivo. Pero en vez de rectificar, la dirección socialista profundiza en el sectarismo y el chantaje hacia Podemos y sus líderes. Se aleja todavía más de un pacto equilibrado por el cambio y un trato equitativo como posibles socios. Su dependencia de las derechas se hace más fuerte. Su prepotencia contra Pablo Iglesias y los líderes del cambio se acentúa.
La crítica de la dirección socialista sobre la supuesta pinza o el apoyo de Podemos al PP no tiene credibilidad social, ni base argumental, ni hechos relevantes en que sustentarse, aunque se repita machaconamente. El pacto PSOE-C’s no sirve para gobernar ni tampoco para desalojar al PP. Su oposición a pactar con Podemos es la que permite la continuidad de Rajoy… hasta que el PSOE rectifique o la mayoría ciudadana lo eche en las siguientes elecciones. Constituye un tapón y un bloqueo a un necesario giro social y democrático o un pacto de progreso con Podemos.
Incluso los dirigentes socialistas sobreactúan con su apropiación de la representación del ‘cambio’ y su deseo de un Gobierno de las ‘izquierdas’, cuando ellos mismos se autodefinen de centro-izquierda y seguidamente lo descalifican por su supuesta irrealidad. Lo cierto es que sumando las fuerzas susceptibles de apoyo al Gobierno alternativo y de progreso planteado por Podemos y las fuerzas afines, se puede conformar un bloque progresista, el más amplio y homogéneo de los posibles y superior al de las derechas (PP y C’s). Pero para el PSOE es igual, se camufla la realidad, se tergiversan las definiciones y se exige a Podemos su rendición y subordinación. Todo en aras del continuismo programático, la prepotencia de su liderazgo y el desprestigio del cambio (real) y su genuina representación.
Pero, la tarea del cambio sociopolítico, económico e institucional y la alternativa de un Gobierno plural y de progreso, junto con una amplia participación cívica, persiste y constituye el objetivo central para garantizar el avance social y democrático.
Freno a la normalización
Antonio Antón
Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en Pensamiento Crítico, abril de 2017. Diversos fragmentos se han publicado en Nueva Tribuna (23-3), Público (25-3), Press Digital (27-3) y Mientras Tanto (1-4).
Existe una dura y persistente pugna sociopolítica y cultural en torno a dos polos: la dinámica de ‘normalización’, como legitimación del actual orden institucional y económico hegemonizado por la derecha, y la tendencia de cambio social y político. La primera, promovida por el entramado de poder político-económico y mediático que representa el Gobierno del PP. La segunda, representada políticamente por las llamadas fuerzas del cambio: Podemos y sus aliados de Izquierda Unida, convergencias –catalana, gallega, valenciana…- y candidaturas municipalistas, así como otros grupos menores. El PSOE juega un papel ambivalente: mientras la mayoría de su actual dirección participa en la primera, priorizando la gobernabilidad de las derechas y el continuismo estratégico, el grueso de su militancia y su electorado desea diferenciarse del PP y tender puentes con la segunda, apostando por una opción de progreso.
El debate afecta al análisis de la profundidad y la trayectoria de la crisis socioeconómica e institucional y el alcance de la legitimidad de las distintas estrategias; es decir, a las posibilidades y el tipo de cambio y a las políticas adecuadas. El diagnóstico sobre el carácter del poder establecido, sobre la ‘trama’, es fundamental, sobre todo, sus procesos de legitimación social. Más importante todavía, para establecer el carácter del conflicto político y su evolución, es conocer las actitudes de la gente, sus demandas y prácticas sociales y electorales, así como su capacidad de articulación sociopolítica. Se trata de la pugna por qué hegemonía se construye y da soporte al cambio institucional.
El diagnóstico conlleva cierta prescripción. Hay que ser objetivo y realista en la interpretación de los hechos, al mismo tiempo que explicar el sentido de cada opción política o tendencia social. La tesis aquí defendida es que todavía persisten graves problemas sociales, políticos y económicos que afectan a la mayoría de la población y que, a pesar de la colaboración actual del aparato socialista que le procura la estabilidad del dominio institucional de las derechas, la gobernabilidad no se asienta en un consenso ciudadano mayoritario y la normalización no está asegurada y menos en el medio plazo. Persisten dinámicas favorables al cambio.
Por tanto, el aspecto principal a explicar son las dinámicas de fondo en la sociedad española, aun contando con ese desfavorable contexto económico e institucional, así como del marco europeo. El dilema a responder es: ¿existen suficientes tendencias en las mayorías sociales que indican un proceso adaptativo a la gestión continuista de las derechas y una renuncia a un cambio sustantivo?; ¿se ha iniciado una etapa de ‘post-malestar’, una fase de resignación, con un agotamiento o minoración de las energías transformadoras, reducidas a sectores minoritarios? Adelanto mi respuesta: NO.
El consentimiento al continuismo no es mayoritario
En los aparatos mediáticos dominantes, las opciones centrales bajo las que enmarcan las actitudes de la población, la realidad social y cultural, son dos: O bien, el consentimiento mayoritario a la estabilidad del Gobierno de la derecha y sus principales políticas (económicas, institucionales y territoriales), con leves retoques promovidos por el Partido Socialista; o bien, la simple protesta social minoritaria y radical, con la inoperancia trasformadora, política e institucional. O posibilismo adaptativo, o idealismo estéril.
Al menos desde el año 2010, junto con las graves consecuencias de la crisis, se han implementado de forma autoritaria las políticas regresivas y antisociales del poder liberal conservador europeo. Existe la responsabilidad en su gestión de gobiernos socialdemócratas, que han entrado en crisis, y de forma más cruda de las derechas. Paralelamente, se ha generado un amplio espacio popular progresista y democrático, especialmente en España, y una nueva política alternativa de progreso y cambio institucional, realista y de amplia base ciudadana. Pues bien, los poderosos siguen sin reconocer estos hechos centrales de la experiencia popular y la conciencia ciudadana. Pero, toman nota y buscan la normalización y neutralizar la dinámica de cambio social y político.
Es verdad que, entre algunos actores existen objetivos a medio y largo plazo que plantean la ‘ruptura (o revolución) democrática’ o apuntan a superar el capitalismo. Pero, ni siquiera en ellos, son planes inmediatos. Pueden cumplir una función ideológica, orientativa o retórica, pero hay que distinguirlas de las propuestas concretas de cambio que son susceptibles de apoyo popular a corto y medio plazo.
El nivel de representatividad o confianza ciudadana es clave para determinar los desafíos estratégicos. Los objetivos inmediatos, aparte de su función cultural, deben ser coherentes con los medios disponibles y las capacidades transformadoras. La pugna por la hegemonía supone el cuestionamiento de la idea de que solo es posible el plan del poder establecido.
En ese sentido, los programas de Unidos Podemos y sus aliados están conectados con la mejor experiencia popular y democrática. Reflejan aspiraciones de la mayoría ciudadana y expresan un doble cambio político, a corto y medio plazo, basado en la justicia social y la democratización. Por una parte, una democracia económica y social, la consolidación de los derechos sociales y laborales, un Estado de bienestar más protector y redistributivo, un plan de emergencia social o rescate ciudadano... Por otra parte, la regeneración democrática y la lucha contra la corrupción, así como la solución democrática a la cuestión territorial.
Es un plan de reformas sustantivas con un perfil social y democrático, para la mejora inmediata de la situación de la mayoría popular que, evidentemente, choca con los planes de austeridad y la gestión regresiva y prepotente de la crisis sistémica del poder liberal conservador de España y la UE. Ese poder es muy fuerte, el cambio propuesto, incluso negociado con un hipotético Partido Socialista (o parte de él) renovado, es difícil. Su dificultad no viene porque sea profundo y radical, deriva simplemente porque, frente al inmovilismo restaurador de las élites dominantes, conlleva algo de cambio sustantivo y real, aspira a reforzar esa dinámica transformadora y los adversarios del establishment son muy poderosos. No se contenta con un simple maquillaje combinado con el refuerzo del continuismo y la resignación cívica. Su punto fuerte es la legitimidad popular en que se apoya, que se quiere neutralizar o esconder. Es el campo en disputa, la conformación de una predisposición de sectores significativos de la ciudadanía a porfiar tras un cambio real, articular esas demandas populares y reforzar su representación política e institucional.
En ese marco interpretativo dominante en los grandes medios, las fuerzas continuistas del PP, PSOE y C’s, se supone que ocupan la centralidad del tablero político y la completa hegemonía en la sociedad: es lo sensato, lo seguro o ‘su’ sentido común. No habría alternativa a ese poder establecido y sus políticas; su orientación, especialmente en el ámbito europeo, es una democracia débil y mayor subordinación popular. El cambio real o sustantivo, aunque sea pequeño y lento, no sería posible. Es la vuelta al argumentario oficial, iniciado ya en el año 2010, de la clase gobernante y los grandes medios para justificar la inevitabilidad de los planes de austeridad y neutralizar la indignación cívica y las opciones de cambio de progreso.
Al mismo tiempo, la oposición sociopolítica o la impugnación a esa dinámica sería extremista, minoritaria e irreal, o simplemente estética o simbólica; siempre sin apoyo social ni influencia transformadora, es decir, ‘perdedora’. Es el enfoque falso y sesgado desde el que se intenta marginar y descalificar a Unidos Podemos y sus aliados adjudicándoles esa posición extrema, encerrada en sí misma y sin arraigo popular. Es también cómo se ha querido interpretar la pugna interna en el proceso de Vistalegre 2 y, particularmente, condenar a la nueva dirección de Podemos a la irrelevancia política.
Pero ese marco interpretativo es falso, oculta las bases sociales para el cambio y tiene la intencionalidad política de normalizar la gestión liberal conservadora.
Una mayoría social descontenta
Veamos algunos datos ilustrativos. Según Metroscopia, con datos de primeros de 2017, en los años 2015 y 2016 han disminuido las percepciones negativas sobre la situación económica y política de España. Así, según el gráfico adjunto, la valoración crítica con la dinámica económica ha pasado de más del 90% entre los años 2011-2014, al 80% en el año 2015 y casi al 70% en el año 2016. Una bajada de unos 22 puntos porcentuales. Es significativo ese segmento de casi el 30% de la población que sale de la desconfianza en la evolución político-económica. Igualmente, hay que valorar ese incremento de la aceptación de la situación, aunque no está claro que se vaya a prolongar mucho.
No obstante, el aspecto principal a recalcar es que, aun con esa última tendencia, persiste ese 70% de la población que insiste en esa opinión negativa. Comparado con la fase previa a la crisis económica, entre los años 1996 y 2007, en que la valoración negativa no llegaba a un 30%, tenemos una diferencia de 40 puntos; o sea, ahora los sectores intermedios de la población por sus actitudes críticas se suman a los grupos más desfavorecidos y constituyen una mayoría social descontenta con la gestión económica.
Al mismo tiempo, respecto de la situación política, permanece con ligeros altibajos desde 2012 una percepción negativa de más del 80% de la sociedad (el 85% en marzo de 2017), que contrasta con el menos del 40% manifestado en la etapa pre-austeridad, sin tanto déficit democrático y con menor alarma social por la corrupción. El descontento político es incluso superior al económico.
Fuente: Metroscopia
Pero no es solo un descontento solo con la situación económica, sino también con la gestión gubernamental de la misma. Así, según Metroscopia, a la pregunta ¿Cree que el Gobierno está sabiendo gestionar de forma adecuada la situación económica?, el 73% contesta que NO (36% de los votantes del PP, 89% del PSOE, 97% de Unidos Podemos y 58% de Ciudadanos). Al mismo tiempo, a la pregunta ¿Cómo calificaría la situación política?, contestan el 80%, MALA (63% del PP, 88% del PSOE, 97% de Unidos Podemos y 84% de Ciudadanos). Es decir, hay una gran mayoría de la sociedad, de más del 70%, que expresa su malestar por la gestión económica y la situación política.
Por otro lado, según el último Barómetro del CIS de febrero de 2017, a la pregunta sobre el principal problema (y el 2º y el 3º), las respuestas son las siguientes: el paro, 72,2%; la corrupción y el fraude, 37,3%; los problemas económicos, 27%; los políticos, los partidos y la política, 23,4%. Y a mucha distancia, los demás. Además, en la valoración de la situación económica (en este caso las opciones son tres) los resultados son: 62,1%, MALA; 33,6%, REGULAR, y 3,7%, BUENA.
Tiene también interés la opinión sobre las tendencias y las expectativas. A la pregunta ¿cree Ud. que la situación económica actual del país es mejor, igual o peor que hace un año?, las respuesta son: MEJOR, 18,6%; IGUAL, 52,2%; PEOR, 27,2%. Hay diferencias significativas entre los votantes del PP (33,8%, 44,5% y 20,3%) y de Unidos Podemos (7,3%, 52,1% y 40,2%), que indican confianza en un tercio de los votantes del PP y mayor pesimismo en el 40% de los de Unidos Podemos. Si consideramos que la valoración de ‘igual’, cuando se viene de una situación mala, supone consolidación de la gravedad, casi el 80% de la sociedad (64,8% del PP, 83,3% del PSOE, 92,3% de Unidos Podemos y 71,3% de Ciudadanos) considera que es negativa la situación económica del país.
Para contrastar las expectativas, las respuestas sobre cómo será dentro de un año la situación económica del país, son: MEJOR, 21,6%; IGUAL, 42,8%; PEOR, 21,7%. Aquí las diferencias entre los extremos son más grandes. En el caso del PP, expresan mejor el 42,1% e igual y peor el 44,4%; en el caso de Unidos Podemos, el 9% y el 82,5%, respectivamente.
El apoyo juvenil al cambio
Para complementar el análisis de estas tendencias sociales expongo varios datos significativos sobre la percepción de la gente joven (entre 18 y 34 años, con derecho a voto) sobre el cambio en la sociedad actual.
En primer lugar, con datos de Metroscopia, publicados este mes de marzo, para el año 2014 (entre paréntesis los de 2012): Debe cambiarse radicalmente, 25,7% (17,2%); Necesita reformas profundas, 59,7% (55,1%); Puede mejorarse con pequeños cambios, 13,4% (24,2%); Está bien como está, 0,7% (1,8%). Está claro que el continuismo, aun con pequeñas reformas, solo lo avala el 15% de personas jóvenes y la exigencia de reformas profundas o cambios radicales lo desea el 85% (72% en 2012).
En segundo lugar, no es de extrañar el descrédito de la clase gobernante, el bipartidismo del PP y PSOE, que pasa de un apoyo del 56% (23% PP y 33% PSOE) en el año 2008 al suelo del 20% en el año 2015 (9% PP y 11% PSOE), aunque remonta ligeramente en el año 2017 hasta el 27% (14% PP y 13% PSOE). Pero está clara, durante todo este periodo, la ilegitimidad entre la juventud de ambas élites gobernantes.
En tercer lugar, con datos del Centro de Investigaciones Sociológicas-CIS, hay que constatar el pronunciado envejecimiento del electorado del PP y del PSOE y el voto masivo joven a Unidos Podemos (y Ciudadanos). Así, (contando con un 36% de abstención, inferior entre la gente mayor) entre jóvenes (18 a 34 años) el voto a Unidos Podemos (38,7%) más que triplica al del PSOE (12%) -y duplica al del PP (19%) y Ciudadanos (18%)-. Incluso le supera en el tramo de 35 a 54 años: 26,4% frente al 25,5%; y solo es ampliamente superado por el PSOE entre el electorado de 55 y más años: 37,7% frente al 14,6%, con la consideración que este último segmento de mayores es el doble (41%) que el joven (21%).
En definitiva, el consentimiento ciudadano al continuismo de las políticas socioeconómicas y la gestión autoritaria es minoritario. El malestar cívico por la deriva económica y política es mayoritario, especialmente entre la juventud. Dadas las valoraciones sobre las trayectorias y las expectativas en los últimos dos años se consolidan dos dinámicas: por una parte, se refuerza una minoría significativa, acomodada y conservadora, que considera aceptable la evolución económica y política, aunque no llega a un tercio de la sociedad; por otra parte, permanece una mayoría social descontenta y favorable a los cambios, aun con distinta intensidad.
Y existe una fractura generacional: por un lado, una fuerte composición juvenil que apoya a Unidos Podemos y desea cambios profundos; por otro lado, PP y PSOE se refugian en unas bases electorales envejecidas, sobre todo, entre los mayores de 55 años; en el medio con posiciones más paritarias los sectores de edad intermedia, decisivos. No obstante, se puede decir que el futuro favorece al cambio y que el conservadurismo es el pasado.
Por último, otro dato de interés es la situación objetiva de clase social. Según el estatus económico (con criterios convencionales de nivel de ingresos que usa el CIS) la media del censo electoral estaría distribuida de la siguiente manera: clases trabajadoras, 67,4%; clases medias, 4,8%; clases altas o dominantes, 0,1%. No obstante, para el voto a Unidos Podemos la distribución es, respectivamente, 78,6%, 0,4% y 0%. Hay que advertir que en el primer caso no contestan el 27,8% y en el segundo el 17,9% y que, por otras referencias, podrían encajar mayoritariamente en las clases medias. La valoración, en todo caso, es que en el electorado de Unidos Podemos tienen mayor peso demográfico las clases trabajadoras y que las élites dominantes, económico-financieras e institucionales, se concentran en PP y PSOE.
En conclusión, no hay normalización política, hay bases sociales y culturales para seguir promoviendo el cambio político. Y toda la campaña de propaganda del poder establecido y los principales medios no ha podido torcer esa voluntad popular mayoritaria. El problema no está en la realidad social, sino en el reflejo de los equilibrios institucionales al haber renunciado la dirección socialista a un pacto de progreso por un cambio sustantivo, entrando en conflicto con gran parte de su base social.
La fractura socialista se agudiza
El poder establecido pretende garantizar la gobernabilidad de la derecha y neutralizar la amplia dinámica ciudadana de cambio. En su discurso desacredita a esta última como ilusa y ‘perdedora’. Aparte de a Unidos Podemos y sus aliados, también la adjudica a Pedro Sánchez, exsecretario general del PSOE. Como se sabe, pugna en las primarias socialistas con Susana Díaz, Presidenta de la Junta de Andalucía y que tiene un discurso vacío pero, eso sí, presentado como ‘ganador’ y con responsabilidad de Estado.
Su problema, que no puede esconder, es la posibilidad de que Sánchez tenga un aval significativo entre la militancia socialista y trastoque el equilibrio de la triple alianza. El proyecto de éste consiste en hacer creíble su propuesta de abandonar la colaboración con el PP y girar a la izquierda. El temor que infunde al entramado económico-político es al riesgo de caminar hacia un pacto de progreso con Unidos Podemos y aliados, con un plan transformador, un programa negociado de cambio y un amplio consenso social. Los poderes fácticos de dentro y fuera de su partido lo defenestraron cuando solo atisbaba esa opción. De momento, lo desacreditan con el mismo paquete descalificador de irreal, minoritario y perdedor. Aparte queda la opción de Patxi López, con la función de dividir el voto sanchista y favorecer (y compartir) la victoria del aparato socialista en torno a Susana Díaz.
Veremos ahora en las primarias el apoyo militante a Sánchez y si gana y se abre la posibilidad de un cambio gubernamental inmediato (o nuevas elecciones generales). Lo más probable es la agudización de la fractura interna que puede terminar con el disciplinamiento (o abandono) de gente crítica si pierde, o con la ruptura, al menos del grupo parlamentario, si gana. Es decir, en cualquier escenario parece no existir capacidad para la necesaria disponibilidad del conjunto del Partido Socialista hacia un Gobierno alternativo de progreso pactado con Unidos Podemos y convergencias. Se cumpliría el diseño del entramado económico-político para impedir el cambio gubernamental de progreso. En todo caso, su firme actitud frente al PP ayuda a romper el discurso monolítico de la inevitabilidad del apoyo socialista a la gobernabilidad de la derecha y la imposibilidad del cambio, así como cuestiona la legitimidad entre las bases socialistas del supuesto carácter ‘ganador’ de todo el plan normalizador de la Comisión gestora.
El horizonte del cambio institucional está, sobre todo y sin que se produzcan acontecimientos relevantes impredecibles, en el ciclo electoral de los años 2019-2020. Mientras tanto, la tarea política de las fuerzas del cambio consiste en influir, gestionar y condicionar las políticas, representar y activar a la ciudadanía, y sumar apoyos sociales para el cambio político. Y lo que se está dilucidando es si ese proyecto, aparte de justo y democrático, es realista y susceptible de canalizar las aspiraciones de una mayoría popular y expresar una mayoría institucional, en los grandes Ayuntamiento, en Comunidades Autónomas significativas y en el Gobierno. Queda camino, y la pugna es dura y prolongada.
Pero, además, ese discurso interesado en no reconocer las bases sociales en que se incardina ese proceso de cambio y que trata de impedirlo, supone una deformación de la realidad. El plan de estabilización política del PP y los de arriba no corresponde a la opinión de las mayorías sociales. Ese enmascaramiento ideológico tiene la función de frenar a las fuerzas del cambio. No obstante, trae consecuencias importantes de pérdida de credibilidad ciudadana en esa clase gobernante.
Particularmente, la dirección del Partido Socialista está sometida a la contradicción entre, por un lado, su necesaria retórica de cambio –aunque sea limitado o en aspectos secundarios-, a efectos de su legitimidad social, pareciendo ser útil a la sociedad y, por otro lado, su garantía de gobernabilidad del PP, así como su compromiso con el continuismo estratégico y de poder del entramado político-económico. Su actual giro derechista y su estilo poco democrático profundizan la desafección popular (según últimas encuestas electorales, pierde un millón y medio de votantes desde el 26-J, la mayoría hacia la abstención pero una porción significativa a Unidos Podemos y sus aliados y otra hacia Ciudadanos).
El debate también es ‘científico’ y atañe a los expertos en ciencias sociales y comunicación. En esta época de post-verdad o simple positivismo engañoso, hay que ser riguroso en el análisis, en la interpretación de la realidad social y sus dinámicas. Los condicionamientos son numerosos. Pero el realismo es premisa básica para una estrategia de cambio operativa y, al mismo tiempo, ambiciosa. Además, cuanta más verdad se quiere esconder, más instrumentalización de los medios, más degradación ética y democrática y más necesidad hay de explicación racional y demostrativa de los diagnósticos y convicciones propias. Al final, la realidad de la gente, su experiencia y sus opiniones, vuelven al escenario social y político. El cambio es justo y posible.
La estabilización es frágil
Tras la etapa de indignación cívica y protesta social contra la gestión regresiva y autoritaria de la crisis sistémica, socioeconómica, institucional y territorial (2010-2014), y el prolongado ciclo electoral de más de dos años (2014-2016), se ha iniciado una nueva etapa política. El resultado de ese proceso y nuevo punto de partida ha sido un nuevo equilibrio institucional, derivado del desgaste del bipartidismo y la consolidación de una nueva representación política alternativa, con suficientes bases sociales e institucionales para porfiar en el cambio. Frente a ello se ha configurado una estrategia de normalización política y cultural que dé estabilidad al continuismo económico, institucional y territorial, aislando la dinámica y las fuerzas del cambio.
Mientras, en la UE, el poder liberal conservador dominante (con gran parte de las direcciones socialdemócratas) mantiene el rumbo de la austeridad y se desencadenan procesos disgregadores y xenófobos de la mano del populismo autoritario de extrema derecha; todo ello con las dificultades de las fuerzas progresistas y de izquierda para avanzar hacia una Europa más justa y democrática.
Son ciertos algunos factores que tienden a la estabilización política. Principalmente, son dos. Primero, la persistencia de una base electoral conservadora, acomodada y envejecida, en torno a un tercio de la población, con ventajas comparativas por la evolución económica y laboral. Segundo, la colaboración de la mayoría de la dirección socialista y su garantía de gobernabilidad del pacto de las derechas (PP y C’s), continuación de su determinación de frustrar la posibilidad de un Gobierno de progreso.
Sin embargo, ninguno de los dos aspectos es determinante. Hay un bloqueo institucional pero una disputa por la legitimidad social del cambio. La situación presenta algunas mejorías macroeconómicas pero sin revertir derechos perdidos, sociales y laborales, y con prolongadas, segmentadas y diversas consecuencias para la mayoría social. Me centro principalmente en los aspectos sociales y políticos, dejando al margen el factor desestabilizador del proceso independentista en Cataluña y el inmovilismo gubernamental ante las mayoritarias demandas democráticas de mayor capacidad decisoria y autogobierno.
La base social acomodaticia que ampara la representatividad de la derecha es significativa, pero sigue siendo minoritaria entre la población, aun contando con una parte de votantes de Ciudadanos, cuyo compromiso era con el ‘cambio sensato’ y cierta regeneración democrática. Y el aparato socialista cuenta con escasa legitimidad entre su militancia y su electorado para su aval a la gobernabilidad del Gobierno del PP, está muy alejado de su compromiso de ‘cambio seguro’ e incluso de una oposición verdaderamente útil para la mayoría ciudadana. Aunque ahora en las primarias necesita un distanciamiento relativo para evitar un desplazamiento militante hacia Sánchez.
Para taponar esas grietas, el bloque de poder liberal-conservador debe apostar por una fuerte presión política hacia la dirección del Partido Socialista, un gran despliegue mediático para persuadir o neutralizar a la gente descontenta y, sobre todo, un aislamiento de las fuerzas del cambio como componente transformador basado en la justicia social y la democratización. Hasta ahora han tenido un relativo éxito en el objetivo central de impedir la formación de un Gobierno de progreso, compartido y negociado con Unidos Podemos y sus aliados. No solo se ha confirmado la negativa de la dirección socialista, desde el principio tras el 20-D, a iniciar un proceso de transformación real y de colaboración con las fuerzas del cambio, sino que, a pesar de los apoyos recibidos en ayuntamientos y Comunidades Autónomas para desalojar al PP, ha acentuado su sectarismo contra Unidos Podemos y sus aliados, confirmando su actual aval a la estabilidad del Ejecutivo de Rajoy.
Todavía persiste la disputa sobre el relato de las causas y responsabilidades por el fracaso de un Gobierno de progreso en España y la conformación de cierta frustración en parte del electorado de ambos. El propio Pedro Sánchez, en su entrevista con Évole, periodista de la Sexta, tras su defenestración a primeros de octubre como Secretario General del PSOE, se encargó de dar verosimilitud a la versión de Unidos Podemos y convergencias: los poderosos de dentro y de fuera del PSOE lo vetaron. No se debía a la supuesta intransigencia o sectarismo de la dirección de Podemos, versión machacona de la dirección socialista y los principales medios, sino a la determinación estratégica del núcleo dirigente socialista, con el acuerdo de Ciudadanos, de garantizar el continuismo económico y territorial, neutralizar un cambio real de políticas, aunque fuese limitado, y marginar a Unidos Podemos y sus aliados.
Por tanto, la campaña sectaria desatada contra la dirección de Podemos, especialmente contra su Secretario General, Pablo Iglesias, no estaba justificada y solo tenía un significado destructivo para las fuerzas del cambio, que hizo cierta mella en una pequeña parte de su electorado que se abstuvo en el 26-J.
Tampoco es justa la versión intermedia, supuestamente equilibrada, del reparto por igual de responsabilidades a los dirigentes de ambas formaciones. Sánchez fue honesto en ello al señalar al entramado económico-político y la dependencia del aparato socialista como culpable de ese veto a un Gobierno compartido de progreso. Y habría que añadir la responsabilidad de la propia dirección socialista por su aceptación e impotencia para plegarse a esa estrategia de impedir el cambio político en España y profundizar la división de las fuerzas de progreso, con toda su repercusión para el futuro de España y la Unión Europea.
Es difícil que el Partido Socialista pueda ya desempeñar un papel dirigente en un cambio político e institucional de progreso. Los poderosos y su propio aparato pueden imponer su repliegue representativo y la subordinación a las derechas, en aras de defender los intereses continuistas de los poderes fácticos. Ello aplazaría el desalojo de las derechas y sería fuente de mayor frustración y desafección entre su base social.
Esa posible dinámica supone una responsabilidad especial para las fuerzas del cambio que, de momento, están lejos de conseguir, por sí mismas, los apoyos sociales suficientes para asegurarlo. Para desalojar a las derechas de las grandes instituciones públicas e iniciar un auténtico cambio, sigue siendo imperiosa la colaboración con otras fuerzas políticas de progreso, en especial un renovado Partido Socialista (o parte de él) con el que converger.
El crecimiento de las fuerzas del cambio
Según las tendencias electorales, el PSOE va acentuando su crisis de legitimidad ciudadana. Desde el año 2008 ha perdido a cinco millones de desafectos críticos de su gestión neoliberal y prepotente. Desde el 26-J, según las últimas encuestas, se añaden más de otro millón que irían mayoritariamente a la abstención. A ese segmento progresista y de izquierdas hay que acumular el millón de votantes en el 20-D de Izquierda Unida y Podemos y sus aliados que se abstuvieron. Si consideramos otro millón entre personas abstencionistas, nuevos electores jóvenes y algunos sectores nacionalistas de izquierdas o demócratas centristas hartos de la corrupción, tenemos una suma de unos tres millones de posibles votantes a las fuerzas del cambio de cultura democrático-progresista. El grueso se autoubica en la escala ideológica de izquierda-derecha (entre 1 y 10), en los segmentos 4 (izquierda moderada) y 5 (centro progresista).
Esos sectores recalan hoy, sobre todo, en la abstención. Tienen cierta orfandad representativa. Fundamentalmente, se pueden inclinar y están en disputa entre, por un lado, Unidos Podemos y convergencias y, por otro lado, un nuevo Partido Socialista que pudiera detener su hemorragia y adquirir mayor credibilidad, reto cuyo resultado está por ver. Sin descartar otras posibles vías o intentos de agrupamiento político para representar esa franja intermedia entre ambos bloques o, simplemente, sin capacidad para superar el cierto desapego y la falta de confianza hacia las fuerzas del cambio.
Hoy por hoy, con las actuales variables, ese campo de tres millones de electores, con actitudes progresistas y de izquierda, es el más susceptible de transformación e influencia de las fuerzas del cambio para ensanchar sus apoyos electorales, aspirar a medio plazo (2019-2010), al menos, a unos siete millones de votantes y una media del 30% de representación electoral. Ello les posibilitaría un papel determinante en las principales instituciones territoriales y gubernamentales y, desde una posición unitaria, hegemonizar la dinámica de un cambio de progreso. Aunque todavía el ‘ganar’ deberá ser compartido y negociado con otras fuerzas progresistas, sean del ámbito nacionalista o socialista.
No obstante, esa cristalización electoral y su reflejo en la composición y representatividad institucional, depende del largo camino de los dos próximos años: la experiencia popular en la polarización socioeconómica, la diferenciación cultural frente al conservadurismo y la participación cívica en el conflicto social y político, así como por la adecuación estratégica y la credibilidad de los discursos y liderazgos de las fuerzas progresistas, alternativas y de izquierda.
En definitiva, aparte de la colaboración socialista para la continuidad del Gobierno de Rajoy, en algunos segmentos de la ciudadanía, cuantificados en un tercio, se consolida su consentimiento a esta inercia de estabilidad institucional. Pero la tendencia cívica dominante sigue siendo la del descontento popular por los efectos de la crisis socioeconómica y las políticas de austeridad, la reafirmación en los valores democráticos y de justicia social y el apoyo a una opción de progreso. Por tanto, hay bases sociales suficientes susceptibles de seguir apoyando un proyecto de cambio sustantivo.
La pugna ideológica y cultural es generalizada y continuada y tiene implicaciones políticas. A pesar de la presión política y mediática por la normalización, la persistencia mayoritaria de esa mentalidad crítica y progresiva impide la hegemonía de la dinámica restauradora del entramado de poder económico-político. Su pretensión es el cierre al cambio institucional de progreso, la incorporación plena del Partido Socialista al continuismo estratégico y la neutralización de la dinámica y las fuerzas del cambio. Pero ese plan normalizador no tiene la hegemonía sociopolítica y cultural entre la ciudadanía. La normalización no tiene suficiente consenso social y la tendencia de cambio no se ha consolidado en el ámbito institucional. La pugna continúa.
26-J: nueva oportunidad para el cambio
Antonio Antón
Publicado en Público, Nueva Tribuna y Catalunya Press (10-5-2016), Rebelión (11-5) y Pensamiento Crítico (20-5)
Para el 26-J la ciudadanía tiene dos nuevos hechos relevantes para incorporar a la decisión sobre su voto y avalar el proyecto de país que prefiere. El primero, la actuación de las distintas formaciones políticas para iniciar o bloquear un nuevo ciclo político de cambio. La pugna por la interpretación del significado de ese cambio y su representación y legitimación es crucial. El segundo, la probable y deseable mayor confluencia entre las fuerzas alternativas, en particular, el acuerdo para la presentación electoral conjunta de Podemos y sus actuales alianzas (En Comú Podem, En Marea, Compromís y otros como Equo) con Izquierda Unida-Unidad Popular (ampliable también con algunos como MES balear, Chunta aragonesista o Batzarre navarro), así como con personalidades de varios ámbitos profesionales y sociales. La diversidad, complejidad e importancia de esta articulación unitaria y su impacto electoral merece también una reflexión.
El fracaso del inmovilismo y el continuismo vestido de cambio
En primer lugar, los resultados electorales del 20-D ofrecieron la posibilidad de dejar atrás la gestión autoritaria y antisocial del PP y asegurar un cambio institucional de progreso. El fin del bipartidismo y la emergencia de Podemos y sus aliados permitía un acuerdo entre fuerzas progresistas para un cambio real de las políticas regresivas que constituyen la causa fundamental del agravamiento de la situación de la mayoría social. Esa oportunidad se ha perdido en esta breve y fallida legislatura. La capacidad de bloqueo de las derechas (PP y C’s) era importante, pero no era decisiva. Frente al continuismo inmovilista del PP y el continuismo renovado de C’s, había otra opción, ampliamente respaldada por la mayoría de la gente: el cambio.
Es patente la responsabilidad de la dirección del Partido Socialista por no querer romper con esa inercia liberal-conservadora y avanzar por la senda del cambio, cuando hay una base social y parlamentaria suficiente: ha renunciado a un Gobierno de Progreso, pactado con Podemos y sus aliados, con un programa compartido de cambio real y una composición gubernamental equilibrada con la Presidencia para Pedro Sánchez. Su pacto con Ciudadanos expresa su apuesta por el continuismo político, económico, europeo y territorial, su interés por conseguir solo un recambio de élites gubernamentales para ensanchar su poder sin asegurar mejoras para la gente y su objetivo de reforzarse a costa de debilitar a Podemos. La disponibilidad del PNV, CC u otras fuerzas nacionalistas para evitar el bloqueo inmovilista de las derechas era evidente y la ha desechado.
Su alternativa, desde el principio, consistía en doblegar a Pablo Iglesias y su equipo: bien imponiéndole la exigencia de un apoyo incondicionado a la investidura de Pedro Sánchez y su plan continuista con Albert Rivera, bien promoviendo su división y desprestigio apoyándose en una gran campaña mediática. Su operación Gran Centro, con el liderazgo compartido con Ciudadanos y los poderes económicos y europeos, perseguía impedir en España el ‘riesgo’ del cambio real, político y socioeconómico, que alimentase la resistencia democrática en otros países, así como mantener su inercia irrespetuosa con la plurinacionalidad.
Al mismo tiempo, su oposición a pactar con el PP, lamentablemente, tiene poca consistencia y limitado recorrido, tal como aventuran algunos de sus propios barones. Hay que interpretarla no como un giro de izquierdas para facilitar un gobierno progresista; es una táctica obligada para ganar autonomía ante la derecha, aumentar su diferenciación retórica, frenar la sangría de desafectos por su izquierda e intentar desactivar a Podemos y sus exigencias de derrotar a las derechas y sus políticas.
Toda la estrategia del PSOE para garantizar un continuismo político y económico, de la mano de Ciudadanos, con solo un recambio de élites gubernamentales y la neutralización de la dinámica cívica de cambio sustantivo, ha constituido un fracaso. No han podido doblegar a Podemos y el resto de fuerzas alternativas para que aceptasen una posición subordinada para apoyar la simple continuidad de similares políticas sociales, económicas y fiscales. Tampoco encaraban la necesaria democratización política y constitucional, una auténtica regeneración institucional, la modernización económica y productiva, una salida democrática al conflicto en Cataluña o una orientación más justa y solidaria para la construcción europea. La incógnita es si este plan ha beneficiado significativamente o no a Ciudadanos en su reequilibrio respecto del PP. Pero las opciones de la suma de las derechas no parece que hayan descendido.
Las bases de Podemos han acertado en no avalar ese plan continuista y exigir un auténtico Gobierno de Progreso (a la valenciana) y de cambio real. Su dirección ha sido realista al moderar su programa transformador, en aras de un posible acuerdo programático intermedio, y admitir un gobierno bajo la presidencia socialista, aunque con proporcionalidad representativa, equilibrio en la gestión y garantías de su cumplimiento.
Pero la contundencia del plan socialista ha quedado clara. No admiten la representatividad de los seis millones de votos a favor de un cambio sustantivo, no quieren reconocer esa demanda de cambio, incluida la de su base social, y se empeñan en manipularla, esconderla y marginarla. Solo reconocen a Podemos y las fuerzas afines como apéndices de su plan y su gestión. Denota prepotencia y escasa sensibilidad democrática.
El Partido Socialista tiene un carácter ambivalente. La mayoría de sus más de cinco millones de votantes prefiere un cambio, lento, moderado o seguro, pero un cambio positivo para mejorar la situación de la gente, no para consolidar los retrocesos impuestos. Había margen para un gobierno de coalición progresista y un programa intermedio compartido. No obstante, en su dirección, ha prevalecido su compromiso con los poderosos y su plan continuista, el vértigo a la confrontación con ellos, el miedo a representar las demandas populares de justicia social y democratización. Ha privado a la ciudadanía española la posibilidad real de iniciar ya un camino de cambio. La frustración social por no aprovechar esa oportunidad parece que le puede pasar factura, por mucha campaña sectaria y manipuladora para presentarse como garantía de ‘su’ (re)cambio. Intenta externalizar hacia Podemos su responsabilidad por desaprovechar esta ocasión, con resultados electorales dudosos.
La segunda oportunidad
Ahora viene la segunda oportunidad. El desafío es importante: ganar a las derechas, derrotar la estrategia autoritaria y antisocial de la austeridad, garantizar un Gobierno de Progreso, de cambio real y democratizador, e iniciar una política favorable para la mayoría social.
Las fuerzas partidarias de un cambio consecuente, aun con el objetivo de conseguir una mayoría relativa, están lejos de una hegemonía representativa entre la mayoría ciudadana. Su avance electoral es posible; en el mejor de los casos, la referencia orientativa de siete millones de votos, cerca del 30% del electorado y en torno a un centenar de diputados, sería un gran éxito. No obstante, todavía no garantizaría la configuración de un Gobierno auténtico de Progreso, ni sería determinante para persuadir al PSOE; tampoco es previsible su hundimiento. Podemos admite, de forma realista, que ellos solos (con todas sus confluencias e IU-UP) no van a tener la suficiente representatividad electoral y fuerza sociopolítica para asegurar el cambio institucional que abra este nuevo ciclo político. Así, expresa su oferta de colaboración con el PSOE para negociar un plan común de cambio sustantivo y gestión compartida.
Por tanto, es imprescindible que la dirección socialista se comprometa a negociar, en plan de igualdad, con Podemos y sus aliados, ese cambio de ciclo. Su materialización es dudosa. Veremos si supera sus actuales inercias y vínculos con el poder establecido. Se juega la renovación del proyecto socialdemócrata o su declive continuado. Pero, lo más importante, en su mano puede estar su colaboración para una gran coalición liberal-conservadora-socioliberal o para una coalición progresista, garantía de avance social y democrático. El distinto impacto para las condiciones de vida de las capas populares es evidente, así como los efectos en la rearticulación del mapa político y las expectativas sociales. La apuesta por el desempate, con la victoria progresista, es imprescindible.
El 26-J despejará el nuevo escenario y la determinación por una de las dos opciones: continuidad (renovada) y cambio (real, aunque sea limitado). Lo que parece no tiene futuro es el continuismo vestido de cambio. Cualquier opción, una vez acabado este prolongado ciclo electoral, señalará la necesidad y las características del ajuste de estrategia política de Podemos y las confluencias. El objetivo seguirá siendo forzar el necesario giro democratizador y de justicia social que demanda la mayoría social, junto con la ampliación y el fortalecimiento del campo progresista. La diferencia será el peso y el tipo de combinación de, por una parte, la gestión institucional del cambio y, por otra parte, y en mayor medida si no se accede al Gobierno o a otras mayorías parlamentarias, la oposición política y la activación popular frente al continuismo.
Tras los nuevos resultados electorales habrá que volver sobre ello. Ahora solo cabe ampliar la oportunidad para desalojar a las derechas del poder y facilitar el cambio institucional con una amplia participación activa en este proceso. Y una de esas claves es la mejora del discurso y el liderazgo, así como la mayor convergencia del conjunto de fuerzas alternativas.
La deseable unidad de las fuerzas del cambio
En segundo lugar, la otra novedad relevante es la deseable mayor unidad de las fuerzas del cambio. Podemos, como formación mayoritaria, tiene una responsabilidad principal en la articulación de toda la diversidad existente en las distintas confluencias y, en especial, con el acuerdo con Izquierda Unida-Unidad Popular. No es tarea fácil, pero es imperiosa para afrontar en mejores condiciones el desafío histórico (similar quizá, en su dimensión, al de la transición política) de esta nueva oportunidad de cambio, construida por el actual ciclo de movilización ciudadana por un proyecto de país más justo, avanzado y democrático y representada por una nueva configuración de la élite política y asociativa.
Señalamos algunas reflexiones iniciales. Entre estas fuerzas progresistas existen culturas políticas y organizativas muy distintas, con valores y deficiencias muy desiguales. El esfuerzo unitario e integrador, con un talante democrático, participativo y respetuoso con el pluralismo, es determinante. La tolerancia ante la diversidad, el reconocimiento de las mejores aportaciones, el acuerdo básico ante las discrepancias e intereses contrapuestos, son imprescindibles. No solo para articular un pacto programático básico y un reparto consensuado de responsabilidades y cargos institucionales. Sino, sobre todo, para avanzar en la construcción de un sujeto político a la altura del reto que exige la situación y la gente.
Existe una ventaja respecto de antes del 20-D. Un mayor sentido de la realidad de la representatividad social y electoral de cada cual (en votos y en escaños) y, por tanto, del impacto y legitimidad de unas propuestas u otras, de unos líderes u otros, de unos mensajes u otros. Hay más datos objetivos sobre el valor y la capacidad de cada cual para trasladar a los demás lo mejor de cada experiencia y trayectoria y articular las orientaciones del conjunto. La interpretación acabada o consensuada es difícil, pero el realismo ayuda a racionalizar. Sin embargo, ese ejercicio todavía necesita finura, altura de miras y capacidad integradora.
Tenemos otra ventaja, poder articular el sentido de pertenencia de todo el conglomerado a través de la experiencia y la participación en una dinámica colectiva y con un proyecto común de mucho impacto e interés general. La implicación y la participación, mayor en la gente más activa pero que llega a los varios millones de personas que comparten este desafío del cambio, es fundamental para construir una identidad colectiva, un nuevo sujeto unitario y transformador, admitiendo la particularidad de cada grupo político. Es la experiencia compartida en la defensa de unos intereses comunes de la mayoría social la que facilita los lazos de solidaridad y pertenencia, respecto de un proceso igualitario, democrático y emancipador.
Las ideas clave, los discursos y las alternativas deben estar conectados con la experiencia sociopolítica y cultural del movimiento popular en España, en este contexto de crisis. Se han reforzado desde el movimiento 15-M de 2011: la democracia y la igualdad o justicia social. Se oponen al autoritarismo institucional y la desigualdad y regresión social y económica. No son valores éticos o político-ideológicos transversales. No caben puntos intermedios o eclecticismos. Se pueden, y de hecho lo han hecho, rellenar de puntos programáticos para articular un proyecto básico de país. Constituyen una diferenciación con el proyecto liberal-conservador de las derechas y el socio-liberal del centrismo socialista y, por supuesto, frente a la involución de la derecha extrema autoritaria y xenófoba. Parten de los derechos humanos y definen una cultura progresista, con fuerte contenido social, cívico y democrático.
La democracia es un pilar básico: las libertades civiles y políticas, la regeneración y democratización institucional -también la europea-, el respeto a la opinión y demandas de la ciudadanía –incluida la consulta ante opiniones distintas como en Cataluña-, etc. La igualdad (social y de género…) o la justicia social es el otro: el plan de emergencia o rescate ciudadano, la defensa de los derechos sociales y laborales, la reversión de los recortes, un Estado de bienestar avanzado, un plan económico activador del empleo decente, la modernización del aparato productivo o una fiscalidad progresiva…
Ambos discursos confluyen en una democracia social, un proyecto avanzado de país y de Unión Europea, dentro de las mejores tradiciones progresistas europeas, y contrario al modelo autoritario y regresivo que el poder liberal-conservador está imponiendo, en particular para el Sur europeo.
La democracia (o el republicanismo cívico según Fernández Liria) y la igualdad (de acuerdo con Ch. Mouffe) son elementos sustanciales de una dinámica popular emancipadora. Y son constitutivos de las mejores tradiciones ilustradas, progresistas… y de las izquierdas. Son valores comunes, centrales para una confluencia política, que pueden servir de cemento, unión e identificación.
En definitiva, la experiencia popular compartida en la pugna y la realización del cambio político, así como el desarrollo de un discurso democrático, una cultura cívica y unas propuestas vinculadas a la defensa de la mayoría social, son mimbres imprescindibles para consolidar una nueva fuerza política, diversa pero unitaria, necesaria para articular una representación institucional y estimular la participación activa de la ciudadanía.
El impacto del movimiento 15-M
Antonio Antón
Editado en Público el 17 de mayo de 2016
(Una entrevista similar ha sido editada por la emisora italiana de Radio "Popolare", el 16-5-2016)
El quinto aniversario del movimiento 15-M es una buena ocasión para responder a algunas cuestiones sobre su impacto y sus particularidades.
¿Cuál es el legado de los indignados?
Un cambio a gran escala de la actitud y las mentalidades de la mayoría social: sí se puede cambiar las cosas, frente a la resignación o simple adaptación, promovida por el poder establecido. Se ha generado otra dinámica ciudadana con nuevas expectativas de cambio sobre otra política económica, más social y a favor de las capas populares, y otra gestión política, más democrática. Su impacto político es una mayor participación cívica, especialmente juvenil, en los asuntos públicos. No es un movimiento antipolítico, sino todo lo contrario. Finalmente, todo ese ciclo de protesta social ha favorecido la conformación de un electorado indignado progresista, en torno a Podemos y sus aliados, con un reajuste de la representación social y político-institucional que ha cambiado el sistema político del bipartidismo.
Esta corriente social indignada ha supuesto la expresión y la reafirmación de los valores democráticos y de justicia social, especialmente entre los jóvenes (y de mediana edad). La indignación se produce contra los costes desiguales e injustos de la crisis social y económica, cuyo mayor responsable es el poder económico-financiero especulativo, y frente a la gestión regresiva y autoritaria por parte de la clase gobernante, primero del Partido Socialista y luego del Partido Popular.
Por tanto, esta indignación cívica supone un cuestionamiento de la estrategia de austeridad dominante en la Unión Europea, y una deslegitimación de una élite institucional que ha roto con el contrato social y sus compromisos democráticos con la ciudadanía.
¿El salto a la política ha producido resultados o ha desvirtuado el movimiento?
El movimiento social, como participación más activa en todo un ciclo de la protesta colectiva, es más amplio, diverso y complejo que el movimiento 15-M que lo simboliza. Abarcaba a numerosos colectivos y dinámicas concretas, incluyendo las diversas mareas ciudadanas, la plataforma contra los desahucios o el propio movimiento sindical con tres grandes huelgas generales. Su legitimidad había alcanzado, en esos dos años de mayor movilización (2011-12), a más del 60% de la población que, según diversas encuestas de opinión, avalaba su actuación y sus objetivos globales. Su intensidad movilizadora había iniciado su declive antes del año 2014. No obstante, se había conformado ya un amplio campo sociopolítico, diferenciado de la socialdemocracia que perdió ya 4,3 millones de votos en las elecciones generales de 2011. En esos años había cierta orfandad representativa de esa ciudadanía indignada en el ámbito político-institucional.
Pero en la primavera del año 2014, con las elecciones europeas de mayo, se inicia este prolongado ciclo electoral de dos años que cambia el marco sobre el que se articulan las expectativas populares del cambio. Hay una oportunidad para trasladar los objetivos globales de esa ciudadanía activa (contra los recortes sociales y por mayor democracia) al ámbito electoral e institucional. Se inicia un nuevo ciclo pasando por las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015 hasta las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 y 26 de junio de 2016.
La apuesta por esta vía política es acertada y positiva. La dinámica de cambio necesitaba una nueva representación institucional; es el reflejo del éxito de Podemos y sus aliados que llegan hasta el 25% del electorado. El movimiento, como dinámica de protesta social en la ‘calle’, ha pasado a un segundo plano, ante la expectativa del cambio por la vía electoral-institucional. Es normal esa modificación en la gente crítica de prioridades y dinámicas. La cuestión es la complementariedad y la interacción entre ambos espacios, según qué contextos. Es necesaria, por un lado, una activación cívica en el ámbito sociopolítico y cultural y, por otro lado, la ampliación de la buena gestión institucional.
Tras el 26 de junio se despejará la doble hipótesis de un gobierno continuista o de cambio y progreso. De acuerdo con los resultados de acceso o no a la gestión gubernamental de las fuerzas del cambio, en el marco de un gobierno de coalición progresista, se volverá a tener que reajustar la estrategia y la relación entre las dos dinámicas, institucional y social. Será muy distinto si hay un Gobierno de gran coalición, liberal-conservador que emprende una línea continuista. En ese caso habrá que realizar una amplia labor de oposición social y política, un prolongado trabajo crítico, cultural y de activación cívica, junto con la gestión ejemplar en los ámbitos (locales) con responsabilidad institucional. Por tanto, habrá que arbitrar una acción política doble y más compleja, de movilización en el campo sociopolítico y cultural, de oposición política y parlamentaria (incluido en el ámbito europeo) y de gestión institucional en ámbitos limitados, valorando la dimensión transformadora que se puede implementar desde cada ámbito y en el conjunto.
¿Existe una indignación de derechas?
Con el concepto de ‘indignación’ definimos una actitud crítica con los poderosos o la minoría oligárquica, de los de abajo frente a los de arriba. Es progresista en lo socioeconómico y democrática en lo político-institucional. Es decir, el malestar popular y la indignación cívica van dirigidas contra las políticas regresivas, antisociales y autoritarias del poder liberal-conservador de las derechas y también del consenso socioliberal de la mayoría de los aparatos de los partidos socialistas europeos.
Eso no significa que no haya gente que se auto-ubique ideológicamente en la derecha, que haya compartido esta dinámica de exigencia de regeneración democrática y se haya opuesto a los recortes sociales. No obstante, la base principal de esta corriente indignada, alguna no muy ideologizada, es de izquierdas y de centro progresista, y de gente trabajadora y precaria y de capas medias empobrecidas, no de ricos.
En otro plano están los procesos de movilización reaccionaria, xenófoba o de nacionalismo antieuropeo promovidos desde la derecha extrema en varios países europeos. Es otra dinámica distinta y muy problemática que en España se ha neutralizado. No conviene asociar los dos procesos con el mismo nombre, ya sea ‘indignación’ o ‘populismo’, cuando su significado político y ético es antagónico. Uno es de carácter democrático-igualitario-solidario y el otro es de carácter autoritario-regresivo-segregador.
¿Por qué no se han expandido en Europa estos movimientos indignados?
No se han expandido tanto, sobre todo en otros países del centro y el norte europeos, por cuatro factores:
Primero, por la gravedad de la crisis en España y el Sur europeo. Así, aparte de España, se han desarrollado más en Grecia y Portugal y, en otro sentido, más contradictorio, en Francia e Italia; y habría que añadir la reorientación hacia la izquierda en el laborismo del Reino Unido.
Segundo, por el vigor y la amplitud en España de una ciudadanía activa progresista, de su capacidad asociativa y articuladora, con una fuerte cultura cívica, ya demostrada en otros periodos, como en las movilizaciones contra la guerra de Irak en el año 2003.
Tercero, la amplia desafección política hacia el Partido Socialista, su proyecto socioliberal, su gestión gubernamental regresiva y su ruptura con gran parte de su base social por el incumplimiento de sus compromisos electorales. Su falta de credibilidad social es profunda y duradera, en ausencia de una fuerte renovación y reorientación estratégica, y no le permite recomponer su capacidad representativa.
Cuarto, por el difícil traslado de la dinámica social al campo político-institucional, para el que hay que conformar una nueva élite política, con suficiente credibilidad ciudadana y capacidad representativa y articuladora. Ello es necesario para reforzar a su vez ese campo sociopolítico autónomo y los distintos movimientos sociales. Aquí, en España, se ha avanzado con la rápida consolidación del fenómeno Podemos y sus confluencias y la convergencia con Izquierda Unida-Unidad Popular, como opción política alternativa al bipartidismo tradicional. Sin embargo, existe el reto de su consolidación y ampliación, más si lo vinculamos al imprescindible desafío del cambio en el marco europeo hacia una Europa más justa, democrática y solidaria.
Movimiento 15 M: De la indignación a la acción colectiva
Antonio Antón
Reedición en Nueva Tribuna (16-5-2016) de la suma de dos artículos publicados en junio de 2011.
El movimiento 15-M representa una significativa respuesta colectiva a dos de los problemas más importantes que tiene actualmente la sociedad: las consecuencias sociales de la crisis económica con la precariedad laboral y el paro masivo, particularmente juvenil, y el distanciamiento del sistema político e institucional de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. La persistencia, profundidad e interrelación, de esos dos elementos ha generado una profunda indignación popular que se ha transformado en acción colectiva. La crítica se dirige contra los responsables de la crisis económica y de empleo y los gestores de una política liberal-conservadora que no ofrecen una salida justa a esta situación, ponen el acento en el recorte de los derechos sociales y laborales y se subordinan al dictado de los grandes poderes económicos y financieros.
Esta acción colectiva está incrustada en la indignación ante la grave situación actual y la exigencia de responsabilidades a los poderosos, rechaza los discursos legitimadores dominantes y se rebela contra el fatalismo y la impotencia. Refleja la amplitud y profundidad de una conciencia popular crítica contra esa dinámica y refuerza la esperanza de cambio. Sus objetivos apuntan a cambios profundos en esos dos ámbitos entrelazados: una gestión social y progresista de la crisis socioeconómica y mayor democracia. Esta fase de movilizaciones ya ha tenido unos resultados positivos y ha alcanzado unos objetivos básicos. De su consolidación y desarrollo dependerá la dimensión de sus efectos de fondo y a largo plazo. Veamos algunas de sus características.
Un movimiento social democratizador, pacífico y sociopolítico
Primero, es una movilización de carácter social y progresista que defiende los intereses de capas desfavorecidas y con mayores incertidumbres laborales, la gente precaria y parada, y plantea unas propuestas sociales y económicas basadas en el refuerzo del acceso a un empleo decente, los derechos sociales y laborales y una mejor distribución de la riqueza. La masividad y la persistencia del paro y la precariedad laboral, particularmente juvenil, la presión y autoritarismo empresarial y la falta de credibilidad de las políticas públicas para superarlos configuran un punto central de su indignación y del apoyo social recibido.
Segundo, es un movimiento democratizador, en un doble sentido. Por un lado, denuncia ese déficit democrático de la gestión dominante de la política socioeconómica que, salvo matices, comparten las instituciones políticas españolas y europeas. Así, exige al sistema político una mayor vinculación a los deseos y opiniones de la sociedad, la no subordinación de la política a los mercados financieros y el fortalecimiento de la democracia. Por otro lado, señala las insuficiencias democráticas del sistema de representación electoral y los privilegios y corruptelas de parte de la clase política, reclama una regeneración democrática con mayor adecuación representativa, honestidad de los políticos y transparencia de las instituciones y promueve la participación activa de la ciudadanía.
En tercer lugar, es un movimiento pacífico, profundamente democrático y solidario y de composición fundamentalmente juvenil. La mayoría de jóvenes, incluido los ilustrados y con mayor nivel educativo, sufren un bloqueo cuando no un retroceso en sus expectativas laborales y profesionales y, por tanto, en sus proyectos de vida. Se ha producido una acumulación de tres dinámicas: frustración social; representación de opiniones y aspiraciones de amplios sectores populares alternativas a las del poder establecido, y voluntad de cambio con mecanismos adecuados para facilitar su expresión democrática. Sus adversarios –los poderosos- son muy fuertes institucionalmente y la forma de enfrentamiento debía evitar –o disminuir- la tergiversación mediática y el aislamiento popular y reflejar la fortaleza propia: la difusión de sus mensajes para conseguir unos apoyos masivos, una gran legitimidad democrática. Era esencial evitar la violencia o la represión del movimiento, reafirmar sus mecanismos pacíficos y democráticos y consolidar la simpatía de la mayoría social, frente a la ilegitimidad de muchas medidas adoptadas por el sistema político –Gobierno, Parlamento y UE- que es su principal debilidad. Su instrumento, tras la gran manifestación del 15-M, han sido las acampadas como demostración de firmeza y compromiso de miles de activistas, foco de participación, debate, decisión y comunicación de la ciudadanía más activa (varias decenas de miles) y, además, canal de simpatía y solidaridad de gran parte de la sociedad (según encuestas de opinión más del 70% de la población están de acuerdo con algunas de sus medidas y aprueban sus actividades, porcentaje que aumenta entre la gente joven y los votantes de izquierda).
En cuarto lugar, este movimiento tiene un carácter transversal y sociopolítico, sin ser partidario. Se ha constituido y puede ampliar su función como plataforma ciudadana sociopolítica. Su inserción en ciudades, pueblos y barrios favorece esa articulación desde abajo y descentralizada y su conexión con el resto del tejido asociativo. Supone un cuestionamiento de la clase política dominante y sus principales políticas regresivas y expresa la exigencia de un importante cambio social: la orientación liberal de las políticas económico-sociales y las deficiencias de legitimidad del sistema político. Por tanto, tiene una dimensión política, estimula y encauza la participación ciudadana en asuntos públicos fundamentales; pero no tiene una definición partidaria ni electoral concreta ni está subordinada a ello. No es una movilización sectorial o una suma de demandas particulares. Expresa una aspiración de reforma profunda de la dinámica socioeconómica y laboral y de fortalecimiento democrático con mayor papel de la ciudadanía en la configuración del sistema político, sus instituciones y sus políticas. En ese sentido, se puede asociar a las posiciones más progresistas de la izquierda social y otros grupos sociales frente a las políticas de ajuste y austeridad, por un aparato productivo y económico más avanzado, sostenible y justo, así como la defensa de un modelo social y un Estado de bienestar más democrático e igualitario.
Final de una fase del movimiento y comienzo de otra
Este proceso ha tenido, hasta ahora, dos fases: primera, la conformación de la indignación popular hasta la cristalización del movimiento con la gran manifestación del 15-M; segunda, una expresión pública colectiva en numerosas ciudades como foco de denuncia, capacidad de propuestas alternativas y polo simbólico y convergente de voluntad de cambio; se ha producido, fundamentalmente, con una presencia física masiva en el espacio público –acampadas, asambleas y concentraciones-, acompañada por la utilización generalizada de nuevas redes sociales y de comunicación. Esta segunda etapa, de casi un mes, se está agotando y se abre paso la necesidad de comenzar una tercera fase que permita la continuidad de la acción colectiva tras esos objetivos globales. Veamos brevemente las características de este proceso y los logros conseguidos para definir mejor lo que falta por hacer y las perspectivas.
La dinámica de maduración y expresión de este movimiento está incardinada en dos elementos fundamentales antedichos: la persistencia del estancamiento económico y del empleo con graves consecuencias sociales y la desconfianza popular en unas políticas y unas instituciones que no ofrecen una respuesta social sino que se doblegan ante los mercados financieros. Esa conciencia ciudadana se va consolidando a lo largo del año 2010. Por un lado, se produce mayor indignación por el bloqueo de las trayectorias laborales y sociales, la aparición de nuevas brechas sociales y las tendencias de retroceso del bienestar y la seguridad socioeconómica. Por otro lado, se genera una profunda decepción con la gestión del gobierno socialista –particularmente tras su giro antisocial de mayo de ese año, amparado en las medidas conservadoras europeas- que rompe sus compromisos sociales y se vuelca en una gestión impopular de la política socioeconómica que, según encuestas de opinión, rechaza la mayoría de la ciudadanía. Incluso tras la huelga general del 29 de septiembre –con unos cinco millones de huelguistas y más de dos tercios de la ciudadanía que rechazaban la reforma laboral y las medidas gubernamentales- el Gobierno no rectifica y reafirma su política. El siguiente recorte relevante de derechos sociales es el de las pensiones públicas que también es rechazado por la mayoría de la sociedad; esto a pesar del aval de los dirigentes sindicales mayoritarios que con su firma disminuyen su prestigio y liderazgo ciudadano, debilitan su capacidad alternativa a esa política impopular y abren una brecha de desconfianza con parte de la izquierda social y sus propias bases.
El Gobierno socialista, particularmente, desde mayo de ese año, con los planes de ajuste fiscal y la reforma laboral se coloca en una vía de recortes antisociales, sin legitimidad ciudadana, y sin que haya signos relevantes de reactivación económica y del empleo. La Unión Europea aprueba políticas de ajuste y recorte de derechos, con una gestión institucional (UE-Gobiernos) liberal-conservadora de la crisis y con un reparto desequilibrado e injusto de sus costes, particularmente en España (y otros países periféricos). Hay un descrédito de los intentos de justificación de esa política (inevitabilidad, lo menos malo, culpabilidad a la sociedad, neutralidad técnica) y se resquebraja la legitimidad del poder establecido. Frente a la buscada resignación popular los poderosos reciben el rechazo social a esa política regresiva, junto con la llamada desafección y desconfianza en el partido socialista por su gestión gubernamental. El poder financiero y económico, amparado por la desregulación y la pasividad de los gestores institucionales, aparece como causante de la crisis y ganador, junto con la hegemonía de la derecha europea. Las capas populares son los perdedores injustificados con imposición de nuevos sacrificios, mientras la socialdemocracia se pone del lado del poder establecido con pequeñas diferencias con la derecha política.
Por otro lado, esa mayoría social crítica con las políticas de austeridad había contado con una importante representación y encauzamiento de su malestar a través de la acción de los sindicatos, particularmente con la huelga general del 29-S que suscitó apoyos de la mayoría popular a sus objetivos. No obstante, el giro de los dirigentes sindicales al renunciar a exigir de forma firme y prolongada una rectificación profunda de esa política regresiva y avalar en febrero los recortes de los derechos de las pensiones futuras, además de constituir un error estratégico, es visto como un mayor desamparo por gran parte de la ciudadanía descontenta e indignada. Esa actuación de los aparatos sindicales mayoritarios tiene dificultades de legitimación social y el vacío representativo producido, lejos de afianzar el pesimismo y la fragmentación del descontento social, da pie a la oportunidad de que el fuerte malestar existente se exprese por otra vía autónoma.
La persistencia de la crisis, la falta de credibilidad institucional sobre su salida inmediata, el rechazo a su gestión antisocial, la desafección hacia la clase política, junto con la ausencia de otros grandes movimientos o grupos sociales que encaucen esa profunda indignación, confluyen en mayo con ocasión de la campaña electoral. Una iniciativa adecuada y en el momento oportuno de varios grupos de jóvenes, con poca estructura organizada, se conecta con la conformación de esa profunda indignación popular, y cristaliza el movimiento. Así, se introducen en el debate público los auténticos problemas de fondo de la ciudadanía, y se genera un polo representativo del descontento y las aspiraciones populares de cambio que condiciona la agenda mediática y política.
Ese largo proceso de maduración se transforma en acción colectiva permanente durante casi un mes; se desarrolla su componente expresivo, se divulgan sus objetivos generales, se fortalece una conciencia popular crítica y se amplía la simpatía ciudadana hacia ellos. Se completa el movimiento con una mayor descentralización e implicación en barrios y ciudades y un desarrollo programático y de propuestas sectoriales. La clase política, dentro de su perplejidad, intenta contenerlo, desprestigiarlo o ningunearlo. No puede atacarlo frontalmente sin riesgo de perder todavía más parte de su credibilidad social.
El paso de la frustración (pérdida de esperanza) al descontento (desagrado) y hasta la indignación supone una valoración ética del carácter injusto de esa dinámica y su gestión política. Refleja un avance en la conciencia social y democrática como antesala a la exigencia de cambio. El paso a la acción colectiva democrática y solidaria se produce al considerar una parte de la ciudadanía que los motivos de la indignación son graves, profundos y duraderos y los mecanismos institucionales son insuficientes o están bloqueados. La prolongación de esa doble dinámica económica y de gestión política, el agravamiento de sus consecuencias sociales y el agotamiento de las expectativas de una salida institucional justa es un motivo de fondo para dar continuidad a la indignación, la protesta colectiva y la exigencia de cambio social.
Por tanto, el paso a la acción colectiva progresista se produce cuando se consolida esa indignación, aumenta la desconfianza en las respuestas del sistema político y se legitima la necesidad de la movilización social para exigir cambios. En esa situación se acumula una coyuntura de especial relevancia política –las elecciones municipales y autonómicas-, junto con la conformación de una élite decidida, con una orientación acertada de las dos grandes cambios o reformas: democratización del sistema político -democracia real ya-, como adecuación de las decisiones institucionales a la voluntad de la mayoría de la sociedad, imponiéndose a los ‘mercados’; y otra política y gestión más justa ante la crisis económica. Además, aciertan con un sistema de expresión popular (manifestación del 15-M, acampadas con concentraciones masivas y simpatía popular) y la comunicación generalizada y en red.
Este distanciamiento crítico tanto de los partidos de derecha como del partido socialista, constituye una brecha de desconfianza de parte de la ciudadanía hacia el sistema político que marca profundamente la identidad de este movimiento. Supone intentar la superación de la orfandad popular respecto de la representación institucional. Así, el déficit democrático del sistema político sólo se puede resolver mediante la rectificación de esas medidas y el respeto de la clase política a esas demandas populares mayoritarias –según las encuestas de opinión, si hubieran sido objeto de consulta mediante referéndum no habrían contado con la aprobación popular-. Sólo así se incrementará la legitimidad de las instituciones políticas y se fortalecerá la democracia. Pero lejos de escuchar y tomar nota, las derechas y particularmente el partido socialista con un evidente retroceso de apoyo electoral, siguen reafirmándose en la continuidad de su política de recortes sociales con el riesgo de mayor desafección ciudadana, aunque esperando el debilitamiento de la presión democrática por el cambio.
En definitiva, esta fase del movimiento ha cubierto con éxito algunos objetivos básicos: fortalecer una conciencia popular sobre esos dos objetivos de fondo –giro a la política socioeconómica y democratización del sistema político-; introducir las propuestas de cambio en la agenda mediática y política; organizar un movimiento social potente, democrático y pacífico, y generar un proceso de articulación del tejido asociativo y de participación ciudadana. Son una base fundamental que hay que tratar de no debilitar para encarar la tercera fase que comienza. A mi modo de ver, tres retos aparecen para garantizar la continuidad y consolidación del movimiento.
Primero, la reafirmación de sus objetivos centrales o señas de identidad, complementados con propuestas más concretas y particulares. A corto plazo son difíciles de conseguir, incluido algunas reivindicaciones parciales –como la reforma de la Ley Electoral-, por la determinación contraria de la mayoría de la clase política. Sin embargo, apuntan a cuestiones fundamentales para la sociedad y cuentan con gran aceptación popular.
Segundo, la prolongación, con otras formas y ritmos, de la masividad y persistencia de las actividades expresivas, de movilización y comunicación. Ello supone, por una parte, innovar dinámicas de acción colectiva, integrar actividades descentralizadas y focos de polarización ciudadana, y, por otra parte, reflexionar sobre los sistemas organizativos internos de debate y toma de decisiones, la conformación de liderazgos, representantes o coordinadores, abordando un proceso organizativo más amplio, complejo, plural y diverso, que exige revisar la experiencia y mejorar los mecanismos que tienen más limitaciones.
Tercero, apostar por la ampliación y fortalecimiento del movimiento, la vinculación con más redes sociales y la convergencia con diferentes grupos sociales y sociopolíticos que puedan compartir objetivos sustantivos o parciales. Las posibilidades de avanzar en los objetivos dependen del grado de apoyo popular. La influencia y el condicionamiento a los poderosos y al sistema político deben estar asentados en una gran legitimidad popular; se trata de una prolongada pugna democrática y pacífica contra el poder establecido para promover un cambio sustancial. En el horizonte se dibuja la aspiración por una salida social y progresista a la crisis socioeconómica, una política europea más justa, cooperativa y solidaria y una democracia más avanzada. En resumen, una apuesta por la sociedad -la ciudadanía y las personas- y no por el poder establecido y los mercados.
Límites de la teoría populista
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna y Rebelión, el 27-5-2016
Se ha abierto un debate político-ideológico entre varios líderes de Podemos y sus aliados (I. Errejón, J. C. Monedero, M. Monereo, B. Fernández…) que reflejan distintas sensibilidades a la hora de encarar sus estrategias presentes y futuras, incluido el debate sobre la construcción de una alternativa más unitaria con el conjunto de las confluencias e IU. No entramos en su significado dentro de los equilibrios internos o de liderazgo, cuyos detalles no conocemos. Tampoco valoramos las implicaciones políticas que necesitan un tratamiento específico en el actual contexto electoral, con el objetivo común de ganar las elecciones generales del 26-J e impulsar el cambio real a través de un Gobierno de progreso, de coalición y programa compartido con el PSOE. Aquí solamente apuntamos varias reflexiones de carácter teórico que subyacen en ese debate, para darle otra perspectiva y como contribución al mismo de la forma más rigurosa y constructiva posible.
Podemos, y todavía más si incorporamos las distintas confluencias, incluyendo IU y las distintas fuerzas de Unidad Popular, tiene una gran diversidad en sus influencias ideológicas. Una de las más significativas entre algunos de sus dirigentes es la teoría populista de E. Laclau (La razón populista, 2013). Sin detallar una valoración de la misma exponemos algunos de sus puntos polémicos, así como las ideas marxistas más débiles, suscitados en el referido debate. (Un desarrollo más extenso está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-)
La ambigüedad ideológica del populismo
La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica. En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).
Lo que criticamos de la teoría de Laclau es, precisamente, que se queda en la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que son indefinidos en su orientación igualitaria-emancipadora si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto (amigo/enemigo) y el sentido de su interacción.
Por otro lado, nos distanciamos de la interpretación marxista convencional (estructuralista según Althusser): lucha de clases y hegemonía inevitable de la clase obrera, derivada de su posición en las relaciones de producción y que aseguraría su avance hacia el comunismo. Laclau (postmarxista) pretende superarla, pero cae en otra unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la configuración del sujeto social. Así, el estructuralismo mecanicista o economicista, infravalora a los actores reales, sus condiciones, su articulación y sus valores (la agencia). Lo específico de ese determinismo económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material, aunque su concepción del ‘ser social’ sea mecanicista, como realidad pasiva y excluyendo su cultura, en la doble acepción de ideas o valores y costumbres, hábitos o conductas, que formaría parte de la ‘conciencia social’. El idealismo althusseriano consiste, sobre todo, en
Un universo conceptual que se engendra a sí mismo y que impone su propia idealidad sobre los fenómenos de la existencia material y social, en lugar de entrar con ellos en una ininterrumpida relación de diálogo… La categoría ha alcanzado una primacía sobre el referente material; la estructura conceptual pende sobre el ser social y lo domina” (Thompson, Miseria de la teoría, 1981: 28-29).
En el ser social, en el sujeto, debemos incorporar no solo sus condiciones materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.
No obstante, la reacción (acertada) a la primacía del ser social pasivo y la reafirmación (post-estructuralista) del discurso, perviven en la teoría populista con otro tipo de idealismo abstracto (desacertado), con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia ciudadana de articulación social, económica y política.
J. C. Monedero (Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha), al remarcar sus diferencias con I. Errejón, apunta alguna deficiencia similar de la teoría populista: “Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva”. Aunque, más bien cabría decir que Laclau pretende un cambio social y político a través del desarrollo del discurso (la hegemonía cultural) y no acierta con los adecuados criterios teóricos, dinámicas político-ideológicas y estrategias transformadoras para impulsar un proceso igualitario-emancipador.
Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su significado respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ o ambiguo en el papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta, porque infravalora un aspecto fundamental. Nos vale poco una teoría que no sirve para explicar y favorecer un proceso de transformación liberador y solidario y que es solo una ‘técnica’ o lógica política (polarización, hegemonía) que se puede aplicar, indistintamente, a movimientos populares antagónicos por su contenido o significado. La garantía de basarse en las ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define.
Así, la palabra populismo no es una referencia adecuada para significar un proyecto ‘nacional-popular’ (plurinacional en España). Además, como reconoce I. Errejón, es una palabra no ganadora para atraerse a las mayorías sociales. El adjetivo adicional de ‘izquierda’ la mejora pero no resuelve su carácter polisémico. Es necesaria otra identidad con otro significante para expresar el significado transformador de fondo democrático-igualitario-emancipador (con componentes comunes al de otras tradiciones progresivas). Y en el marco europeo es ineludible la diferenciación frente a las ascendentes tendencias populistas de derechas, xenófobas, regresivas y autoritarias.
El populismo de izquierda, como teoría del conflicto social, presenta ventajas respecto del consenso liberal, defensor del poder establecido. La particularidad en España es que esos líderes de Podemos han superado los límites de esa teoría y han demostrado una superioridad política, moral e intelectual respecto de los dirigentes de la derecha y la socialdemocracia, atados a los poderosos. La han completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático y con los valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente. El éxito de Podemos (y sus confluencias) no deriva tanto de las bondades de esa teoría, cuanto de la capacidad política de sus dirigentes para interpretar, representar y dar cauce institucional, con suficiente credibilidad, a la experiencia sociopolítica (el rechazo contra las políticas regresivas y autoritarias del poder establecido), la cultura (democrática y de justicia social) y las demandas de cambio de una ciudadanía activa progresista conectada con una amplia corriente social indignada.
La mezcla de espontaneísmo y constructivismo no es suficiente
La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expresamos como relevante para nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.
Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine, que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje –estructura/agencia- nos ponemos en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia de la gente, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).
Por el contrario, (de forma simplificada) Laclau defiende un ‘espontaneísmo’ articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen. No es equilibrado en su interacción; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de su sentido. Es imprescindible la interrelación de los distintos segmentos del movimiento popular, incluido sus élites, medios de comunicación e intelectuales, y contar con su posición social y política.
Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante), hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia (leninista, trotskista o socialdemócrata) y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo). La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos y su autonomía, dando por supuesto que en la formación de los sujetos colectivos tienen un papel decisivo la comunicación, la ‘nominación’ o la conciencia individual.
Podemos y sus aliados (incluyendo IU-UP) han conseguido ser reconocidos como representantes políticos por seis millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un plan rápido y centralizado de campaña electoral prolongada, han sido suficientes para obtener ese amplio reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese electorado se ha construido sobre la base de la existencia de un campo sociopolítico indignado, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo movimiento popular y miles de activistas sociales. Está terminando este ciclo electoral, de reajuste institucional, político y representativo. El nuevo ciclo, consolidar y ampliar las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas de calado, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva representación institucional, y nuevos discursos y estrategias, particularmente en el ámbito europeo frente al decisivo poder liberal-conservador.
Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es indivisible (salvo analíticamente). Se basa en la experiencia, la vida, la cultura y el comportamiento de la gente concreta; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, los dos grandes valores de la ilustración, la modernidad progresista y la mejor tradición de las izquierdas.
Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos ‘sustantivos’ pero insuficientes
La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ideológica o su significado político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida. Con esa denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’. Con ello corregimos la pureza rígida del último Laclau e incorporamos dos ideas (o valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo). Es lo que, en cierta medida y sin valorarlo, hace la dirección de Podemos (y sus aliados) donde se mezcla ese componente discursivo populista con una tradición de izquierda (marxista) y una experiencia democrática (su activismo social y político previo en movimientos sociales, más abiertos y participativos).
Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o lógica populista es lo que, en parte, hace Ch. Mouffe en su conversación con I. Errejón, en la que corrige a Laclau (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 111 y ss.). Con ello se superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas identificadoras populistas. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad, democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’. Algunas de esas reflexiones vienen de lejos y estaban expuestas hace tiempo por Laclau y Mouffe. Pero el Laclau de La razón populista no avanza por ese camino, retrocede; solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo (yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo ultraderechista de Le Pen, tampoco avanza y sigue los postulados más ortodoxos del último Laclau. La reafirmación de éste en separar, prescindir o relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo.
La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria). No se puede aplicar o no puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva para superar ideas marxistas de ‘izquierda’ política o ‘clase’ trabajadora, que serían restrictivas.
La posición populista rígida es que la elección de significantes, discurso clave para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional (material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para tener más posibilidad de elegir (nominar) una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar hegemonía y poder (sin definir su papel y orientación).
Así, el concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política e incluso admite una pluralidad de efectos antagónicos –progresivos/emancipadores y regresivos/autoritarios.
En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa interpretación o comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja esa ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).
¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez teórica de una teoría por su amplia aplicabilidad histórica? Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del antagonismo amigo-enemigo, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases –completada en este caso por la ideología del comunismo?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral.
Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. El partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor social progresista, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias teóricas se contrarrestan, precisamente, con el contenido sustantivo progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en esa cultura progresista, democrática… y de izquierda (social).
Por otro lado, Laclau pone de relieve o supera algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, no tiene o infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su aplicación o su conexión con actores autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y nuestra crítica principal. Podríamos también decir: menos Laclau y más Kant.
En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de las nuevas élites representativas en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, son imprescindibles un esfuerzo cultural y un debate teórico, unitario, riguroso y respetuoso, para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social en un sentido democrático-igualitario-emancipador.
La estrategia equivocada del PSOE
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna y Rebelión (2-6-2016). Una versión reducida se edita en Público (1-6)
En las elecciones generales del 26-J, todo parece indicar, que se va a reafirmar la superación del bipartidismo y el mapa de las cuatro principales formaciones políticas y, especialmente, consolidar la nueva coalición de Unidos Podemos con sus confluencias. Ello significa que no va a haber mayorías absolutas y que la garantía del cambio real reposa en un deseable acuerdo entre el PSOE y Unidos Podemos y sus aliados. Al igual que el 20-D, un Gobierno de Progreso, compartido y con un programa intermedio o negociado pero claramente de avance para la gente, puede tener mayores apoyos parlamentarios que un Gobierno continuista de las derechas (PP- Ciudadanos) y, desde luego, que un Gobierno de Gran Centro (C’s-PSOE) con un continuismo de las principales políticas y solo un recambio de élites gubernamentales.
Pues bien, la dirección socialista ha diseñado una estrategia errónea para su campaña electoral que consiste en bloquear un Gobierno de Progreso, un acuerdo entre las fuerzas progresistas para impulsar el necesario cambio sustantivo de las políticas socioeconómicas, en favor de las capas populares, y la democratización y regeneración institucional y política. Su apuesta sigue siendo el pacto con Ciudadanos, con una política económica y europea subordinada al gran consenso liberal-conservador y otra política territorial e institucional continuista y dependiente de las derechas. Todo ello con algunos retoques, particularmente retóricos y solo con el recambio de élites gubernamentales.
Pero esa estrategia, aplicada a tope en estos meses, le ha conducido al fracaso. Gran parte de la ciudadanía considera que siendo posible un Gobierno de cambio y progreso, el PSOE ha renunciado a él y es responsable del bloqueo institucional. No ha calado su campaña de culpabilizar a Podemos, al que le exigía una completa subordinación a su hegemonía y su plan continuista. Así, no han conseguido doblegarlo ni dividirlo. Y según las encuestas ese acoso mediático socialista contra Podemos tampoco les ha generado mayor simpatía electoral.
Además, el PSOE tiene difícil crecer por sus dos lados. Por la parte del electorado de centro derecha, aunque baje algo más el PP, fruto de su inmovilismo, sus políticas regresivas y su corrupción, Ciudadanos, al que trata con guante blanco, constituye un tapón para el trasvase de esos votos hacia ellos. Por la parte de los votantes auto-ubicados en el centro progresista y la izquierda, la nueva coalición Unidos Podemos (y confluencias) refuerza y da más solidez y credibilidad a una alternativa de cambio real y no cosmético y dificulta su intención de quitarles millón y medio de votos.
No obstante, la dirección del Partido Socialista se reafirma en su estrategia equivocada. Para ella su fracaso no derivaría de su orientación política que necesita una reflexión autocrítica y un giro progresista y democrático. El problema sería la tozuda realidad de Podemos y sus aliados a la que hay que cambiar… como sea. La cuestión es que esa tesis y ese proyecto socialista, continuista y sectario, parte de unos presupuestos falsos y les lleva a una actitud fanática y a utilizar unos mecanismos cada vez más irreales y prepotentes.
Ya hemos comentado la falsedad de su crítica hacia Podemos y sus aliados sobre su supuesta pinza con el PP para bloquear el (re)cambio, que representaría Pedro Sánchez. Esa idea no tiene credibilidad social y su insistencia la convierte en manipulación interesada. La evidencia pública ha sido la renuncia socialista a un acuerdo (único) posible para un Gobierno auténtico del cambio, desalojando al PP y sus políticas autoritarias y de austeridad y del que el más firme partidario era Pablo Iglesias.
Por un lado, el actual eslogan socialista de un Sí por el cambio pretende obscurecer su responsabilidad por el bloqueo del cambio. Por otro lado, vuelve a emplazar a las fuerzas reales del cambio a que renuncien a él y se subordinen al continuismo programático del pacto PSOE-C’s y la prepotencia del propio Sánchez para decidir los planes y composición gubernamentales. Una completa tergiversación del lenguaje que sigue sin convencer (ni siquiera, ya que se nota el cinismo) a los suyos ni tampoco a Rivera que no termina de fiarse de sus intenciones.
El cerco hacia Unidos Podemos se resquebraja
Ese agresivo ataque contra Unidos Podemos y confluencias se complementa con otros discursos descalificatorios que pretenden quitarles más de un millón de votos del total de seis recibidos. Las tergiversaciones del aparato socialista para desacreditar la dinámica del cambio y ensanchar sus posibilidades electorales son: La radicalización (izquierdista, populista y/o independentista, según convenga); la indefinición política (o los ambiguos u obscuros intereses que defiende, en versión venezolana ya que no existe el peligro del comunismo internacional y la asociación con la extrema derecha europea es demasiado burda); la división interna (o su fragilidad, centralismo e inexperiencia); y como colofón de todos ellos el denostado liderazgo de Pablo Iglesias que reuniría todos los males: radical, demagogo y autoritario. Desde el punto de vista democrático, debemos estar preparados ya que parece que hay un gran consenso tripartito (PP, C’s y PSOE) para frenar a Podemos y sus aliados sin juego limpio ni debate sosegado y con argumentos.
La descalificación de radical, izquierdista… pretende alejar a Podemos y sus aliados de las mayorías sociales progresistas. No tiene fundamentos, más allá de algunos pequeños errores de excesos retóricos. Lo principal de su estrategia ha sido lo contrario; han ganado en realismo, concreción y madurez (no estrictamente en moderación). La alternativa institucional principal, el gobierno de progreso, cambio y de coalición con el PSOE (a la valenciana) era justa y fácilmente justificable ante la mayoría ciudadana. Se adecua a los equilibrios existentes y se modifica el objetivo precedente (irreal) de ganar y gobernar solos y frente a la ‘casta’, admitiendo el carácter ambivalente y de posible socio del Partido Socialista.
Ahora bien, desde el Comité Federal socialista del 28 de diciembre y más desde su pacto con Ciudadanos, la renuncia del PSOE a un Gobierno de Progreso estaba clara. Así, la determinación de Podemos (y aliados) de no apoyar un plan continuista era coherente con el proyecto de cambio y el compromiso con su electorado y no síntoma de radicalización. Tampoco fructificó la brecha inducida con Compromís e IU a los que mediáticamente se les tildaba entonces de dialogantes y moderados.
Las propuestas programáticas de Podemos, particularmente las más distantes con el PSOE, las políticas socioeconómicas y sobre la cuestión catalana, derivan del continuismo inmovilista de ellos y su dependencia de C’s. Sin embargo, las primeras alternativas son ‘socialdemócratas’ y las pueden comprender y apoyar más del 60% de la ciudadanía, aunque necesitan de una posición firme y con temple ante la Unión Europea. Y las segundas, de carácter básicamente democrático y de reconocimiento de la plurinacionalidad, tienen un altísimo apoyo en las nacionalidades históricas y, según distintas encuestas de opinión, son aceptadas en el resto de España sin pérdida electoral para Podemos.
Las fortalezas de Unidos Podemos
Está claro el perfil de Unidos Podemos y confluencias como defensores de las capas populares, de los sectores desfavorecidos, de los de abajo… frente a las oligarquías. Su defensa de los derechos sociales y laborales, así como de las libertades civiles y políticas es innegable. En todo ello gana a las tres fuerzas (PP, C’s y PSOE) defensoras del poder establecido y el consenso europeo y comprometidas con las políticas de austeridad y una gestión autoritaria frente a las demandas populares y democráticas.
Igualmente, su planteamiento global cabe dentro de los parámetros (como dice Pablo Iglesias) de una nueva socialdemocracia. Es secundaria la etiqueta, la cuestión es rechazar las que son tergiversadoras o marginadoras. Lo principal es construir un proyecto identificador, con un discurso y una práctica de carácter democrático-igualitario, defensor de la mayoría social. Luego llegará el símbolo y la nominación. Y ese perfil progresivo lo ha ido adquiriendo Podemos y sus aliados, tiene una bases sólidas en la experiencia popular, y lo ha ido perdiendo el Partido Socialista.
Además, el fenómeno Podemos (al igual que se decía del movimiento de protesta en torno al 15-M) no es una burbuja que puede estallar en cualquier momento y desaparecer. Está asentado en la amplia y prolongada experiencia ciudadana, de más de un lustro, de pugna sociopolítica contra los recortes sociales y la prepotencia institucional de las élites gobernantes, con la reafirmación cívica en la cultura democrática y de justicia social. Ese amplio y diverso movimiento popular contra las injusticias sociales y por la democracia constituye los fundamentos del electorado indignado que Podemos (junto con IU y las confluencias) ha sabido encauzar y consolidar.
La ciudadanía activa española es progresista. La desafección hacia el PSOE, de cerca de seis millones de votos ya se inició hace seis años y continuó el 20-D. Los intentos sucesivos de comunicación y retórica no han impedido ese declive. Se han distanciado algo (por el paso del tiempo y la falta de ocasión) de la responsabilidad gubernamental directa. Pero cuando han tenido una nueva oportunidad para un nuevo plan de Gobierno, han preferido la alianza con la derecha de Ciudadanos y han vuelto a reafirmarse en una estrategia continuista y prepotente. Es dudoso que incrementen su credibilidad sin un giro consecuente de su orientación y su práctica política.
El electorado socialista (según Metroscopia) está envejecido (media de edad de 55 años, poco más de un millón de jóvenes -18 a 34 años-) y en las zonas rurales. Mientras, el de Podemos y sus aliados está en zonas y sectores más dinámicos, grandes áreas urbanas, clases trabajadoras, nuevas clases medias-profesionales e ilustradas y entre jóvenes (unos dos millones, el 35% de su electorado cuando la media es el 21%).
¿Qué le queda al Partido Socialista para remontar su pérdida de credibilidad entre sectores progresistas, particularmente jóvenes? Su respuesta es acentuar la garantía del continuismo y, sobre todo, intentar el aislamiento y descrédito hacia Unidos Podemos y su líder. Esa pose de dar apariencia de hegemonía representativa conlleva la nostalgia del bipartidismo, pero después de la pérdida de casi seis millones de votantes, la mitad de su electorado, no es realista y da poca seguridad a su base social actual. Esa opción es difícil que dé esos resultados e impide el cambio institucional sin generar nuevas expectativas a su propia base electoral.
También tiene otro efecto contraproducente: no les garantiza un deseable incremento de su voto de centro-derecha en disputa con Ciudadanos y el propio PP, para asegurar, en todo caso, que no alcancen ambas derechas la mayoría parlamentaria. Es decir, esa estrategia socialista de, sobre todo, asegurar el recambio de su élite gobernante, neutralizar el auténtico cambio y sin cambiar las políticas de fondo no tiene fundamentos políticos ni credibilidad ciudadana. De ahí que se tenga que basar en la manipulación comunicativa y en el sectarismo hacia las fuerzas del cambio.
Su penúltimo relato divisorio consiste en su apuesta por su deseado fracaso del ‘radicalismo’ de Pablo Iglesias para confiar en la ‘moderación’ de Iñigo Errejón que, en último extremo, garantizaría con la abstención o una posición subordinada la investidura de Sánchez con un similar esquema programático y de pacto con Ciudadanos. O sea, que al final, la ansiada estabilidad de un gobierno continuista de PSOE-C’s, tras el 26-J, dependería del descrédito de Pablo Iglesias y el ensalzamiento de Iñigo Errejón para que se haga con el control (o la escisión) de Podemos y avale a Pedro Sánchez. Ésa, la división y descalabro de Podemos y sus aliados, sería la base de la supuesta confianza y seguridad socialista en acceder a la Presidencia del nuevo Gobierno y, tal como ha confirmado el líder socialista al empresariado catalán, garantice la estabilidad gubernamental sin terceras elecciones.
No obstante, ante el incumplimiento de esa profecía, la actual dirección socialista intentará adjudicar su causa a la malignidad de Podemos. Así, volviendo sobre sus pasos y con la correspondiente catarsis y nuevo liderazgo, podría justificar esa estabilidad por la vía del apoyo (abstención) socialista a un gobierno continuista de las derechas. Con esos mimbres tan irreales, prepotentes y de bajos vuelos, de la vieja política, el equipo de Sánchez no se hace acreedor de ninguna legitimidad ciudadana para liderar un Gobierno de Progreso. El ciclo del declive representativo del PSOE continuaría.
Los obstáculos para el desarrollo de ese plan continuista con reales. Unidos Podemos y las confluencias tienen fortalezas con las que resistir esa ofensiva de cerco político o cordón sanitario. Aunque tienen gran diversidad ideológica y dinámicas organizativas perfectibles, existe un alto grado de unidad política en torno a las alternativas políticas fundamentales. No hay riesgos de rupturas. Es más, existe la potencialidad de una mejora integradora con las distintas confluencias y, particularmente, con las fuerzas de Izquierda Unidad-Unidad Popular. Por otro lado, Pablo Iglesias sigue siendo su referente principal pero dentro de un liderazgo más colectivo y plural y, sobre todo, una organización más estructurada y flexible.
En definitiva, la estrategia de la dirección socialista les puede llevar al fracaso de sus propios objetivos, su papel institucional preponderante. También a un debilitamiento representativo más o menos lento y profundo, con un alejamiento respecto del PP y un adelantamiento de Unidos Podemos (y confluencias), junto con una evidente crisis interna y de liderazgo. No obstante, la consecuencia negativa principal es que esa operación neutraliza la dinámica del cambio, de un Gobierno de Progreso en torno a unas políticas fundamentales de justicia social y mayor democracia. Por tanto, afecta a la mayoría de la sociedad que, probablemente, le exigirá responsabilidades. El reto inmediato para las fuerzas del cambio es impedir un gobierno continuista de las derechas y garantizar un Gobierno de progreso y de cambio. Ése es el desempate principal, abrir un ciclo político-institucional que favorezca los avances progresivos y democráticos en favor de la mayoría ciudadana.
En resumen, el PSOE, de entrada, no está por la labor del cambio real y lleva una estrategia equivocada. Las fuerzas del cambio todavía son insuficientes y dependen de la colaboración socialista. La prioridad son los intereses de la gente, dejar atrás esta etapa autoritaria y de austeridad. Hay que insistir en los argumentos para llegar a un acuerdo razonable y compartido y desarrollar una campaña con la mano tendida y sin crispación.
Pero el deseado giro en la actitud socialista va a depender, fundamentalmente, de los hechos: comprobar la amplitud y firmeza de las demandas populares de cambio a través de la ampliación del apoyo electoral a Unidos Podemos y confluencias. Desde otra perspectiva: evaluar la demostración cívica de los costes para el Partido Socialista, en el caso de persistir en su estrategia equivocada, con el continuado debilitamiento de su representatividad. Es el elemento que puede condicionar su cambio de actitud para iniciar una nueva etapa de acuerdo gubernamental de progreso.
El PSOE, en su ambivalencia, tiene un aparato dependiente y colaborador con los poderosos y su obcecación puede provocar el bloqueo del cambio. Será necesario enfrentarse a esa situación con un plan B, para evitar la frustración social y seguir haciendo camino al andar. De momento, el plan A es ganar las elecciones generales al PP, dejar en minoría a las derechas y reforzar las fuerzas del cambio.
La conformación del sujeto de cambio
Antonio Antón
Editado en Pensamiento Crítico, 20 de junio de 2016.
(Distintos fragmentos han sido publicados en diversos medios: Mientras Tanto, Público, Nueva Tribuna y Rebelión. Una versión académica se presenta en el XII Congreso español de Sociología -Gijón, 30 de junio y 1 y 2 de julio- en la sesión conjunta de los Grupos de Trabajo de Sociología Política y Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social.)
Introducción
Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en su configuración, condicionan su influencia social y política y su futuro.
En particular, este proceso sociopolítico se ha transformado en un cambio político-electoral e institucional, inédito desde la Transición democrática en España. Ha dado lugar a un nuevo sistema de representación política que supera el clásico bipartidismo y a la posibilidad de abrir un nuevo ciclo institucional progresista. Se abre un nuevo panorama en la gestión y la salida de la crisis socioeconómica e institucional, en el marco europeo. En particular, se reconfigura el espacio entre las fuerzas progresistas y de izquierda, con la consolidación de un campo social y electoral para un nuevo proyecto social y democrático que desborda la inercia socioliberal o de ‘tercera vía’ y ‘nuevo centro’ de la vieja socialdemocracia. Ambos componentes, la dinámica popular de cambio y su expresión institucional, junto con la reconfiguración de un nuevo sujeto político, exigen una nueva interpretación.
Todo ello, más allá de su análisis empírico desarrollado en otra parte (ver los libros Resistencias frente a la crisis, Ciudadanía activa y Poder, protesta social y cambio institucional) requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo interpretativo, cuyo desarrollo se encuentra en el libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos.
Aquí, primero, señalamos la importancia de la articulación de esta amplia corriente social crítica en el campo electoral-institucional. Nos centramos en la estrategia del PSOE y las características de Unidos Podemos, para definir la dimensión, las características y el impacto de un amplio electorado comprometido con el cambio, así como las propuestas y dificultades para configurar un Gobierno de progreso y de cambio que pueda abrir un nuevo ciclo político transformador.
Segundo, aludimos a una valoración crítica de las deficiencias interpretativas de las principales corrientes teóricas que han explicado los movimientos sociales y la contienda sociopolítica y, especialmente, evaluamos detalladamente las aportaciones y los límites de algunas características de la teoría populista: la polarización sociopolítica como lógica política a partir de la configuración de las demandas populares frente a la oligarquía, su visión constructivista en la conformación del sujeto ‘pueblo’ y la conquista de la hegemonía política y cultural y su dificultad para definir una orientación programática o estratégica, derivado de la infravaloración del contenido sustantivo, político-ideológico, del movimiento popular.
Tercero, explicamos (en dos partes) los fundamentos teóricos que explican la conformación de un sujeto de cambio sociopolítico. Tenemos como referencia la experiencia popular y, en primer lugar, analizamos el papel y la relación entre los intereses y las ideas en ese proceso y, en segundo lugar, abordamos la problemática de la transversalidad, la igualdad y la hegemonía, destacando la importancia de un proyecto democrático-igualitario.
1. La estrategia equivocada del PSOE
En las elecciones generales del 26-J, todo parece indicar, que se va a reafirmar la superación del bipartidismo y el mapa de las cuatro principales formaciones políticas y, especialmente, consolidar la nueva coalición de Unidos Podemos con sus confluencias. Ello significa que no va a haber mayorías absolutas y que la garantía del cambio real reposa en un deseable acuerdo entre el PSOE y Unidos Podemos y sus aliados. Al igual que el 20-D, un Gobierno de Progreso, compartido y con un programa intermedio o negociado pero claramente de avance para la gente, puede tener mayores apoyos parlamentarios que un Gobierno continuista de las derechas (PP- Ciudadanos) y, desde luego, que un Gobierno de Gran Centro (C’s-PSOE) con un continuismo de las principales políticas y solo un recambio de élites gubernamentales.
Pues bien, la dirección socialista ha diseñado una estrategia errónea para su campaña electoral que consiste en bloquear un Gobierno de Progreso, un acuerdo entre las fuerzas progresistas para impulsar el necesario cambio sustantivo de las políticas socioeconómicas, en favor de las capas populares, y la democratización y regeneración institucional y política. Su apuesta sigue siendo el pacto con Ciudadanos, con una política económica y europea subordinada al gran consenso liberal-conservador y otra política territorial e institucional continuista y dependiente de las derechas. Todo ello con algunos retoques, particularmente retóricos y solo con el recambio de élites gubernamentales.
Pero esa estrategia, aplicada a tope en estos meses, le ha conducido al fracaso. Gran parte de la ciudadanía considera que siendo posible un Gobierno de cambio y progreso, el PSOE ha renunciado a él y es responsable del bloqueo institucional. No ha calado su campaña de culpabilizar a Podemos, al que le exigía una completa subordinación a su hegemonía y su plan continuista. Así, no han conseguido doblegarlo ni dividirlo. Y según las encuestas ese acoso mediático socialista contra Podemos tampoco les ha generado mayor simpatía electoral.
Además, el PSOE tiene difícil crecer por sus dos lados. Por la parte del electorado de centro derecha, aunque baje algo más el PP, fruto de su inmovilismo, sus políticas regresivas y su corrupción, Ciudadanos, al que trata con guante blanco, constituye un tapón para el trasvase de esos votos hacia ellos. Por la parte de los votantes auto-ubicados en el centro progresista y la izquierda, la nueva coalición Unidos Podemos (y confluencias) refuerza y da más solidez y credibilidad a una alternativa de cambio real y no cosmético y dificulta su intención de quitarles millón y medio de votos.
No obstante, la dirección del Partido Socialista se reafirma en su estrategia equivocada. Para ella su fracaso no derivaría de su orientación política que necesita una reflexión autocrítica y un giro progresista y democrático. El problema sería la tozuda realidad de Podemos y sus aliados a la que hay que cambiar… como sea. La cuestión es que esa tesis y ese proyecto socialista, continuista y sectario, parte de unos presupuestos falsos y les lleva a una actitud fanática y a utilizar unos mecanismos cada vez más irreales y prepotentes.
Ya hemos comentado la falsedad de su crítica hacia Podemos y sus aliados sobre su supuesta pinza con el PP para bloquear el (re)cambio, que representaría Pedro Sánchez. Esa idea no tiene credibilidad social y su insistencia la convierte en manipulación interesada. La evidencia pública ha sido la renuncia socialista a un acuerdo (único) posible para un Gobierno auténtico del cambio, desalojando al PP y sus políticas autoritarias y de austeridad y del que el más firme partidario era Pablo Iglesias.
Por un lado, el actual eslogan socialista de un Sí por el cambio pretende obscurecer su responsabilidad por el bloqueo del cambio. Por otro lado, vuelve a emplazar a las fuerzas reales del cambio a que renuncien a él y se subordinen al continuismo programático del pacto PSOE-C’s y la prepotencia del propio Sánchez para decidir los planes y composición gubernamentales. Una completa tergiversación del lenguaje que sigue sin convencer (ni siquiera, ya que se nota el cinismo) a los suyos ni tampoco a Rivera que no termina de fiarse de sus intenciones.
El cerco hacia Unidos Podemos se resquebraja
Ese agresivo ataque contra Unidos Podemos y confluencias se complementa con otros discursos descalificatorios que pretenden quitarles más de un millón de votos del total de seis recibidos. Las tergiversaciones del aparato socialista para desacreditar la dinámica del cambio y ensanchar sus posibilidades electorales son: La radicalización (izquierdista, populista y/o independentista, según convenga); la indefinición política (o los ambiguos u obscuros intereses que defiende, en versión venezolana ya que no existe el peligro del comunismo internacional y la asociación con la extrema derecha europea es demasiado burda); la división interna (o su fragilidad, centralismo e inexperiencia); y como colofón de todos ellos el denostado liderazgo de Pablo Iglesias que reuniría todos los males: radical, demagogo y autoritario. Desde el punto de vista democrático, debemos estar preparados ya que parece que hay un gran consenso tripartito (PP, C’s y PSOE) para frenar a Podemos y sus aliados sin juego limpio ni debate sosegado y con argumentos.
La descalificación de radical, izquierdista… pretende alejar a Podemos y sus aliados de las mayorías sociales progresistas. No tiene fundamentos, más allá de algunos pequeños errores de excesos retóricos. Lo principal de su estrategia ha sido lo contrario; han ganado en realismo, concreción y madurez (no estrictamente en moderación). La alternativa institucional principal, el gobierno de progreso, cambio y de coalición con el PSOE (a la valenciana) era justa y fácilmente justificable ante la mayoría ciudadana. Se adecua a los equilibrios existentes y se modifica el objetivo precedente (irreal) de ganar y gobernar solos y frente a la ‘casta’, admitiendo el carácter ambivalente y de posible socio del Partido Socialista.
Ahora bien, desde el Comité Federal socialista del 28 de diciembre y más desde su pacto con Ciudadanos, la renuncia del PSOE a un Gobierno de Progreso estaba clara. Así, la determinación de Podemos (y aliados) de no apoyar un plan continuista era coherente con el proyecto de cambio y el compromiso con su electorado y no síntoma de radicalización. Tampoco fructificó la brecha inducida con Compromís e IU a los que mediáticamente se les tildaba entonces de dialogantes y moderados.
Las propuestas programáticas de Podemos, particularmente las más distantes con el PSOE, las políticas socioeconómicas y sobre la cuestión catalana, derivan del continuismo inmovilista de ellos y su dependencia de C’s. Sin embargo, las primeras alternativas son ‘socialdemócratas’ y las pueden comprender y apoyar más del 60% de la ciudadanía, aunque necesitan de una posición firme y con temple ante la Unión Europea. Y las segundas, de carácter básicamente democrático y de reconocimiento de la plurinacionalidad, tienen un altísimo apoyo en las nacionalidades históricas y, según distintas encuestas de opinión, son aceptadas en el resto de España sin pérdida electoral para Podemos.
Las fortalezas de Unidos Podemos
Está claro el perfil de Unidos Podemos y confluencias como defensores de las capas populares, de los sectores desfavorecidos, de los de abajo… frente a las oligarquías. Su defensa de los derechos sociales y laborales, así como de las libertades civiles y políticas es innegable. En todo ello gana a las tres fuerzas (PP, C’s y PSOE) defensoras del poder establecido y el consenso europeo y comprometidas con las políticas de austeridad y una gestión autoritaria frente a las demandas populares y democráticas.
Igualmente, su planteamiento global cabe dentro de los parámetros (como dice Pablo Iglesias) de una nueva socialdemocracia. Es secundaria la etiqueta, la cuestión es rechazar las que son tergiversadoras o marginadoras. Lo principal es construir un proyecto identificador, con un discurso y una práctica de carácter democrático-igualitario, defensor de la mayoría social. Luego llegará el símbolo y la nominación. Y ese perfil progresivo lo ha ido adquiriendo Podemos y sus aliados, tiene una bases sólidas en la experiencia popular, y lo ha ido perdiendo el Partido Socialista.
Además, el fenómeno Podemos (al igual que se decía del movimiento de protesta en torno al 15-M) no es una burbuja que puede estallar en cualquier momento y desaparecer. Está asentado en la amplia y prolongada experiencia ciudadana, de más de un lustro, de pugna sociopolítica contra los recortes sociales y la prepotencia institucional de las élites gobernantes, con la reafirmación cívica en la cultura democrática y de justicia social. Ese amplio y diverso movimiento popular contra las injusticias sociales y por la democracia constituye los fundamentos del electorado indignado que Podemos (junto con IU y las confluencias) ha sabido encauzar y consolidar.
La ciudadanía activa española es progresista. La desafección hacia el PSOE, de cerca de seis millones de votos ya se inició hace seis años y continuó el 20-D. Los intentos sucesivos de comunicación y retórica no han impedido ese declive. Se han distanciado algo (por el paso del tiempo y la falta de ocasión) de la responsabilidad gubernamental directa. Pero cuando han tenido una nueva oportunidad para un nuevo plan de Gobierno, han preferido la alianza con la derecha de Ciudadanos y han vuelto a reafirmarse en una estrategia continuista y prepotente. Es dudoso que incrementen su credibilidad sin un giro consecuente de su orientación y su práctica política.
El electorado socialista (según Metroscopia) está envejecido (media de edad de 55 años, poco más de un millón de jóvenes -18 a 34 años-) y en las zonas rurales. Mientras, el de Podemos y sus aliados está en zonas y sectores más dinámicos, grandes áreas urbanas, clases trabajadoras, nuevas clases medias-profesionales e ilustradas y entre jóvenes (unos dos millones, el 35% de su electorado cuando la media es el 21%).
¿Qué le queda al Partido Socialista para remontar su pérdida de credibilidad entre sectores progresistas, particularmente jóvenes? Su respuesta es acentuar la garantía del continuismo y, sobre todo, intentar el aislamiento y descrédito hacia Unidos Podemos y su líder. Esa pose de dar apariencia de hegemonía representativa conlleva la nostalgia del bipartidismo, pero después de la pérdida de casi seis millones de votantes, la mitad de su electorado, no es realista y da poca seguridad a su base social actual. Esa opción es difícil que dé esos resultados e impide el cambio institucional sin generar nuevas expectativas a su propia base electoral.
También tiene otro efecto contraproducente: no les garantiza un deseable incremento de su voto de centro-derecha en disputa con Ciudadanos y el propio PP, para asegurar, en todo caso, que no alcancen ambas derechas la mayoría parlamentaria. Es decir, esa estrategia socialista de, sobre todo, asegurar el recambio de su élite gobernante, neutralizar el auténtico cambio y sin cambiar las políticas de fondo no tiene fundamentos políticos ni credibilidad ciudadana. De ahí que se tenga que basar en la manipulación comunicativa y en el sectarismo hacia las fuerzas del cambio.
Su penúltimo relato divisorio consiste en su apuesta por su deseado fracaso del ‘radicalismo’ de Pablo Iglesias para confiar en la ‘moderación’ de Iñigo Errejón que, en último extremo, garantizaría con la abstención o una posición subordinada la investidura de Sánchez con un similar esquema programático y de pacto con Ciudadanos. O sea, que al final, la ansiada estabilidad de un gobierno continuista de PSOE-C’s, tras el 26-J, dependería del descrédito de Pablo Iglesias y el ensalzamiento de Iñigo Errejón para que se haga con el control (o la escisión) de Podemos y avale a Pedro Sánchez. Ésa, la división y descalabro de Podemos y sus aliados, sería la base de la supuesta confianza y seguridad socialista en acceder a la Presidencia del nuevo Gobierno y, tal como ha confirmado el líder socialista al empresariado catalán, garantice la estabilidad gubernamental sin terceras elecciones.
No obstante, ante el incumplimiento de esa profecía, la actual dirección socialista intentará adjudicar su causa a la malignidad de Podemos. Así, volviendo sobre sus pasos y con la correspondiente catarsis y nuevo liderazgo, podría justificar esa estabilidad por la vía del apoyo (abstención) socialista a un gobierno continuista de las derechas. Con esos mimbres tan irreales, prepotentes y de bajos vuelos, de la vieja política, el equipo de Sánchez no se hace acreedor de ninguna legitimidad ciudadana para liderar un Gobierno de Progreso. El ciclo del declive representativo del PSOE continuaría.
Los obstáculos para el desarrollo de ese plan continuista con reales. Unidos Podemos y las confluencias tienen fortalezas con las que resistir esa ofensiva de cerco político o cordón sanitario. Aunque tienen gran diversidad ideológica y dinámicas organizativas perfectibles, existe un alto grado de unidad política en torno a las alternativas políticas fundamentales. No hay riesgos de rupturas. Es más, existe la potencialidad de una mejora integradora con las distintas confluencias y, particularmente, con las fuerzas de Izquierda Unidad-Unidad Popular. Por otro lado, Pablo Iglesias sigue siendo su referente principal pero dentro de un liderazgo más colectivo y plural y, sobre todo, una organización más estructurada y flexible.
En definitiva, la estrategia de la dirección socialista les puede llevar al fracaso de sus propios objetivos, su papel institucional preponderante. También a un debilitamiento representativo más o menos lento y profundo, con un alejamiento respecto del PP y un adelantamiento de Unidos Podemos (y confluencias), junto con una evidente crisis interna y de liderazgo. No obstante, la consecuencia negativa principal es que esa operación neutraliza la dinámica del cambio, de un Gobierno de Progreso en torno a unas políticas fundamentales de justicia social y mayor democracia. Por tanto, afecta a la mayoría de la sociedad que, probablemente, le exigirá responsabilidades. El reto inmediato para las fuerzas del cambio es impedir un gobierno continuista de las derechas y garantizar un Gobierno de progreso y de cambio. Ése es el desempate principal, abrir un ciclo político-institucional que favorezca los avances progresivos y democráticos en favor de la mayoría ciudadana.
En resumen, el PSOE, de entrada, no está por la labor del cambio real y lleva una estrategia equivocada. Las fuerzas del cambio todavía son insuficientes y dependen de la colaboración socialista. La prioridad son los intereses de la gente, dejar atrás esta etapa autoritaria y de austeridad. Hay que insistir en los argumentos para llegar a un acuerdo razonable y compartido y desarrollar una campaña con la mano tendida y sin crispación.
Pero el deseado giro en la actitud socialista va a depender, fundamentalmente, de los hechos: comprobar la amplitud y firmeza de las demandas populares de cambio a través de la ampliación del apoyo electoral a Unidos Podemos y confluencias. Desde otra perspectiva: evaluar la demostración cívica de los costes para el Partido Socialista, en el caso de persistir en su estrategia equivocada, con el continuado debilitamiento de su representatividad. Es el elemento que puede condicionar su cambio de actitud para iniciar una nueva etapa de acuerdo gubernamental de progreso.
El PSOE, en su ambivalencia, tiene un aparato dependiente y colaborador con los poderosos y su obcecación puede provocar el bloqueo del cambio. Será necesario enfrentarse a esa situación con un plan B, para evitar la frustración social y seguir haciendo camino al andar. De momento, el plan A es ganar las elecciones generales al PP, dejar en minoría a las derechas y reforzar las fuerzas del cambio.
2. Límites de la teoría populista
Se ha abierto un debate político-ideológico entre varios líderes de Podemos y sus aliados (I. Errejón, J. C. Monedero, M. Monereo, B. Fernández…) que reflejan distintas sensibilidades a la hora de encarar sus estrategias presentes y futuras, incluido el debate sobre la construcción de una alternativa más unitaria con el conjunto de las confluencias e IU. No entramos en su significado dentro de los equilibrios internos o de liderazgo, cuyos detalles no conocemos. Tampoco valoramos las implicaciones políticas que necesitan un tratamiento específico en el actual contexto electoral, con el objetivo común de ganar las elecciones generales del 26-J e impulsar el cambio real a través de un Gobierno de progreso, de coalición y programa compartido con el PSOE. Aquí solamente apuntamos varias reflexiones de carácter teórico que subyacen en ese debate, para darle otra perspectiva y como contribución al mismo de la forma más rigurosa y constructiva posible.
Podemos, y todavía más si incorporamos las distintas confluencias, incluyendo IU y las distintas fuerzas de Unidad Popular, tiene una gran diversidad en sus influencias ideológicas. Una de las más significativas entre algunos de sus dirigentes es la teoría populista de E. Laclau (La razón populista, 2013). Sin detallar una valoración de la misma exponemos algunos de sus puntos polémicos, así como las ideas marxistas más débiles, suscitados en el referido debate. (Un desarrollo más extenso está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-)
La ambigüedad ideológica del populismo
La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica. En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).
Lo que criticamos de la teoría de Laclau es, precisamente, que se queda en la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que son indefinidos en su orientación igualitaria-emancipadora si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto (amigo/enemigo) y el sentido de su interacción.
Por otro lado, nos distanciamos de la interpretación marxista convencional (estructuralista según Althusser): lucha de clases y hegemonía inevitable de la clase obrera, derivada de su posición en las relaciones de producción y que aseguraría su avance hacia el comunismo. Laclau (postmarxista) pretende superarla, pero cae en otra unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la configuración del sujeto social. Así, el estructuralismo mecanicista o economicista, infravalora a los actores reales, sus condiciones, su articulación y sus valores (la agencia). Lo específico de ese determinismo económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material, aunque su concepción del ‘ser social’ sea mecanicista, como realidad pasiva y excluyendo su cultura, en la doble acepción de ideas o valores y costumbres, hábitos o conductas, que formaría parte de la ‘conciencia social’. El idealismo althusseriano consiste, sobre todo, en
En el ser social, en el sujeto, debemos incorporar no solo sus condiciones materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.
No obstante, la reacción (acertada) a la primacía del ser social pasivo y la reafirmación (post-estructuralista) del discurso, perviven en la teoría populista con otro tipo de idealismo abstracto (desacertado), con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia ciudadana de articulación social, económica y política.
J. C. Monedero (Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha), al remarcar sus diferencias con I. Errejón, apunta alguna deficiencia similar de la teoría populista: “Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva”. Aunque, más bien cabría decir que Laclau pretende un cambio social y político a través del desarrollo del discurso (la hegemonía cultural) y no acierta con los adecuados criterios teóricos, dinámicas político-ideológicas y estrategias transformadoras para impulsar un proceso igualitario-emancipador.
Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su significado respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ o ambiguo en el papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta, porque infravalora un aspecto fundamental. Nos vale poco una teoría que no sirve para explicar y favorecer un proceso de transformación liberador y solidario y que es solo una ‘técnica’ o lógica política (polarización, hegemonía) que se puede aplicar, indistintamente, a movimientos populares antagónicos por su contenido o significado. La garantía de basarse en las ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define.
Así, la palabra populismo no es una referencia adecuada para significar un proyecto ‘nacional-popular’ (plurinacional en España). Además, como reconoce I. Errejón, es una palabra no ganadora para atraerse a las mayorías sociales. El adjetivo adicional de ‘izquierda’ la mejora pero no resuelve su carácter polisémico. Es necesaria otra identidad con otro significante para expresar el significado transformador de fondo democrático-igualitario-emancipador (con componentes comunes al de otras tradiciones progresivas). Y en el marco europeo es ineludible la diferenciación frente a las ascendentes tendencias populistas de derechas, xenófobas, regresivas y autoritarias.
El populismo de izquierda, como teoría del conflicto social, presenta ventajas respecto del consenso liberal, defensor del poder establecido. La particularidad en España es que esos líderes de Podemos han superado los límites de esa teoría y han demostrado una superioridad política, moral e intelectual respecto de los dirigentes de la derecha y la socialdemocracia, atados a los poderosos. La han completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático y con los valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente. El éxito de Podemos (y sus confluencias) no deriva tanto de las bondades de esa teoría, cuanto de la capacidad política de sus dirigentes para interpretar, representar y dar cauce institucional, con suficiente credibilidad, a la experiencia sociopolítica (el rechazo contra las políticas regresivas y autoritarias del poder establecido), la cultura (democrática y de justicia social) y las demandas de cambio de una ciudadanía activa progresista conectada con una amplia corriente social indignada.
La mezcla de espontaneísmo y constructivismo no es suficiente
La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expresamos como relevante para nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.
Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine, que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje –estructura/agencia- nos ponemos en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia de la gente, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).
Por el contrario, (de forma simplificada) Laclau defiende un ‘espontaneísmo’ articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen. No es equilibrado en su interacción; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de su sentido. Es imprescindible la interrelación de los distintos segmentos del movimiento popular, incluido sus élites, medios de comunicación e intelectuales, y contar con su posición social y política.
Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante), hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia (leninista, trotskista o socialdemócrata) y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo). La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos y su autonomía, dando por supuesto que en la formación de los sujetos colectivos tienen un papel decisivo la comunicación, la ‘nominación’ o la conciencia individual.
Podemos y sus aliados (incluyendo IU-UP) han conseguido ser reconocidos como representantes políticos por seis millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un plan rápido y centralizado de campaña electoral prolongada, han sido suficientes para obtener ese amplio reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese electorado se ha construido sobre la base de la existencia de un campo sociopolítico indignado, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo movimiento popular y miles de activistas sociales. Está terminando este ciclo electoral, de reajuste institucional, político y representativo. El nuevo ciclo, consolidar y ampliar las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas de calado, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva representación institucional, y nuevos discursos y estrategias, particularmente en el ámbito europeo frente al decisivo poder liberal-conservador.
Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es indivisible (salvo analíticamente). Se basa en la experiencia, la vida, la cultura y el comportamiento de la gente concreta; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, los dos grandes valores de la ilustración, la modernidad progresista y la mejor tradición de las izquierdas.
Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos ‘sustantivos’ pero insuficientes
La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ideológica o su significado político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida. Con esa denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’. Con ello corregimos la pureza rígida del último Laclau e incorporamos dos ideas (o valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo). Es lo que, en cierta medida y sin valorarlo, hace la dirección de Podemos (y sus aliados) donde se mezcla ese componente discursivo populista con una tradición de izquierda (marxista) y una experiencia democrática (su activismo social y político previo en movimientos sociales, más abiertos y participativos).
Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o lógica populista es lo que, en parte, hace Ch. Mouffe en su conversación con I. Errejón, en la que corrige a Laclau (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 111 y ss.). Con ello se superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas identificadoras populistas. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad, democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’. Algunas de esas reflexiones vienen de lejos y estaban expuestas hace tiempo por Laclau y Mouffe. Pero el Laclau de La razón populista no avanza por ese camino, retrocede; solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo (yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo ultraderechista de Le Pen, tampoco avanza y sigue los postulados más ortodoxos del último Laclau. La reafirmación de éste en separar, prescindir o relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo.
La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria). No se puede aplicar o no puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva para superar ideas marxistas de ‘izquierda’ política o ‘clase’ trabajadora, que serían restrictivas.
La posición populista rígida es que la elección de significantes, discurso clave para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional (material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para tener más posibilidad de elegir (nominar) una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar hegemonía y poder (sin definir su papel y orientación).
Así, el concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política e incluso admite una pluralidad de efectos antagónicos –progresivos/emancipadores y regresivos/autoritarios.
En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa interpretación o comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja esa ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).
¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez teórica de una teoría por su amplia aplicabilidad histórica? Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del antagonismo amigo-enemigo, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases –completada en este caso por la ideología del comunismo?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral.
Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. El partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor social progresista, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias teóricas se contrarrestan, precisamente, con el contenido sustantivo progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en esa cultura progresista, democrática… y de izquierda (social).
Por otro lado, Laclau pone de relieve o supera algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, no tiene o infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su aplicación o su conexión con actores autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y nuestra crítica principal. Podríamos también decir: menos Laclau y más Kant.
En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de las nuevas élites representativas en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, son imprescindibles un esfuerzo cultural y un debate teórico, unitario, riguroso y respetuoso, para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social en un sentido democrático-igualitario-emancipador.
3. La experiencia popular en la construcción del sujeto (I): IDEAS E INTERESES
Existen distintas teorías sobre el papel y el proceso de construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-).
No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.
El determinismo economicista o de clase es un idealismo
Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.
El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo, con la influencia de Althusser. E, igualmente, el determinismo político-institucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.
En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales…
Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.
El papel de los intereses y las ideas
Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón (Twitter, 2-4-2016) y desarrollado posteriormente (Errejón, Podemos a mitad de camino, 2016):
No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos.
Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).
Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.
Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, E. P. Thompson (Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 39):
Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura.
En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).
El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.
Aquí, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:
Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).
El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan.
Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (Miseria de la teoría, 1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.
Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine o la discursiva de Laclau, ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:
Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).
En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados. A continuación valoramos la transversalidad y su relación con la igualdad y la hegemonía.
4. La experiencia popular en la construcción del sujeto (II): TRANSVERSALIDAD, IGUALDAD Y HEGEMONÍA
En la sección anterior hemos explicado la importancia de la experiencia popular en la construcción de un sujeto colectivo (llámese clase, pueblo o nación) y la relación entre intereses e ideas en la articulación de ese proceso. En esta segunda parte nos centramos en el alcance de la transversalidad entre izquierda y derecha, señalando la relevancia de la igualdad y la democracia, y en el análisis sobre el papel del discurso y la hegemonía. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-).
Transversalidad e importancia de los valores igualitarios y democráticos
No consideramos positiva la existencia de una ideología completa y cerrada, pero sí es necesario algo de doctrina, normativa, estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura ciudadana (o conciencia social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad, solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas populares, forman parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino componentes fundamentales de un proyecto emancipador-igualitario, elementos de identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.
La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes del Este).
Pero como dice Mouffe, aludiendo a Bobbio, el valor de la igualdad es clave como identificación de la(s) izquierda(s). Es una seña de identidad diferenciada del populismo de ‘izquierda’ frente al populismo de ‘derecha’. No hay ‘un’ populismo; sus rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su significado ético-político: democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social) debe basarse en la igualdad, en la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías populares.
El problema que tiene esa teoría populista es que, precisamente, debe construir un relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes comunistas del Este. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar. Y es bueno que por ello se auto-ubique ideológicamente en la izquierda.
No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como cuestión determinante en la identificación política y electoral. La principal es la apuesta por el continuismo o por el cambio. La cuestión es que no es irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo debe estar clara: la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos ‘ideologizadas’ en esos aspectos o tener posiciones intermedias. Pero la línea de identificación alternativa pasa por su posicionamiento en esos campos democráticos-igualitarios frente a los grandes poderes regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando, las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.
Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad, libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad, dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación.
Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo o el sujeto del cambio) no se puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda política y su papel y significado.
Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P. Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el sistema político.
No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso, ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa experiencia popular.
El nuevo paso del fenómeno Podemos (y sus aliados y confluencias) ha consistido en crear una nueva élite política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente representatividad y credibilidad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente político-institucional.
La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico podría tener solo un carácter retórico y convivir con una estrategia política más realista, como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior, tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento popular; la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político e institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas. Son aspectos políticos, socioeconómicos e institucionales que están pasando a un primer plano, como el propio P. Iglesias reconoció en el debate de investidura, y que tras el 26-J van a adquirir todavía una nueva y mayor dimensión en el campo de batalla político y europeo.
Papel del discurso y hegemonía
Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 46). Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son resultado no solo de la disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.
La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci y, ahora, Laclau. Ambos resaltan la cultura nacional-popular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del ‘pueblo’, el primero conserva parte de un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.
Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (1979: 38), los sujetos sociales surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones sociales, modeladas por su cultura.
Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se construye con significantes vacíos, funcionales solo para cohesionar a la gente y ganar hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipador-igualitario.
El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica). La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe, particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.
No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria, emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no exclusiva de las mismas. Ahí entra la rica experiencia de movimientos sociales emancipadores. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de esa tradición de izquierdas. Y, específicamente, levantar un nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente una alternativa procedimental (polarización, hegemonía) o sociodemográfica (abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de construcción de un movimiento popular (nacional-solidario) progresivo, es decir, cuya expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto, con el horizonte de una democracia social en una Europa más justa y solidaria, está por desarrollar.
En ese sentido, se puede afirmar, junto con Pablo Iglesias, que se ha generado un espacio distinto de la actual y vieja socialdemocracia europea, con su dinámica dominante socioliberal (de ‘tercera vía’ o ‘nuevo centro’), para configurar un nuevo sujeto político con una orientación y un papel ‘social’ y ‘democrático’, una ‘nueva socialdemocracia’. Se conforma un nuevo eje articulador de las identidades colectivas en torno a posiciones, intereses e ideas favorables a la igualdad/democracia/capas populares frente a la desigualdad/autoritarismo/minorías oligárquicas. Es decir, la polarización sociopolítica y cultural, con zonas intermedias y mixtas, tiene un contenido sustantivo de carácter político-ideológico. Se supera la posición de transversalidad o neutralidad ideológica, se recogen las mejores tradiciones de la izquierda democrática y otros sectores progresistas pero, sobre todo, se afirma un nuevo proyecto-ideario emancipador cuya denominación y perfil está por contrastar.
Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico y el carácter social-igualitario de la democracia.
En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, del sujeto popular transformador, hay que combinar los dos planos –intereses (populares) y discursos (emancipadores)- de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.
Nueva estrategia de cambio
Antonio Antón
Editado en Público (9-7-2016), Nueva Tribuna (11-7), Rebelión (12-7) y Pensamiento Crítico (20-7)
Se ha terminado una etapa en el proceso de cambio social y político en España. Ha concluido el prolongado ciclo electoral de dos años con una nueva configuración de la representación parlamentaria y el sistema de partidos políticos. Las fuerzas políticas del cambio, en torno a Unidos Podemos y las confluencias catalana, gallega y valenciana, así como antes con el conjunto de candidaturas municipalistas, han conseguido un gran avance en su representatividad ciudadana, su influencia político-cultural y su capacidad gestora de los asuntos públicos en muchos y significativos ayuntamientos.
El balance global de este corto e intenso periodo es positivo. Sus últimos resultados electorales, en el 26-J, con más de cinco millones de votos y 71 escaños en el Congreso, suponen la plasmación de ese éxito, con la amplia legitimación ciudadana de las fuerzas del cambio y un nuevo equilibrio de fuerzas en el campo institucional. Pero ese avance político tiene sus límites y es insuficiente para garantizar sus objetivos máximos: un gobierno de progreso que imprima un giro social y económico progresista en favor de la mayoría social y un profundo proceso de democratización del sistema político, incluida la salida democrática e integradora para resolver la cuestión catalana y articular la plurinacionalidad; un cambio sustantivo hacia la igualdad social, incluida muy especialmente la de género, y por una democracia social y económica en un marco europeo más integrador y con la reforma institucional de la UE.
La realidad ha dejado un panorama con luces y sombras: de avances relevantes y aspiraciones incumplidas. Particularmente, se ha producido cierta frustración de algunos sectores sociales ante el relativo fracaso de las mejores expectativas de poder tener un papel determinante en un Gobierno de progreso, con un estatus similar al del Partido Socialista (incluso con un adelantamiento en votos), para aplicar ya un cambio sustantivo para la gente y las instituciones. No ha podido ser, aunque se han dado pasos firmes para continuar en el empeño.
Pero esa tendencia subjetiva corre el riesgo de convertirse en pasividad o, lo que es peor, desconcierto y pugna interna por eludir enseñanzas y responsabilidades. Lo grave sería no adecuarse a la nueva realidad con el rediseño de la estrategia de cambio. Así, es conveniente profundizar en las características de la situación actual y las lecciones de la última experiencia para conseguir el máximo de unidad en el diagnóstico y, sobre todo, conformar una nueva orientación y dinámica política. Se trata de un debate amplio, sereno, unitario y constructivo para adecuar, junto con el resto de tejido asociativo, movimientos sociales y gente progresista, el proyecto colectivo de cambio.
Tres hechos se pueden destacar. Primero, la relativa e insuficiente victoria del PP que no le reporta (junto con Ciudadanos y Coalición Canaria) la estabilidad gubernamental (170 diputados); por tanto, comenzamos la legislatura con una gran fragilidad institucional y su falta de legitimidad popular para continuar con sus políticas liberal-conservadoras y autoritarias.
Hemos perdido una oportunidad para imprimir ya, desde las instituciones gubernamentales, un cambio real. No se ha expresado una voluntad popular suficiente para ello. Sin embargo, tampoco el continuismo ha recibido un claro aval mayoritario. Los graves problemas que afectan a la mayoría ciudadana permanecen e incluso se pueden agravar, recayendo en el estancamiento económico y los ajustes presupuestarios y de prestaciones y servicios públicos, así como en la prolongación del inmovilismo político, los déficits democráticos y la corrupción. El descontento popular y la oposición social pueden ir a más y, junto con la oposición parlamentaria y la gestión institucional progresistas en los ámbitos locales, favorecer el cuestionamiento de la legitimidad del nuevo Gobierno conservador. La nueva legislatura, probablemente, puede ser corta. El cierre de la posibilidad del cambio gubernativo es coyuntural y débil; convive con las grietas deslegitimadoras de esa dinámica antisocial.
Segundo, el fiasco de la estrategia del PSOE, la operación Gran Centro, como forma de conseguir incrementar su poder institucional y garantizar un recambio solo de élites y no de políticas. La consecuencia es el refuerzo del continuismo político, económico e institucional y el freno al cambio, al que ha renunciado y cuya determinación permanecía en su mano. Aunque haya quedado electoralmente un poco por delante de Unidos Podemos (y sus aliados), no ha podido evitar la continuación de su declive. Los efectos de su sectaria campaña de aislamiento y desprestigio a las fuerzas del cambio han beneficiado a la derecha. Al final, su slogan del Sí al cambio, parece que se transforma en sí a la gobernabilidad del PP, vía abstención no en la primera investidura pero sí en la última antes del precipicio de nuevas elecciones.
Ante la posible investidura fallida de Rajoy, y si hubiese voluntad política, cabría un nuevo intento de Sánchez, pero con el mismo dilema conocido: un Gobierno centrista con Ciudadanos, con una política socioeconómica similar a la de las derechas y un inmovilismo institucional, nuevamente fallido; o un Gobierno de progreso con Unidos Podemos y sus aliados, con la garantía de echar al PP y sus políticas, a lo que se vuelven a negar. La preocupación estratégica de la dirección socialista, una vez fracasado su plan de recambio de élites gubernamentales, sigue siendo colaborar en la estabilidad y el consenso liberal-conservador y neutralizar la consolidación de las fuerzas del cambio. Su diferenciación del bloque derechista, tan necesaria y deseable para derrotar la austeridad, abordar una reforma institucional progresista en la UE y neutralizar el ascenso xenófobo y disgregador, es mínima. Su deseo de ser el eje de la oposición parlamentaria y su proyecto propio adolecen de simple retórica y no dan respuesta a la problemática de la mayoría ciudadana. Pero su colaboración con la estabilidad de un Gobierno del PP no es sostenible en el tiempo ni refleja la voluntad de sus bases sociales. Está condenada al fracaso si no quiere ser un apéndice de la derecha e incrementar su declive representativo. Aun así, y a la espera de un giro hacia una colaboración leal y de fondo con las fuerzas del cambio, habrá temas y momentos de acuerdo frente a la actuación regresiva y autoritaria del PP, y habrá que afinar la doble relación de colaboración parcial y crítica a su orientación de fondo.
Tercero, el desapego de más de un millón de votantes de Unidos Podemos y confluencias, respecto de la suma de votos obtenidos el 20-D. El hecho es evidente. Y aunque varias encuestas vaticinaban solo un ligero descenso y el probable adelantamiento al PSOE, como decíamos, ha tenido un impacto frustrante en la subjetividad de muchas personas. Y, especialmente, ha bloqueado su dinámica representativa ascendente y la posibilidad (ya difícil) del cambio gubernamental inmediato. Diversos analistas han adelantado hipótesis sobre las características políticas, diversas y contradictorias, de esa tendencia y está pendiente un estudio pormenorizado. En votantes anteriores de IU existen motivos identitarios (comunistas) y de moderación política (mayor acercamiento al PSOE). En votantes de Podemos, las reticencias a la mezcla con un partido tradicional de la vieja izquierda. El distanciamiento se ha centrado en el voto de las grandes ciudades, aunque la gestión en los ayuntamientos del cambio no parece que haya tenido suficiente relevancia, tampoco como motivo para la recuperación de ese sector.
No obstante, se pueden adelantar varios rasgos y factores generales. El compromiso de ese electorado con el proyecto de cambio propuesto o, bien, el convencimiento y la credibilidad de sus argumentos, programa y liderazgo, eran débiles. Habían sido suficientes en diciembre, pero en junio se han ‘despegado’ y han optado por la abstención. La otra cara, es que ningún otro proyecto político o de liderazgo, en particular el del Partido Socialista, ha sido considerado mejor por ellos y no ha habido trasvase de votos, tal como había apostado firmemente el PSOE: ¡quitarle a Podemos un millón y medio de votos¡. No ha sido una impugnación o un desacuerdo total. Es un distanciamiento relativo, una falta de certezas, implicación y motivos sobre el proyecto de cambio propuesto y los medios para alcanzarlo. Por tanto, es posible su recuperación.
A nuestro modo de ver, las tres grandes decisiones políticas adoptadas este tiempo han sido acertadas en lo fundamental: 1) la propuesta de un gobierno de progreso y coalición, con un programa intermedio, compartido o negociado con el PSOE; 2) el acuerdo entre Podemos e Izquierda Unida -junto con otros grupos menores- para presentarse juntos a las elecciones; 3) la orientación general del programa y la campaña, con un claro perfil social y democrático, precisamente, en torno a la exigencia de democracia social, económica, europea… Los tres temas han sido complejos y difíciles de articular y han estado condicionados por factores externos que dejaban poco margen de maniobra para una maduración sosegada. Se han cometido deficiencias y errores diversos en su implementación y su explicación. Incluso podemos decir que algunos de ellos reflejan insuficiencias analíticas, teóricas, organizativas y discursivas que hay que valorar y corregir. No obstante, de haber decidido lo contrario (la subordinación al pacto PSOE-C’s, la no convergencia entre Podemos e IU y una orientación política más ambigua o más radical), las consecuencias negativas para la gente y el proyecto alternativo, la división interna y la desafección electoral hubieran sido mayores.
Por otra parte, el peso de unos u otros factores es distinto en su impacto territorial. En los tres campos la reflexión autocrítica y la mejora son imprescindibles. Habiéndolos aminorado habrían disminuido los efectos de las distintas campañas de PP, Ciudadanos, PSOE y sus respectivos portavoces mediáticos, con el objetivo común de aislamiento y desprestigio de las fuerzas del cambio, introduciendo miedo ante la supuesta inestabilidad que iban a producir. En ese sentido, no ha habido suficiente capacidad para contrarrestar bien esas campañas y paliar sus efectos en ese electorado más débil. Dicho de otra forma, ha sido insuficiente la calidad y la comunicación del mensaje (o proyecto) y la persuasión (o seducción) para fortalecer la voluntad de cambio de ese sector menos convencido, además de consolidar más y mejor al ya convencido. Aparte está la tarea de atraer o empatizar más con, al menos, otro millón adicional para aspirar a la hegemonía del cambio y poder superar al PP. Ese es el reto cuantitativo mínimo para acercarse al 30% y ser determinante.
Pero hay que distinguir entre las variables principales y las secundarias. Y aquí, con las luces largas, desde el comienzo de este ciclo de protesta y respuestas sociales a la crisis, la austeridad y el autoritarismo de las fuerzas del bipartidismo y el consenso liberal-conservador-socialdemócrata, podemos decir que la conformación del sujeto del cambio, con los mimbres de la nueva élite política emergente, ha llegado hasta donde ha llegado en los dos planos: un electorado partidario de un cambio sustantivo, y una nueva representación política e institucional. Ello refleja también unos límites para enfrentarse, en el marco europeo, a la estrategia de austeridad y estimular al conjunto de fuerzas progresistas, particularmente en el sur. Es el dato de la realidad desde el que recomponer la nueva estrategia del cambio.
La novedad principal atañe a la mutación del contexto, a la necesidad de ampliar los apoyos sociales y a la articulación de la oposición cívica y la actividad parlamentaria e institucional. Las anteriores tres dinámicas sucesivas (la indignación ciudadana por el reparto injusto de los costes de la crisis y el autoritarismo político, la protesta social y cívica progresista y su articulación electoral e institucional), ahora se presentan entrelazadas, y necesitan una nueva articulación de sus prioridades e impactos. Y todo ello con el aprendizaje sobre los errores cometidos y el afianzamiento y la unidad de todo el conglomerado de fuerzas políticas del cambio. Supone un reajuste de la función de un nuevo tipo de formación política (más allá del llamado partido-movimiento) más abierta con la sociedad, más realista, flexible y dinámica, así como una maduración del discurso y los liderazgos colectivos. Una profundización de unas firmes convicciones democráticas y de justicia social, con un perfil claro en defensa de la mayoría social. Y, sobre todo, y depende menos de su responsabilidad directa y más del conjunto de personas críticas y grupos progresistas, de la activación de la gente, las capas populares, por sus intereses y demandas y el refuerzo cívico contra el continuismo y por el cambio.
A vueltas con el sujeto (clase o pueblo)
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna y Rebelión (9-8-2016) y CatalunyaPress (11-8)
Estos días se han publicado varios textos sobre este importante tema, entre ellos sobre la aportación de E. P. Thompson y, en otro plano, del propio Viçens Navarro. Valgan en estos calores veraniegos unos comentarios rápidos. Para mí esos autores son una referencia intelectual mejor que otras corrientes de pensamiento, relevantes entre gente progresista: socioliberal (Giddens), marxista-determinista (Althusser), culturalista (Touraine), o populista (Laclau). El aspecto teórico y político principal del momento actual es qué tipo y cómo se conforma el sujeto transformador de cambio progresivo, democrático-igualitario. No sé, de seguir viviendo Thompson, cómo habría continuado su labor analítica sobre estas nuevas realidades del conflicto social y político; algunos de sus criterios interpretativos me parecen fundamentales. Por otro lado, en general, estoy de acuerdo con V. Navarro.
Por mi parte, modestamente, he pretendido contribuir a ese debate con el análisis del impacto de la crisis y la austeridad en las capas populares, la experiencia cívica del conflicto social en España y los conceptos de resistencia cívica, ciudadanía activa, movimiento popular progresista y corriente social indignada para interpretar este proceso de cambio social y político, hasta llegar al fenómeno (Unidos) Podemos como expresión del cambio político-electoral-institucional. Ello me ha llevado a explicar los límites e insuficiencias de las teorías convencionales sobre los movimientos sociales, los determinismos (economicista e institucionalista) y el discurso populista. En total, desde el 2008, con el comienzo de la crisis y la indignación cívica, he publicado siete libros; los últimos ‘Movimiento popular y cambio político’ y ‘La democracia social hoy’. En camino va otra contribución a un libro colectivo (con otros autores, entre ellos, Santiago Alba), sobre la construcción del sujeto -clase o pueblo- en este siglo XXI.
Pues bien, el hilo conductor es ese análisis histórico-relacional de la conformación del sujeto de cambio en España (en el marco del sur de Europa y la UE), de la actitud y las capacidades transformadoras de las fuerzas sociales y políticas en presencia. En su definición como sujeto colectivo introduzco dos elementos clave de la reciente experiencia popular y sus demandas: democratización y carácter social o igualitario. Pretendo superar así la ambigüedad del populismo, realzando el carácter sustantivo ‘progresivo’ del sujeto comprometido con el cambio. Dicho de otra forma (y es precisamente uno de los –escasos- puntos débiles del artículo sobre la clase trabajadora de V. Navarro y algunos analistas), no hay que confundir ‘gente trabajadora’ desde el punto de vista sociodemográfico o de estatus económico y sujeto sociopolítico (clase o pueblo), como actor en un determinado contexto y significado. Hay que rechazar el mecanicismo y el idealismo; lo principal, como decía Thompson, es su ‘existencia’, su comportamiento, su experiencia y su orientación; en este caso, necesariamente democrático y además, sin subsumir en lo anterior, lo igualitario. O sea, el objetivo de la igualdad social (no solo jurídica, nacional o de los derechos civiles) tiene un estatus y una autonomía similar a la democratización (incluido el tema de la plurinacionalidad), y no se deriva de ésta (aunque sea radical), como pretende el populismo, que sobrevalora la ‘lógica’ política de la polarización e infravalora los valores e intereses de la igualdad, la libertad o la solidaridad.
Por tanto, ‘trabajadores y trabajadoras’ (asalariados, precarios, parados, inactivos subordinados o clases medias, etc.), pueden (de hecho llevan más de dos siglos) apoyar a la derecha, al centro, a las izquierdas, al fascismo o a populismos y nacionalismos diversos y antagónicos. No ha habido históricamente ni hay una posición homogénea de ‘clase’ o de ‘pueblo’, ni una hegemonía total (salvo en las ensoñaciones del etnopopulismo xenófobo o el marxismo soviético antipluralista). Hay que superar el esencialismo o el determinismo pero también el idealismo discursivo, y reconocer la pluralidad existente de conflictos y legitimaciones.
El objetivo, desde una posición ética emancipadora, es, pues, conformar un sujeto colectivo progresivo, democrático-igualitario, con una amplia base popular y partiendo de sus condiciones materiales, sus demandas, su cultura, su articulación asociativa, política e institucional y su experiencia sociopolítica. El ciclo largo (crisis, indignación, protesta social y nueva representación político-institucional) parece que ha tocado (casi) techo. Comienza otro ciclo que hay que saber interpretar y combinar esos recursos y dinámicas. Junto con más democracia la otra pata es mejorar la situación real de la gente: terminar con la austeridad, avanzar en una democracia social y económica y promover una Europa más solidaria. Y, al mismo tiempo, ampliar las bases sociales de apoyo a ese proyecto transformador, fortalecer la activación y la participación popular y cohesionar su representación social y política. Es decir, dar un nuevo paso en la conformación del sujeto de cambio, con una perspectiva a medio plazo.
El 26-J nos ha proporcionado una nueva realidad de los equilibrios de fuerzas, ha dejado al descubierto deficiencias analíticas, políticas y teóricas, y es necesaria la adecuación del proyecto de cambio. No es un debate solo teórico sino, sobre todo, estratégico y político, y afecta a la legitimidad de las distintas élites asociativas. En ello estamos. ¡Buena reflexión este verano!
Carácter ambivalente del Estado y estrategia de cambio
Antonio Antón
(Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
Publicado en Nueva Tribuna y Rebelión el 30-8-2016
Dos cuestiones son fundamentales para desarrollar un proyecto de cambio sustancial: la caracterización del poder político y la conformación del sujeto de cambio. De ello dependen las estrategias transformadoras, su consistencia práctica y sus bases teóricas.
En primer lugar, hay que partir del reconocimiento del carácter doble (o triple) del Estado democrático europeo: a) instrumento de dominación de una oligarquía económico-financiera e institucional y garantía de la reproducción de su poder y la desigualdad; b) mecanismo de protección y bienestar social con las prestaciones y servicios públicos y expresión de cierto equilibrio social e intergeneracional, junto con instituciones y cauces representativos; entre medio, c) aparato de administración, regulación y gestión más o menos neutras, incluida la seguridad colectiva de la población. A ello hay que añadir, en el conjunto del marco institucional europeo, una mayor autonomía del poder económico-financiero e institucional, representado por Merkel y el Gobierno alemán, con la imposición de una estrategia liberal-conservadora, el debilitamiento de las garantías democráticas y sociales y la cristalización de dinámicas disgregadoras y de subordinación de las capas populares, sobre todo en los países más débiles del sur.
El llamado Estado de bienestar europeo o social y de derecho era el resultado del equilibrio, desigual pero estable, en el conflicto social y político entre las tendencias liberal-conservadoras y las progresistas y de izquierda, en la segunda posguerra mundial. Como se sabe, en cada Estado, especialmente en el sur europeo (por no hablar de la desigualdad mundial), la última característica, social y democrática, se debilita en detrimento de la primera, el poder oligárquico regresivo. En el ámbito europeo (y mundial), asistimos a un intento de consolidación del bloque de poder liberal-conservador con unas democracias débiles y un retroceso de los derechos sociales y democráticos. Esa involución es doble: socioeconómica y democrática-institucional.
En definitiva, los Estados y el poder político tienen un carácter doble: por un lado, el componente democrático-representativo, incluso el social (con instituciones de protección y bienestar social); por otro lado, su papel como instrumento de poder, dominación y control… de las élites dominantes. La ciudadanía, sus libertades y derechos, y las Constituciones están mediatizados por esa desigualdad de poder. Es un campo fundamental de la lucha política, no solo de la economía o la ideología, como tienden a expresar las posiciones deterministas o idealistas.
Por tanto, es unilateral la idea de no valorar al Estado (en la sociedad y la economía capitalista) como ambivalente, aunque sea democrático, social y de derecho. La posición defensora de su neutralidad es de raíz liberal. La consecuencia es que podría ser utilizado, por igual, por las fuerzas dominantes y por las alternativas. Así, se infravalora la conformación de un sujeto popular de cambio, con autonomía y relación conflictiva con el poder real. El problema es que el conflicto principalmente estaría en las relaciones económicas (y la cultura), no en las estructuras político-institucionales que serían ‘vacías’ o neutras para utilizar por los distintos agentes. Desde luego, las estructuras de poder local (ayuntamientos…) o de gestión social (servicios públicos…) son más maleables; sin embargo, las grandes instituciones (Gobierno central -alta burocracia y fuerzas de seguridad-, la Troika y el Consejo europeo o el G-20) están muy imbricadas y controladas por los ‘poderosos’.
Pero, en segundo lugar, la política (alternativa) no es exclusivamente gestión institucional neutra sino utilización de los recursos e instituciones en favor de las mayorías sociales y, sobre todo, empoderamiento de la ciudadanía, construcción de sujeto popular para condicionar al Estado y, al mismo tiempo, transformarlo. La representación popular y cívica debe aspirar a los dos componentes: mejorar la situación inmediata de la gente, y garantizar el avance de fondo a medio y largo plazo. Se puede utilizar la convencional expresión democrática ‘desde dentro y desde fuera del Estado’, o si se quiere, desde las instituciones políticas y representativas y desde la ‘calle’ o el tejido asociativo autónomo constituido en la propia sociedad. La sociedad, en gran medida, está institucionalizada, pero hay que distinguir el núcleo de poder oligárquico a cuestionar. El poder no solo es económico, las élites ‘dominantes’ también controlan el poder político-institucional (y el cultural-mediático). La tarea alternativa es la trasformación profunda económica y del ‘poder’ institucional, eso sí, conformando amplios electorados críticos y con instrumentos democráticos.
La apuesta por la utilización de las instituciones es funcional con el proceso electoral actual de convertir el movimiento de protesta en electorado indignado y la constitución de una nueva élite representativa y política (Unidos Podemos y los aliados y confluencias), reforzando su gestión institucional y/o desde las instituciones parlamentarias. Era necesario y positivo este proceso complementario de representación institucional del movimiento popular y el conjunto de bases sociales indignadas. Todo ello frente a las tendencias ‘movimentistas’ que infravaloraban esta función básica de la gestión política e institucional. Y también frente a ideas ‘extremistas’ o anti-institucionales, bien desde un pensamiento embellecedor de las potencialidades populares o de cierto marxismo ‘revolucionario’ y su consideración del Estado como Estado ‘burgués’ a destruir por la alternativa de los ‘soviets’, la ‘comuna’ o el ‘empoderamiento individual sin Estado’...
Sin embargo, de esa crítica justa al izquierdismo e idealismo no se puede pasar al embellecimiento del actual Estado y la actividad institucional o, lo que es lo mismo, a la infravaloración de la tarea de la activación popular, con esa combinación que desde décadas tienen los movimientos sociales: activación cívica y presión desde fuera del poder y presencia institucional (incluso con las fórmulas sindicales de cogestión o concertación social).
Hay que superar el determinismo, y también la simple separación de esferas: capitalismo (relaciones económicas de dominación) e instituciones-cultura (Ilustración-Estado de Derecho), a utilizar por la ciudadanía. El análisis de su interacción debe ser concreto. Son fundamentales y positivos muchos aspectos de la Ilustración -incluso del liberalismo político- (por ejemplo, las clásicas libertad, igualdad y solidaridad, aparte de la democracia y el laicismo…). Pero el significado de la heterogénea tradición de la Ilustración es, cuando menos, contradictoria respecto del desarrollo capitalista y la construcción del nuevo Estado liberal o representativo del siglo XIX: tiene puntos de conexión con el poder económico capitalista, aunque también admitan avances sociales y democráticos derivados de las luchas populares (y tuviese el componente antiautoritario frente al Antiguo Régimen). La Ilustración y el derecho también dan prioridad a la propiedad privada, al orden social y económico con subordinación de las mayorías ciudadanas, a la ‘estabilidad política’ y la responsabilidad de ‘Estado’. O sea, son ambivalentes desde el punto de vista de un proyecto igualitario-emancipador.
Por ello, tal como explica otro autor de referencia, Viçens Navarro, insisto en su reforma sustantiva y la ‘democratización’ del Estado, rehuyendo de formulaciones tajantes e irrealistas como la de ‘crisis orgánica del Régimen’ que puede dar la impresión falsa de un hundimiento inminente y generalizado de la estructura de poder dominante. Se puede hablar de ‘crisis’, incluso se puede denominar como ‘sistémica’, ya que afecta a los campos social, económico e institucional. Pero en una acepción del concepto crisis no como derrumbe del sistema o el Régimen, sino como su dificultad para cumplir sus funciones básicas y posibilidad de cambio, en la medida de que se constituyen fuerzas transformadoras.
En realidad, ante la amplia y profunda deslegitimación de la clase política gobernante, por sus políticas regresivas y autoritarias, lo que se ha producido de momento es, sobre todo, la transformación de la representación política con la expresión institucional de las nuevas fuerzas del cambio. La ‘ventana de oportunidad’ no hay que interpretarla de forma determinista por la apertura o cierre del poder, sino como reequilibrio de fuerzas que abre nuevos procesos transformadores. Es una relación comparativa entre poder continuista y fuerzas del cambio y, por tanto, cambiante.
En definitiva, el nuevo republicanismo institucional es una actualización de un fenómeno que se produjo a finales de los años setenta por el eurocomunismo (enfrentado parcialmente al bloque soviético) y desde finales del siglo XIX por la socialdemocracia en diferentes momentos, con su tesis de la neutralidad del Estado y la incorporación plena a las instituciones políticas y parlamentarias del movimiento ‘obrero’ o popular, con un papel subsidiario.
A pesar de sus limitaciones, las aportaciones de Gramsci sobre la hegemonía cultural y política de las fuerzas populares, que Fernández Liria destaca, podría equilibrar esa tendencia economicista e institucionalista a la vez. Pero, sobre todo, exige un nuevo enfoque sobre el poder y su transformación, tal como refleja esta cita suya: Sin asegurarse el monopolio del ejercicio de la violencia, la democracia no tiene ninguna posibilidad de hacerse oir (El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser, 2015: 116).
La dirección de Podemos y sus alianzas se ha legitimado por la construcción de una nueva y amplia representación político-institucional, a partir de un movimiento popular externo y crítico con la clase gobernante y con demandas a las instituciones políticas y económicas. Una vez acabado este ciclo electoral y si, como parece, no consigue conformar un Gobierno alternativo de progreso, se pondrá en primer plano la necesidad de una estrategia de activación cívica y su combinación con la acción política desde las instituciones representativas (parlamentos) y la experiencia gestora en otras instituciones locales y socioculturales. Es decir, desde fuera del gran poder político-institucional y gestor (más si contemplamos el contexto europeo y mundial) y como condicionamiento a las instituciones. Para ello habrá que reforzar la dimensión democrática o republicana y el carácter social progresivo, en favor de las mayorías populares.
Twitter: @antonioantonUAM
Desafíos para una teoría alternativa
Antonio Antón
(Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
Editado en Público (17-9-2016) y en Nueva Tribuna y Rebelión (19-9).
La hipótesis de partida son las dificultades para elaborar una nueva teoría alternativa crítica, los límites del campo teórico progresista, particularmente en la (ciencia, sociología o filosofía) política con vocación transformadora. La proliferación de muchas nominaciones y alternativas (populismo, marxismo, nueva socialdemocracia, anticapitalismo, republicanismo…) expresa su fragmentación y la pugna discursiva, a veces entre la rigidez y el eclecticismo, con resultados escasos. La consecuencia es la distancia existente entre esa debilidad discursiva y la experiencia, las responsabilidades y las tareas prácticas y estratégicas de las nuevas fuerzas del cambio.
Este texto es un intento explicativo de esa problemática. El análisis se realiza por su impacto y su influencia con la construcción de este nuevo sujeto político. Deja al margen el agotamiento del pensamiento socialdemócrata como desvelamiento crítico y su deslizamiento hacia el socioliberalismo y la legitimación del orden existente. En un artículo reciente (http://www.nuevatribuna.es/opinion/antonio-anton/debate-republicanismo-populista/20160905130834131464.html) profundizo en algunas de sus características y aportaciones, específicamente la conexión entre el republicanismo institucional y el marxismo-populismo, donde confluyen dos de los pensamientos más significativos de Unidos Podemos y sus confluencias, aliados y apoyos.
Valen muchas ideas de distintas tradiciones de izquierda, progresistas e ilustradas, pero la selección de las aportaciones más adecuadas y el rechazo de las inadecuadas es una tarea delicada que afecta a su relación con la realidad actual y la legitimidad de los representantes de cada corriente política y de pensamiento.
La conclusión que adelanto es la necesidad de un esfuerzo teórico específico, crítico, riguroso, respetuoso y constructivo que partiendo de las dificultades actuales y aceptando la pluralidad existente ponga el acento en la elaboración de un nuevo pensamiento sociopolítico alternativo, basado en la democracia y la igualdad social. Supone la superación de esquemas pasados y acentuar su carácter realista y objetivo, con la perspectiva de una transformación profunda o radical. Su desarrollo debe estar ligado a esa función principal de la teoría crítica: interpretar y comprender la realidad para ayudar a transformarla. Por tanto, más que etiquetas, relacionadas con doctrinas pasadas y que la hacen rehén de prejuicios establecidos, lo importante es la capacidad explicativa de las nuevas realidades y, particularmente, de las tareas del cambio.
En consecuencias, esta actividad de reflexión discursiva, no exclusiva de los intelectuales o los dirigentes partidarios, debe ser relevante para el conjunto de activistas sociales y políticos. Debe ayudar a comprender la realidad y a la transformación democrática e igualitaria de la sociedad. Especialmente, debe facilitar el debate y la unidad de las fuerzas del cambio y avanzar en la pugna cultural y política frente a las corrientes dominantes, reaccionarias y liberal conservadoras. El mantenimiento de estas deficiencias teóricas, que se pueden hacer extensibles a la mayoría de países europeos, tiene un mayor coste en España, dada la mayor dimensión de las necesidades prácticas del cambio social y político. Dicho de otro modo, el avance de las nuevas fuerzas alternativas necesita de una mejora sustancial del desarrollo y el debate teórico alternativo.
Las influencias ideológicas en Podemos son muy diversas. Y si se amplía el análisis al conjunto en este conglomerado político, con sus confluencias e IU, a la lógica del ‘conflicto’ político, de influencia de la nueva socialdemocracia (P. Iglesias) o el populismo republicano (I. Errejón), añadiríamos otros pensamientos y dinámicas ideológico-políticos progresistas con matices propios: eurocomunista gramsciano (ICV, Mónica Oltra-Compromís), movimentista y soberanista (Ada Colau-Barcelona en Comú, En Marea), nacionalista de izquierdas (Xosé Manuel Beiras-Anova, Joan Baldoví-Compromís), marxista-troskista (Teresa Rodríguez, Miguel Urban), ecosocialista (ICV, Equo) y marxista-comunista (Alberto Garzón-IU); o, en fin, posiciones libertarias o autogestionarias e ideas postmodernas en distintas corrientes… Y si incorporamos dinámicas progresivas similares en Europa o con puntos en común, nos encontramos con el eurocomunismo renovado y radical (Syriza griega, Bloco portugués…), el socialismo crítico (en corrientes laboristas o de izquierdas del Reino Unido y Francia y menos en Alemania, Italia y España), el eco-pacifismo (Verdes alemanes) o el ‘populismo’ postmoderno (M5Estrellas, italiano).
Todo ello nos ofrece un panorama complejo y diverso, con pugnas competitivas por la preponderancia o hegemonía de unas posiciones ideológicas u otras, al mismo tiempo que con posiciones eclécticas, intermedias o mixtas entre pensamientos distintos. La existencia de ciertos esquematismos y rigideces doctrinales se combina con la ausencia de preocupación intelectual o discusión teórica serena y argumentada y la inercia del simple activismo práctico. La tendencia dominante es la de un perfil ideológico suave y el predominio del realismo y el pragmatismo político, lo cual es positivo respecto de las dinámicas más cerradas y dogmáticas del pasado. Al mismo tiempo, también existen reacciones fanáticas o intolerantes junto con sectarismos ideológicos y corporativos.
No obstante, la emergencia del conflicto social y político y de nuevas fuerzas del cambio, además de la necesidad de un nuevo análisis concreto y una elaboración política y estratégica, está exigiendo un avance en la reflexión teórica. Los criterios, enfoques y doctrinas existentes, en el ámbito académico y fuera de él, se han quedado envejecidos y, muchos de ellos, obsoletos o contraproducentes; es decir, oscurecen más que clarifican la realidad y su transformación progresista. La situación es de cierto atraso analítico, con dificultad en el desarrollo de las capacidades interpretativas y normativas de un pensamiento político crítico y transformador. Convive con la fragmentación de enfoques y la inercia acomodaticia por la utilización de esquemas anteriores disponibles sin explicar las particularidades del contexto presente y el ineludible marco europeo. Se debilita su función de aportar lucidez a la experiencia práctica y la acción social y política por la democracia y la igualdad.
La exigencia colectiva es la de una elaboración y un debate teórico específico, vinculado con el cambio político pero superador del inmediatismo de la acción social y política cotidiana. Se trata de contrastar las opiniones, de forma rigurosa y respetuosa, actualizando y superando las doctrinas viejas, y estableciendo ciertas bases comunes de un pensamiento social y político más crítico y adecuado a la nueva fase histórica, que sirva para consolidar un proyecto de cambio. Nos atañe, particularmente, a la intelectualidad progresista, lamentablemente, la mayoría de ella condicionada por esquemas del pasado e intereses del presente. La oportunidad es dar un impulso a la teoría social y política que favorezca la transformación sociocultural, económica e institucional y facilite la cohesión de las fuerzas del cambio.
No se trata de buscar o imponer la hegemonía de una escuela de pensamiento u otra y menos hacerla oficial, sino de avanzar en el entendimiento y la convivencia en la diversidad teórica o ideológica, encauzando el debate plural y la coherencia discursiva de forma unitaria y argumentada.
En definitiva, por un lado, hay un escaso y sesgado debate teórico en Unidos Podemos y sus aliados y, en general, en el ámbito intelectual progresista y de izquierdas. Ello en un ambiente mediático y político hostil. Por otro lado, es importante la discusión en este ámbito teórico, con grandes insuficiencias, comparado con la dimensión de los problemas políticos y estratégicos de las fuerzas del cambio en España y en Europa. La conclusión es un desafío: hay que superar los límites de la actual teoría alternativa, con un talante riguroso, unitario y constructivo.
Twitter: @antonioantonUAM
El debate sobre el republicanismo populista
Antonio Antón
(Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
Publicado en Mientras Tanto, nº 149, septiembre de 2016, y en Nueva Tribuna (5-9) y Rebelión (6-9)
Uno de los pensadores más interesantes del panorama intelectual español es el filósofo Carlos Fernández Liria, uno de los teóricos de referencia de la dirección de Podemos. En su reciente publicación En defensa del populismo (La Catarata, 2016), objeto de estas líneas, pone el acento en el republicanismo institucional del que pivota su tipo de populismo particular o heterodoxo (en el ámbito cultural), y que intenta conciliar con su marxismo (en el ámbito económico). A pesar de la rotundidad de su título y de destacar la ‘dimensión populista’ (emotivo-pasional) de la acción pública, el aspecto central es la revalorización del pensamiento ilustrado y el republicanismo institucional como eje de la acción política, diferenciado del núcleo teórico populista de E. Laclau como lógica política. Su resumen: más Kant y menos Laclau.
Su libro se ha presentado en medio de la división entre partidarios de P. Iglesias e I. Errejón, el drástico cese del anterior Secretario de Organización, y el intento de la dirección de Podemos de definir un perfil teórico-político. El primero en lo que él denomina ‘nueva socialdemocracia’, el segundo confirmando los postulados populistas de Laclau. En este incipiente y, a veces, bronco intercambio polémico han participado otros autores como J. C. Monedero, con otras posiciones particulares críticas con Laclau.
Además, cabe citar a Luis Alegre, su alumno más aventajado y prologuista de su libro; es secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, filósofo y próximo a Iglesias en la pasada crisis interna en Madrid respecto del sector vinculado con Errejón. Ambos filósofos han colaborado en otro libro sobre Marx (El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx, Akal, 2010). La disputa teórico-política se entrelaza con la organizativa, cuestión ésta que queda al margen de esta reflexión.
Fernández Liria, a su defensa actual del republicanismo (institucional), incorpora la ‘dimensión populista’, habiendo evolucionado desde un anterior marxismo ortodoxo (estructuralista-althusseriano). Hay que recordar que Laclau (y Ch. Mouffe), el teórico del populismo, había sido, primero, marxista-estructuralista y luego se definió como ‘post-marxista’ y populista. Hace unos meses nuestro autor publicó el libro El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser (Ed. El País, 2015), donde se reafirma en estos dos autores marxistas (parcialmente contradictorios). Constituye una mezcla de ideas marxistas con la llamada ‘dimensión populista’, aunque diferenciada de la posición de populismo ortodoxo de Laclau al que menciona críticamente, y sobre los que no voy a entrar ahora. Es, pues, una referencia teórica, con rigor académico, que legitima ideas clave para dirigentes y activistas de Podemos, muchos de ellos ex o semi-marxistas o con influencias populistas.
Por tanto, tras este pequeño enmarcamiento y con ocasión de este libro y la apertura de un debate sobre el perfil ideológico de Podemos, expongo algunas reflexiones sobre el republicanismo institucional que persiguen contribuir al esclarecimiento de algunos temas teóricos y estratégicos que subyacen.
Su texto recoge un aspecto relevante: la ‘dimensión populista’, la importancia de lo pasional o emotivo y, más ampliamente, de la subjetividad, la identidad y la sexualidad. Además, insiste en la importancia clave de ‘republicanizar’ al populismo, es decir, incorporar a las instituciones políticas el movimiento popular, gestionar desde ellas el cambio político y hacer frente al auténtico problema: el económico (o capitalismo). Todo ello revalorizando los valores de la ilustración que asocia, fundamentalmente, con el Estado de Derecho.
Son de interés las correcciones de Fernández Liria a la teoría de Laclau. Su propuesta, como se avanzaba, es: más Kant y menos Laclau; o sea, más ilustración y menos teoría populista. Es decir, los ejes de su pensamiento serían tres: 1) más republicanismo –o nueva socialdemocracia- en lo político-institucional, con criterios ilustrados; 2) persistencia del marxismo (estructuralista) en el análisis económico, y 3) revalorización de la dimensión populista-pasional en lo político-cultural, dejando al margen el núcleo duro de la teoría de Laclau, la polarización política en la construcción del sujeto-pueblo frente al poder oligárquico.
A mi modo de ver dos son sus mayores aportaciones que conviene matizar: a) la visión instrumental de las instituciones ‘republicanas’ (democrático-liberales) del Estado ‘moderno’, con el riesgo de acentuar su cierta neutralidad político-ideológica respecto de la cuestión social y el conflicto político y, por tanto, considerar que el poder institucional, los actuales regímenes democráticos, deje de ser objeto fundamental de pugna y transformación profunda; b) la importancia del componente ‘subjetivo-pasional’, que asocia a la dimensión nueva del populismo frente a la exclusiva racionalidad de una parte de la ilustración, la derecha liberal y la ‘vieja’ izquierda. Ambas posiciones, republicanismo y dimensión subjetivo-cultural, son positivas respecto de la tradición anterior estructuralista-determinista y la del llamado izquierdismo economicista y antisistema. Forman parte del debate histórico sobre el cambio social y político y es bueno volver sobre ellas para valorar sus límites.
La primera, la configuración del Estado democrático como institución defensora del interés general, constituye el bagaje de la Ilustración, y fue desarrollada por el liberalismo político, la socialdemocracia clásica y, parcialmente, por el eurocomunismo. La segunda, la dimensión emocional, hunde sus raíces en el empirismo de la ilustración británica frente al racionalismo de la ilustración francesa, pasando por la posición intermedia de la ilustración alemana (Kant), así como por el romanticismo y el nacionalismo; fue ampliada por algunas tendencias ‘psicológicas’ de izquierda (desde la Escuela de Frankfort, hasta Marcuse, la explosión del Mayo francés y la ‘nueva’ izquierda) y, especialmente, por corrientes feministas. Aunque ahora este importante componente de la subjetividad lo destaca o se asocia al populismo, no es exclusivo de él, como bien explica D. Innerarity (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015).
Por otra parte, en las últimas décadas, la crisis del marxismo y el agotamiento del post-estructuralismo (con sus dispersas y contradictorias tendencias), expresa las dificultades para elaborar una teoría social y política realista y, al mismo tiempo, emancipadora. De ahí, que resurja la vuelta a teorías pasadas, incluido el propio marxismo, para intentar paliar el vacío interpretativo existente. En todo caso, existen aportaciones diversas, algunas de las propias tradiciones ilustradas y progresistas, desde las que avanzar en un pensamiento crítico. No es deseable aferrarse a una ideología completa y cerrada, pero sí es imprescindible un pensamiento que sea riguroso y adecuado para comprender el mundo y facilitar su transformación. En este contexto de nuevas energías sociales, junto con una trayectoria intelectual limitada y fragmentada, hay que situar el interés de las aportaciones teóricas, como las de este republicanismo institucional con elementos de marxismo-populismo, así como sus insuficiencias, para intentar dar un paso más en un esfuerzo teórico y crítico.
Republicanismo y transformación del poder
No me detengo en el análisis de la teoría populista, que trato extensamente en otra parte (Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos, UOC, 2015). Me centro en el primer aspecto destacado: el carácter del Estado y su transformación. Tiene que ver más bien con la tradición ilustrada institucionalista y la propuesta socialdemócrata. Fernández Liria corrige o complementa la ‘ambigüedad ideológica’ de la teoría populista de Laclau destacando, acertadamente, la importancia del contenido republicano-ilustrado. Mi crítica a la teoría de Laclau va en el mismo sentido, y es un punto de acuerdo con esa revalorización democrática y de los (mejores) valores ilustrados. La lógica política populista (polarización y hegemonía) da poca relevancia a la necesidad de un contenido sustantivo para expresar el significado del conflicto político, el sentido de un movimiento popular; en mi caso, defiendo la democracia (republicana) y la igualdad (social y económica), como componentes fundamentales de un proyecto de cambio. La reforma del poder debe ser democrática, profunda y firme.
No obstante, Fernández Liria propone un republicanismo ‘institucional’, en una interpretación algo restrictiva de la democracia o la democratización, como participación popular en las instituciones e imperio de la ley. Pero ese concepto va más allá de la expresión de la simple incorporación de las fuerzas transformadoras a las instituciones políticas. Además, democracia (republicanizar) es fundamentalmente igualdad jurídica y de derechos civiles y políticos y, en el mejor de los casos, posibilidad de acceso al poder gubernamental de las fuerzas del cambio, regulación de la plurinacionalidad y construcción europea más participativa.
El republicanismo defiende la ampliación de la dinámica participativa de la ciudadanía. Es una mejora respecto de la democracia exclusivamente liberal o fundamentalmente vía electoral, al insistir en la participación y articulación de la gente en los distintos ámbitos, políticos, sociales y culturales. En ese sentido, lo más avanzado, aunque insuficiente, es el llamado ‘republicanismo cívico’ (de Philip Pettit o Hannah Arent), referencia retórica en el primer Gobierno de Zapatero, tras las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak y su conversión en exigencia de cambio gubernamental. Igualmente, es un avance adjetivar al populismo con la palabra ‘republicano’ (o progresista o de izquierdas), para diferenciarlo claramente del populismo autoritario, regresivo o de derechas, ya que incorpora explícitamente ese componente participativo-democratizador, aun con el énfasis en la gestión institucional.
Sin embargo, hay que dar un paso más: esa democratización o republicanismo debe ser profundo (o radical según Mouffe) y se debe completar con el cambio de políticas y modelos sociales y económicos, así como con el reequilibrio de las estructuras de poder institucional. Todavía más en esta época de crisis social y económica y predominio de políticas regresivas de ajuste y austeridad con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.
Así, necesariamente, la democracia (republicana o participativa) debe ir acompañada de dos dinámicas combinadas. Por una parte, de la igualdad social (en las estructuras sociales, incluida la de género y la interculturalidad) y la igualdad económica (incluido en el ámbito laboral), con un modelo de desarrollo sostenible ecológicamente. Por otra parte, del cambio en las estructuras desiguales del poder político, no solo representativas sino fácticas. Es cuando aparece la principal dificultad transformadora y, para vencerla, se necesita la construcción de fuerza social, contrapoder cívico o, si se quiere, empoderamiento ciudadano, con sus correspondientes instituciones y su coparticipación en las estructuras administrativas y estatales.
Por tanto, el republicanismo, para evitar caer en una normativa solo procedimental, se debe completar con dos condiciones estratégicas: la alternativa sustantiva de una ‘democracia social y económica’ avanzada, como igualdad fuerte; la conformación de un sujeto transformador autónomo, más allá de la participación electoral. Se trata de superar la concepción ‘liberal’ (jurídica) de la igualdad y la democracia y no quedarse solo en republicanizar (o democratizar) sino en consolidar las garantías transformadoras socioeconómicas y político-culturales ante los bloqueos del poder oligárquico, tal como desarrollo en Democracia social hoy (Ed. Académica, 2016).
Este énfasis republicano es positivo y adecuado al momento reciente, ya que representa el proceso de incorporación de la dinámica de protesta social de los últimos años a las instituciones mediante la conformación de una nueva representación política (Unidos Podemos, junto con candidaturas municipalistas y confluencias). ‘Republicanizar el populismo’ significaría institucionalizar el movimiento popular para garantizar una gestión pública justa. Así mismo, expresa el cambio de los equilibrios institucionales derivados de la deslegitimación de la clase política gobernante anterior y su sustitución parcial por la nueva representación emergente, particularmente en grandes ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y el Congreso de Diputados.
Sin embargo, el 26-J ha demostrado que ese avance democrático-institucional es insuficiente, ha tocado (casi) techo. La institucionalización del movimiento y su amplia base indignada, en gran medida, ya se ha producido y ha señalado sus límites para continuar con el proceso transformador. Es necesaria la ampliación y el refuerzo de la ciudadanía crítica. Se abre un nuevo ciclo largo, con el consiguiente reajuste estratégico y la combinación de las tareas del cambio en los campos sociales, culturales, políticos e institucionales. En ese sentido hay que dar un paso más en la reflexión teórica.
En esta vertiente de estrategia transformadora aparecen nuevas cuestiones. Es acertada la crítica a la valoración marxista rígida del Estado ‘burgués’, como solo un instrumento del sistema capitalista, al que derribar mediante un proceso revolucionario. No obstante, es un error contrario la idea de la separación completa de Estado y estructura económica capitalista. La oposición de intereses se daría en el orden económico capitalista; al mismo tiempo, el actual poder político-institucional, es decir, los modernos Estados occidentales, tendría potencialidades para transformarlo o someterlo. Esa visión de la neutralidad del Estado ante el capitalismo imperante deriva el conflicto sociopolítico de fondo al campo económico, con la idea optimista de un marco político más favorable.
Es verdad que la democracia política y el Estado social y de derecho, incluido las instituciones comunitarias de la UE, son avances importantes, desde los que poder regular el poder económico y financiero, favorecer la cohesión social y combatir la desprotección y la desigualdad social. La evidencia última, con la estrategia dominante de la imposición de la austeridad, demuestra lo contrario. Pero el conflicto no es solo economía-Estado, siendo éste neutro, sino que el poder oligárquico y las élites dominantes (el sujeto) tienen un fuerte control aunque no absoluto, ya que está condicionado por la pugna ciudadana y los procesos de legitimación social. Pero los poderosos dominan o están imbricados con las estructuras económico-financieras y político-institucionales, aun con la convencional separación de poderes.
Por tanto, en esa posición subyace una idea unilateral: la infravaloración de la capacidad oligárquica del control político-institucional y, por tanto, la necesidad de la transformación (democratización) del Estado y el reequilibrio de poder entre las fuerzas sociales y políticas. El conflicto estrictamente sociopolítico quedaría en un segundo plano, al igual que la construcción de sujetos sociales y fuerzas políticas que condicionan y conforman nuevas capacidades e instituciones. Es un tema ya antiguo, debatido en la vieja socialdemocracia y cierto eurocomunismo, y que al no priorizar el proceso relacional e histórico no superaría el reduccionismo determinista del marxismo-althusseriano.
Voces de otras corrientes marxistas, particularmente, de influencia gamsciana, son más sugerentes, aunque quedan lejos el contexto de la primera posguerra mundial y las estrategias (o metáforas) de guerra de posiciones y guerra de movimientos. El último desarrollo teórico-estratégico, más elaborado, fue el del eurocomunismo italiano de los años setenta con su propuesta de ‘compromiso histórico’ como acuerdo del PCI con el poder económico y la derecha democristiana para un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que ha terminado con su plena integración en el sistema político. Se puede decir que, desde la vertiente comunista europea, junto con la crisis del marxismo soviético y el estéril determinismo althusseriano francés, en gran medida se agota ahí la reflexión teórica y la capacidad práctica sobre la transformación sociopolítica, económica e institucional en Europa.
Mientras tanto, el pensamiento socialdemócrata clásico de la segunda posguerra mundial se va deslizando, desde los años ochenta y, más claramente, desde los noventa, hacia el socio-liberalismo o estrategia de tercera vía o nuevo centro. No ofrece una alternativa de cambio. No me detengo en ello.
Las izquierdas transformadoras y las fuerzas progresistas se quedan sin referencias teóricas y estratégicas, realistas y consecuentes, con las que hacer frente a la hegemonía neoliberal y la globalización, en un marco de desactivación del movimiento popular. Al mismo tiempo, aun con amplios procesos de deslegitimación popular hacia sus élites, el poder liberal-conservador dominante impone una gestión regresiva de la crisis socioeconómica y política y una construcción europea autoritaria e insolidaria que conlleva su disgregación. Esa tendencia solo se rompe parcialmente por la experiencia y las ideas provenientes de los nuevos procesos de protesta social y movimientos sociales… hasta la emergencia de la actual dinámica del conflicto social y político, particularmente en el sur europeo, con una dimensión más sistémica y progresiva.
Se pone en el orden del día la prioridad de una reflexión teórica-estratégica, cuya necesidad aparece crudamente con la experiencia griega del año pasado, sobre la que se ha profundizado poco y se han sacado escasas y ponderadas enseñanzas, y que expongo en otra parte (La estrategia de Syriza a debate, Ed. Rebelión, 2016). Pero el análisis del marco europeo, el carácter del poder liberal-conservador y la subordinación con matices de la socialdemocracia europea, es fundamental para elaborar una estrategia de cambio en cada país que, necesaria y especialmente en el sur, tiene que estar imbricada con la reforma institucional europea, la solidaridad de las fuerzas progresistas y la construcción de otra dinámica social y económica más justa y democrática. El republicanismo es una buena fuente de inspiración, pero insuficiente.
Twitter: @antonioantonUAM
Republicanismo y teoría alternativa
Antonio Antón
(Autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC)
Este texto publicado en Pensamiento Crítico (20-9-2016) es la suma de distintos artículos editados en Público (17-9), Mientras Tanto (1-9), Nueva Tribuna (30-8) y Rebelión (9-8).
La hipótesis de partida son las dificultades para elaborar una nueva teoría alternativa crítica, los límites del campo teórico progresista, particularmente en la (ciencia, sociología o filosofía) política con vocación transformadora. La proliferación de muchas nominaciones y alternativas (populismo, marxismo, nueva socialdemocracia, anticapitalismo, republicanismo…) expresa su fragmentación y la pugna discursiva, a veces entre la rigidez y el eclecticismo, con resultados escasos. La consecuencia es la distancia existente entre esa debilidad discursiva y la experiencia, las responsabilidades y las tareas prácticas y estratégicas de las nuevas fuerzas del cambio.
La primera parte es un intento explicativo de esa problemática y sus dificultades para superarla. El análisis se realiza por su impacto y su influencia con la construcción de este nuevo sujeto político. Deja al margen el agotamiento del pensamiento socialdemócrata como desvelamiento crítico y su deslizamiento hacia el socioliberalismo y la legitimación del orden existente. La segunda parte se centra en algunas de sus características y aportaciones, específicamente la conexión entre el republicanismo institucional y el marxismo-populismo, donde confluyen dos de los pensamientos más significativos de Unidos Podemos y sus confluencias, aliados y apoyos. La tercera parte, explica un aspecto particular, el análisis del carácter ambivalente del Estado y su implicación para una estrategia transformadora. Finalmente, la cuarta parte trata de la conformación del sujeto de cambio.
Dificultades para una teoría alternativa
Valen muchas ideas de distintas tradiciones de izquierda, progresistas e ilustradas, pero la selección de las aportaciones más adecuadas y el rechazo de las inadecuadas es una tarea delicada que afecta a su relación con la realidad actual y la legitimidad de los representantes de cada corriente política y de pensamiento.
La conclusión que adelantamos es la necesidad de un esfuerzo teórico específico, crítico, riguroso, respetuoso y constructivo que partiendo de las dificultades actuales y aceptando la pluralidad existente ponga el acento en la elaboración de un nuevo pensamiento sociopolítico alternativo, basado en la democracia y la igualdad social. Supone la superación de esquemas pasados y acentuar su carácter realista y objetivo, con la perspectiva de una transformación profunda o radical. Su desarrollo debe estar ligado a esa función principal de la teoría crítica: interpretar y comprender la realidad para ayudar a transformarla. Por tanto, más que etiquetas, relacionadas con doctrinas pasadas y que la hacen rehén de prejuicios establecidos, lo importante es la capacidad explicativa de las nuevas realidades y, particularmente, de las tareas del cambio.
En consecuencias, esta actividad de reflexión discursiva, no exclusiva de los intelectuales o los dirigentes partidarios, debe ser relevante para el conjunto de activistas sociales y políticos. Debe ayudar a comprender la realidad y a la transformación democrática e igualitaria de la sociedad. Especialmente, debe facilitar el debate y la unidad de las fuerzas del cambio y avanzar en la pugna cultural y política frente a las corrientes dominantes, reaccionarias y liberal conservadoras. El mantenimiento de estas deficiencias teóricas, que se pueden hacer extensibles a la mayoría de países europeos, tiene un mayor coste en España, dada la mayor dimensión de las necesidades prácticas del cambio social y político. Dicho de otro modo, el avance de las nuevas fuerzas alternativas necesita de una mejora sustancial del desarrollo y el debate teórico alternativo.
Las influencias ideológicas en Podemos son muy diversas. Y si se amplía el análisis al conjunto en este conglomerado político, con sus confluencias e IU, a la lógica del ‘conflicto’ político, de influencia de la nueva socialdemocracia (P. Iglesias) o el populismo republicano (I. Errejón), añadiríamos otros pensamientos y dinámicas ideológico-políticos progresistas con matices propios: eurocomunista gramsciano (ICV, Mónica Oltra-Compromís), movimentista y soberanista (Ada Colau-Barcelona en Comú, En Marea), nacionalista de izquierdas (Xosé Manuel Beiras-Anova, Joan Baldoví-Compromís), marxista-troskista (Teresa Rodríguez, Miguel Urban), ecosocialista (ICV, Equo) y marxista-comunista (Alberto Garzón-IU); o, en fin, posiciones libertarias o autogestionarias e ideas postmodernas en distintas corrientes… Y si incorporamos dinámicas progresivas similares en Europa o con puntos en común, nos encontramos con el eurocomunismo renovado y radical (Syriza griega, Bloco portugués…), el socialismo crítico (en corrientes laboristas o de izquierdas del Reino Unido y Francia y menos en Alemania, Italia y España), el eco-pacifismo (Verdes alemanes) o el ‘populismo’ postmoderno (M5Estrellas, italiano).
Todo ello nos ofrece un panorama complejo y diverso, con pugnas competitivas por la preponderancia o hegemonía de unas posiciones ideológicas u otras, al mismo tiempo que con posiciones eclécticas, intermedias o mixtas entre pensamientos distintos. La existencia de ciertos esquematismos y rigideces doctrinales se combina con la ausencia de preocupación intelectual o discusión teórica serena y argumentada y la inercia del simple activismo práctico. La tendencia dominante es la de un perfil ideológico suave y el predominio del realismo y el pragmatismo político, lo cual es positivo respecto de las dinámicas más cerradas y dogmáticas del pasado. Al mismo tiempo, también existen reacciones fanáticas o intolerantes junto con sectarismos ideológicos y corporativos.
No obstante, la emergencia del conflicto social y político y de nuevas fuerzas del cambio, además de la necesidad de un nuevo análisis concreto y una elaboración política y estratégica, está exigiendo un avance en la reflexión teórica. Los criterios, enfoques y doctrinas existentes, en el ámbito académico y fuera de él, se han quedado envejecidos y, muchos de ellos, obsoletos o contraproducentes; es decir, oscurecen más que clarifican la realidad y su transformación progresista. La situación es de cierto atraso analítico, con dificultad en el desarrollo de las capacidades interpretativas y normativas de un pensamiento político crítico y transformador. Convive con la fragmentación de enfoques y la inercia acomodaticia por la utilización de esquemas anteriores disponibles sin explicar las particularidades del contexto presente y el ineludible marco europeo. Se debilita su función de aportar lucidez a la experiencia práctica y la acción social y política por la democracia y la igualdad.
La exigencia colectiva es la de una elaboración y un debate teórico específico, vinculado con el cambio político pero superador del inmediatismo de la acción social y política cotidiana. Se trata de contrastar las opiniones, de forma rigurosa y respetuosa, actualizando y superando las doctrinas viejas, y estableciendo ciertas bases comunes de un pensamiento social y político más crítico y adecuado a la nueva fase histórica, que sirva para consolidar un proyecto de cambio. Nos atañe, particularmente, a la intelectualidad progresista, lamentablemente, la mayoría de ella condicionada por esquemas del pasado e intereses del presente. La oportunidad es dar un impulso a la teoría social y política que favorezca la transformación sociocultural, económica e institucional y facilite la cohesión de las fuerzas del cambio.
No se trata de buscar o imponer la hegemonía de una escuela de pensamiento u otra y menos hacerla oficial, sino de avanzar en el entendimiento y la convivencia en la diversidad teórica o ideológica, encauzando el debate plural y la coherencia discursiva de forma unitaria y argumentada.
En definitiva, por un lado, hay un escaso y sesgado debate teórico en Unidos Podemos y sus aliados y, en general, en el ámbito intelectual progresista y de izquierdas. Ello en un ambiente mediático y político hostil. Por otro lado, es importante la discusión en este ámbito teórico, con grandes insuficiencias, comparado con la dimensión de los problemas políticos y estratégicos de las fuerzas del cambio en España y en Europa. La conclusión es un desafío: hay que superar los límites de la actual teoría alternativa, con un talante riguroso, unitario y constructivo.
El debate sobre el republicanismo populista
Uno de los pensadores más interesantes del panorama intelectual español es el filósofo Carlos Fernández Liria, uno de los teóricos de referencia de la dirección de Podemos. En su reciente publicación En defensa del populismo (La Catarata, 2016), objeto de estas líneas, pone el acento en el republicanismo institucional del que pivota su tipo de populismo particular o heterodoxo (en el ámbito cultural), y que intenta conciliar con su marxismo (en el ámbito económico). A pesar de la rotundidad de su título y de destacar la ‘dimensión populista’ (emotivo-pasional) de la acción pública, el aspecto central es la revalorización del pensamiento ilustrado y el republicanismo institucional como eje de la acción política, diferenciado del núcleo teórico populista de E. Laclau como lógica política. Su resumen: más Kant y menos Laclau.
Su libro se ha presentado en medio de la división entre partidarios de P. Iglesias e I. Errejón, el drástico cese del anterior Secretario de Organización, y el intento de la dirección de Podemos de definir un perfil teórico-político. El primero en lo que él denomina ‘nueva socialdemocracia’, el segundo confirmando los postulados populistas de Laclau. En este incipiente y, a veces, bronco intercambio polémico han participado otros autores como J. C. Monedero, con otras posiciones particulares críticas con Laclau.
Además, cabe citar a Luis Alegre, su alumno más aventajado y prologuista de su libro; es secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, filósofo y próximo a Iglesias en la pasada crisis interna en Madrid respecto del sector vinculado con Errejón. Ambos filósofos han colaborado en otro libro sobre Marx (El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx, Akal, 2010). La disputa teórico-política se entrelaza con la organizativa, cuestión ésta que queda al margen de esta reflexión.
Fernández Liria, a su defensa actual del republicanismo (institucional), incorpora la ‘dimensión populista’, habiendo evolucionado desde un anterior marxismo ortodoxo (estructuralista-althusseriano). Hay que recordar que Laclau (y Ch. Mouffe), el teórico del populismo, había sido, primero, marxista-estructuralista y luego se definió como ‘post-marxista’ y populista. Hace unos meses nuestro autor publicó el libro El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser (Ed. El País, 2015), donde se reafirma en estos dos autores marxistas (parcialmente contradictorios). Constituye una mezcla de ideas marxistas con la llamada ‘dimensión populista’, aunque diferenciada de la posición de populismo ortodoxo de Laclau al que menciona críticamente, y sobre los que no voy a entrar ahora. Es, pues, una referencia teórica, con rigor académico, que legitima ideas clave para dirigentes y activistas de Podemos, muchos de ellos ex o semi-marxistas o con influencias populistas.
Por tanto, tras este pequeño enmarcamiento y con ocasión de este libro y la apertura de un debate sobre el perfil ideológico de Podemos, expongo algunas reflexiones sobre el republicanismo institucional que persiguen contribuir al esclarecimiento de algunos temas teóricos y estratégicos que subyacen.
Su texto recoge un aspecto relevante: la ‘dimensión populista’, la importancia de lo pasional o emotivo y, más ampliamente, de la subjetividad, la identidad y la sexualidad. Además, insiste en la importancia clave de ‘republicanizar’ al populismo, es decir, incorporar a las instituciones políticas el movimiento popular, gestionar desde ellas el cambio político y hacer frente al auténtico problema: el económico (o capitalismo). Todo ello revalorizando los valores de la ilustración que asocia, fundamentalmente, con el Estado de Derecho.
Son de interés las correcciones de Fernández Liria a la teoría de Laclau. Su propuesta, como se avanzaba, es: más Kant y menos Laclau; o sea, más ilustración y menos teoría populista. Es decir, los ejes de su pensamiento serían tres: 1) más republicanismo –o nueva socialdemocracia- en lo político-institucional, con criterios ilustrados; 2) persistencia del marxismo (estructuralista) en el análisis económico, y 3) revalorización de la dimensión populista-pasional en lo político-cultural, dejando al margen el núcleo duro de la teoría de Laclau, la polarización política en la construcción del sujeto-pueblo frente al poder oligárquico.
A mi modo de ver dos son sus mayores aportaciones que conviene matizar: a) la visión instrumental de las instituciones ‘republicanas’ (democrático-liberales) del Estado ‘moderno’, con el riesgo de acentuar su cierta neutralidad político-ideológica respecto de la cuestión social y el conflicto político y, por tanto, considerar que el poder institucional, los actuales regímenes democráticos, deje de ser objeto fundamental de pugna y transformación profunda; b) la importancia del componente ‘subjetivo-pasional’, que asocia a la dimensión nueva del populismo frente a la exclusiva racionalidad de una parte de la ilustración, la derecha liberal y la ‘vieja’ izquierda. Ambas posiciones, republicanismo y dimensión subjetivo-cultural, son positivas respecto de la tradición anterior estructuralista-determinista y la del llamado izquierdismo economicista y antisistema. Forman parte del debate histórico sobre el cambio social y político y es bueno volver sobre ellas para valorar sus límites.
La primera, la configuración del Estado democrático como institución defensora del interés general, constituye el bagaje de la Ilustración, y fue desarrollada por el liberalismo político, la socialdemocracia clásica y, parcialmente, por el eurocomunismo. La segunda, la dimensión emocional, hunde sus raíces en el empirismo de la ilustración británica frente al racionalismo de la ilustración francesa, pasando por la posición intermedia de la ilustración alemana (Kant), así como el romanticismo y el nacionalismo; fue ampliada por algunas tendencias ‘psicológicas’ de izquierda (desde la Escuela de Frankfort, hasta Marcuse, la explosión del Mayo francés, las corrientes feministas y la ‘nueva’ izquierda). Aunque ahora la destaca o se asocia al populismo, no es exclusiva de él, como bien explica D. Innerarity (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015).
Por otra parte, en las últimas décadas, la crisis del marxismo y el agotamiento del post-estructuralismo (con sus dispersas y contradictorias tendencias), expresa las dificultades para elaborar una teoría social y política realista y, al mismo tiempo, emancipadora. De ahí, que resurja la vuelta a las teorías pasadas, incluido el propio marxismo, para intentar paliar el vacío interpretativo existente. En todo caso, existen aportaciones diversas, algunas de las propias tradiciones ilustradas y progresistas, desde las que avanzar en un pensamiento crítico. No es deseable aferrarse a una ideología completa y cerrada, pero sí es imprescindible un pensamiento que sea riguroso y adecuado para comprender el mundo y facilitar su transformación. En este contexto de nuevas energías sociales, junto con una trayectoria intelectual limitada y fragmentada, hay que situar el interés de las aportaciones teóricas, como las de este republicanismo institucional con elementos de marxismo-populismo, así como sus insuficiencias, para intentar dar un paso más en un esfuerzo teórico y crítico.
Republicanismo y transformación del poder
No me detengo en el análisis de la teoría populista, que trato extensamente en otra parte (Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos, UOC, 2015). Me centro en el primer aspecto destacado: el carácter del Estado y su transformación. Tiene que ver más bien con la tradición ilustrada institucionalista y la propuesta socialdemócrata. Fernández Liria corrige o complementa la ‘ambigüedad ideológica’ de la teoría populista de Laclau destacando, acertadamente, la importancia del contenido republicano-ilustrado. Mi crítica a la teoría de Laclau va en el mismo sentido, y es un punto de acuerdo con esa revalorización democrática y de los (mejores) valores ilustrados. La lógica política populista (polarización y hegemonía) da poca relevancia a la necesidad de un contenido sustantivo para expresar el significado del conflicto político, el sentido de un movimiento popular; en mi caso, defiendo la democracia (republicana) y la igualdad (social y económica), como componentes fundamentales de un proyecto de cambio. La reforma del poder debe ser democrática, profunda y firme.
No obstante, Fernández Liria propone un republicanismo ‘institucional’, en una interpretación algo restrictiva de la democracia o la democratización, como participación popular en las instituciones e imperio de la ley. Pero ese concepto va más allá de la expresión de la simple incorporación de las fuerzas transformadoras a las instituciones políticas. Además, democracia (republicanizar) es fundamentalmente igualdad jurídica y de derechos civiles y políticos y, en el mejor de los casos, posibilidad de acceso al poder gubernamental de las fuerzas del cambio, regulación de la plurinacionalidad y construcción europea más participativa.
El republicanismo defiende la ampliación de la dinámica participativa de la ciudadanía. Es una mejora respecto de la democracia exclusivamente liberal o fundamentalmente vía electoral, al insistir en la participación y articulación de la gente en los distintos ámbitos, políticos, sociales y culturales. En ese sentido, lo más avanzado, aunque insuficiente, es el llamado ‘republicanismo cívico’ (de Philip Pettit o Hannah Arent), referencia retórica en el primer Gobierno de Zapatero, tras las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak y su conversión en exigencia de cambio gubernamental. Igualmente, es un avance adjetivar al populismo con la palabra ‘republicano’ (o progresista o de izquierdas), para diferenciarlo claramente del populismo autoritario, regresivo o de derechas, ya que incorpora explícitamente ese componente participativo-democratizador, aun con el énfasis en la gestión institucional.
Sin embargo, hay que dar un paso más: esa democratización o republicanismo debe ser profundo (o radical según Mouffe) y se debe completar con el cambio de políticas y modelos sociales y económicos, así como con el reequilibrio de las estructuras de poder institucional. Todavía más en esta época de crisis social y económica y predominio de políticas regresivas de ajuste y austeridad con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.
Así, necesariamente, la democracia (republicana o participativa) debe ir acompañada de dos dinámicas combinadas. Por una parte, de la igualdad social (en las estructuras sociales, incluida la de género y la interculturalidad) y la igualdad económica (incluido en el ámbito laboral), con un modelo de desarrollo sostenible ecológicamente. Por otra parte, del cambio en las estructuras desiguales del poder político, no solo representativas sino fácticas. Es cuando aparece la principal dificultad transformadora y, para vencerla, se necesita la construcción de fuerza social, contrapoder cívico o, si se quiere, empoderamiento ciudadano, con sus correspondientes instituciones y su coparticipación en las estructuras administrativas y estatales.
Por tanto, el republicanismo, para evitar caer en una normativa solo procedimental, se debe completar con dos condiciones estratégicas: la alternativa sustantiva de una ‘democracia social y económica’ avanzada, como igualdad fuerte; la conformación de un sujeto transformador autónomo, más allá de la participación electoral. Se trata de superar la concepción ‘liberal’ (jurídica) de la igualdad y la democracia y no quedarse solo en republicanizar (o democratizar) sino en consolidar las garantías transformadoras socioeconómicas y político-culturales ante los bloqueos del poder oligárquico, tal como desarrollo en Democracia social hoy (Ed. Académica, 2016).
Este énfasis republicano es positivo y adecuado al momento reciente, ya que representa el proceso de incorporación de la dinámica de protesta social de los últimos años a las instituciones mediante la conformación de una nueva representación política (Unidos Podemos, junto con candidaturas municipalistas y confluencias). ‘Republicanizar el populismo’ significaría institucionalizar el movimiento popular para garantizar una gestión pública justa. Así mismo, expresa el cambio de los equilibrios institucionales derivados de la deslegitimación de la clase política gobernante anterior y su sustitución parcial por la nueva representación emergente, particularmente en grandes ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y el Congreso de Diputados.
Sin embargo, el 26-J ha demostrado que ese avance democrático-institucional es insuficiente, ha tocado (casi) techo. La institucionalización del movimiento y su amplia base indignada, en gran medida, ya se ha producido y ha señalado sus límites para continuar con el proceso transformador. Es necesaria la ampliación y el refuerzo de la ciudadanía crítica. Se abre un nuevo ciclo largo, con el consiguiente reajuste estratégico y la combinación de las tareas del cambio en los campos sociales, culturales, políticos e institucionales. En ese sentido hay que dar un paso más en la reflexión teórica.
En esta vertiente de estrategia transformadora aparecen nuevas cuestiones. Es acertada la crítica a la valoración marxista rígida del Estado ‘burgués’, como solo un instrumento del sistema capitalista, al que derribar mediante un proceso revolucionario. No obstante, es un error contrario la idea de la separación completa de Estado y estructura económica capitalista. La oposición de intereses se daría en el orden económico capitalista; al mismo tiempo, el actual poder político-institucional, es decir, los modernos Estados occidentales, tendría potencialidades para transformarlo o someterlo. Esa visión de la neutralidad del Estado ante el capitalismo imperante deriva el conflicto sociopolítico de fondo al campo económico, con la idea optimista de un marco político más favorable.
Es verdad que la democracia política y el Estado social y de derecho, incluido las instituciones comunitarias de la UE, son avances importantes, desde los que poder regular el poder económico y financiero, favorecer la cohesión social y combatir la desprotección y la desigualdad social. La evidencia última, con la estrategia dominante de la imposición de la austeridad, demuestra lo contrario. Pero el conflicto no es solo economía-Estado, siendo éste neutro, sino que el poder oligárquico y las élites dominantes (el sujeto) tienen un fuerte control aunque no absoluto, ya que está condicionado por la pugna ciudadana y los procesos de legitimación social. Pero los poderosos dominan o están imbricados con las estructuras económico-financieras y político-institucionales, aun con la convencional separación de poderes.
Por tanto, en esa posición subyace una idea unilateral: la infravaloración de la capacidad oligárquica del control político-institucional y, por tanto, la necesidad de la transformación (democratización) del Estado y el reequilibrio de poder entre las fuerzas sociales y políticas. El conflicto estrictamente sociopolítico quedaría en un segundo plano, al igual que la construcción de sujetos sociales y fuerzas políticas que condicionan y conforman nuevas capacidades e instituciones. Es un tema ya antiguo, debatido en la vieja socialdemocracia y cierto eurocomunismo, y que al no priorizar el proceso relacional e histórico no superaría el reduccionismo determinista del marxismo-althusseriano.
Voces de otras corrientes marxistas, particularmente, de influencia gamsciana, son más sugerentes, aunque quedan lejos el contexto de la primera posguerra mundial y las estrategias (o metáforas) de guerra de posiciones y guerra de movimientos. El último desarrollo teórico-estratégico, más elaborado, fue el del eurocomunismo italiano de los años setenta con su propuesta de ‘compromiso histórico’ como acuerdo del PCI con el poder económico y la derecha democristiana para un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que ha terminado con su plena integración en el sistema político. Se puede decir que, desde la vertiente comunista europea, junto con la crisis del marxismo soviético y el estéril determinismo althusseriano francés, en gran medida se agota ahí la reflexión teórica y la capacidad práctica sobre la transformación sociopolítica, económica e institucional en Europa.
Mientras tanto, el pensamiento socialdemócrata clásico de la segunda posguerra mundial se va deslizando, desde los años ochenta y, más claramente, desde los noventa, hacia el socio-liberalismo o estrategia de tercera vía o nuevo centro. No ofrece una alternativa de cambio. No me detengo en ello.
Las izquierdas transformadoras y las fuerzas progresistas se quedan sin referencias teóricas y estratégicas, realistas y consecuentes, con las que hacer frente a la hegemonía neoliberal y la globalización, en un marco de desactivación del movimiento popular. Al mismo tiempo, aun con amplios procesos de deslegitimación popular hacia sus élites, el poder liberal-conservador dominante impone una gestión regresiva de la crisis socioeconómica y política y una construcción europea autoritaria e insolidaria que conlleva su disgregación. Esa tendencia solo se rompe parcialmente por la experiencia y las ideas provenientes de los nuevos procesos de protesta social y movimientos sociales… hasta la emergencia de la actual dinámica del conflicto social y político, particularmente en el sur europeo, con una dimensión más sistémica y progresiva.
Se pone en el orden del día la prioridad de una reflexión teórica-estratégica, cuya necesidad aparece crudamente con la experiencia griega del año pasado, sobre la que se ha profundizado poco y se han sacado escasas y ponderadas enseñanzas, y que expongo en otra parte (La estrategia de Syriza a debate, Ed. Rebelión, 2016). Pero el análisis del marco europeo, el carácter del poder liberal-conservador y la subordinación con matices de la socialdemocracia europea, es fundamental para elaborar una estrategia de cambio en cada país que, necesaria y especialmente en el sur, tiene que estar imbricada con la reforma institucional europea, la solidaridad de las fuerzas progresistas y la construcción de otra dinámica social y económica más justa y democrática. El republicanismo es una buena fuente de inspiración, pero insuficiente.
Carácter ambivalente del Estado y estrategia de cambio
Dos cuestiones son fundamentales para desarrollar un proyecto de cambio sustancial: la caracterización del poder político y la conformación del sujeto de cambio. De ello dependen las estrategias transformadoras, su consistencia práctica y sus bases teóricas.
En primer lugar, hay que partir del reconocimiento del carácter doble (o triple) del Estado democrático europeo: a) instrumento de dominación de una oligarquía económico-financiera e institucional y garantía de la reproducción de su poder y la desigualdad; b) mecanismo de protección y bienestar social con las prestaciones y servicios públicos y expresión de cierto equilibrio social e intergeneracional, junto con instituciones y cauces representativos; entre medio, c) aparato de administración, regulación y gestión más o menos neutras, incluida la seguridad colectiva de la población. A ello hay que añadir, en el conjunto del marco institucional europeo, una mayor autonomía del poder económico-financiero e institucional, representado por Merkel y el Gobierno alemán, con la imposición de una estrategia liberal-conservadora, el debilitamiento de las garantías democráticas y sociales y la cristalización de dinámicas disgregadoras y de subordinación de las capas populares, sobre todo en los países más débiles del sur.
El llamado Estado de bienestar europeo o social y de derecho era el resultado del equilibrio, desigual pero estable, en el conflicto social y político entre las tendencias liberal-conservadoras y las progresistas y de izquierda, en la segunda posguerra mundial. Como se sabe, en cada Estado, especialmente en el sur europeo (por no hablar de la desigualdad mundial), la última característica, social y democrática, se debilita en detrimento de la primera, el poder oligárquico regresivo. En el ámbito europeo (y mundial), asistimos a un intento de consolidación del bloque de poder liberal-conservador con unas democracias débiles y un retroceso de los derechos sociales y democráticos. Esa involución es doble: socioeconómica y democrática-institucional.
En definitiva, los Estados y el poder político tienen un carácter doble: por un lado, el componente democrático-representativo, incluso el social (con instituciones de protección y bienestar social); por otro lado, su papel como instrumento de poder, dominación y control… de las élites dominantes. La ciudadanía, sus libertades y derechos, y las Constituciones están mediatizados por esa desigualdad de poder. Es un campo fundamental de la lucha política, no solo de la economía o la ideología, como tienden a expresar las posiciones deterministas o idealistas.
Por tanto, es unilateral la idea de no valorar al Estado (en la sociedad y la economía capitalista) como ambivalente, aunque sea democrático, social y de derecho. La posición defensora de su neutralidad es de raíz liberal. La consecuencia es que podría ser utilizado, por igual, por las fuerzas dominantes y por las alternativas. Así, se infravalora la conformación de un sujeto popular de cambio, con autonomía y relación conflictiva con el poder real. El problema es que el conflicto principalmente estaría en las relaciones económicas (y la cultura), no en las estructuras político-institucionales que serían ‘vacías’ o neutras para utilizar por los distintos agentes. Desde luego, las estructuras de poder local (ayuntamientos…) o de gestión social (servicios públicos…) son más maleables; sin embargo, las grandes instituciones (Gobierno central -alta burocracia y fuerzas de seguridad-, la Troika y el Consejo europeo o el G-20) están muy imbricadas y controladas por los ‘poderosos’.
Pero, en segundo lugar, la política (alternativa) no es exclusivamente gestión institucional neutra sino utilización de los recursos e instituciones en favor de las mayorías sociales y, sobre todo, empoderamiento de la ciudadanía, construcción de sujeto popular para condicionar al Estado y, al mismo tiempo, transformarlo. La representación popular y cívica debe aspirar a los dos componentes: mejorar la situación inmediata de la gente, y garantizar el avance de fondo a medio y largo plazo. Se puede utilizar la convencional expresión democrática ‘desde dentro y desde fuera del Estado’, o si se quiere, desde las instituciones políticas y representativas y desde la ‘calle’ o el tejido asociativo autónomo constituido en la propia sociedad. La sociedad, en gran medida, está institucionalizada, pero hay que distinguir el núcleo de poder oligárquico a cuestionar. El poder no solo es económico, las élites ‘dominantes’ también controlan el poder político-institucional (y el cultural-mediático). La tarea alternativa es la trasformación profunda económica y del ‘poder’ institucional, eso sí, conformando amplios electorados críticos y con instrumentos democráticos.
La apuesta por la utilización de las instituciones es funcional con el proceso electoral actual de convertir el movimiento de protesta en electorado indignado y la constitución de una nueva élite representativa y política (Unidos Podemos y los aliados y confluencias), reforzando su gestión institucional y/o desde las instituciones parlamentarias. Era necesario y positivo este proceso complementario de representación institucional del movimiento popular y el conjunto de bases sociales indignadas. Todo ello frente a las tendencias ‘movimentistas’ que infravaloraban esta función básica de la gestión política e institucional. Y también frente a ideas ‘extremistas’ o anti-institucionales, bien desde un pensamiento embellecedor de las potencialidades populares o de cierto marxismo ‘revolucionario’ y su consideración del Estado como Estado ‘burgués’ a destruir por la alternativa de los ‘soviets’, la ‘comuna’ o el ‘empoderamiento individual sin Estado’...
Sin embargo, de esa crítica justa al izquierdismo e idealismo no se puede pasar al embellecimiento del actual Estado y la actividad institucional o, lo que es lo mismo, a la infravaloración de la tarea de la activación popular, con esa combinación que desde décadas tienen los movimientos sociales: activación cívica y presión desde fuera del poder y presencia institucional (incluso con las fórmulas sindicales de cogestión o concertación social).
Hay que superar el determinismo, y también la simple separación de esferas: capitalismo (relaciones económicas de dominación) e instituciones-cultura (Ilustración-Estado de Derecho), a utilizar por la ciudadanía. El análisis de su interacción debe ser concreto. Son fundamentales y positivos muchos aspectos de la Ilustración -incluso del liberalismo político- (por ejemplo, las clásicas libertad, igualdad y solidaridad, aparte de la democracia y el laicismo…). Pero el significado de la heterogénea tradición de la Ilustración es, cuando menos, contradictoria respecto del desarrollo capitalista y la construcción del nuevo Estado liberal o representativo del siglo XIX: tiene puntos de conexión con el poder económico capitalista, aunque también admitan avances sociales y democráticos derivados de las luchas populares (y tuviese el componente antiautoritario frente al Antiguo Régimen). La Ilustración y el derecho también dan prioridad a la propiedad privada, al orden social y económico con subordinación de las mayorías ciudadanas, a la ‘estabilidad política’ y la responsabilidad de ‘Estado’. O sea, son ambivalentes desde el punto de vista de un proyecto igualitario-emancipador.
Por ello, tal como explica otro autor de referencia, Viçens Navarro, insisto en su reforma sustantiva y la ‘democratización’ del Estado, rehuyendo de formulaciones tajantes e irrealistas como la de ‘crisis orgánica del Régimen’ que puede dar la impresión falsa de un hundimiento inminente y generalizado de la estructura de poder dominante. Se puede hablar de ‘crisis’, incluso se puede denominar como ‘sistémica’, ya que afecta a los campos social, económico e institucional. Pero en una acepción del concepto crisis no como derrumbe del sistema o el Régimen, sino como su dificultad para cumplir sus funciones básicas y posibilidad de cambio, en la medida de que se constituyen fuerzas transformadoras.
En realidad, ante la amplia y profunda deslegitimación de la clase política gobernante, por sus políticas regresivas y autoritarias, lo que se ha producido de momento es, sobre todo, la transformación de la representación política con la expresión institucional de las nuevas fuerzas del cambio. La ‘ventana de oportunidad’ no hay que interpretarla de forma determinista por la apertura o cierre del poder, sino como reequilibrio de fuerzas que abre nuevos procesos transformadores. Es una relación comparativa entre poder continuista y fuerzas del cambio y, por tanto, cambiante.
En definitiva, el nuevo republicanismo institucional es una actualización de un fenómeno que se produjo a finales de los años setenta por el eurocomunismo (enfrentado parcialmente al bloque soviético) y desde finales del siglo XIX por la socialdemocracia en diferentes momentos, con su tesis de la neutralidad del Estado y la incorporación plena a las instituciones políticas y parlamentarias del movimiento ‘obrero’ o popular, con un papel subsidiario.
A pesar de sus limitaciones, las aportaciones de Gramsci sobre la hegemonía cultural y política de las fuerzas populares, que Fernández Liria destaca, podría equilibrar esa tendencia economicista e institucionalista a la vez. Pero, sobre todo, exige un nuevo enfoque sobre el poder y su transformación, tal como refleja esta cita suya: Sin asegurarse el monopolio del ejercicio de la violencia, la democracia no tiene ninguna posibilidad de hacerse oír (El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser, 2015: 116).
La dirección de Podemos y sus alianzas se ha legitimado por la construcción de una nueva y amplia representación político-institucional, a partir de un movimiento popular externo y crítico con la clase gobernante y con demandas a las instituciones políticas y económicas. Una vez acabado este ciclo electoral y si, como parece, no consigue conformar un Gobierno alternativo de progreso, se pondrá en primer plano la necesidad de una estrategia de activación cívica y su combinación con la acción política desde las instituciones representativas (parlamentos) y la experiencia gestora en otras instituciones locales y socioculturales. Es decir, desde fuera del gran poder político-institucional y gestor (más si contemplamos el contexto europeo y mundial) y como condicionamiento a las instituciones. Para ello habrá que reforzar la dimensión democrática o republicana y el carácter social progresivo, en favor de las mayorías populares.
A vueltas con el sujeto (clase o pueblo)
Estos días se han publicado varios textos sobre este importante tema, entre ellos sobre la aportación de E. P. Thompson y, en otro plano, del propio Viçens Navarro. Valgan en estos calores veraniegos unos comentarios rápidos. Para mí esos autores son una referencia intelectual mejor que otras corrientes de pensamiento, relevantes entre gente progresista: socioliberal (Giddens), marxista-determinista (Althusser), culturalista (Touraine), o populista (Laclau). El aspecto teórico y político principal del momento actual es qué tipo y cómo se conforma el sujeto transformador de cambio progresivo, democrático-igualitario. No sé, de seguir viviendo Thompson, cómo habría continuado su labor analítica sobre estas nuevas realidades del conflicto social y político; algunos de sus criterios interpretativos me parecen fundamentales. Por otro lado, en general, estoy de acuerdo con V. Navarro.
Por mi parte, modestamente, he pretendido contribuir a ese debate con el análisis del impacto de la crisis y la austeridad en las capas populares, la experiencia cívica del conflicto social en España y los conceptos de resistencia cívica, ciudadanía activa, movimiento popular progresista y corriente social indignada para interpretar este proceso de cambio social y político, hasta llegar al fenómeno (Unidos) Podemos como expresión del cambio político-electoral-institucional. Ello me ha llevado a explicar los límites e insuficiencias de las teorías convencionales sobre los movimientos sociales, los determinismos (economicista e institucionalista) y el discurso populista. En total, desde el 2008, con el comienzo de la crisis y la indignación cívica, he publicado siete libros; los últimos ‘Movimiento popular y cambio político’ y ‘La democracia social hoy’. En camino va otra contribución a un libro colectivo (con otros autores, entre ellos, Santiago Alba), sobre la construcción del sujeto -clase o pueblo- en este siglo XXI.
Pues bien, el hilo conductor es ese análisis histórico-relacional de la conformación del sujeto de cambio en España (en el marco del sur de Europa y la UE), de la actitud y las capacidades transformadoras de las fuerzas sociales y políticas en presencia. En su definición como sujeto colectivo introduzco dos elementos clave de la reciente experiencia popular y sus demandas: democratización y carácter social o igualitario. Pretendo superar así la ambigüedad del populismo, realzando el carácter sustantivo ‘progresivo’ del sujeto comprometido con el cambio. Dicho de otra forma (y es precisamente uno de los –escasos- puntos débiles del artículo sobre la clase trabajadora de V. Navarro y algunos analistas), no hay que confundir ‘gente trabajadora’ desde el punto de vista sociodemográfico o de estatus económico y sujeto sociopolítico (clase o pueblo), como actor en un determinado contexto y significado. Hay que rechazar el mecanicismo y el idealismo; lo principal, como decía Thompson, es su ‘existencia’, su comportamiento, su experiencia y su orientación; en este caso, necesariamente democrático y además, sin subsumir en lo anterior, lo igualitario. O sea, el objetivo de la igualdad social (no solo jurídica, nacional o de los derechos civiles) tiene un estatus y una autonomía similar a la democratización (incluido el tema de la plurinacionalidad), y no se deriva de ésta (aunque sea radical), como pretende el populismo, que sobrevalora la ‘lógica’ política de la polarización e infravalora los valores e intereses de la igualdad, la libertad o la solidaridad.
Por tanto, ‘trabajadores y trabajadoras’ (asalariados, precarios, parados, inactivos subordinados o clases medias, etc.), pueden (de hecho llevan más de dos siglos) apoyar a la derecha, al centro, a las izquierdas, al fascismo o a populismos y nacionalismos diversos y antagónicos. No ha habido históricamente ni hay una posición homogénea de ‘clase’ o de ‘pueblo’, ni una hegemonía total (salvo en las ensoñaciones del etnopopulismo xenófobo o el marxismo soviético antipluralista). Hay que superar el esencialismo o el determinismo pero también el idealismo discursivo, y reconocer la pluralidad existente de conflictos y legitimaciones.
El objetivo, desde una posición ética emancipadora, es, pues, conformar un sujeto colectivo progresivo, democrático-igualitario, con una amplia base popular y partiendo de sus condiciones materiales, sus demandas, su cultura, su articulación asociativa, política e institucional y su experiencia sociopolítica. El ciclo largo (crisis, indignación, protesta social y nueva representación político-institucional) parece que ha tocado (casi) techo. Comienza otro ciclo que hay que saber interpretar y combinar esos recursos y dinámicas. Junto con más democracia la otra pata es mejorar la situación real de la gente: terminar con la austeridad, avanzar en una democracia social y económica y promover una Europa más solidaria. Y, al mismo tiempo, ampliar las bases sociales de apoyo a ese proyecto transformador, fortalecer la activación y la participación popular y cohesionar su representación social y política. Es decir, dar un nuevo paso en la conformación del sujeto de cambio, con una perspectiva a medio plazo.
El 26-J nos ha proporcionado una nueva realidad de los equilibrios de fuerzas, ha dejado al descubierto deficiencias analíticas, políticas y teóricas, y es necesaria la adecuación del proyecto de cambio. No es un debate solo teórico sino, sobre todo, estratégico y político, y afecta a la legitimidad de las distintas élites asociativas.
Twitter: @antonioantonUAM
La crisis del PSOE
Antonio Antón
Publicado en Rebelión (7-10-2016), y un extracto en Nueva Tribuna (13-10)
Para analizar la crisis del Partido Socialista vamos a abordar cuatro cuestiones: las causas de su declive, la inconsistencia del plan de Sánchez, la inexistencia de un proyecto socialista autónomo y la incoherencia e irrealidad de un Gobierno tripartito.
Causas de su declive
Las causas de fondo del debilitamiento del Partido socialista son tres: su apuesta por la estrategia de austeridad y recortes sociales; su escaso compromiso con una profunda democratización y regeneración de la vida pública; su rechazo a la visión plurinacional de España, con la renuncia a la defensa de los derechos legítimos de los distintos pueblos, con una actitud integradora.
En los tres campos han realizado pequeños arreglos cosméticos y retóricos, que no hay persuadido a (casi) nadie de sus buenas intenciones reformadoras. La cuestión es que a la primera gran oportunidad de concretar un plan de Gobierno, su prioridad, compartida por todas las sensibilidades (menos la minoritaria Izquierda socialista y algunos sectores del PSC) fue volcarse en el giro centralista y hacia la derecha de su pacto con Ciudadanos y su sectarismo contra Unidos Podemos y convergencias.
Por tanto, es verdad que existen matices políticos diferentes entre los dos bloques conformados en la presente crisis: el principal, la rotundidad del NO a Rajoy y el PP. Pero, ¿qué incentivos y seguridades podía dar Sánchez con su plan al aparato socialista?. Lo más inmediato para los más creídos y confiando (y ayudando) en la agudización del desgaste y la división de Unidos Podemos era, como decíamos, acercarse a cien diputados y arrancarles el deseado millón y medio de votos de Unidos Podemos y confluencias, dejándoles en cincuenta. Pero tampoco era un resultado seguro. Y todo ello a costa del riesgo de que el PP ampliase su distancia (a costa de Ciudadanos) con el PSOE o que ambas derechas obtuviesen juntas mayoría absoluta. Además de no conseguir el Gobierno deberían asumir la responsabilidad ante todos los poderes fácticos, incluido los europeos, y las capas acomodadas de la llamada ‘ingobernabilidad’.
Incluso ese posible beneficio representativo para el Partido Socialista (con el perjuicio competitivo para el bloque felipista de Susana Díaz de ampliar la legitimidad y la autonomía del equipo de Sánchez) era incierto y no cambiaba los equilibrios de poder institucional, en manos de las derechas. La única posición seria y exitosa, con la movilización interna de la mayoría de la base socialista, deseosa de la alianza con Unidos Podemos y un cambio sustancial, era la afirmación en una reorientación estratégica de la política económica y social, el abordaje de la cuestión catalana y una profunda democratización y regeneración institucional, con puntos intermedios o compartidos con Unidos Podemos y aliados.
Pero es el aspecto de fondo que Sánchez nunca ha dado. Su actitud, sin un amplio acuerdo con las fuerzas del cambio en torno un plan equilibrado y compartido de Gobierno de progreso, no tenía la suficiente consistencia, de proyecto, poder institucional y base social, para detener la ofensiva de los poderes fácticos de dentro y de fuera de su partido. Podía reportar mayor deslegitimación a la vieja y renovada estructura de poder dentro del PSOE, representada por Felipe González y Susana Díaz, y su conexión con el poder establecido, económico, político y mediático. Contribuía a desvelar la posición prepotente y regresiva de la aspirante dirigencia socialista y, como decía, su posición subalterna de la derecha. Todo ello debilita la capacidad de recuperación representativa de la nueva dirección y es factor de crispación interna.
La cuestión ahora es cuál es la entereza del equipo de Sánchez para afrontar el desgarro interno y conformar una corriente fuerte de izquierdas frente a la previsible deriva liberal y autoritaria del Gobierno del PP y disciplinaria o coercitiva de la Comisión gestora. De momento no hay coherencia ni capacidad para hacer frente a esta crisis y abordar la necesidad de una afirmación de izquierdas. La dinámica actual hace depender mucho al PSOE de las posiciones en el aparato institucional y de poder. Y en la medida que su ‘bando’ prefigure la derrota, la aceleración de abandonos va a ir a más, con el desconcierto y la frustración de la mayoría de sus cargos intermedios y afiliados de base y, especialmente, de gran parte de su electorado. Sería deseable que se fortaleciesen esas corrientes de izquierda dentro del PSOE, empezando por la propia Izquierda socialista. No obstante, es difícil que el equipo de Sánchez encabece esa reconstrucción desde fuera del poder interno. Las prácticas autoritarias y el control organizativo del nuevo núcleo dirigente, previsiblemente serán más duros contra los nuevos disidentes, con la marginación de puestos y privilegios. A falta de fuertes convicciones políticas y éticas y arraigo social activo, pueden ser capaces de disuadir de la crítica a muchos cuadros y afiliados bienintencionados. El deslizamiento hacia otras formaciones será lento pero probable.
No hay que olvidar que la campaña de tergiversación orquestada por la dirección del PSOE y su aparato mediático, junto con la dinámica del miedo protagonizada por la derecha y las propias dificultades de la campaña electoral, sí consiguieron dos efectos colaterales: debilitar a una parte del electorado progresista (un millón que fueron a la abstención) en torno a Unidos Podemos y sus aliados; pero al mismo tiempo, debilitar el bloque global progresista y favorecer a la derecha del PP. Es otra consecuencia de su estrategia sectaria.
Así, la diferencia estratégica entre las dos tendencias principales del PSOE, no sería muy grande. Su interés común es debilitar al bloque progresista en torno a Unidos Podemos y neutralizar el proceso de cambio sustantivo en España. Siguen atados al Régimen del 78. El objetivo retórico es fortalecer el proyecto ‘autónomo’ socialista, es decir, volver al bipartidismo con el debilitamiento de la presión social por el cambio y la subordinación de su representación política e institucional. La táctica y la retórica varían un poco. Pedro Sánchez y su equipo, buscaban su reafirmación en la dirección socialista en su rechazado plan de Congreso y primarias, para continuar en una posición interna de ventaja y hegemonizar el próximo periodo, incluida la inminente campaña electoral. La mayoría del Comité Federal lo ha bloqueado y ha nombrado la Comisión gestora, pero ese objetivo compartido junto con las diferencias persisten.
Sin embargo, ambos bandos no tienen una respuesta segura para resolver el problema de fondo de cómo evitar su declive representativo y frenar a Unidos Podemos y aliados. Es más, la alternativa de los barones críticos, con su mayor compromiso con la gobernabilidad de la derecha, su retórica de ser una oposición ‘útil’ y su sectarismo anti-Podemos, no les asegura una recuperación electoral. Puede ser valorado por los poderes fácticos una buena gestión para estabilizar la hegemonía del poder liberal-conservador, con una socialdemocracia subordinada, y frenar la dinámica de cambio en España y su influencia en el conjunto del sur europeo. Pero como “Roma no paga a traidores”, tras agradecerles los poderosos el servicio prestado, continuarán su proceso de desconcierto identitario y estratégico y su declive político y desafección electoral. En ese sentido, el plan de Pedro Sánchez todavía podría reflejar ese interés corporativo de una élite política algo autónoma de la derecha que pretende conservar un pequeño espacio político y electoral, pero sin cuestionar los compromisos de fondo con el poder oligárquico. Es el dilema de la socialdemocracia europea.
No hay solución española progresista de la mano del PSOE. Su núcleo dirigente lo impide. Una parte de su estructura y la mayoría de sus bases sociales deberán participar en ella. Pero la respuesta está en el devenir del movimiento popular y la ciudadanía crítica y el fortalecimiento de Unidos Podemos y las confluencias.
Inconsistencia del plan de Sánchez
La crisis del PSOE deriva de su estrategia equivocada y su correspondiente declive político y electoral, sin consistencia para un giro social de su política socioeconómica y una respuesta regeneradora y democrática, incluyendo el tema territorial. Todo ello necesitaba un acuerdo serio y leal con Unidos Podemos para conformar un Gobierno de progreso y un proyecto compartido de cambio sustantivo. Sánchez, en estos meses, no se ha atrevido, sino todo lo contrario. Los últimos amagos, anunciando diálogo y flexibilidad, ni siquiera han llegado a conversaciones exploratorias consecuentes. Su alusión de gobierno ‘alternativo’ no salía de la ambigüedad programática y la referencia del acuerdo con C’s y una composición de apoyo tripartito, negado por Rivera. La rebelión del poder establecido dentro y fuera del PSOE quiere cerrar cualquier hipótesis de cambio real, aunque Sánchez pueda recuperar su plan como bandera en la pugna interna hasta el Congreso
Pedro Sánchez y su equipo han venido insistiendo en el NO a la investidura de Mariano Rajoy, líder del PP, como Presidente del Gobierno. Es una posición acertada pero insuficiente. Por una parte, contribuye a deslegitimar al Ejecutivo del PP y sus políticas e impedir el simple continuismo de su estrategia regresiva y autoritaria, más cuando está involucrado en la corrupción política e institucional. Por otra parte, esa actitud no garantiza el desalojo del PP del Gobierno, se queda en una simple retórica y se combina con un rechazo a formar una alternativa progresista, junto con Unidos Podemos.
Así, su oposición a validar el Gobierno de derechas, con el pacto de Partido Popular y Ciudadanos, es frágil e inconsecuente. Dados los poderosos enemigos que tiene, dentro y fuera del Partido Socialista, el simple NO, si no lo refuerza ni lo completa, está condenado a fracasar. ¿Qué sentido tiene su mantenimiento (hasta ahora), con la clara retórica que lo acompaña, al mismo tiempo que evitaba construir una alternativa gubernamental de progreso? La respuesta es sencilla: Legitimar su liderazgo, interno y externo, y recomponer la hegemonía socialista perdida entre las fuerzas progresistas. Su objetivo era doble y estaba combinado: aislar a Unidos Podemos y sus aliados, frenando su consolidación e intentando ensanchar la distancia de su representatividad; volver al bipartidismo (imperfecto) con una completa hegemonía socialista entre las fuerzas de progreso.
Pero esa estrategia del NO era insuficiente para desalojar al PP del poder que es lo principal. Su propuesta de un acuerdo de PSOE con Ciudadanos y Unidos Podemos y convergencias, es también retórica. La experiencia pasada nos dice que su concreción consistía en un acuerdo gubernamental con C’s, con políticas socioeconómicas y territoriales continuistas, similares a las del PP y la derecha europea. A ese plan es al que se invitaba a Podemos y convergencias a sumarse de forma subordinada. Solo garantizaba un recambio de élite gobernante pero con la consolidación del continuismo en materia socioeconómica y territorial y, por tanto, la neutralización de las demandas de cambio de la mayoría de la sociedad española, incluida las de sus propias bases sociales.
Su objetivo no era un Gobierno de progreso y el comienzo de una trasformación socioeconómica, institucional y territorial, aunque fuese moderada, con un reforzamiento de las fuerzas del cambio. Consistía en frenar a Podemos, recomponer la hegemonía socialista desde la añoranza del bipartidismo, sin garantizar un cambio sustantivo de los tres grandes desafíos para abrir un ciclo progresista en beneficio de la mayoría ciudadana: un giro hacia una democracia social y económica, frente a la estrategia austericida y de recortes sociales y en defensa de los intereses y demandas de las mayorías populares; una profunda democratización de las instituciones políticas, con una clara regeneración de la vida pública; un reconocimiento de la realidad plurinacional con una articulación democrática y solidaria de los pueblos del Estado, en un nuevo marco político y constitucional. Estos objetivos se basan en el desarrollo de dos grandes valores o principios: justicia social y democracia.
Inexistencia de un proyecto socialista autónomo
La diferenciación del PSOE con la derecha y los poderes ‘económicos’, a veces áspera, es retórica. Aspira, fundamentalmente, al recambio de élites gubernamentales, la clásica alternancia. Se formula como aspiración a ser un partido ‘ganador’ frente al PP, pero carece de proyecto alternativo. Expresa un interés corporativo, la añoranza del bipartidismo con la neutralización del cambio, con un obscurecimiento del contenido del proyecto y su compromiso con las capas populares. Por tanto, las diferencias internas, programáticas y de objetivos, son relativas. Las discrepancias sustanciales son de liderazgo y grupo de poder como garantía del proyecto ‘ganador’. Pero, ¿en qué sentido y para quién?
La socialdemocracia europea está en la encrucijada, por su giro socioliberal y su subordinación al proyecto liberal-conservador. ¿Cabe una retórica centrista (o de izquierdas) con un plan regresivo, autoritario e insolidario en la construcción europea y en cada país? Hasta ahora, el grueso de la socialdemocracia, consciente de los costes electorales por su corresponsabilidad en la gestión impopular de la crisis sistémica, ha intentado sólo construir un relato justificativo; es la tarea de ‘comunicación’. Su escaso éxito le impone un dilema: acentuar el papel de esa comunicación, incrementando las tareas de tergiversación y manipulación (cosa que ya hacen los partidos de derecha) de sus aparatos mediáticos; o bien, reorientar su política, sus prioridades y sus alianzas para participar en el imprescindible cambio de dinámica global en países significativos como España y el conjunto de la UE.
La opción alternativa es una estrategia contraria: progresiva (en lo social y económico, en los derechos sociales y laborales y las garantías públicas), democrática (en lo político-institucional, territorial y cívico), solidaria (inclusiva e integradora, de los países del sur, los diferentes y los desfavorecidos). El PSOE, sus dos ‘bandos’, siguen sin una reconsideración de su gestión antisocial y sus déficits democráticos desde el comienzo de la crisis socioeconómica e institucional y se mantienen en el continuismo estratégico. Y cuando se ha producido una oportunidad para el cambio institucional, tras el 20-D, su prioridad ha sido reforzar ese continuismo programático y de hegemonía institucional con su pacto con Ciudadanos, en vez de explorar un cambio real y un nuevo equilibrio institucional, aceptando la pluralidad representativa y la casi paridad con Unidos Podemos y confluencias.
Por tanto, de momento, ninguna de las dos partes del PSOE aporta una reorientación de la estrategia y un nuevo relato para avanzar claramente por la senda del cambio.
Mientras tanto, la pugna de las próximas primarias y el Congreso extraordinario puede ser tensa y la profunda brecha existente consolidarse. Sobre ello recae, parece, la tarea de la Comisión gestora. En primer lugar, resolver el ‘interés’ de España, la gobernabilidad del PP, mediante la colaboración socialista, con la retórica diferenciadora de hacer una oposición ‘útil’. Es decir, consenso en los temas de Estado, ampliado a los compromisos europeos, junto con algunas reformas pactadas o forzadas al PP. En segundo lugar, achicar la oposición interna a la nueva mayoría del Comité Federal y controlar todo el proceso de primarias y Congreso. Eso significa definir el objetivo de ‘pacificación’ interna, con los mecanismos de ‘persuasión’ (o coerción) de un aparato de poder y la distribución de posiciones institucionales, en los plazos convenientes (quizá hasta un año) para desactivar al equipo de Sánchez y su apoyo militante.
Su punto débil (y el fuerte de Sánchez) es que, por un lado, es inevitable la corresponsabilidad de la nueva dirección con los fundamentos de una gestión continuista del Gobierno de Rajoy y, por tanto, de deslegitimación por su colaboración en el bloqueo del cambio; y por otro lado, que aunque frenen la dinámica de cambio institucional no van a poder doblegar a Unidos Podemos y aliados ni impedir el ascenso de una nueva oposición social y política que garantice a medio plazo un nuevo equilibrio, más favorable para una transformación sustantiva.
Por tanto, aunque la nueva dirección controle y aplace las primarias y el próximo Congreso del PSOE, de forma inmediata no va a poder cantar victoria sobre la estabilidad interna. El equipo de Sánchez podría volver a ganar. Su dificultad, aparte del bloqueo del poder establecido externo e interno, es que no tiene suficiente disponibilidad y consistencia para imprimir una reorientación estratégica. Ésa es su única posibilidad para fortalecer el apoyo de sus bases sociales, ganar el PSOE, articular la fuerza social y política necesaria para enfrentarse a los poderosos y participar en el cambio institucional.
Hoy por hoy, ambos bandos comparten esa necesidad de continuismo estratégico y, sobre todo, de hegemonía socialista ‘ganadora’, con la subordinación de Unidos Podemos y convergencias y el mantenimiento de un ‘tono’ diferenciador con el PP. Las diferencias son de grado y, especialmente, de quién lidera la recuperación (poco probable) de ese partido socialista ganador.
La realidad es que solo desde el reconocimiento de la paridad representativa con Unidos Podemos y aliados y un proyecto intermedio y compartido, con todo o una parte sustancial del PSOE y sus actuales bases sociales, es posible acumular la suficiente representatividad y legitimidad para dar un vuelco a la inmediata ‘gobernabilidad’ de la derecha. No hay que esperar toda la legislatura. La evidencia de los desastres sociales del continuismo gestor del PP y la hegemonía liberal conservadora en la UE, así como el bloqueo regenerador y democrático, podrán posibilitar el cuestionamiento a su legitimidad y articular los mecanismos institucionales para impedir sus políticas más impopulares, incluso desalojar al PP con una moción de confianza y cambio de Gobierno, (los números siguen posibilitándolo). Es un desafío para las fuerzas reales del cambio y en general para la ciudadanía activa española. Supone la articulación de una nueva dinámica de movilización popular, de ampliación del tejido asociativo y cultural, de participación cívica con un discurso democrático-igualitario y tras un proyecto de cambio sustantivo.
Incoherencia e irrealidad de un Gobierno tripartito
Ahora, tras el 26-J, en el plano institucional existe una situación algo más favorable para las derechas. No solo por el ligero avance del PP cuanto por el decidido aval de Rivera a la investidura de Rajoy y el apoyo al PP, así como, simultáneamente, por su rechazo a apoyar a Sánchez, menor ante la eventualidad de un acuerdo con Unidos Podemos y/o los nacionalistas.
La propuesta de Gobierno alternativo tripartito, que tanto se ha divulgado por el equipo de Sánchez y otros actores, queda en mera hipótesis sin operatividad real. La Comisión gestora lo ha enterrado. Pero conviene darle una vuelta; sigue siendo una posición para algunos y en cualquier momento puede ponerse otra vez de actualidad. En la anterior legislatura todavía tenía algo de credibilidad práctica, rápidamente hundida por la prioridad socialista hacia el acuerdo con la derecha de C’s; ahora que éste manifiesta claramente su compromiso con el PP y sus políticas, queda como simple ejercicio retórico. Su función era doble. Por un lado, reforzar el NO a Rajoy, ofreciendo una salida al bloqueo institucional. Por otro lado, echar la responsabilidad del ‘recambio’ y su fracaso, es decir, mantener la acusación de impedir el desalojo del PP, a ambos partidos emergentes, especialmente a Unidos Podemos y sus aliados. La conclusión es que ambos debían apoyar a Sánchez, sin definir una auténtica política de cambio, que Ciudadanos ya rechazaba la legislatura pasada.
Incluso la hipótesis de un Gobierno socialista con ‘independientes’ de Ciudadanos y Unidos Podemos, tampoco resuelve la encrucijada principal: Qué orientación política va a practicar ese Gobierno en esas tres áreas fundamentales. La dificultad principal no es la de la presencia formal o no de los máximos representantes políticos de cada fuerza. El veto de fondo de todos los poderes fácticos, incluido la troika, es a un giro social y democrático en un país crucial del sur de Europa y su apuesta por la recomposición de la ‘gobernabilidad’ de los poderosos y el sistema bipartidista (imperfecto) con la neutralización de las fuerzas del cambio. No existe un gobierno alternativo si no es de progreso, de cambio real. No es de recibo quedarse solo en el ‘recambio’ de élites, solicitando autonomía completa para el PSOE y que no conlleva automáticamente el compromiso por un proyecto compartido y un cambio sustantivo. El contrato social y democrático se basa en la confianza y la participación ciudadana en los dos aspectos: tipo de proyecto, necesariamente democrático e igualitario, y élite representativa y gestora (el para qué y el quién). Son las dos caras de la misma moneda.
Las posiciones programáticas de Unidos Podemos (y confluencias) con el pacto PSOE-C’s, en materia socioeconómica y territorial, son antagónicas en lo fundamental. Los que apoyan la Comisión gestora actual del PSOE consideran que es imposible el intento y que solo obedece a la conveniencia de Sánchez de mantener su liderazgo interno. El equipo de Sánchez podría haber avanzado una prioridad negociadora con las fuerzas del cambio, lo que le suponía un cambio programático y de articulación de un nuevo equilibrio en sus alianzas. Es lo que temían los poderosos y sus aparatos mediáticos que, simplemente, no podían aceptar ni esa mera hipótesis.
Pero, la actitud de Sánchez y su equipo (incluido personas más avanzadas como O. Elorza, J. Borrell o M. Iceta) no ha llegado nunca a traspasar esa línea roja (que sí lo hace Pérez Tapias de Izquierda socialista). La retórica de un Gobierno alternativo o de izquierdas solo esconde un gobierno socialista, con la mutua neutralización y subordinación de Unidos Podemos (y aliados) y Ciudadanos, con su completa hegemonía representativa y gestora y sin un compromiso de cambio significativo de las políticas socioeconómicas y territoriales, incluso democráticas.
Su propuesta concreta parece que consistía en un Gobierno socialista con participación de independientes afines a Unidos Podemos y Ciudadanos, con un proyecto solo de recambio gubernamental, con un programa continuista ‘renovado’, con pequeñas reformas sociales y de regeneración democrática. Su chantaje a Unidos Podemos, con palabras más amables, era similar al de la pasada legislatura: subordinación, o pretexto para seguir con la campaña de aislamiento.
El eje alternativo debe ser un acuerdo intermedio y compartido entre PSOE y Unidos Podemos (y aliados). El equilibrio no puede darse entre una dirección económica presidida por L. Garicano y J. Sevilla, con algunas concesiones limitadas en el área social, y una leve regeneración democrática, junto con un bloqueo del tema territorial.
Además, al rechazar Ciudadanos esa vía tripartita, solo quedaría la opción de un acuerdo con Unidos Podemos (y aliados), con un giro social a sus políticas económicas y mayor profundización de la democratización institucional, incluido el tema territorial, y la regeneración democrática. Además, debería ser seguido de una negociación con las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas, que conllevaría cierta flexibilidad para tratar el tema territorial, cosa a la que el equipo de Sánchez también se oponía.
¿Qué sentido tenía la oferta retórica del PSOE de negociación tripartita con Unidos Podemos y Ciudadanos?. Evidentemente, no la de dar pasos serios y constructivos en ese sentido, sino ganar protagonismo y conformar un pretexto para seguir criticando a Unidos Podemos como supuesto responsable de la continuidad del PP. El objetivo de lo que llaman proyecto socialista autónomo tampoco era avanzar en la difícil formación de un Gobierno alternativo, sino ensanchar la representatividad del PSOE (la ilusión de conseguir 100 diputados) a costa de Unidos Podemos y confluencias (que deberían quedarse en no más de 50). Por tanto, no era una propuesta unitaria y constructiva para cambiar las instituciones y las condiciones de la gente, sino un discurso ventajoso para el plan de Sánchez de entrar en la campaña de las próximas elecciones generales con mayores garantías para su preponderancia frente a Unidos Podemos.
Pero ese plan era de aplicación improbable, sobre todo por la dura oposición de Ciudadanos. Solo cabía la versión de la búsqueda de apoyo de las fuerzas nacionalistas, lo que suponía acordar también seriamente con Unidos Podemos y las confluencias el programa de giro socioeconómico y flexibilidad en la cuestión territorial. Podría ser transitable; es lo que deseaba, por ejemplo, M. Iceta. Pero es dudoso que correspondiese al diseño de Sánchez: disputar, tras las nuevas elecciones generales, la hegemonía del PP, al mismo tiempo que recuperar el bipartidismo y distanciarse respecto de Unidos Podemos y aliados, a los que se les sometería a la presión clásica: PP o PSOE, con el cierre del cambio sustantivo.
Para el grupo de Sánchez el fundamento de esa propuesta tiene, sobre todo, un componente instrumental: cómo evitar su prolongado declive representativo y de poder y, especialmente, cómo reforzar quién gestiona ese debilitado poder institucional (él mismo).
Para el poder establecido, de fuera y de dentro del Partido socialista, ese plan conllevaba cierto riesgo: generar una expectativa de desalojo gubernamental de la derecha, mantener su inestabilidad, generar confianza alternativa en el grupo dirigente. No obstante, no estaba inscrito en una rectificación de la estrategia socialista pasada: por un lado, de giro a la derecha en materia socioeconómica y visión centralista en materia territorial, reafirmados por el pacto con Ciudadanos; por otro lado, de acoso total contra Unidos Podemos y las fuerzas nacionalistas, aun con algún guiño amable.
Por tanto, esa idea de Sánchez no era consistente para abrir un nuevo ciclo de confianza y colaboración entre las fuerzas progresistas para desplazar a las derechas y abrir una dinámica de cambio. Por supuesto, no es comparable con el giro a la izquierda del laborismo británico, con Corbyn; ni siquiera, con la alianza más pragmática (en condiciones más favorables por su mejor correlación de fuerzas y la ausencia de problemática territorial) del Partido socialista portugués con el Bloco y el PCP. Tampoco es debido a ninguna reflexión o reorientación de la estrategia pasada o la encrucijada de la socialdemocracia europea para distanciarse de su consenso con la estrategia injusta e insolidaria del poder liberal conservador. Tiene poco recorrido.
@antonioantonUAM
La pugna política en el Partido socialista
Antonio Antón
Publicado en Nueva Tribuna (7-10-2016)
Entre los aspectos que comparte la dirección socialista están el continuismo estratégico (socioeconómico, institucional y territorial) y su oposición a un cambio sustantivo. Igualmente, una posición común es la contención de la presión cívica y el cerco sobre Unidos Podemos y aliados para cerrar la dinámica del cambio real, debilitar su consolidada representación política y volver a un bipartidismo imperfecto y renovado con la prevalencia socialista. Hay matices entre los dos grupos dirigentes y, especialmente, entre la mayoría de la base afiliada socialista, bien intencionada en el mantenimiento de buenas relaciones y acuerdos con Unidos Podemos y convergencias y que Sánchez tampoco representa. Pero, tal como se ha demostrado en estos meses, ambos grupos, con matices, solo veían el posible diálogo con Unidos Podemos y convergencias (y las fuerzas nacionalistas) de forma instrumental y prepotente. El equilibrio se traslada hacia la derecha (C’s), con la exigencia de subordinación y el chantaje hacia Unidos Podemos. Las palabras referidas a su hipótesis de Gobierno, como ‘alternativo’, de ‘progreso’ o de ‘izquierdas’, además de absorber expresiones de las fuerzas del cambio resignifica de forma distinta el contenido fundamental de la propuesta (el cambio real y la gestión compartida) de Unidos Podemos. Pretenden dejarle sin discurso propio y confundir a su base social.
En realidad la retórica de Sánchez de confrontación con la derecha (el NO a Rajoy) destaca el deseo de recambio de élite gobernante, lo cual es positivo, pero también esconde el continuismo estratégico de su proyecto y su oposición al cambio sustantivo. E igualmente, la propuesta de gobierno alternativo (de apoyo tripartito con C’s), configura una apuesta institucional mejor (o menos mala) que la del PP, pero obscurece su negativa a una relación igualitaria con Unidos Podemos y sus aliados y a compartir con ellos el grueso del proyecto y la gestión, incluso simbólicamente, con su consiguiente subordinación y división.
Así, el grupo de Sánchez insiste en lo mismo que la legislatura pasada, un pacto tripartito con hegemonía socialista, prevalencia de Ciudadanos y subordinación de Unidos Podemos, con un proyecto socioeconómico, institucional y territorial continuista. El acuerdo PSOE-C’s no estaba destinado a alcanzar el Gobierno, buscaba neutralizar la posibilidad de un Gobierno de progreso con Unidos Podemos (y aliados) y conseguir otros resultados positivos para ellos: cohesionar a su electorado con una prevalencia socialista y desacreditar a Unidos Podemos y convergencias, contribuyendo (junto con la campaña del miedo de la derecha y los poderes fácticos y mediáticos) al desapego abstencionista de una pequeña parte de su electorado, pendiente de recuperar. Lo consiguió parcialmente (bajo el silencio de los barones), solo que no evitó sino que favoreció el avance de la derecha, no amplió su electorado y el pequeño descenso de las fuerzas del cambio fue a la abstención. Es otro fracaso que ahora le vuelven a recordar sus barones. Esa estrategia de diferenciación retórica con la derecha y aislamiento de las fuerzas del cambio no produjo los resultados deseados.
Esa propuesta difusa del gobierno tripartito, ahora ya no tenía ninguna credibilidad, empezando por la oposición de A. Rivera. En todo caso, la opción principal de Sánchez era presentarse a las nuevas elecciones generales con esa retórica y un programa ambiguo, y tras el supuesto incremento de su distancia respecto de Unidos Podemos (y Ciudadanos) volver sobre su investidura posteriormente. Quizá con una posición más flexible y equilibrada que en la legislatura pasada, pero dentro del mismo marco de continuismo (renovado) y completa hegemonía socialista. Pero los ecos portugueses no se adecuan a la realidad española de paridad representativa, necesidad de una democratización profunda, firmeza contra la austeridad y los recortes y la articulación de la plurinacionalidad.
Es posible, ahora o dentro de un año, un programa de Gobierno intermedio y una gestión unitaria y compartida, entre PSOE y Unidos Podemos y convergencias, abierto a los nacionalistas (incluso, en algunos aspectos, a Ciudadanos). Es una solución progresista a la española, pero que choca con el giro derechista del acuerdo con Ciudadanos. Y ese reequilibrio en las prioridades de su orientación y sus alianzas, Sánchez no se ha atrevido a darlo. Es una expresión de su inconsistencia y su debilidad. Y es dudoso que sea su bandera efectiva para ganar el próximo Congreso y acceder de nuevo, en las próximas primarias, a la Secretaría General. La conspiración del poder establecido, interno y externo, para su defenestración se convierte, desde ya, en ofensiva sistemática, política y organizativa, para impedirlo.
Al grupo de Sánchez solo le cabe la ampliación de la participación de su militancia, el desarrollo de una corriente de izquierdas o auténticamente progresista y la derrota de la comisión gestora en el Congreso; o rendirse. Las espadas, en el mejor de los casos, están levantadas. Pero la solución está fuera de la estructura del PSOE. Es el incremento de la oposición social y política y el fortalecimiento de Unidos Podemos el que puede generar una mayor deslegitimación del continuismo de la derecha y provocar nuevas condiciones para el cuestionamiento del Gobierno del PP y sus políticas y forzar un auténtico Gobierno de progreso. También es una oportunidad para un nuevo PSOE, renovado, democrático y auténticamente progresista y sensible a la plurinacionalidad. Lo contrario es refugiarse en lo viejo, en la gente envejecida, rural y conservadora (mientras las capas acomodadas viran hacia la derecha), en su alianza con los poderosos para los que cada vez les es menos útil y lo necesitan menos. Una (PSOE) de las dos patas fundamentales del Régimen del 78 está en crisis; la otra (PP), ampliamente deslegitimada. Continúan las oportunidades del nuevo ciclo del cambio en España
Ante esta perspectiva de ‘ingobernabilidad’ de la derecha, el poder establecido, aparte de la prórroga de la provisionalidad institucional, no podía arriesgarse. Es el último desencadenante del golpe. La peladilla ofrecida por Sánchez a los poderes fácticos de la recomposición del bipartidismo, la neutralización del cambio sustantivo y la asimilación (o división) de Unidos Podemos no compensaba la incertidumbre de su relativa autonomía y el inicio de un camino inexplorado. Al decir de Susana Díaz, no hay que repetir la operación por tercera vez: hay que renunciar a un (hipotético) Gobierno alternativo (‘85 diputados no dan para gobernar’). Se obvia la posibilidad de sumar el resto de posibles apoyos, eso sí reconociendo cierta paridad y equilibrio programático y gestor con Unidos Podemos (frente a un alicaído Ciudadanos), que es lo que molesta. Por tanto, en el PSOE se impone otra táctica, más conciliadora hacia el PP y más dura contra las fuerzas reales del cambio. Pero esto último ya lo han probado las derechas y ambos grupos dirigentes socialistas… y han fracasado. Bloquean el cambio institucional a corto plazo, pero no detienen el rechazo popular a sus políticas.
A lo lejos, pero encima, los ojos del poder liberal conservador (y socialdemócrata) europeo, para impedir un factor progresista de oposición a su estrategia en la Europa del Sur que condicione su gestión regresiva y autoritaria con efectos disgregadores. Dejar gobernar al PP debilita el avance progresivo en Europa: derrotar los planes de austeridad (flexible), impulsar la reforma democrática y solidaria de las instituciones comunitarias, modernizar el aparato económico y productivo, afianzar los acuerdos con las fuerzas progresistas, particularmente del sur, y construir una Europa más justa, democrática e integradora. No obstante, de ello no se habla en el PSOE (ni en la sociedad); solo existe la versión continuista de la derecha: estabilidad económica al dictado del poder financiero, subordinación del país a una UE autoritaria e insolidaria.
Existen entre los dos grupos socialistas intereses y factores contrapuestos que son los que han hecho agudizar la batalla y su carácter cruento: el control del poder interno para adoptar decisiones políticas imperiosas a corto y medio plazo.
Por una parte, la garantía inmediata de asegurar la gobernabilidad del PP, la investidura de Rajoy y la ‘política de Estado’. Es decir, las medidas fundamentales de estabilidad económica (ajustes presupuestarios) e institucional (neutralización de la oposición de Unidos Podemos y aliados y el desafío soberanista en Cataluña). Todo ello en beneficio de ‘su España’, el bloque de poder dominante, e intentando conseguir una mínima legitimidad interna entre sus bases a través de una diferenciación parcial con la derecha y una oposición ‘útil’. El próximo Comité Federal debe definir esa posición política y es un momento todavía delicado para asentar el nuevo equilibrio de fuerzas y legitimidad.
Por otra parte, garantizar la consolidación de un nuevo equipo dirigente, quizá bajo la batuta de Susana Díaz como nueva líder, gestionando los plazos, el proceso y las condiciones del imprescindible Congreso y primarias a la Secretaría General y dificultando la oposición interna. No obstante, parece que, de momento, Sánchez no se rinde y amenaza con resistir y porfiar en su plan del NO al PP, ahora en versión de moción de censura a medio plazo y promoción de su gobierno ‘alternativo’.
El plan de Sánchez (primarias a Secretario General y Congreso para ratificar su dirección y el NO al PP) consistía en incrementar su autonomía respecto de sus barones (y los poderes económicos y mediáticos, como el grupo PRISA) y, especialmente, reforzar su capacidad impositiva para, sin tantas disidencias, aplicar su proyecto y legitimar su discurso y su liderazgo. Es lo que ha impedido su derrota.
Origen del enfrentamiento
El enfrentamiento en el Partido socialista se produce por los intereses contrapuestos y las respuestas diferentes ante su prolongado declive representativo y electoral de dos grupos de poder, representados por Sánchez y los barones territoriales.
La desafección ciudadana hacia el Partido socialista se inicia frente a los ajustes, la reforma laboral y los recortes sociales del Gobierno de Zapatero, en mayo y junio de 2010; a partir de entonces se inicia todo un proceso de indignación cívica y un ciclo de la protesta social, simbolizado por el movimiento 15-M, las mareas ciudadanas y las grandes (y pequeñas) movilizaciones populares. Todas las iniciativas de justificación (‘comunicación’) de esa estrategia y de cambio de liderazgo van fracasando. En las elecciones generales de 2011, con la gestión de Zapatero y el ‘nuevo’ liderazgo de Rubalcaba ya pierden 4,3 millones de votos. Las elecciones europeas de 2014 demuestran su impotencia para recuperar credibilidad social. El nuevo liderazgo de Sánchez (joven y no contaminado directamente por la gestión gubernamental anterior) no permite tampoco remontar la tendencia y pierde otro millón y medio más el 20-D-2015. Suman casi seis millones, la mitad de su electorado de 2008, al comienzo de la crisis. El 26-J-2016 tampoco da esperanzas de recuperación. Por último, las recientes elecciones gallegas y vascas afianzan su debacle e irrelevancia.
La responsabilidad del continuado declive representativo no es (solo) por el ‘liderazgo’: por un lado, Felipe González, Almunia, Rubalcaba, ligados directamente al poder establecido, fueron desplazados por los electores; por otro lado, Zapatero (en sus comienzos), así como Borrell y Sánchez, que no han llegado a gobernar, han sido algo autónomos y renovadores, y han terminado siendo echados por las élites partidistas ‘felipistas’; por tanto, la solución Susana Díaz, aparte de representar lo más derechista, centralista, jerárquico y caduco del PSOE, tampoco va a ser la solución. El problema no es de ‘comunicación’; es de contenido del discurso y, sobre todo, de sus prácticas. Los camuflajes retóricos y la fuerza de su aparato mediático (grupo Prisa…) son insuficientes para recuperar credibilidad social.
Fundamentalmente, la causa de fondo de su desplome está en su estrategia y su gestión, cada vez más alejada de las necesidades y demandas populares. Históricamente, el papel de la socialdemocracia ha sido ambivalente. Pero en este proceso de crisis sistémica y graves efectos sociales para la mayoría ciudadana, sus aparatos más relevantes se han decantado por el poder establecido y la austeridad y han incumplido sus compromisos democráticos y sociales. No representan una mejora para el bienestar de las capas populares, ni siquiera para la articulación territorial de la diversidad nacional. No son capaces de salir de la crisis de identidad y de proyecto. Y no hay rectificación, ni gestión, ni discurso alternativo, solo algo de retórica amable sin credibilidad para la gente progresista, joven y urbana.
No vale utilizar el victimismo socialista por una supuesta agresividad de Unidos Podemos (dejando aparte algunos sectarismos y salidas de tono) o por su deseo (legítimo) de adelantar al PSOE de forma democrática. Esta posición victimista es falsa. Por una parte, esconde las causas de fondo de su crisis y agotamiento, ya expresadas en la urnas en las elecciones generales de diciembre del año 2011 –la desafección de 4,3 millones de personas- (y antes y después en las calles, plazas y centros de trabajo), cuando Podemos todavía no existía. Por otra parte, elude (o justifica como ‘todo vale’) que su estrategia de acoso y acorralamiento contra Podemos (en colaboración con la derecha y los poderes fácticos) ha sido de una dimensión completamente desproporcionada y abiertamente antidemocrática y sectaria. Y apenas hay atisbos (unitarios) de cambio de actitud, todavía menos en la Comisión gestora.
Ese declive del PSOE es más grave en el plano comparativo. Por un lado el PP, a pesar de su pronunciado descenso electoral respecto del año 2011 y su marco de corrupción, el 26-J ha mantenido e incrementado su distancia. Por otro lado, se consolida la capacidad representativa e institucional de Unidos Podemos y las convergencias en un nivel similar al suyo propio. La crisis socialista tiene profundas raíces políticas y estratégicas que siguen sin resolver. Pero sus efectos de pérdida de poder institucional y político son muy duros para un partido de poder y ‘ganador’.
Una parte del diagnóstico está clara para su dirección: insuficiente credibilidad y liderazgo para representar un proyecto de cambio progresista. El objetivo común es frenar esa sangría de desafección electoral, reforzar un proyecto autónomo (de la derecha y de Unidos Podemos) y ‘ganar’ poder institucional. Ahí es cuando vienen las insuficiencias de diagnóstico, los errores estratégicos y su sustitución por soluciones falsas, así como la agria división por distintas respuestas de liderazgo. No hay relato ni reconsideración estratégica y de alianzas para frenar la dinámica regresiva y autoritaria del poder liberal conservador y garantizar unas políticas al servicio de la gente, con un Gobierno de progreso equilibrado.
Esa ausencia de rectificación de la orientación de fondo y el consiguiente bloqueo de su representatividad les lleva a un callejón sin salida respecto de su objetivo de recuperación política e institucional. Una vez fracasado el reparto de responsabilidades hacia el ‘enemigo’ externo (Unidos Podemos y convergencias), cada bando busca chivos expiatorios internos (el otro bando) para presentarse como salvación ante la defenestración del otro grupo dirigente. La dinámica cainita se refuerza, sin aportar ninguna solución, más allá del deseo de ‘ganar’ con un proyecto autónomo.
Las diferencias de los dos bloques internos son, sobre todo, corporativas o de poder. En la práctica siguen existiendo dos opciones: apoyar la gobernabilidad del continuismo, de la mano del PP (y Ciudadanos); apostar por el cambio real, aunque negociado, con Unidos Podemos (y las fuerzas nacionalistas). El NO de Sánchez a Rajoy, aparte de su evidente justeza, tenía un objetivo instrumental: ir con esa bandera a unas nuevas elecciones en las que lograr un mayor desgaste de su competidor directo (Unidos Podemos y aliados) y un mayor reequilibrio a su favor (distintas fuentes hablaban de lograr al menos cien diputados frente a cincuenta). Solo que esa hipótesis, después del espectáculo ofrecido, es todavía más incierta y choca con la ‘responsabilidad’ de evitar la prolongación de la incertidumbre de la ‘gobernabilidad’ y la aventura del probable desplome electoral.
Sánchez ha topado con los intereses de los poderosos. Su plan, aunque podría haber resultado eficaz para su estabilidad, era demasiado sutil y arriesgado. Además, tras estas semanas de pelea interna, con exposición pública en el Comité Federal de todos los viejos defectos sectarios y corporativos de la vieja política, así como la actitud antidemocrática de la mayoría de dirigentes de ambos bandos, la hipótesis ‘ganadora’ de Sánchez para las próximas elecciones generales se evapora. Solo quedaba, de forma descarnada, el objetivo de su continuidad dirigente, sin ningún valor añadido para el nuevo grupo mayoritario del PSOE.
Su relato del NO pierde fuelle: es insuficiente para debilitar al PP y no va acompañado de la estrategia de cambio real y las fuerzas unitarias suficientes para completar una alternativa realista. La defensa del NO se queda a mitad de camino, en tierra de nadie, ni de parte de los poderosos, que ya piensan en recomponer las derechas, ni de las fuerzas alternativas. Podría tener más apoyo en su base militante, incluso ser capaz de resistir esta transición y volver a aspirar a ganar las próximas primarias y Congreso (¿dentro de un año?) pero a condición de completar el segundo paso: la alternativa de un proyecto de progreso, unitario y compartido con Unidos Podemos y aliados. Pero es a lo que hasta ahora se opone frontalmente poniendo por delante un proyecto continuista bajo su hegemonía absoluta, con la recomposición del bipartidismo (imperfecto) y la subordinación o debilitamiento de Unidos Podemos.
Sin embargo, esa ensoñación está fuera ya de la historia, es irreal y solo conduce a su fracaso. Así, solo queda una motivación: sostener su liderazgo precario, con una base social limitada, sin soluciones para la gente ni utilidad para los poderosos. Al parecer de los críticos, Sánchez arriesga al PSOE a un papel subordinado respecto de la derecha ahora o todavía más dependiente después de ‘sus’ elecciones generales. Para los barones, la abstención actual, negociada, vendría a paliar el riesgo del descenso electoral y político, la mayor hegemonía de la derecha, el posible sorpasso de Unidos Podemos y, por tanto, su menor relevancia y utilidad para el poder establecido. Es el relato para ‘persuadir’ sobre la abstención.
En consecuencia, el plan de Sánchez no convence al aparato político e institucional socialista. Por un lado, no frena a Unidos Podemos y aliados, ni contribuye al cierre de la dinámica de cambio sustantivo y representativo. Por otro lado, no garantiza una remontada socialista, un proyecto formal y retóricamente autónomo aunque dentro del consenso constitucional, centralista y neoliberal y, salvo algunas parcelas de poder territorial, subordinado a la derecha.
La pugna, en definitiva, se queda en algunos reajustes de poder y liderazgo. Por supuesto, sangrientos, manipuladores y dependientes del poder institucional, económico y mediático, pero sin una conexión con una trayectoria de progreso. La respuesta vuelve a ser comunicación y liderazgo, sin reorientación ni regeneración. Para ellos la decisión clave es, sobre todo, quién y cómo gestiona el poder remanente, asegura una recuperación electoral y garantiza la estabilidad institucional. No hay grandes diferencias estratégicas y políticas.
Todavía no hay un resquebrajamiento significativo sobre sus objetivos básicos: ‘ganar’, debilitar a Podemos, renovar el bipartidismo, garantizar la ‘gobernabilidad’ y reacomodarse ante la estrategia liberal-conservadora-socialdemócrata. No hay nada de refundación política, reelaboración de nuevo discurso o dinámica transformadora. La solución a la crisis sistémica no puede venir del interior del PSOE.
Las derechas (PP con un Ciudadanos subalterno) tienen unos intereses y un discurso claro y consiguen una base social importante que no alcanza a la mayoría ciudadana. El electorado progresista podría ser mayoritario. Dentro de su ambivalencia, la dirección del PSOE reniega de una alternativa de progreso. El cambio será más lento y difícil, ya que debe madurar más la crisis de un PSOE socioliberal, subalterno de la derecha. No obstante, la legitimidad de la derecha es muy insuficiente y su dominio institucional limitado. Aunque ahora el PP salve la investidura de Rajoy, no hay que descartar una crisis institucional o de gobernabilidad a medio plazo, incluso como oportunidad instrumental para el propio PSOE (y Ciudadanos), en un ambiente cívico de oposición social y política a su gestión regresiva. Es el miedo de la dirección del PP. Volverían a aparecer, incluso en el contexto de las elecciones municipales y autonómicas de 2019 (o antes), parecidos dilemas sobre el cambio de Gobierno.
Pero, sobre todo, la construcción de una alternativa debe reposar en el desarrollo de un proyecto de cambio frente a la derecha, con un nuevo ciclo de defensa de políticas progresivas, basado en la participación popular y, por tanto, en el arraigo e iniciativa de la representación política alternativa.
Existen precedentes de ruptura de estructuras de poder partidista e institucional (escisión del PNV con EA, en el año 1986), aparentemente homogéneas y sin muchas diferencias iniciales de contenido político. Pero luego han cristalizado en la división total de grupos de poder y sus dirigentes han tenido que justificarse y legitimarse con un nuevo discurso diferenciado. Su evolución depende de que tenga éxito para ganar posiciones políticas e institucionales. Es difícil que el actual PSOE y el grupo de Sánchez llegue a esos extremos, incluso que gane y gire hacia la izquierda (como el laborismo británico de Corbyn) o se constituya una fracción significativa por la izquierda (al estilo francés o alemán). Lo que sí existe en una parte significativa de su afiliación descontenta con esta deriva de su dirección, cuya reflexión y actitud debe madurar, facilitando puentes tras una propuesta unitaria de progreso.
@antonioantonUAM
La lucha política y de poder en el PSOE
Antonio Antón
(Publicado en Pensamiento Crítico, 20-10-2016)
El Partido Socialista está pasando por una grave crisis. Vamos a tratar diferentes aspectos que la explican: La actual guerra de poder, la pugna política interna y su origen, las causas de su declive, la inconsistencia del plan de Sánchez, la inexistencia de un proyecto socialista autónomo y la incoherencia e irrealidad de un Gobierno tripartito.
Guerra de poder en el PSOE
La guerra de poder, largamente larvada, ha estallado en el PSOE. Su mayor escenificación se produjo el pasado sábado, 1 de octubre, con la defenestración de Pedro Sánchez y su equipo de la Ejecutiva Federal y el nombramiento de una Comisión gestora dominada por los barones rebeldes (7 a 3). El gran espectáculo montado, como dicen algunos de sus dirigentes, ha sido bochornoso, lleno de virulencia, sectarismo, manipulación y métodos antidemocráticos. El destrozo a la credibilidad política, ética y democrática de la dirección socialista es innegable. La llamada posterior a la pacificación y la unidad conlleva la exigencia de los vencedores de subordinación de los vencidos.
La mayoría del Comité Federal, por escaso margen (132 frente a 107), ha rechazado el plan de Sánchez, que pretendía ensanchar su poder, y ha forzado su dimisión y la de la mitad de la Ejecutiva Federal que le apoyaba. Y ha nombrado una nueva dirección provisional, la Comisión gestora, bajo la presidencia del barón asturiano Javier Fernández, que toma el control. Ha cambiado el equilibrio de poder en la dirección. Pero la guerra está lejos de terminar. Se avecina otra batalla decisiva e inminente para completar el golpe de mano: el abandono del NO a la investidura de Rajoy y el cambio hacia una abstención negociada. La lucha de poder se combina con la reorientación política: facilitar (o no) la gobernabilidad del PP.
Se han configurado dos bloques (‘bandos’, según Pedro Sánchez) con un nivel de descalificación mutua y virulencia, nunca visto. La brecha en la dirección se está extendiendo rápidamente al conjunto de la militancia. La pugna de legitimidades es abierta y dura. Cada campo utiliza todo tipo de recursos organizativos, estatutarios o retóricos para sacar ventaja en la definición de la realidad y los objetivos propios y los del otro.
El carácter cruento, sectario y demagógico de la pugna expresa los intereses contrapuestos de los dos grupos dirigentes, aparte de la escasa cultura democrática de ambos. No ha habido debate político, solo descalificaciones. A lo máximo, simplificación para desacreditar al contrario y forzar lealtades. Unos serían subalternos de la derecha (se acerca a la realidad), otros de Podemos (mucho más incierto). Es el ‘otro’ el que no defendería los intereses del PSOE ni los de España, aunque no quede claro cuáles serían. El problema, según el Presidente de la Comisión gestora, es la ‘podemización’ del PSOE. El grupo ‘crítico’ (desde Felipe González, Alfredo P. Rubalcaba y José Luis R. Zapatero hasta Susana Díaz y la mayoría de barones territoriales) es el que está más imbricado con el poder económico, institucional y mediático. Hace alarde de la responsabilidad de Estado, mientras se supone que la mayoría de la militancia está con Sánchez (y gran parte va mucho más allá) por lo que quería consultarla y hacer un Congreso inmediato, cuestiones rechazadas por la mayoría del Comité Federal.
La perplejidad de su base social y la ciudadanía es total. Las expectativas anteriores de ascenso electoral, a costa de Unidos Podemos (y Ciudadanos), derivado del plan inicial de Sánchez, han quedado destruidas, precisamente, por la revuelta del nuevo grupo dirigente y el espectáculo ofrecido por ambos. Pero, para los estrategas del golpe, como ‘no va a haber elecciones’, este sacrificio y división del PSOE en favor del PP merecería la pena: primero la gobernabilidad (de la derecha), luego la recuperación del prestigio perdido. Craso error. Ya no existe el bipartidismo y el descontento de su electorado puede terminar (a pesar de la línea más sectaria que se avecina) en otra opción: Unidos Podemos y aliados.
La comisión gestora se prepara para liquidar la opción del NO y avalar la continuidad de Rajoy y el PP. Pero el desgaste de su credibilidad y su capacidad opositora también están asegurados. Todos pierden: el PSOE y cada uno de los dos bandos; también la oportunidad de cambio gubernamental a corto plazo. Y gana la derecha. Triste resultado.
Pero hay que elevar la mirada. Para comprender el significado de esta crisis, su evolución y sus implicaciones políticas hay que analizar sus causas de fondo, las características de cada uno de los dos bandos y sus objetivos.
Existen diferencias políticas. Básicamente, la rotundidad del NO a la investidura de Rajoy y el Gobierno del PP, con la opción de ir a nuevas elecciones generales, o bien, evitarlas permitiendo (junto con Ciudadanos) un Gobierno del PP con Rajoy de Presidente. La conclusión del golpe orgánico sería garantizar el aval socialista necesario para la ‘gobernabilidad’ de las derechas. El efecto: mayor legitimación a su trayectoria regresiva y autoritaria del pasado y el futuro y mayores dificultades para el cambio y el bienestar de la gente. Pero sobre ello no se ha decidido nada formalmente. Persiste la resolución del Comité Federal de diciembre pasado, reafirmada en julio del NO al PP (y del NO a un gobierno alternativo con Unidos Podemos y el apoyo nacionalista). Es la batalla del próximo Comité Federal (el 15 o el 22 de octubre, dado el calendario institucional para evitar la convocatoria de nuevas elecciones generales).
Existe el consenso retórico sobre un supuesto proyecto socialista ‘autónomo y ganador’. Pero es frágil, porque ninguno de las dos partes define en qué consiste, ni tiene una propuesta realista de cómo conseguirlo. Falta un discurso común que permita cierta integración y defina objetivos compartidos. Pero el giro socioliberal de la socialdemocracia lo imposibilita. Sánchez no es Corbyn. Quiso ser Renzi. Ha tenido el valor de enfrentarse al establishment, pero se ha quedado a mitad de camino, no se ha atrevido con el siguiente paso: una alianza seria con Unidos Podemos y convergencias para transformar España y fortalecer al propio Partido socialista. Ha quedado en tierra de nadie, sin fuerza institucional ni apoyo social suficiente. Ese objetivo genérico, para animar el corporativismo de partido, es más bien una fórmula vacía cuyo contenido puede tener elementos comunes y antagónicos entre los dos bandos. Sin discurso coherente o proyecto diferenciado del poder liberal conservador, el antagonismo interno se da, sobre todo, en quién lo debe liderar.
El origen del enfrentamiento interno en el PSOE se encuentra en la incapacidad y la división de su aparato dirigente para responder al continuado declive político y electoral. Éste está derivado, principalmente, de la estrategia equivocada de su dirección que ha incumplido sus compromisos sociales y democráticos con su base social progresista y la ciudadanía. Ante la creciente incompatibilidad entre los poderosos, con sus políticas regresivas, y los intereses y demandas populares, basadas en la justicia social y la democracia, la dirección socialista se han inclinado por los primeros, sin reconocer la realidad de su distanciamiento con los segundos.
La añoranza y los intereses del pasado bipartidista y su instalación como grupo de poder institucional, no les dejan adaptarse al nuevo equilibrio representativo. Su objetivo es volver al anterior sistema turnista, ya periclitado, sin un trato en el mismo plano de igualdad con las nuevas fuerzas progresistas estructuradas por Unidos Podemos y las convergencias y con similar representatividad ciudadana. Todo ello termina por afectar a la calidad ética, cultural y democrática de su aparato dirigente e incrementa la brecha de descontento con su propia gente afiliada.
La pugna política en el Partido socialista
Entre los aspectos que comparte la dirección socialista están el continuismo estratégico (socioeconómico, institucional y territorial) y su oposición a un cambio sustantivo. Igualmente, una posición común es la contención de la presión cívica y el cerco sobre Unidos Podemos y aliados para cerrar la dinámica del cambio real, debilitar su consolidada representación política y volver a un bipartidismo imperfecto y renovado con la prevalencia socialista. Hay matices entre los dos grupos dirigentes y, especialmente, entre la mayoría de la base afiliada socialista, bien intencionada en el mantenimiento de buenas relaciones y acuerdos con Unidos Podemos y convergencias y que Sánchez tampoco representa. Pero, tal como se ha demostrado en estos meses, ambos grupos, con matices, solo veían el posible diálogo con Unidos Podemos y convergencias (y las fuerzas nacionalistas) de forma instrumental y prepotente. El equilibrio se traslada hacia la derecha (C’s), con la exigencia de subordinación y el chantaje hacia Unidos Podemos. Las palabras referidas a su hipótesis de Gobierno, como ‘alternativo’, de ‘progreso’ o de ‘izquierdas’, además de absorber expresiones de las fuerzas del cambio resignifica de forma distinta el contenido fundamental de la propuesta (el cambio real y la gestión compartida) de Unidos Podemos. Pretenden dejarle sin discurso propio y confundir a su base social.
En realidad la retórica de Sánchez de confrontación con la derecha (el NO a Rajoy) destaca el deseo de recambio de élite gobernante, lo cual es positivo, pero también esconde el continuismo estratégico de su proyecto y su oposición al cambio sustantivo. E igualmente, la propuesta de gobierno alternativo (de apoyo tripartito con C’s), configura una apuesta institucional mejor (o menos mala) que la del PP, pero obscurece su negativa a una relación igualitaria con Unidos Podemos y sus aliados y a compartir con ellos el grueso del proyecto y la gestión, incluso simbólicamente, con su consiguiente subordinación y división.
Así, el grupo de Sánchez insiste en lo mismo que la legislatura pasada, un pacto tripartito con hegemonía socialista, prevalencia de Ciudadanos y subordinación de Unidos Podemos, con un proyecto socioeconómico, institucional y territorial continuista. El acuerdo PSOE-C’s no estaba destinado a alcanzar el Gobierno, buscaba neutralizar la posibilidad de un Gobierno de progreso con Unidos Podemos (y aliados) y conseguir otros resultados positivos para ellos: cohesionar a su electorado con una prevalencia socialista y desacreditar a Unidos Podemos y convergencias, contribuyendo (junto con la campaña del miedo de la derecha y los poderes fácticos y mediáticos) al desapego abstencionista de una pequeña parte de su electorado, pendiente de recuperar. Lo consiguió parcialmente (bajo el silencio de los barones), solo que no evitó sino que favoreció el avance de la derecha, no amplió su electorado y el pequeño descenso de las fuerzas del cambio fue a la abstención. Es otro fracaso que ahora le vuelven a recordar sus barones. Esa estrategia de diferenciación retórica con la derecha y aislamiento de las fuerzas del cambio no produjo los resultados deseados.
Esa propuesta difusa del gobierno tripartito, ahora ya no tenía ninguna credibilidad, empezando por la oposición de A. Rivera. En todo caso, la opción principal de Sánchez era presentarse a las nuevas elecciones generales con esa retórica y un programa ambiguo, y tras el supuesto incremento de su distancia respecto de Unidos Podemos (y Ciudadanos) volver sobre su investidura posteriormente. Quizá con una posición más flexible y equilibrada que en la legislatura pasada, pero dentro del mismo marco de continuismo (renovado) y completa hegemonía socialista. Pero los ecos portugueses no se adecuan a la realidad española de paridad representativa, necesidad de una democratización profunda, firmeza contra la austeridad y los recortes y la articulación de la plurinacionalidad.
Es posible, ahora o dentro de un año, un programa de Gobierno intermedio y una gestión unitaria y compartida, entre PSOE y Unidos Podemos y convergencias, abierto a los nacionalistas (incluso, en algunos aspectos, a Ciudadanos). Es una solución progresista a la española, pero que choca con el giro derechista del acuerdo con Ciudadanos. Y ese reequilibrio en las prioridades de su orientación y sus alianzas, Sánchez no se ha atrevido a darlo. Es una expresión de su inconsistencia y su debilidad. Y es dudoso que sea su bandera efectiva para ganar el próximo Congreso y acceder de nuevo, en las próximas primarias, a la Secretaría General. La conspiración del poder establecido, interno y externo, para su defenestración se convierte, desde ya, en ofensiva sistemática, política y organizativa, para impedirlo.
Al grupo de Sánchez solo le cabe la ampliación de la participación de su militancia, el desarrollo de una corriente de izquierdas o auténticamente progresista y la derrota de la comisión gestora en el Congreso; o rendirse. Las espadas, en el mejor de los casos, están levantadas. Pero la solución está fuera de la estructura del PSOE. Es el incremento de la oposición social y política y el fortalecimiento de Unidos Podemos el que puede generar una mayor deslegitimación del continuismo de la derecha y provocar nuevas condiciones para el cuestionamiento del Gobierno del PP y sus políticas y forzar un auténtico Gobierno de progreso. También es una oportunidad para un nuevo PSOE, renovado, democrático y auténticamente progresista y sensible a la plurinacionalidad. Lo contrario es refugiarse en lo viejo, en la gente envejecida, rural y conservadora (mientras las capas acomodadas viran hacia la derecha), en su alianza con los poderosos para los que cada vez les es menos útil y lo necesitan menos. Una (PSOE) de las dos patas fundamentales del Régimen del 78 está en crisis; la otra (PP), ampliamente deslegitimada. Continúan las oportunidades del nuevo ciclo del cambio en España
Ante esta perspectiva de ‘ingobernabilidad’ de la derecha, el poder establecido, aparte de la prórroga de la provisionalidad institucional, no podía arriesgarse. Es el último desencadenante del golpe. La peladilla ofrecida por Sánchez a los poderes fácticos de la recomposición del bipartidismo, la neutralización del cambio sustantivo y la asimilación (o división) de Unidos Podemos no compensaba la incertidumbre de su relativa autonomía y el inicio de un camino inexplorado. Al decir de Susana Díaz, no hay que repetir la operación por tercera vez: hay que renunciar a un (hipotético) Gobierno alternativo (‘85 diputados no dan para gobernar’). Se obvia la posibilidad de sumar el resto de posibles apoyos, eso sí reconociendo cierta paridad y equilibrio programático y gestor con Unidos Podemos (frente a un alicaído Ciudadanos), que es lo que molesta. Por tanto, en el PSOE se impone otra táctica, más conciliadora hacia el PP y más dura contra las fuerzas reales del cambio. Pero esto último ya lo han probado las derechas y ambos grupos dirigentes socialistas… y han fracasado. Bloquean el cambio institucional a corto plazo, pero no detienen el rechazo popular a sus políticas.
A lo lejos, pero encima, los ojos del poder liberal conservador (y socialdemócrata) europeo, para impedir un factor progresista de oposición a su estrategia en la Europa del Sur que condicione su gestión regresiva y autoritaria con efectos disgregadores. Dejar gobernar al PP debilita el avance progresivo en Europa: derrotar los planes de austeridad (flexible), impulsar la reforma democrática y solidaria de las instituciones comunitarias, modernizar el aparato económico y productivo, afianzar los acuerdos con las fuerzas progresistas, particularmente del sur, y construir una Europa más justa, democrática e integradora. No obstante, de ello no se habla en el PSOE (ni en la sociedad); solo existe la versión continuista de la derecha: estabilidad económica al dictado del poder financiero, subordinación del país a una UE autoritaria e insolidaria.
Existen entre los dos grupos socialistas intereses y factores contrapuestos que son los que han hecho agudizar la batalla y su carácter cruento: el control del poder interno para adoptar decisiones políticas imperiosas a corto y medio plazo.
Por una parte, la garantía inmediata de asegurar la gobernabilidad del PP, la investidura de Rajoy y la ‘política de Estado’. Es decir, las medidas fundamentales de estabilidad económica (ajustes presupuestarios) e institucional (neutralización de la oposición de Unidos Podemos y aliados y el desafío soberanista en Cataluña). Todo ello en beneficio de ‘su España’, el bloque de poder dominante, e intentando conseguir una mínima legitimidad interna entre sus bases a través de una diferenciación parcial con la derecha y una oposición ‘útil’. El próximo Comité Federal debe definir esa posición política y es un momento todavía delicado para asentar el nuevo equilibrio de fuerzas y legitimidad.
Por otra parte, garantizar la consolidación de un nuevo equipo dirigente, quizá bajo la batuta de Susana Díaz como nueva líder, gestionando los plazos, el proceso y las condiciones del imprescindible Congreso y primarias a la Secretaría General y dificultando la oposición interna. No obstante, parece que, de momento, Sánchez no se rinde y amenaza con resistir y porfiar en su plan del NO al PP, ahora en versión de moción de censura a medio plazo y promoción de su gobierno ‘alternativo’.
El plan de Sánchez (primarias a Secretario General y Congreso para ratificar su dirección y el NO al PP) consistía en incrementar su autonomía respecto de sus barones (y los poderes económicos y mediáticos, como el grupo PRISA) y, especialmente, reforzar su capacidad impositiva para, sin tantas disidencias, aplicar su proyecto y legitimar su discurso y su liderazgo. Es lo que ha impedido su derrota.
Origen del enfrentamiento
El enfrentamiento en el Partido socialista se produce por los intereses contrapuestos y las respuestas diferentes ante su prolongado declive representativo y electoral de dos grupos de poder, representados por Sánchez y los barones territoriales.
La desafección ciudadana hacia el Partido socialista se inicia frente a los ajustes, la reforma laboral y los recortes sociales del Gobierno de Zapatero, en mayo y junio de 2010; a partir de entonces se inicia todo un proceso de indignación cívica y un ciclo de la protesta social, simbolizado por el movimiento 15-M, las mareas ciudadanas y las grandes (y pequeñas) movilizaciones populares. Todas las iniciativas de justificación (‘comunicación’) de esa estrategia y de cambio de liderazgo van fracasando. En las elecciones generales de 2011, con la gestión de Zapatero y el ‘nuevo’ liderazgo de Rubalcaba ya pierden 4,3 millones de votos. Las elecciones europeas de 2014 demuestran su impotencia para recuperar credibilidad social. El nuevo liderazgo de Sánchez (joven y no contaminado directamente por la gestión gubernamental anterior) no permite tampoco remontar la tendencia y pierde otro millón y medio más el 20-D-2015. Suman casi seis millones, la mitad de su electorado de 2008, al comienzo de la crisis. El 26-J-2016 tampoco da esperanzas de recuperación. Por último, las recientes elecciones gallegas y vascas afianzan su debacle e irrelevancia.
La responsabilidad del continuado declive representativo no es (solo) por el ‘liderazgo’: por un lado, Felipe González, Almunia, Rubalcaba, ligados directamente al poder establecido, fueron desplazados por los electores; por otro lado, Zapatero (en sus comienzos), así como Borrell y Sánchez, que no han llegado a gobernar, han sido algo autónomos y renovadores, y han terminado siendo echados por las élites partidistas ‘felipistas’; por tanto, la solución Susana Díaz, aparte de representar lo más derechista, centralista, jerárquico y caduco del PSOE, tampoco va a ser la solución. El problema no es de ‘comunicación’; es de contenido del discurso y, sobre todo, de sus prácticas. Los camuflajes retóricos y la fuerza de su aparato mediático (grupo Prisa…) son insuficientes para recuperar credibilidad social.
Fundamentalmente, la causa de fondo de su desplome está en su estrategia y su gestión, cada vez más alejada de las necesidades y demandas populares. Históricamente, el papel de la socialdemocracia ha sido ambivalente. Pero en este proceso de crisis sistémica y graves efectos sociales para la mayoría ciudadana, sus aparatos más relevantes se han decantado por el poder establecido y la austeridad y han incumplido sus compromisos democráticos y sociales. No representan una mejora para el bienestar de las capas populares, ni siquiera para la articulación territorial de la diversidad nacional. No son capaces de salir de la crisis de identidad y de proyecto. Y no hay rectificación, ni gestión, ni discurso alternativo, solo algo de retórica amable sin credibilidad para la gente progresista, joven y urbana.
No vale utilizar el victimismo socialista por una supuesta agresividad de Unidos Podemos (dejando aparte algunos sectarismos y salidas de tono) o por su deseo (legítimo) de adelantar al PSOE de forma democrática. Esta posición victimista es falsa. Por una parte, esconde las causas de fondo de su crisis y agotamiento, ya expresadas en la urnas en las elecciones generales de diciembre del año 2011 –la desafección de 4,3 millones de personas- (y antes y después en las calles, plazas y centros de trabajo), cuando Podemos todavía no existía. Por otra parte, elude (o justifica como ‘todo vale’) que su estrategia de acoso y acorralamiento contra Podemos (en colaboración con la derecha y los poderes fácticos) ha sido de una dimensión completamente desproporcionada y abiertamente antidemocrática y sectaria. Y apenas hay atisbos (unitarios) de cambio de actitud, todavía menos en la Comisión gestora.
Ese declive del PSOE es más grave en el plano comparativo. Por un lado el PP, a pesar de su pronunciado descenso electoral respecto del año 2011 y su marco de corrupción, el 26-J ha mantenido e incrementado su distancia. Por otro lado, se consolida la capacidad representativa e institucional de Unidos Podemos y las convergencias en un nivel similar al suyo propio. La crisis socialista tiene profundas raíces políticas y estratégicas que siguen sin resolver. Pero sus efectos de pérdida de poder institucional y político son muy duros para un partido de poder y ‘ganador’.
Una parte del diagnóstico está clara para su dirección: insuficiente credibilidad y liderazgo para representar un proyecto de cambio progresista. El objetivo común es frenar esa sangría de desafección electoral, reforzar un proyecto autónomo (de la derecha y de Unidos Podemos) y ‘ganar’ poder institucional. Ahí es cuando vienen las insuficiencias de diagnóstico, los errores estratégicos y su sustitución por soluciones falsas, así como la agria división por distintas respuestas de liderazgo. No hay relato ni reconsideración estratégica y de alianzas para frenar la dinámica regresiva y autoritaria del poder liberal conservador y garantizar unas políticas al servicio de la gente, con un Gobierno de progreso equilibrado.
Esa ausencia de rectificación de la orientación de fondo y el consiguiente bloqueo de su representatividad les lleva a un callejón sin salida respecto de su objetivo de recuperación política e institucional. Una vez fracasado el reparto de responsabilidades hacia el ‘enemigo’ externo (Unidos Podemos y convergencias), cada bando busca chivos expiatorios internos (el otro bando) para presentarse como salvación ante la defenestración del otro grupo dirigente. La dinámica cainita se refuerza, sin aportar ninguna solución, más allá del deseo de ‘ganar’ con un proyecto autónomo.
Las diferencias de los dos bloques internos son, sobre todo, corporativas o de poder. En la práctica siguen existiendo dos opciones: apoyar la gobernabilidad del continuismo, de la mano del PP (y Ciudadanos); apostar por el cambio real, aunque negociado, con Unidos Podemos (y las fuerzas nacionalistas). El NO de Sánchez a Rajoy, aparte de su evidente justeza, tenía un objetivo instrumental: ir con esa bandera a unas nuevas elecciones en las que lograr un mayor desgaste de su competidor directo (Unidos Podemos y aliados) y un mayor reequilibrio a su favor (distintas fuentes hablaban de lograr al menos cien diputados frente a cincuenta). Solo que esa hipótesis, después del espectáculo ofrecido, es todavía más incierta y choca con la ‘responsabilidad’ de evitar la prolongación de la incertidumbre de la ‘gobernabilidad’ y la aventura del probable desplome electoral.
Sánchez ha topado con los intereses de los poderosos. Su plan, aunque podría haber resultado eficaz para su estabilidad, era demasiado sutil y arriesgado. Además, tras estas semanas de pelea interna, con exposición pública en el Comité Federal de todos los viejos defectos sectarios y corporativos de la vieja política, así como la actitud antidemocrática de la mayoría de dirigentes de ambos bandos, la hipótesis ‘ganadora’ de Sánchez para las próximas elecciones generales se evapora. Solo quedaba, de forma descarnada, el objetivo de su continuidad dirigente, sin ningún valor añadido para el nuevo grupo mayoritario del PSOE.
Su relato del NO pierde fuelle: es insuficiente para debilitar al PP y no va acompañado de la estrategia de cambio real y las fuerzas unitarias suficientes para completar una alternativa realista. La defensa del NO se queda a mitad de camino, en tierra de nadie, ni de parte de los poderosos, que ya piensan en recomponer las derechas, ni de las fuerzas alternativas. Podría tener más apoyo en su base militante, incluso ser capaz de resistir esta transición y volver a aspirar a ganar las próximas primarias y Congreso (¿dentro de un año?) pero a condición de completar el segundo paso: la alternativa de un proyecto de progreso, unitario y compartido con Unidos Podemos y aliados. Pero es a lo que hasta ahora se opone frontalmente poniendo por delante un proyecto continuista bajo su hegemonía absoluta, con la recomposición del bipartidismo (imperfecto) y la subordinación o debilitamiento de Unidos Podemos.
Sin embargo, esa ensoñación está fuera ya de la historia, es irreal y solo conduce a su fracaso. Así, solo queda una motivación: sostener su liderazgo precario, con una base social limitada, sin soluciones para la gente ni utilidad para los poderosos. Al parecer de los críticos, Sánchez arriesga al PSOE a un papel subordinado respecto de la derecha ahora o todavía más dependiente después de ‘sus’ elecciones generales. Para los barones, la abstención actual, negociada, vendría a paliar el riesgo del descenso electoral y político, la mayor hegemonía de la derecha, el posible sorpasso de Unidos Podemos y, por tanto, su menor relevancia y utilidad para el poder establecido. Es el relato para ‘persuadir’ sobre la abstención.
En consecuencia, el plan de Sánchez no convence al aparato político e institucional socialista. Por un lado, no frena a Unidos Podemos y aliados, ni contribuye al cierre de la dinámica de cambio sustantivo y representativo. Por otro lado, no garantiza una remontada socialista, un proyecto formal y retóricamente autónomo aunque dentro del consenso constitucional, centralista y neoliberal y, salvo algunas parcelas de poder territorial, subordinado a la derecha.
La pugna, en definitiva, se queda en algunos reajustes de poder y liderazgo. Por supuesto, sangrientos, manipuladores y dependientes del poder institucional, económico y mediático, pero sin una conexión con una trayectoria de progreso. La respuesta vuelve a ser comunicación y liderazgo, sin reorientación ni regeneración. Para ellos la decisión clave es, sobre todo, quién y cómo gestiona el poder remanente, asegura una recuperación electoral y garantiza la estabilidad institucional. No hay grandes diferencias estratégicas y políticas.
Todavía no hay un resquebrajamiento significativo sobre sus objetivos básicos: ‘ganar’, debilitar a Podemos, renovar el bipartidismo, garantizar la ‘gobernabilidad’ y reacomodarse ante la estrategia liberal-conservadora-socialdemócrata. No hay nada de refundación política, reelaboración de nuevo discurso o dinámica transformadora. La solución a la crisis sistémica no puede venir del interior del PSOE.
Las derechas (PP con un Ciudadanos subalterno) tienen unos intereses y un discurso claro y consiguen una base social importante que no alcanza a la mayoría ciudadana. El electorado progresista podría ser mayoritario. Dentro de su ambivalencia, la dirección del PSOE reniega de una alternativa de progreso. El cambio será más lento y difícil, ya que debe madurar más la crisis de un PSOE socioliberal, subalterno de la derecha. No obstante, la legitimidad de la derecha es muy insuficiente y su dominio institucional limitado. Aunque ahora el PP salve la investidura de Rajoy, no hay que descartar una crisis institucional o de gobernabilidad a medio plazo, incluso como oportunidad instrumental para el propio PSOE (y Ciudadanos), en un ambiente cívico de oposición social y política a su gestión regresiva. Es el miedo de la dirección del PP. Volverían a aparecer, incluso en el contexto de las elecciones municipales y autonómicas de 2019 (o antes), parecidos dilemas sobre el cambio de Gobierno.
Pero, sobre todo, la construcción de una alternativa debe reposar en el desarrollo de un proyecto de cambio frente a la derecha, con un nuevo ciclo de defensa de políticas progresivas, basado en la participación popular y, por tanto, en el arraigo e iniciativa de la representación política alternativa.
Existen precedentes de ruptura de estructuras de poder partidista e institucional (escisión del PNV con EA, en el año 1986), aparentemente homogéneas y sin muchas diferencias iniciales de contenido político. Pero luego han cristalizado en la división total de grupos de poder y sus dirigentes han tenido que justificarse y legitimarse con un nuevo discurso diferenciado. Su evolución depende de que tenga éxito para ganar posiciones políticas e institucionales. Es difícil que el actual PSOE y el grupo de Sánchez llegue a esos extremos, incluso que gane y gire hacia la izquierda (como el laborismo británico de Corbyn) o se constituya una fracción significativa por la izquierda (al estilo francés o alemán). Lo que sí existe en una parte significativa de su afiliación descontenta con esta deriva de su dirección, cuya reflexión y actitud debe madurar, facilitando puentes tras una propuesta unitaria de progreso.
Causas del declive del Partido socialista
Las causas de fondo del debilitamiento del Partido socialista son tres: su apuesta por la estrategia de austeridad y recortes sociales; su escaso compromiso con una profunda democratización y regeneración de la vida pública; su rechazo a la visión plurinacional de España, con la renuncia a la defensa de los derechos legítimos de los distintos pueblos, con una actitud integradora.
En los tres campos han realizado pequeños arreglos cosméticos y retóricos, que no hay persuadido a (casi) nadie de sus buenas intenciones reformadoras. La cuestión es que a la primera gran oportunidad de concretar un plan de Gobierno, su prioridad, compartida por todas las sensibilidades (menos la minoritaria Izquierda socialista y algunos sectores del PSC) fue volcarse en el giro centralista y hacia la derecha de su pacto con Ciudadanos y su sectarismo contra Unidos Podemos y convergencias.
Por tanto, es verdad que existen matices políticos diferentes entre los dos bloques conformados en la presente crisis: el principal, la rotundidad del NO a Rajoy y el PP. Pero, ¿qué incentivos y seguridades podía dar Sánchez con su plan al aparato socialista?. Lo más inmediato para los más creídos y confiando (y ayudando) en la agudización del desgaste y la división de Unidos Podemos era, como decíamos, acercarse a cien diputados y arrancarles el deseado millón y medio de votos de Unidos Podemos y confluencias, dejándoles en cincuenta. Pero tampoco era un resultado seguro. Y todo ello a costa del riesgo de que el PP ampliase su distancia (a costa de Ciudadanos) con el PSOE o que ambas derechas obtuviesen juntas mayoría absoluta. Además de no conseguir el Gobierno deberían asumir la responsabilidad ante todos los poderes fácticos, incluido los europeos, y las capas acomodadas de la llamada ‘ingobernabilidad’.
Incluso ese posible beneficio representativo para el Partido Socialista (con el perjuicio competitivo para el bloque felipista de Susana Díaz de ampliar la legitimidad y la autonomía del equipo de Sánchez) era incierto y no cambiaba los equilibrios de poder institucional, en manos de las derechas. La única posición seria y exitosa, con la movilización interna de la mayoría de la base socialista, deseosa de la alianza con Unidos Podemos y un cambio sustancial, era la afirmación en una reorientación estratégica de la política económica y social, el abordaje de la cuestión catalana y una profunda democratización y regeneración institucional, con puntos intermedios o compartidos con Unidos Podemos y aliados.
Pero es el aspecto de fondo que Sánchez nunca ha dado. Su actitud, sin un amplio acuerdo con las fuerzas del cambio en torno un plan equilibrado y compartido de Gobierno de progreso, no tenía la suficiente consistencia, de proyecto, poder institucional y base social, para detener la ofensiva de los poderes fácticos de dentro y de fuera de su partido. Podía reportar mayor deslegitimación a la vieja y renovada estructura de poder dentro del PSOE, representada por Felipe González y Susana Díaz, y su conexión con el poder establecido, económico, político y mediático. Contribuía a desvelar la posición prepotente y regresiva de la aspirante dirigencia socialista y, como decía, su posición subalterna de la derecha. Todo ello debilita la capacidad de recuperación representativa de la nueva dirección y es factor de crispación interna.
La cuestión ahora es cuál es la entereza del equipo de Sánchez para afrontar el desgarro interno y conformar una corriente fuerte de izquierdas frente a la previsible deriva liberal y autoritaria del Gobierno del PP y disciplinaria o coercitiva de la Comisión gestora. De momento no hay coherencia ni capacidad para hacer frente a esta crisis y abordar la necesidad de una afirmación de izquierdas. La dinámica actual hace depender mucho al PSOE de las posiciones en el aparato institucional y de poder. Y en la medida que su ‘bando’ prefigure la derrota, la aceleración de abandonos va a ir a más, con el desconcierto y la frustración de la mayoría de sus cargos intermedios y afiliados de base y, especialmente, de gran parte de su electorado. Sería deseable que se fortaleciesen esas corrientes de izquierda dentro del PSOE, empezando por la propia Izquierda socialista. No obstante, es difícil que el equipo de Sánchez encabece esa reconstrucción desde fuera del poder interno. Las prácticas autoritarias y el control organizativo del nuevo núcleo dirigente, previsiblemente serán más duros contra los nuevos disidentes, con la marginación de puestos y privilegios. A falta de fuertes convicciones políticas y éticas y arraigo social activo, pueden ser capaces de disuadir de la crítica a muchos cuadros y afiliados bienintencionados. El deslizamiento hacia otras formaciones será lento pero probable.
No hay que olvidar que la campaña de tergiversación orquestada por la dirección del PSOE y su aparato mediático, junto con la dinámica del miedo protagonizada por la derecha y las propias dificultades de la campaña electoral, sí consiguieron dos efectos colaterales: debilitar a una parte del electorado progresista (un millón que fueron a la abstención) en torno a Unidos Podemos y sus aliados; pero al mismo tiempo, debilitar el bloque global progresista y favorecer a la derecha del PP. Es otra consecuencia de su estrategia sectaria.
Así, la diferencia estratégica entre las dos tendencias principales del PSOE, no sería muy grande. Su interés común es debilitar al bloque progresista en torno a Unidos Podemos y neutralizar el proceso de cambio sustantivo en España. Siguen atados al Régimen del 78. El objetivo retórico es fortalecer el proyecto ‘autónomo’ socialista, es decir, volver al bipartidismo con el debilitamiento de la presión social por el cambio y la subordinación de su representación política e institucional. La táctica y la retórica varían un poco. Pedro Sánchez y su equipo, buscaban su reafirmación en la dirección socialista en su rechazado plan de Congreso y primarias, para continuar en una posición interna de ventaja y hegemonizar el próximo periodo, incluida la inminente campaña electoral. La mayoría del Comité Federal lo ha bloqueado y ha nombrado la Comisión gestora, pero ese objetivo compartido junto con las diferencias persisten.
Sin embargo, ambos bandos no tienen una respuesta segura para resolver el problema de fondo de cómo evitar su declive representativo y frenar a Unidos Podemos y aliados. Es más, la alternativa de los barones críticos, con su mayor compromiso con la gobernabilidad de la derecha, su retórica de ser una oposición ‘útil’ y su sectarismo anti-Podemos, no les asegura una recuperación electoral. Puede ser valorado por los poderes fácticos una buena gestión para estabilizar la hegemonía del poder liberal-conservador, con una socialdemocracia subordinada, y frenar la dinámica de cambio en España y su influencia en el conjunto del sur europeo. Pero como “Roma no paga a traidores”, tras agradecerles los poderosos el servicio prestado, continuarán su proceso de desconcierto identitario y estratégico y su declive político y desafección electoral. En ese sentido, el plan de Pedro Sánchez todavía podría reflejar ese interés corporativo de una élite política algo autónoma de la derecha que pretende conservar un pequeño espacio político y electoral, pero sin cuestionar los compromisos de fondo con el poder oligárquico. Es el dilema de la socialdemocracia europea.
No hay solución española progresista de la mano del PSOE. Su núcleo dirigente lo impide. Una parte de su estructura y la mayoría de sus bases sociales deberán participar en ella. Pero la respuesta está en el devenir del movimiento popular y la ciudadanía crítica y el fortalecimiento de Unidos Podemos y las confluencias.
Inconsistencia del plan de Sánchez
La crisis del PSOE deriva de su estrategia equivocada y su correspondiente declive político y electoral, sin consistencia para un giro social de su política socioeconómica y una respuesta regeneradora y democrática, incluyendo el tema territorial. Todo ello necesitaba un acuerdo serio y leal con Unidos Podemos para conformar un Gobierno de progreso y un proyecto compartido de cambio sustantivo. Sánchez, en estos meses, no se ha atrevido, sino todo lo contrario. Los últimos amagos, anunciando diálogo y flexibilidad, ni siquiera han llegado a conversaciones exploratorias consecuentes. Su alusión de gobierno ‘alternativo’ no salía de la ambigüedad programática y la referencia del acuerdo con C’s y una composición de apoyo tripartito, negado por Rivera. La rebelión del poder establecido dentro y fuera del PSOE quiere cerrar cualquier hipótesis de cambio real, aunque Sánchez pueda recuperar su plan como bandera en la pugna interna hasta el Congreso
Pedro Sánchez y su equipo han venido insistiendo en el NO a la investidura de Mariano Rajoy, líder del PP, como Presidente del Gobierno. Es una posición acertada pero insuficiente. Por una parte, contribuye a deslegitimar al Ejecutivo del PP y sus políticas e impedir el simple continuismo de su estrategia regresiva y autoritaria, más cuando está involucrado en la corrupción política e institucional. Por otra parte, esa actitud no garantiza el desalojo del PP del Gobierno, se queda en una simple retórica y se combina con un rechazo a formar una alternativa progresista, junto con Unidos Podemos.
Así, su oposición a validar el Gobierno de derechas, con el pacto de Partido Popular y Ciudadanos, es frágil e inconsecuente. Dados los poderosos enemigos que tiene, dentro y fuera del Partido Socialista, el simple NO, si no lo refuerza ni lo completa, está condenado a fracasar. ¿Qué sentido tiene su mantenimiento (hasta ahora), con la clara retórica que lo acompaña, al mismo tiempo que evitaba construir una alternativa gubernamental de progreso? La respuesta es sencilla: Legitimar su liderazgo, interno y externo, y recomponer la hegemonía socialista perdida entre las fuerzas progresistas. Su objetivo era doble y estaba combinado: aislar a Unidos Podemos y sus aliados, frenando su consolidación e intentando ensanchar la distancia de su representatividad; volver al bipartidismo (imperfecto) con una completa hegemonía socialista entre las fuerzas de progreso.
Pero esa estrategia del NO era insuficiente para desalojar al PP del poder que es lo principal. Su propuesta de un acuerdo de PSOE con Ciudadanos y Unidos Podemos y convergencias, es también retórica. La experiencia pasada nos dice que su concreción consistía en un acuerdo gubernamental con C’s, con políticas socioeconómicas y territoriales continuistas, similares a las del PP y la derecha europea. A ese plan es al que se invitaba a Podemos y convergencias a sumarse de forma subordinada. Solo garantizaba un recambio de élite gobernante pero con la consolidación del continuismo en materia socioeconómica y territorial y, por tanto, la neutralización de las demandas de cambio de la mayoría de la sociedad española, incluida las de sus propias bases sociales.
Su objetivo no era un Gobierno de progreso y el comienzo de una trasformación socioeconómica, institucional y territorial, aunque fuese moderada, con un reforzamiento de las fuerzas del cambio. Consistía en frenar a Podemos, recomponer la hegemonía socialista desde la añoranza del bipartidismo, sin garantizar un cambio sustantivo de los tres grandes desafíos para abrir un ciclo progresista en beneficio de la mayoría ciudadana: un giro hacia una democracia social y económica, frente a la estrategia austericida y de recortes sociales y en defensa de los intereses y demandas de las mayorías populares; una profunda democratización de las instituciones políticas, con una clara regeneración de la vida pública; un reconocimiento de la realidad plurinacional con una articulación democrática y solidaria de los pueblos del Estado, en un nuevo marco político y constitucional. Estos objetivos se basan en el desarrollo de dos grandes valores o principios: justicia social y democracia.
Inexistencia de un proyecto socialista autónomo
La diferenciación del PSOE con la derecha y los poderes ‘económicos’, a veces áspera, es retórica. Aspira, fundamentalmente, al recambio de élites gubernamentales, la clásica alternancia. Se formula como aspiración a ser un partido ‘ganador’ frente al PP, pero carece de proyecto alternativo. Expresa un interés corporativo, la añoranza del bipartidismo con la neutralización del cambio, con un obscurecimiento del contenido del proyecto y su compromiso con las capas populares. Por tanto, las diferencias internas, programáticas y de objetivos, son relativas. Las discrepancias sustanciales son de liderazgo y grupo de poder como garantía del proyecto ‘ganador’. Pero, ¿en qué sentido y para quién?
La socialdemocracia europea está en la encrucijada, por su giro socioliberal y su subordinación al proyecto liberal-conservador. ¿Cabe una retórica centrista (o de izquierdas) con un plan regresivo, autoritario e insolidario en la construcción europea y en cada país? Hasta ahora, el grueso de la socialdemocracia, consciente de los costes electorales por su corresponsabilidad en la gestión impopular de la crisis sistémica, ha intentado sólo construir un relato justificativo; es la tarea de ‘comunicación’. Su escaso éxito le impone un dilema: acentuar el papel de esa comunicación, incrementando las tareas de tergiversación y manipulación (cosa que ya hacen los partidos de derecha) de sus aparatos mediáticos; o bien, reorientar su política, sus prioridades y sus alianzas para participar en el imprescindible cambio de dinámica global en países significativos como España y el conjunto de la UE.
La opción alternativa es una estrategia contraria: progresiva (en lo social y económico, en los derechos sociales y laborales y las garantías públicas), democrática (en lo político-institucional, territorial y cívico), solidaria (inclusiva e integradora, de los países del sur, los diferentes y los desfavorecidos). El PSOE, sus dos ‘bandos’, siguen sin una reconsideración de su gestión antisocial y sus déficits democráticos desde el comienzo de la crisis socioeconómica e institucional y se mantienen en el continuismo estratégico. Y cuando se ha producido una oportunidad para el cambio institucional, tras el 20-D, su prioridad ha sido reforzar ese continuismo programático y de hegemonía institucional con su pacto con Ciudadanos, en vez de explorar un cambio real y un nuevo equilibrio institucional, aceptando la pluralidad representativa y la casi paridad con Unidos Podemos y confluencias.
Por tanto, de momento, ninguna de las dos partes del PSOE aporta una reorientación de la estrategia y un nuevo relato para avanzar claramente por la senda del cambio.
Mientras tanto, la pugna de las próximas primarias y el Congreso extraordinario puede ser tensa y la profunda brecha existente consolidarse. Sobre ello recae, parece, la tarea de la Comisión gestora. En primer lugar, resolver el ‘interés’ de España, la gobernabilidad del PP, mediante la colaboración socialista, con la retórica diferenciadora de hacer una oposición ‘útil’. Es decir, consenso en los temas de Estado, ampliado a los compromisos europeos, junto con algunas reformas pactadas o forzadas al PP. En segundo lugar, achicar la oposición interna a la nueva mayoría del Comité Federal y controlar todo el proceso de primarias y Congreso. Eso significa definir el objetivo de ‘pacificación’ interna, con los mecanismos de ‘persuasión’ (o coerción) de un aparato de poder y la distribución de posiciones institucionales, en los plazos convenientes (quizá hasta un año) para desactivar al equipo de Sánchez y su apoyo militante.
Su punto débil (y el fuerte de Sánchez) es que, por un lado, es inevitable la corresponsabilidad de la nueva dirección con los fundamentos de una gestión continuista del Gobierno de Rajoy y, por tanto, de deslegitimación por su colaboración en el bloqueo del cambio; y por otro lado, que aunque frenen la dinámica de cambio institucional no van a poder doblegar a Unidos Podemos y aliados ni impedir el ascenso de una nueva oposición social y política que garantice a medio plazo un nuevo equilibrio, más favorable para una transformación sustantiva.
Por tanto, aunque la nueva dirección controle y aplace las primarias y el próximo Congreso del PSOE, de forma inmediata no va a poder cantar victoria sobre la estabilidad interna. El equipo de Sánchez podría volver a ganar. Su dificultad, aparte del bloqueo del poder establecido externo e interno, es que no tiene suficiente disponibilidad y consistencia para imprimir una reorientación estratégica. Ésa es su única posibilidad para fortalecer el apoyo de sus bases sociales, ganar el PSOE, articular la fuerza social y política necesaria para enfrentarse a los poderosos y participar en el cambio institucional.
Hoy por hoy, ambos bandos comparten esa necesidad de continuismo estratégico y, sobre todo, de hegemonía socialista ‘ganadora’, con la subordinación de Unidos Podemos y convergencias y el mantenimiento de un ‘tono’ diferenciador con el PP. Las diferencias son de grado y, especialmente, de quién lidera la recuperación (poco probable) de ese partido socialista ganador.
La realidad es que solo desde el reconocimiento de la paridad representativa con Unidos Podemos y aliados y un proyecto intermedio y compartido, con todo o una parte sustancial del PSOE y sus actuales bases sociales, es posible acumular la suficiente representatividad y legitimidad para dar un vuelco a la inmediata ‘gobernabilidad’ de la derecha. No hay que esperar toda la legislatura. La evidencia de los desastres sociales del continuismo gestor del PP y la hegemonía liberal conservadora en la UE, así como el bloqueo regenerador y democrático, podrán posibilitar el cuestionamiento a su legitimidad y articular los mecanismos institucionales para impedir sus políticas más impopulares, incluso desalojar al PP con una moción de confianza y cambio de Gobierno, (los números siguen posibilitándolo). Es un desafío para las fuerzas reales del cambio y en general para la ciudadanía activa española. Supone la articulación de una nueva dinámica de movilización popular, de ampliación del tejido asociativo y cultural, de participación cívica con un discurso democrático-igualitario y tras un proyecto de cambio sustantivo.
Incoherencia e irrealidad de un Gobierno tripartito
Ahora, tras el 26-J, en el plano institucional existe una situación algo más favorable para las derechas. No solo por el ligero avance del PP cuanto por el decidido aval de Rivera a la investidura de Rajoy y el apoyo al PP, así como, simultáneamente, por su rechazo a apoyar a Sánchez, menor ante la eventualidad de un acuerdo con Unidos Podemos y/o los nacionalistas.
La propuesta de Gobierno alternativo tripartito, que tanto se ha divulgado por el equipo de Sánchez y otros actores, queda en mera hipótesis sin operatividad real. La Comisión gestora lo ha enterrado. Pero conviene darle una vuelta; sigue siendo una posición para algunos y en cualquier momento puede ponerse otra vez de actualidad. En la anterior legislatura todavía tenía algo de credibilidad práctica, rápidamente hundida por la prioridad socialista hacia el acuerdo con la derecha de C’s; ahora que éste manifiesta claramente su compromiso con el PP y sus políticas, queda como simple ejercicio retórico. Su función era doble. Por un lado, reforzar el NO a Rajoy, ofreciendo una salida al bloqueo institucional. Por otro lado, echar la responsabilidad del ‘recambio’ y su fracaso, es decir, mantener la acusación de impedir el desalojo del PP, a ambos partidos emergentes, especialmente a Unidos Podemos y sus aliados. La conclusión es que ambos debían apoyar a Sánchez, sin definir una auténtica política de cambio, que Ciudadanos ya rechazaba la legislatura pasada.
Incluso la hipótesis de un Gobierno socialista con ‘independientes’ de Ciudadanos y Unidos Podemos, tampoco resuelve la encrucijada principal: Qué orientación política va a practicar ese Gobierno en esas tres áreas fundamentales. La dificultad principal no es la de la presencia formal o no de los máximos representantes políticos de cada fuerza. El veto de fondo de todos los poderes fácticos, incluido la troika, es a un giro social y democrático en un país crucial del sur de Europa y su apuesta por la recomposición de la ‘gobernabilidad’ de los poderosos y el sistema bipartidista (imperfecto) con la neutralización de las fuerzas del cambio. No existe un gobierno alternativo si no es de progreso, de cambio real. No es de recibo quedarse solo en el ‘recambio’ de élites, solicitando autonomía completa para el PSOE y que no conlleva automáticamente el compromiso por un proyecto compartido y un cambio sustantivo. El contrato social y democrático se basa en la confianza y la participación ciudadana en los dos aspectos: tipo de proyecto, necesariamente democrático e igualitario, y élite representativa y gestora (el para qué y el quién). Son las dos caras de la misma moneda.
Las posiciones programáticas de Unidos Podemos (y confluencias) con el pacto PSOE-C’s, en materia socioeconómica y territorial, son antagónicas en lo fundamental. Los que apoyan la Comisión gestora actual del PSOE consideran que es imposible el intento y que solo obedece a la conveniencia de Sánchez de mantener su liderazgo interno. El equipo de Sánchez podría haber avanzado una prioridad negociadora con las fuerzas del cambio, lo que le suponía un cambio programático y de articulación de un nuevo equilibrio en sus alianzas. Es lo que temían los poderosos y sus aparatos mediáticos que, simplemente, no podían aceptar ni esa mera hipótesis.
Pero, la actitud de Sánchez y su equipo (incluido personas más avanzadas como O. Elorza, J. Borrell o M. Iceta) no ha llegado nunca a traspasar esa línea roja (que sí lo hace Pérez Tapias de Izquierda socialista). La retórica de un Gobierno alternativo o de izquierdas solo esconde un gobierno socialista, con la mutua neutralización y subordinación de Unidos Podemos (y aliados) y Ciudadanos, con su completa hegemonía representativa y gestora y sin un compromiso de cambio significativo de las políticas socioeconómicas y territoriales, incluso democráticas.
Su propuesta concreta parece que consistía en un Gobierno socialista con participación de independientes afines a Unidos Podemos y Ciudadanos, con un proyecto solo de recambio gubernamental, con un programa continuista ‘renovado’, con pequeñas reformas sociales y de regeneración democrática. Su chantaje a Unidos Podemos, con palabras más amables, era similar al de la pasada legislatura: subordinación, o pretexto para seguir con la campaña de aislamiento.
El eje alternativo debe ser un acuerdo intermedio y compartido entre PSOE y Unidos Podemos (y aliados). El equilibrio no puede darse entre una dirección económica presidida por L. Garicano y J. Sevilla, con algunas concesiones limitadas en el área social, y una leve regeneración democrática, junto con un bloqueo del tema territorial.
Además, al rechazar Ciudadanos esa vía tripartita, solo quedaría la opción de un acuerdo con Unidos Podemos (y aliados), con un giro social a sus políticas económicas y mayor profundización de la democratización institucional, incluido el tema territorial, y la regeneración democrática. Además, debería ser seguido de una negociación con las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas, que conllevaría cierta flexibilidad para tratar el tema territorial, cosa a la que el equipo de Sánchez también se oponía.
¿Qué sentido tenía la oferta retórica del PSOE de negociación tripartita con Unidos Podemos y Ciudadanos?. Evidentemente, no la de dar pasos serios y constructivos en ese sentido, sino ganar protagonismo y conformar un pretexto para seguir criticando a Unidos Podemos como supuesto responsable de la continuidad del PP. El objetivo de lo que llaman proyecto socialista autónomo tampoco era avanzar en la difícil formación de un Gobierno alternativo, sino ensanchar la representatividad del PSOE (la ilusión de conseguir 100 diputados) a costa de Unidos Podemos y confluencias (que deberían quedarse en no más de 50). Por tanto, no era una propuesta unitaria y constructiva para cambiar las instituciones y las condiciones de la gente, sino un discurso ventajoso para el plan de Sánchez de entrar en la campaña de las próximas elecciones generales con mayores garantías para su preponderancia frente a Unidos Podemos.
Pero ese plan era de aplicación improbable, sobre todo por la dura oposición de Ciudadanos. Solo cabía la versión de la búsqueda de apoyo de las fuerzas nacionalistas, lo que suponía acordar también seriamente con Unidos Podemos y las confluencias el programa de giro socioeconómico y flexibilidad en la cuestión territorial. Podría ser transitable; es lo que deseaba, por ejemplo, M. Iceta. Pero es dudoso que correspondiese al diseño de Sánchez: disputar, tras las nuevas elecciones generales, la hegemonía del PP, al mismo tiempo que recuperar el bipartidismo y distanciarse respecto de Unidos Podemos y aliados, a los que se les sometería a la presión clásica: PP o PSOE, con el cierre del cambio sustantivo.
Para el grupo de Sánchez el fundamento de esa propuesta tiene, sobre todo, un componente instrumental: cómo evitar su prolongado declive representativo y de poder y, especialmente, cómo reforzar quién gestiona ese debilitado poder institucional (él mismo).
Para el poder establecido, de fuera y de dentro del Partido socialista, ese plan conllevaba cierto riesgo: generar una expectativa de desalojo gubernamental de la derecha, mantener su inestabilidad, generar confianza alternativa en el grupo dirigente. No obstante, no estaba inscrito en una rectificación de la estrategia socialista pasada: por un lado, de giro a la derecha en materia socioeconómica y visión centralista en materia territorial, reafirmados por el pacto con Ciudadanos; por otro lado, de acoso total contra Unidos Podemos y las fuerzas nacionalistas, aun con algún guiño amable.
Por tanto, esa idea de Sánchez no era consistente para abrir un nuevo ciclo de confianza y colaboración entre las fuerzas progresistas para desplazar a las derechas y abrir una dinámica de cambio. Por supuesto, no es comparable con el giro a la izquierda del laborismo británico, con Corbyn; ni siquiera, con la alianza más pragmática (en condiciones más favorables por su mejor correlación de fuerzas y la ausencia de problemática territorial) del Partido socialista portugués con el Bloco y el PCP. Tampoco es debido a ninguna reflexión o reorientación de la estrategia pasada o la encrucijada de la socialdemocracia europea para distanciarse de su consenso con la estrategia injusta e insolidaria del poder liberal conservador. Tiene poco recorrido.
@antonioantonUAM
Grietas del Régimen y perspectivas
Antonio Antón
Se publica en Pensamiento Crítico (20-11). Es la suma de dos artículos editados en Nueva Tribuna (5-11) y Público (7-11)
El llamado desbloqueo institucional, con el aval de la dirección socialista a la investidura de Rajoy, es un tapón ilegítimo ante la mayoritaria exigencia ciudadana de cambio. La sociedad española no se merece la permanencia de un Gobierno de la derecha. El continuismo gubernamental del PP se impone por la triple alianza (PP, C’s, PSOE) frente al sentir de la mayoría social y electoral, partidaria del cambio político e institucional. No solo la base social de Unidos Podemos y convergencias sino la gran mayoría del electorado del PSOE (incluso de C’s) quería y quiere desalojar del Gobierno a la derecha de PP e iniciar otra etapa política, más social, democrática y regeneradora. Es la incoherencia de los nuevos dirigentes socialistas en contra de su discurso ‘alternativo’.
La derecha del PP, con Rajoy a la cabeza, ha conseguido permanecer en el Gobierno, con el apoyo de Ciudadanos y la colaboración de la mayoría de la dirección del Partido Socialista. Ha culminado el plan de los poderosos para evitar un cambio sustantivo, institucional, de articulación nacional y de políticas económicas y sociolaborales. Se impone el continuismo político y económico ante las tres grandes demandas ciudadanas de cambio: una política socioeconómica de progreso en beneficio de la mayoría social frente a los recortes, la austeridad y la desigualdad; una profunda democratización y regeneración política frente al autoritarismo, la corrupción y el incumplimiento de la clase gobernante de sus compromisos sociales y electorales, y una solución democrática y solidaria de la plurinacionalidad frente al inmovilismo centralizador. Al fondo, una construcción europea más justa, democrática y solidaria frente a la hegemonía conservadora, la imposición de la austeridad y la dinámica xenófoba y disgregadora.
La operación de los poderosos, de garantizar la gobernabilidad y la estabilidad institucional del dominio de las derechas, con la colaboración del PSOE, y evitar la alternativa de un gobierno de progreso, ha sido costosa y prolongada. Han tenido que emplearse a fondo, movilizar a sus resortes fuera y dentro del PSOE y destrozarlo, aunque era una de las patas fundamentales del Régimen y su sistema de alternancia. Con su desgaste y asimilación solo cabe una auténtica alternativa. Pero, al final, ha sido parcialmente exitosa para el PP que, aun con una pérdida sustancial de sus apoyos electorales respecto de 2011, con su reafirmado poder institucional sale airoso de la época más regresiva, corrupta y autoritaria de la democracia y se enseñorea en su prepotencia y continuismo. Y aplaudido por sus colegas europeos y el mundo empresarial y de las finanzas.
No obstante, el plan restaurador del poder político-económico y los resultados de su recomposición institucional tienen unas grandes grietas que expresan su debilidad: su legitimidad social es frágil, persiste una amplia ciudadanía crítica, el aval socialista al continuismo con su renuncia al cambio es insostenible para mantener la confianza ante su base social y se consolidan, a pesar del continuado acoso, las fuerzas más significativas del cambio: Unidos Podemos y las convergencias. En el fondo, la fragilidad de la estrategia continuista deriva de no dar satisfacción a las demandas sociales y democráticas de la mayoría ciudadana, ya que significa su empeoramiento.
Son factores que señalan los límites de la hegemonía institucional liberal-conservadora y autoritaria en España. Y son vistos con preocupación por el establishment europeo y económico. A pesar del enorme poder económico y mediático que ampara a esta gestión de la derecha reaccionaria, la recuperación de la credibilidad social de sus políticas regresivas y sus gestores es limitada. Y se asienta en la desconexión de la dirección socialista respecto de su base social y su proyecto de cambio, aunque ya era limitado, retórico y circunscrito a un recambio de élite gubernamental. La dependencia de Ciudadanos y la renuncia del PSOE al cambio han hecho fuerte al PP.
El Partido Socialista sin proyecto autónomo
El Partido Socialista tiene un carácter ambivalente. El grueso de su militancia y su electorado es de base popular y cultura progresista y de izquierdas. La mayoría de su aparato dirigente está imbricado con el poder establecido (aunque debe mantener su representatividad). En época de crisis sistémica como la actual es más difícil conciliar los intereses, necesidades y demandas de ambas partes. Los grandes valores democráticos y de justicia social de la mayoría cívica pugnan contra la injusticia y el autoritarismo. El Partido Popular lo tiene más fácil. Su base social son las capas acomodadas y los sectores conservadores, menos sensibles a la cuestión social y territorial y a la importancia de la regeneración democrática.
En particular, la defenestración de Pedro Sánchez y el abandono de la mayoría socialista del NO al Gobierno del PP, les lleva a un callejón sin salida. Sin una oposición clara y contundente, su responsabilidad de Estado y sus compromisos con los poderosos legitiman a la derecha del PP, en perjuicio de la ciudadanía y su propio proyecto autónomo.
Las causas de su declive derivan, en primer lugar, de su compromiso con una gestión regresiva, de espaldas a la plurinacionalidad y con déficit democrático: desde los ajustes económicos y la reforma laboral del Gobierno Zapatero-Rubalcaba, en 2010, y la contrarreforma constitucional de 2011, junto con el PP, hasta su pacto de Gobierno con Ciudadanos, y excluyendo a Podemos y sus aliados y la posibilidad de una alternativa negociada y equilibrada. En segundo lugar, son fuente de su crisis el incumplimiento de sus obligaciones sociales y democráticas y la falta de respeto al contrato social y electoral con su base social y la ciudadanía. Se ha producido un fuerte distanciamiento, particularmente, de su militancia y el electorado socialista respecto de su representación política, expresada por la mayoría de su Comité Federal, su Comisión gestora y los barones territoriales. Han incumplido su compromiso público de echar a Rajoy y cambiar sus políticas y se prestan a garantizarle su gobernación.
Además, como reconoce ahora P. Sánchez, cae por tierra la explicación 'socialista' de la responsabilidad de Podemos en la continuidad del Gobierno de Rajoy. El PSOE nunca quiso un Gobierno de progreso con Podemos y aliados. Se lo impedían los poderes económicos y mediáticos. Su acuerdo con Ciudadanos tenía la finalidad de bloquear una solución unitaria y real de progreso.
No es solo un problema de liderazgo, sino de estrategia y discurso, así como de pérdida de calidad democrática de su aparato, todo ello visto en directo en la escena mediática. Y aparte de la retórica ambigua, sectaria hacia las fuerzas progresistas y sin credibilidad social, su comportamiento real se ha subordinado al continuismo estratégico de los poderes fácticos y, ahora, a la hegemonía institucional de la derecha.
Ante esta situación de debilitamiento socialista y desafección de sus bases más dinámicas, jóvenes y urbanas, derivada de su reorientación social-liberal, no se vislumbra una solución renovadora y ‘ganadora’. Todo lo contrario de lo que anuncia su nueva dirección. Están por ver los difíciles avatares del plan de Sánchez de retomar el liderazgo. Pero el PSOE, si no quiere profundizar su crisis y la desafección popular, deberá distanciarse de esa estrategia continuista, al menos con seriedad en el plano retórico. Pero ello supondría contemporizar con Unidos Podemos y las convergencias, apostar por un necesario giro socioeconómico progresista y democrático y abordar la cuestión catalana, que están en el inicio del veto político y el golpe orgánico de los poderes externos e internos.
Por tanto, la ausencia de una respuesta socialista creíble y autónoma de la derecha del PP (y C’s) le incapacita para renovar su discurso y su proyecto, aspirar a recuperar su credibilidad social perdida, liderar la oposición parlamentaria y ser partido ‘ganador’. Su ‘oposición útil’ no tiene credibilidad. Se encamina hacia la irrelevancia.
Sin embargo, y aun con la debilidad opositora del PSOE y su consenso con las políticas económicas, europeas y territoriales fundamentales o de Estado, esta estrategia continuista va a contar con escasa legitimidad popular, el rechazo de la ciudadanía crítica y la oposición social e institucional de Unidos Podemos y aliados. Los resultados positivos de la evolución económica son escasos y son a pesar de, no debidos a la actual política económica. Estos factores condicionan también la duración del nuevo Gobierno conservador. Pero, su carácter injusto e ilegítimo facilita su cuestionamiento en los ámbitos social, político y cultural. Constituyen la oportunidad de porfiar en el cambio.
Nuevos retos y oportunidades para el cambio
El continuismo institucional y de las políticas públicas regresivas agrava los problemas reales de la mayoría ciudadana. Trae diversas consecuencias negativas para la gente y la democracia. Primera, un lavado de una élite política autoritaria e inmoral que representa lo más reaccionario de la derecha española y que controla importantes recursos públicos con los parabienes de la Troika. Segunda, el alejamiento del cambio institucional como palanca de unas políticas democráticas y de progreso, referencia para las fuerzas progresistas en el sur europeo en su camino por otra gestión de crisis, más justa, y una Unión europea más solidaria.
Tercera y la más directa para la ciudadanía, la persistencia de los graves problemas socioeconómicos para la mayoría, con un bloqueo de la situación de paro masivo y precariedad social y laboral, el incremento de la desigualdad y la ausencia de perspectivas de mejora futura de las condiciones vitales, los derechos sociales y los servicios públicos; todo lo contrario, la política económica y fiscal de austeridad, dictada por Bruselas y asumida por el nuevo Gobierno del PP, amenaza con otra fase de recortes sociales (empezando por otra vuelta de tuerca a las pensiones públicas), junto con las garantías del enriquecimiento de los ricos y el afianzamiento de su poder.
Es lógica la tendencia social de cierta frustración por el bloqueo del cambio institucional y democrático y la continuidad de las condiciones de subordinación y precariedad de la mayoría social, por el aplazamiento de una apuesta gubernamental inmediata para abordar los graves problemas socioeconómicos que afectan a la mayoría social, encauzar la problemática territorial y democratizar y regenerar la vida pública.
Es el momento para la reconstrucción del proyecto de cambio, para reflexionar sobre las causas y responsabilidades de este impasse. Por un lado, el giro liberal-continuista de la dirección socialista (y C’s), con su renuncia al cambio real y su prepotencia frente a Unidos Podemos y aliados, ha evitado el aislamiento y la derrota del PP y ha terminado por darle su legitimación y aval. Pero, por otro lado, es tiempo para desarrollar y asumir los nuevos retos trasformadores partiendo de los puntos fuertes: la consolidación de las fuerzas del cambio, de su espacio social, su representación política y su gestión institucional.
La triple alianza (PP, C´s, PSOE), con todo el poder establecido a su favor, tiene puntos frágiles. El bipartidismo anterior, con el clásico turnismo, está periclitado. Han tenido que juntarse para garantizar la ‘gobernabilidad’ y frenar el cambio. Ello supone el reconocimiento, de facto, de que no pueden controlar totalmente el proceso y está superado el sistema de simple alternancia. Tienen una relevante pérdida de legitimidad y permanece una amplia ciudadanía crítica. Su representación política, Unidos Podemos y convergencias, persiste y se consolida. Se inaugura otra fase de construcción de un nuevo equilibrio de fuerzas y una nueva oposición social y política para incrementar el apoyo electoral suficiente y garantizar el cambio institucional de progreso.
No obstante, había, hay y puede incrementarse una mayoría ciudadana por el cambio que choca con ese intento de consolidación regresivo y prepotente. La mayoría social está distanciada de la nueva mayoría institucional, del acuerdo tripartito (PP, C´s, PSOE) de la investidura de Rajoy y la gobernabilidad de su mandato. Hay un choque de legitimidades. Ciudadanos se había presentado a las elecciones con un programa de ‘cambio sensato’. El Partido Socialista proponía el ‘cambio seguro’. Ambos decían defender el cambio (limitado), y así lo creyó el 40% del electorado, ahora descontento.
En la anterior legislatura ya se descubrió que su acuerdo consistía en su consenso programático en los dos asuntos principales (continuismo socioeconómico y de la cuestión territorial). Se centraban en intentar un recambio de la élite gubernamental, una leve renovación institucional echando del Gobierno al PP y Rajoy. Era un plan irreal e inconsistente. Ello suponía impedir un cambio sustantivo, en torno a un Gobierno de progreso, compartido entre PSOE y Podemos y sus aliados, con un programa transformador razonable y realista, intermedio y negociado.
El giro progresista y el cambio institucional no han sido posibles. Existiendo una base electoral y representativa suficiente la opción de progreso ha sido bloqueada. Las responsabilidades no son similares o compartidas entre PSOE y Unidos-Podemos (y convergencias). Pues bien, tal como algunos decíamos entonces, ahora, por voz de un protagonista principal, Pedro Sánchez, se confirma que el PSOE nunca se planteó un gobierno alternativo de progreso ni una negociación seria y equilibrada con Podemos y aliados. Se lo impedían los poderes económicos y mediáticos, así como sus barones y dirigentes. Cae por tierra la explicación 'socialista' de la responsabilidad de los líderes de Podemos en la continuidad del Gobierno de Rajoy. El plan del poder establecido consistía en dos operaciones paralelas: desactivar la dinámica y las posibilidades de cambio real en España, a través del aislamiento de Podemos, Izquierda Unida y las distintas convergencias, y fraguar la incorporación de la dirección socialista a la ‘estabilidad institucional’ hegemonizada por la derecha, una nueva coalición presidida por la ‘responsabilidad’ y el consenso europeo.
Por tanto, la dirección socialista, los dos bandos en que ha cristalizado su reciente crisis interna, ha renunciado al cambio, no tiene un proyecto autónomo y ha quedado subordinada al regresivo y autoritario plan liberal-conservador dictado por el poder establecido y la derecha del PP. Ante la crisis del bipartidismo, comparten el intento de una recomposición de la clase política de un remozado Régimen en el que el PSOE no encuentra un espacio claro.
Lo que se ha producido es un cierre de la expectativa popular de un cambio institucional inmediato. No obstante, el ciclo político que comienza presenta nuevas oportunidades y nuevos retos para el cambio. La estrategia y la gestión continuista tienen los días contados. El Régimen no se hunde ni se derrumba, pero tampoco es completamente sólido. Tiene unas grietas significativas que lo debilitan. Con la determinación de las fuerzas del cambio y una estrategia realista y ambiciosa, permiten promover su profunda transformación, bajo los valores de la justicia social y la democracia.
@antonioantonUAM
El debate sobre la transversalidad
Antonio Antón
Publicado en Pensamiento Crítico (20-12-2016), Mientras Tanto nº 153 (1-1-2017) y Página Abierta nº 248 (enero-febrero de 2017). Varios fragmentos se han editado en Público (18-12), Rebelión (12 y 20-12 y Nueva Tribuna (11 y 19-12)
La palabra transversalidad (y transversal) ha adquirido una nueva relevancia en el ámbito político, en particular entre dirigentes de Podemos para definir uno de sus ejes estratégicos, pendiente de decidir en su próxima Asamblea Ciudadana, Vistalegre 2. Su sentido no siempre queda claro, además de los matices y diferencias entre algunos de sus principales dirigentes sobre su importancia y significado. Se trata de clarificar y avanzar en un debate que debe ser riguroso y constructivo para fortalecer un proyecto de cambio.
El significado lingüístico de transversal es “que se halla o extiende atravesado de un lado a otro” (Diccionario de la RAE) o “que afecta o pertenece a varios ámbitos” (Diccionario María Moliner). Es decir, tiene que ver más con una pertenencia ambivalente, doble o mixta, que con una posición intermedia o centrista.
Aquí nos interesa distinguir dos planos que afectan a la transversalidad o a una estrategia transversal: composición sociodemográfica y posición político-ideológica. En el primero se debe responder a cuál es la base social de una fuerza política o social, a quién y con qué prioridades se pretende defender, articular o representar. Tiene que ver con una composición interclasista y representativa de las distintas categorías sociales (de condición socioeconómica, género y edad, étnicas, culturales…). El segundo, normativo, define qué orientación sociopolítica y cultural, qué carácter o significado tienen los intereses, demandas y proyectos, más o menos universalistas o particularistas y más o menos ambiguos o definidos.
Además, hay que hacer referencia realista al actual marco de relaciones desiguales o de dominio/subordinación en las estructuras socioeconómicas y político-institucionales, es decir, a la existencia de un bloque de poder dominante y una mayoría popular subalterna. Igualmente, hay que concretar su significado en relación con las dos grandes dinámicas sociopolíticas contrapuestas: continuismo (regresivo y autoritario) o cambio (progresivo y democrático).
El resultado es una relación compleja de interacción de lo popular (o común) y lo ciudadano. Se debe combinar la representación y defensa de las capas populares, la mayoría social, en oposición a las élites dominantes, con el interés general definido por el camino hacia mayor bienestar individual y colectivo o bien común. Igualmente, interesa su vinculación con una ética universalista que ampara la igualdad y la libertad de los seres humanos, sin privilegios o discriminación por cualquier condición social o cultural. La pugna por la interpretación y la articulación práctica de esos objetivos generales está servida. Es la lucha por la hegemonía político-cultural.
Lo transversal se opone, por una parte, al reduccionismo de clase de algunas corrientes marxistas, más rígidas y economicistas, y por otra parte, al fundamentalismo identitario, el exclusivismo nacionalista y la fragmentación particularista postmoderna. Al mismo tiempo, desde un enfoque popular e igualitario, hay que diferenciarlo del consenso o centrismo liberal.
Por tanto, transversalidad se asocia a una posición político-ideológica que comparte, media o supera los dos polos clásicos en que se ha dividido durante los dos últimos siglos la principal (junto con las tensiones entre nacionalismos/imperialismos) polarización política: izquierda/derecha. La pérdida de vigencia de esta última, en su versión institucional, y la confusión interpretativa que genera, es lo que actualiza un debate ya antiguo, aunque con nuevas formulaciones (como oligarquía y autoritarismo frente a igualdad y democracia, o bien, posiciones liberal-conservadoras frente a opciones progresistas).
Esta expresión se utiliza como alternativa, orientación o principio para ampliar la base social de una fuerza política y ganar representatividad, legitimidad y apoyos electorales. Como decíamos, alude a dos aspectos diferentes aunque complementarios: el significado político o dimensión ética-ideológica, y la composición social o alcance representativo. Tiene sentidos distintos, es decir, es polisémica y ambigua, en la medida que hace referencia a atravesar o compartir con otras partes no definidas, partícipes de diversos planos (o tableros) y cuya función no queda clara, si no se detalla explícitamente. Más motivo para la clarificación de su sentido discursivo y su función política.
Dejamos al margen otros usos en variados campos con significados similares pero ligados a una experiencia y una trayectoria particular y un sentido específico. Por ejemplo, la transversalidad de género, la acción transversal en materia educativa o el carácter interclasista de distintos movimientos nacionales, sociales (feministas, ecologistas, sindicales…) u organizaciones cívicas.
Nos seguimos centrando en el plano político y en algunas referencias teóricas más generales. Dos hechos relevantes han incrementado la importancia de este concepto y la necesidad de precisarlo para clarificar una estrategia de cambio progresista: el giro centrista del socioliberalismo del PSOE (y la emergencia de Ciudadanos), presentado como transversal, y el carácter democrático, social y transversal del nuevo movimiento popular en España, simbolizado por el 15-M, y cuya referencia político-institucional es Unidos Podemos y sus aliados. Con esa experiencia podemos decir que transversalidad no es consenso liberal y que la transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido.
Transversalidad no es consenso liberal
El desarrollo del social-liberalismo del nuevo centro (alemán) o tercera vía (británica), dominante en los partidos socialistas europeos desde mitad de los años noventa, constituye un abandono de las posiciones clásicas de la izquierda socialdemócrata y un giro hacia la adopción de medidas neoliberales y retórica centrista. Este nuevo discurso se presenta como transversal a las ideologías: sustituir la tradición socialdemócrata por el liberalismo, o tener un perfil bajo o ecléctico compatible con la ideología dominante en vez de un pensamiento crítico. Y también transversal respecto a las clases sociales: abandonar la prioridad de la defensa de la mayoría ciudadana (las clases populares -trabajadoras y medias-) e incorporar la representación de los intereses del poder económico-financiero y las oligarquías. Así, se supone que se representa a todas las partes y al conjunto, con la responsabilidad de Estado, el consenso europeo y la garantía de gobernabilidad.
Por un lado, esa posición centrista amplía su espectro ‘transversal’, que incluye las élites dominantes, aunque en realidad pierde representatividad –transversalidad- entre la gente joven, progresista y crítica; por otro lado, pone el acento en la moderación, el consenso y el centrismo político para, supuestamente, ampliar influencia entre el tercio autodefinido como centrista, en disputa, y el tercio de capas liberal-conservadoras, representadas por las derechas.
El último ejemplo es el acuerdo PSOE-Ciudadanos de la pasada legislatura, presentado como pacto ‘transversal’ entre la (supuesta) izquierda socialista y la derecha (supuestamente) regeneradora. Había una acepción de transversalidad como centrismo político, con un proyecto continuista (en lo económico, social y territorial) que integra el poder económico-financiero y una parte de las capas populares e intenta legitimar una nueva élite gubernamental. Además, buscaba el aislamiento de Podemos y sus aliados, así como apropiarse e inutilizar uno de sus discursos para ampliar su legitimidad: la transversalidad. Como se sabe, ese plan continuista no fructificó; pero sí creo un impacto político y cultural de cierta confusión, que no es descartable que vuelva en el futuro.
No obstante, los hechos son los hechos a través de los que se conforma la experiencia y la cultura de la gente. Con la incorporación de los aparatos socialistas a las políticas gubernamentales de austeridad y dinámicas autoritarias, incumpliendo sus compromisos sociales y democráticos, se resquebraja la función legitimadora de esa deriva centrista, se comprueba la amplia desafección popular y la socialdemocracia profundiza su agotamiento político y discursivo. Y por lo que parece, con la actual crisis política y de liderazgo, la mayoría representada en su comisión gestora persiste en su bloqueo de una salida de cambio progresista y su apoyo a la gobernabilidad de las derechas.
En ese sentido, aparece el otro elemento fundamental para comprender el último proceso político e interrelacionar con la lógica de la transversalidad: el conflicto social y cultural y la polarización sociopolítica sobre el que se ha consolidado un amplio campo electoral, una nueva representación política y nuevas capacidades de acción institucional.
Transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido
Frente a la deriva autoritaria y regresiva de las élites gobernantes en su gestión de la crisis sistémica (socioeconómica, político-institucional, nacional y europea), se desarrolla un amplio, masivo, democrático y ‘transversal’ movimiento popular progresista en torno a dos ejes principales: más democracia y mayor justicia social (frente al paro, la desigualdad y los recortes). Se reafirman los valores cívicos y democráticos, así como los derechos sociales. En la pugna sociocultural, se configura la actitud sociopolítica de indignación, sobre todo del mundo juvenil, precarizado y con bloqueo de expectativas, y se expresa la protesta social frente a los poderosos (económicos e institucionales). Y, precisamente, lo hace desde la reafirmación progresista en la cultura previa democrática y de justicia social, muy consistente en el tejido asociativo.
La mayoría de las reivindicaciones populares, de carácter social, económico-laboral y cultural, gozan de una amplia legitimidad social, así como las organizaciones cívicas y los movimientos sociales que los articulan. Según encuestas de opinión, han recibido la comprensión y apoyo persistente de dos tercios de la población dinámicas desde el movimiento 15-M, pasando por la Plataforma contra los desahucios, diversas mareas ciudadana, grandes movilizaciones sociales y múltiples asociaciones voluntarias, hasta el propio movimiento sindical en sus conflictos y huelgas generales contra las reformas laborales, En algunos campos (por ejemplo en defensa de un empleo decente, unas pensiones públicas dignas o una educación con igualdad de oportunidades) el apoyo popular se incrementa más.
No obstante, esta transversalidad de los apoyos a una acción social progresista, en la que hay que profundizar, frente al poder establecido es difícil trasplantarla mecánicamente al campo político-electoral, en el que intervienen otras mediaciones, la capacidad de liderazgo y la credibilidad discursiva y representativa. Es otra reflexión pendiente, que solo apuntamos. En las tendencias electorales aparece un campo más próximo, por afinidad política, de crecimiento y expansión del voto a Unidos Podemos y las convergencias.
Nos referimos al voto progresista que está recalando en la abstención, entre ellos el millón perdido entre el 20-D y el 26-J, así como, según las recientes encuestas, el millón que también pierde el PSOE por su crisis política y su giro derechista. Es el horizonte a medio plazo de conseguir el 30% del electorado y cerca de ocho millones de electores lo que aventura otro cambio cualitativo en los equilibrios institucionales. Y aun sin la posibilidad de ‘ganar’ solos el Gobierno y la necesidad de ampliar acuerdos con otras fuerzas (un nuevo Partido Socialista o parte de él, hoy difícil de prever, o sectores nacionalista progresistas) permite avanzar en la expectativa de un Gobierno de progreso y un cambio institucional sustancial que dé paso a una transformación más profunda, socioeconómica y política. Y, en todo caso, consolidar un campo sociopolítico progresista, condicionar la gestión liberal conservadora y acceder a posiciones de gestión institucional intermedias significativas.
Los objetivos sociopolíticos y la expresión democrática de esta ciudadanía activa, con una participación e implicación mayor en los asuntos públicos y la acción colectiva, cuantificada en unos cinco millones de personas, tienen una amplia legitimidad entre la mayoría de la sociedad que alcanza a los dos tercios. Se conforma un electorado indignado y progresista con una experiencia fundamental frente a la clase política gobernante (del PP y del PSOE) y los grandes poderes económicos y con dos objetivos globales: mejora de las condiciones y derechos sociales, económicos y laborales (frente a los recortes y el austericidio), y democratización política, institucional y de la resolución de la cuestión nacional. El resultado, un vuelco en el sistema de representación política con la emergencia de Unidos Podemos, las confluencias y las candidaturas municipalistas.
La transversalidad como centralidad no es centrismo; es ser eje del proceso político a través de la representación y defensa de la mayoría popular con unos valores democrático-igualitarios. No es neutralidad o ambigüedad respecto de las ideas y las prácticas conservadoras, reaccionarias, sexistas o racistas. No es partir del punto intermedio de la cultura de la gente para reproducirla como sentido común. Es reconocer toda la realidad y pluralidad existente, conectar con los mejores valores cívicos de la mayoría ciudadana, proyectar un discurso de progreso e impulsar la transformación social y cultural de la sociedad en un sentido (universal) igualitario y solidario.
Así, este proceso socio-histórico nos da pistas de otro contenido de la palabra transversal. No es centrismo, moderación, equilibrio y mediación entre la derecha y la izquierda gobernantes, que no representan a un sector amplio de la sociedad, o entre la gente (común) y el poder político-económico. Expresa compartir proyectos, posiciones y composición social integradora, pero dentro del campo ‘popular’, de las capas subordinadas, de los de abajo o subalternos, frente a los de arriba, la oligarquía o las clases dominantes (por supuesto, con excepciones y situaciones intermedias).
Ante situaciones desiguales de estatus o de poder no debe haber neutralidad, sino solidaridad, apoyo y reequilibrio de condiciones de la gente en desventaja. Y con el criterio universal de articular la igualdad y la libertad. Por tanto, transversalidad (popular y progresista) tiene un significado sustantivo democrático, igualitario y emancipador, en grados diferentes, pero opuesto a comportamientos, posiciones y actitudes autoritarias, regresivas y dominadoras.
La universalidad se debe combinar con la necesidad social
El concepto de transversal puede y debe reunir componentes ‘universales’ (concepto clásico de la filosofía política) para toda la población. Es la tradición de la ética kantiana que dejó su impronta en la declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no es una posición intermedia, neutra o ambigua entre esos dos polos del conflicto: igualdad/libertad frente a desigualdad/dominación. Como tampoco lo era ese nuevo código ético universal, todavía de referencia internacional. Se pactó en la ONU (1948) entre EEUU y países europeos y sus aliados del bloque soviético, precisamente, frente a la dinámica y la experiencia del nazi-fascismo, el autoritarismo, el racismo y las dictaduras que asolaron el mundo, previa y durante la segunda guerra mundial. Pretendía evitar la reproducción del autoritarismo con una nueva hegemonía cultural, democrática y de derecho (y en Europa occidental, además, ‘social’, con el Estado de Bienestar).
Es la dinámica que quieren hacer retroceder las fuerzas neoliberales de los poderosos, la gestión regresiva de la crisis socioeconómica por las clases gobernantes y el nuevo populismo derechista, autoritario y xenófobo. Pero ante la imposición de una involución social, económica, política y democrática, para la ciudadanía se revaloriza la importancia de una alternativa de progreso, basada en los valores universales (republicanos) y la reafirmación de las identidades populares ancladas en la cultura de la justicia social y la democracia.
Por tanto, lo transversal, desde una mirada progresista y realista, tampoco debe ser una posición neutra o ambigua entre los dos grandes proyectos políticos o dimensiones ideológicas en pugna, basados en la igualdad y la libertad o en la desigualdad y la dominación, y desarrollados en la historia de estos dos últimos siglos; y, convenientemente actualizado, debe recoger lo mejor de la experiencia y las tradiciones progresistas o liberadoras: la democracia, la emancipación y la igualdad social frente al autoritarismo, la subordinación y la regresión. Se supera la simple lógica de antagonismo político entre amigos/enemigos, difusa en su significado político y limitada e insuficiente para conformar identidad popular y procesos progresistas. Ese esquema procedimental del conflicto, además de matizarlo, se debe combinar y complementar con un contenido sustantivo emancipador, inserto en las mejores experiencias y dinámicas democráticas europeas. Así, se afianza la construcción de nuevos actores (o sujetos) sociales y políticos, populares y cívicos, tras un cambio de progreso.
No cabe compartir, mezclar o ser transversal (neutro o equidistante, según la versión liberal y abstracta) entre las dos estrategias y discursos: por un lado, los derechos humanos y sociales, reduciéndolos a unos mínimos, y, por otro lado, las posiciones autoritarias, opresivas y antisociales. En ese plano ético no hay punto intermedio justo. En ese centro discursivo (aristotélico, liberal o confuciano) no está la virtud. La justicia, en una situación de desigualdad y dominación, está en la defensa de la gente común o el pueblo desde un polo del conflicto político-ideológico, los mejores valores ilustrados o republicanos representativos de la modernidad democrática: igualdad, libertad, solidaridad, laicidad, convivencia intercultural…
Se trata de remover los obstáculos estructurales y las desventajas de la gente normal, la mayoría ciudadana, frente a los privilegios de las capas dominantes, las élites poderosas. No obstante, en este caso, no se defienden solo los intereses o valores de una parte (subordinada o popular), aunque sea mayoritaria y que para ella tenga más valor su protección pública. Junto con el estado de derecho, se aplican valores ‘universales’ favorables al conjunto de la ciudadanía (también de los oligarcas, corruptos y delincuentes), aunque incompatibles con las posiciones y dinámicas antidemocráticas y antisociales.
Transversal: diverso e interclasista
Transversal hace referencia a una característica ‘interclasista’, mestiza, plural y diversa, en cuanto a condición socioeconómica, cultural o de sexo, de la base social que se representa o a la que se dirige. Pero, como decíamos, hay que sobreentender la no equidistancia o la no neutralidad entre poder establecido y mayoría ciudadana, entre agentes dominadores y personas y grupos dominados o discriminados. No se trata de reproducir o conservar el orden existente; se trata de cambiarlo.
Dicho de otro modo, transversal como necesaria amplitud sociodemográfica, flexibilidad asociativa o apertura de miras no debe llegar a representar y defender al poder establecido y las élites dominantes. Solamente, en aquello que son sus derechos ‘universales’, civiles y políticos, incluso en aspectos parciales compartidos (por ejemplo la sostenibilidad del planeta, una mínima cohesión social o un interés nacional). Pero existe una diferencia sustancial respecto de su posición de dominio y su papel de control y gestión de los recursos productivos, económicos, culturales e institucionales. Así, sus intereses directos y sus demandas inmediatas, con una dinámica predominantemente regresiva y autoritaria, también condicionan el significado de estos aspectos compartidos, y adquieren, en su mayor parte, un carácter antagónico respecto de los de la mayoría popular y ciudadana.
Por tanto, hay que oponerse a ese poder establecido y no representarlo (como con las puertas giratorias). La centralidad de ese tablero representativo la configura la prioridad por el arraigo, la representación y la defensa de la amplia mayoría popular y subalterna, que podemos cuantificar en el 80% de la población activa (según criterios ‘objetivos’ neomarxistas o neoweberianos). Ahí están las clases trabajadoras, con una posición y estatus de subordinación -incluyendo el precariado, las personas pobres y desempleadas y la mayoría de sectores autónomos-, y las clases medias técnicas y profesionales –o pequeño burguesía, vieja y nueva- estancadas o empobrecidas.
No obstante, hay que recordar (siguiendo las ideas de E. P. Thompson), que un sujeto social (clase, pueblo o nación) se conforma a partir de su experiencia relacional y socio-histórica respecto de los poderosos, su diferenciación cultural y asociativa frente a las dinámicas regresivas, su comportamiento sociopolítico y democrático en defensa de sus intereses y demandas cívicas. Esta nueva experiencia, cultura y actitud progresista de amplias capas populares en España, ante la crisis sistémica iniciada casi ya hace una década, es lo que construye un factor de cambio, reforzado por una nueva representación política e institucional. Representatividad popular, composición transversal y firmeza democrática y solidaria frente al poder establecido permiten a las fuerzas del cambio ocupar una mayor centralidad en el proceso político.
En la sociedad existe una profunda situación de desigualdad social, económica y de poder, de estructuras opresivas, de falta de garantías públicas para la libertad y el bienestar de la población, particularmente, de las capas más desfavorecidas. Una política progresista debe saber combinar un horizonte universalista (o transversal) en los derechos y garantías para todos y todas y unas medidas reequilibradoras o compensatorias frente a la desigualdad y la discriminación de capas significativas y mayoritarias de la población subalterna. Debe combinar la ciudadanía social universal con el impacto específico o las políticas adecuadas a las distintas ‘necesidades sociales’. Es lo que se aplica en los derechos sociales, como el de la sanidad o la vivienda; o los criterios para defender un plan de emergencia social o unas rentas sociales. El objetivo o resultado a conseguir es la mayor igualdad de posiciones, estatus y capacidades (más completa que la de oportunidades), el empoderamiento cívico, la no-dominación. Y ello de forma transversal, sin discriminación de sexo, etnia, condición social u orientación política, sexual o cultural y, en particular, sin clientelismo político o corrupción.
En definitiva, la transversalidad es un enfoque positivo y sugerente para la ampliación de la base social y electoral de las fuerzas del cambio y su desarrollo discursivo, programático y sociopolítico. Se trata de avanzar en un marco unitario y constructivo de debate y definición programática y estratégica y evitar su uso simplificado como bandera para conformar lealtades orgánicas. Pero exige un esfuerzo suplementario para aclarar los malentendidos, huir del fetichismo de la eficacia de su simple enunciación y afinar el análisis de la complejidad de sus diversos componentes y relaciones. Entre ellos su combinación con el otro elemento fundamental para una estrategia progresista: la apuesta por el cambio, por la oposición a las dinámicas regresivas y autoritarias y en favor de los derechos humanos y sociales, de la democracia y la igualdad.
@antonioantonUAM