Sociólogo y politólogo.  Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)

Liberalismo y ciudadanía social


Liberalismo y ciudadanía social

Antonio Antón

 ((Comunicación presentada en las I JORNADAS DE FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA, octubre de 1999, de la Asociación Española de Ética y Filosofía Política. Publicada una versión resumida en Página Abierta, noviembre de 1999)

A. La justicia y la igualdad social

En las discusiones sobre el contenido de la ciudadanía social, sobre los derechos sociales y en particular sobre el ingreso social o renta básica se entrecruzan justificaciones que se fundamentan en diversas concepciones de la justicia y del bien. Voy a dejar al margen al neoliberalismo con su defensa de la libertad económica, la restricción del gasto social y la incompatibilidad que ve en los derechos sociales para garantizar la propiedad privada. Es un planteamiento que favorece claramente la desigualdad social y económica siendo más fácil de criticar desde una posición igualitaria. También voy a dejar de lado en esta exposición la problemática general del Estado de Bienestar como pacto intergeneracional y como seguro parcial frente a los riesgos de vulnerabilidad social y tampoco me voy a detener en el pensamiento de la izquierda defensora del pleno empleo y del pacto socioeconómico como mecanismos de regulación social, cuestiones sobre las que también trato en el escrito pero que desbordarían esta breve síntesis centrada en el pensamiento liberal. Me voy a detener en la exposición de una valoración crítica sobre el núcleo de pensamiento liberal más progresista sobre esta temática, que es más complejo y ambivalente, comentando autores muy representativos del liberalismo como Rawls, Dahrendorf y Van Parijs[1],.

Comienzo resumiendo el planteamiento liberal sobre la situación originaria de los individuos. Esta posición parte de unos individuos aislados, dispersos y autosuficientes que a partir de ahí establecen sus contratos de colaboración con los demás. Se rechaza la existencia de objetivos comunes de la sociedad y diferentes de los intereses individuales de cada persona. Por otra parte tratan de establecer unos principios o libertades individuales iguales para todos, donde se destacan las llamadas libertades básicas políticas y civiles. Es aquí donde aparece como una libertad fundamental el derecho a la propiedad privada. Y como no habría un bien común de la sociedad, por ejemplo, el favorecer la igualdad social, por encima de los intereses de cada individuo, no se podría establecer ninguna norma que cuestione esa libertad básica, en este caso el derecho a la propiedad privada. Así, al ponerla en primer plano, se llega al derecho a la libre empresa y a enriquecerse cuanto se pueda, evitando cualquier interferencia moral o política  sobre ese derecho que se pretende ‘natural’.

Rawls defiende con firmeza que ninguna desigualdad social o económica puede atenuarse si con ello se limita la libertad fundamental de un individuo.  Pero entonces hay que señalar como elemento central de crítica esa idea del derecho a la propiedad privada como libertad individual incuestionable[2]. Aunque el punto de partida liberal, aparentemente es la política, son las libertades, en la mayor parte de las corrientes liberales aparece en un lugar privilegiado el derecho a la propiedad privada incluso por encima de la sensibilidad democrática hacia otros derechos civiles y políticos. Por tanto en el fondo están poniendo en primer lugar también la economía (la propiedad) y en segundo plano la política (los derechos políticos y sociales) y a las personas concretas. 

Otras corrientes liberales son más progresistas en esto, y un autor como Dahrendorf admite la conveniencia de corregir la desigualdad económica por arriba en la medida que pueda convertirse en una situación de poder y privilegios y por tanto en fuente de derechos y titularidades contrapuestos a los derechos de los desfavorecidos. Este pensador sigue priorizando el valor de la libertad, pero corregido con el de la igualdad política para disminuir la desigualdad económica y social también por abajo. No se desliga del tronco común liberal, de que las personas se mueven por su beneficio propio, por su interés egoísta, y eso les llevaría a la riqueza, y según él, a la cooperación o al bien de la sociedad, aunque considera necesaria la ayuda de la ciudadanía y la moral racional.

Van Parijs en su justificación liberal de la universalidad para todos de una renta básica expone que aquella no es para corregir la desigualdad y no está en conexión con las necesidades básicas de la población. La fundamenta en la necesidad de dar una base común a cada persona que ampliaría el suelo de la libertad real de todos. Supuestamente con esa aportación igual, se aumentaría de forma similar el grado de libertad individual y por tanto el resultado sería más justo. Pero esta argumentación hace abstracción de la situación social en que nacen y viven los individuos, ya que la realidad es de una gran desigualdad social y económica, existiendo un reparto muy desigual de los mecanismos de distribución de la riqueza, del empleo y el patrimonio material y cultural, tanto en el plano individual como entre los diversos grupos sociales. El valor de la libertad es desigual, unas personas son mucho más ‘libres’ que otras, es decir, tienen más capacidades reales para realizar sus proyectos vitales. Por tanto lo que se trataría es de reequilibrar las condiciones originarias, de favorecer una mayor igualdad real, y en el fondo también una mayor libertad real para los sectores empobrecidos y excluidos.

Una distribución de bienes sociales igual para todos es justa cuando el punto de partida es similar. Pero en una realidad social no equilibrada, se puede defender que el reparto de bienes y rentas podría ser desigual cuantitativamente y como resultado ser más igualitario. Es decir debería guiarse según las necesidades de los diferentes sectores y personas de la población, que pueden ser desiguales, manteniendo un criterio redistributivo justo e igualitario en el fondo, pero con medidas diferentes según los segmentos de la población. En las sociedades modernas actuales con un alto grado de segmentación, de diversidad y diferenciación se trata de buscar, como finalidad, el tener una base común básica. Pero los criterios de justicia o equidad no conllevan necesariamente el repartir los mismos bienes a todo el mundo.  En la tradición de la izquierda y del ‘bienestarismo’ siempre se ha defendido que paguen más los que más tienen, y reciban más los que menos tienen, es decir, los más desfavorecidos, buscando el resultado global de una mayor igualdad. La cuestión es modificar la desigualdad, compensando a los que no tienen recursos suficientes para acceder a una ciudadanía real para todos.

Por tanto hay que partir de una concepción de la justicia que defiende la vigencia de la universalidad del derecho a una vida digna, de los derechos sociales, garantizando unos ingresos imprescindibles para cubrir las necesidades básicas de todas y cada una de las personas, pero contemplando los recursos que ya tiene cada cual, para profundizar en una relación más igualitaria. Hay que tener en cuenta la relación de desigualdad socioeconómica real existente, para realizar unas propuestas que pueden favorecer más a una parte, con el objetivo de alcanzar una mayor igualdad. Es el antiguo punto de vista de no ser neutral, el de ponerse desde el lado del gran campo de los oprimidos, de que las grandes transformaciones sociales son una gigantesca discriminación positiva para los más desfavorecidos. Todo ello se puede justificar con el derecho a la devolución para el pueblo de todo aquello que se considera patrimonio del pueblo, de la pertenencia al pueblo de los bienes colectivos de la sociedad, de reafirmar el principio democrático de soberanía popular.

Este enfoque parte de la universalidad de los derechos sociales, como derecho subjetivo de todas las personas, pero choca contra la idea abstracta y formal de que su mejor concreción es una redistribución similar de los bienes para todas las personas. En ese sentido el formalismo de ese universalismo abstracto se situaría por encima y al margen de la realidad y de la acción por la igualdad. Por tanto conviene distinguir el campo de los derechos y las normas jurídicas iguales para todos, del campo de la realidad social desigual que requiere medidas compensatorias específicas. Se trata de combinar el universalismo de los derechos y los fines, con la particularidad de la realidad de los diferentes grupos sociales y los correspondientes medios específicos.

Esta nueva ciudadanía social supone una interrelación y jerarquización de los valores, en particular, de la libertad y la igualdad, así como de derechos individuales y colectivos. Al mismo tiempo requiere una acción  social transformadora. Es un punto de partida para la afirmación de los derechos sociales, de la protección social ante las situaciones de vulnerabilidad social, del fortalecimiento del polo social del Estado social para generalizar una sociedad de bienestar. El sentido de la defensa de la ciudadanía social, es conseguir unas condiciones y unos derechos sociales comunes para todos, es evitar las zonas de fragilidad y vulnerabilidad social, de los riesgos o situaciones de exclusión de las garantías ciudadanas y del bienestar básico de la sociedad. Se trata de ser iguales en derechos y al mismo tiempo disminuir las diferencias socioeconómicas, manteniendo la voluntariedad sobre la diversidad de cada proyecto vital individual o comunitario.

B. Derechos, deberes  y la incondicionalidad

Veamos ahora el tema de la condicionalidad, el de la combinación de derechos y deberes, que es la base del contrato social moderno. La incondicionalidad, la defensa de derechos al margen de la contribución del empleo, es una posición necesaria frente a la presión productivista de vincular la vida de las personas a su inserción en el mercado de trabajo. Esta es una idea opuesta a la visión dominante en la sociedad, e incluso en la mayoría de la izquierda del ‘hombre económico’. Aquí defiendo la universalidad de los derechos sociales fundamentales o de un salario social, independientemente de la aportación al empleo, o la disposición a la inserción laboral. La gran mayoría de la población no empleada establemente, están en paro involuntario o con empleo precario, son amas de casa con tareas domésticas y de maternidad, jóvenes con cierta actividad formativa, cultural o asociativa, o pensionistas. Es decir la gran mayoría realiza o ha realizado una actividad útil socialmente, o en todo caso no tiene responsabilidad directa en su inactividad o desempleo.

Existe otra posición defensora de una condicionalidad débil, es decir de reconocer la utilidad social de una actividad social o cultural o del trabajo doméstico, y por tanto de considerar que hay una corresponsabilización colectiva o, en todo caso, una imposibilidad práctica de ejercerla,. Desde esta posición también se llegaría a la generalización de un ingreso social. Tendría similar amplitud con una incondicionalidad total y tendríamos un salario social o renta básica para toda la gente desempleada y/o sin recursos. La diferencia en este sentido sería de matiz. Es la misma línea de argumentación desde la que se puede defender la generalización de las pensiones o de las prestaciones de desempleo. Esta posición puede tener la desventaja de llevar a la legitimación de la imposición de contrapartidas de ‘inserción social’, de formación , etc., pero tiene la ventaja de poner en primer plano la revalorización de la actividad cultural, asociativa o doméstica como una actividad útil socialmente fortaleciendo el estatus y las redes de sociabilidad. Para limitar las desventajas y estimular las ventajas se debe plantear la voluntariedad y un marco adecuado de desarrollo colectivo.

Sin embargo al defender la incondicionalidad con respecto al mercado de trabajo y la condicionalidad débil con respecto a una actividad social, se nos plantea otro problema fundamental, que es el de la vinculación social, donde se ven los límites del pensamiento liberal. El liberalismo permanece entre el individuo asocial y el autoritarismo impuesto por el Estado, que obliga a colaborar con las instituciones y el orden social vigente. Sin embargo, la persona es un ser social, se construye, necesita y se beneficia de su relación social, desde su nacimiento y  durante su estancia en la sociedad. Bien es verdad que su relación con la sociedad también le acarrea sufrimiento, explotación y subordinación. Pero es insuficiente la contraposición individuo y sociedad. Por tanto es necesario dar un paso más en el desarrollo de los lazos comunitarios y en la construcción de la sociedad civil. En este sentido, no se debe poner en primer plano las contraprestaciones de deberes en correspondencia a lo que te aporta la sociedad, sino de ampliar, renovar y llenar un vacío de sociabilidad y desarrollo solidario o en términos más clásicos de cohesión e integración social. Entonces en vez de hablar de deber social como una cosa negativa, se puede poner el acento en el derecho y la conveniencia a participar en lo público, en el reconocimiento  de la actividad social, en lo positivo de estimular otras actividades humanas independientes del empleo. La corresponsabilidad social no aparece entonces como negativa como cuando se plantea desde una visión individualista, sino como desarrollo de la propia personalidad, de la solidaridad y de los vínculos sociales.

C. Contrato social y laboral y ciudadanía social

Después de tener unas condiciones básicas y un ingreso social suficientes para vivir, aparece un problema central: qué relación vital se establece con los demás, cómo se desarrolla la personalidad y la identidad social, cómo se construye la sociedad. Los proyectos de la modernidad basados en la participación a través del empleo remunerado y en la ciudadanía liberal presentan insuficiencias. A partir de esa constatación la cuestión se desplaza a mejorar las capacidades para participar en la sociabilidad, en el desarrollo personal y colectivo de forma voluntaria y por tanto pudiendo elegir más libremente. De ahí también surge la conveniencia de una actividad social y cultural, de una acción solidaria y de la modificación de las pautas sociales y culturales que lo impiden.

No obstante, hay que constatar que desde otros planteamientos éticos liberales también se puede defender la incondicionalidad en relación al empleo, para romper una correspondencia individual y muy estricta, dejando los deberes en un plano más general de la moral o la ética. Así se puede contemplar el conjunto de la vida de una persona, o bien establecer diferentes niveles de derechos que se correspondan con diferentes niveles de deberes. Los derechos sociales serían independientes de la ‘contributividad’ de cada cual a través de las cotizaciones sociales, pero no estarían al margen de la ‘contribución social’, es decir en ser ‘ciudadano’ cumplidor de sus obligaciones.

Así, según Dahrendorf tanto los derechos sociales como los deberes cívicos están en el plano de lo público, de la ciudadanía. Las contraprestaciones de empleo, de la disposición a participar en el mercado de trabajo pertenecería al ámbito de lo privado y, en consecuencia, no se podrían poner en el mismo plano como unos deberes necesarios ante el ejercicio del derecho a un ingreso mínimo. Este autor llega a la misma conclusión de exigir un ingreso mínimo incondicional e independiente del empleo. Es decir, se plantea como incondicional con respecto a otras contrapartidas en el plano laboral o socioeconómico, con la argumentación de que es un derecho en el plano político de la ciudadanía, en el plano de lo público. Pero como la defensa de unos ingresos mínimos para cubrir las necesidades básicas la establece en el marco político de la ciudadanía, también da por supuesto que las contrapartidas se deben de ofrecer en el mismo plano de la ciudadanía política y pública, es decir, en ser buen ‘ciudadano’, tener espíritu cívico y corresponsabilizarse con la ‘cosa’ pública. Por tanto, desde estos planteamientos liberales también se exige una corresponsabilidad en los deberes aunque cada corriente es más o menos incisiva en la exigencia de su cumplimiento. 

La confusión en cuanto a la exigencia de la condicionalidad, de las contrapartidas frente a los derechos, bien a través del empleo o del ‘deber cívico’ se crea al separarse, por un lado, el marco de los derechos y deberes en cuanto ciudadano, es decir, el plano de lo ‘público’ y, por otro lado, el marco de los derechos y deberes ‘privados’. Los primeros, los derechos y deberes ‘ciudadanos’ los debería regular el Estado y ser garante de ellos. Los segundos, los ‘privados’ estarían regulados por el contrato laboral, mercantil o matrimonial, dejando en ellos la ‘libertad’ a las partes para concertar sus derechos y obligaciones. Sin embargo sabemos que en este ámbito ‘privado’ también se dan unas relaciones previas de desigualdad y dependencia que hacen que los contratos avalen una relación desigual, ya sea entre empresario y trabajador o entre hombre y mujer.

Según el planteamiento liberal, el pacto social, la condicionalidad se da en la sociedad política, la obligatoriedad de los deberes también se desarrollaría en el plano de lo público y, aunque el ciudadano no haga su aportación a través del empleo, la contribución consistiría en la aceptación y cumplimiento de la Ley o en la aportación personal con una parte del tiempo de cada cual a la sociedad (en forma de servicio militar o prestaciones sociales diversas) o, en todo caso, con impuestos. Sin embargo, según la idea liberal, en el plano de lo privado no tiene sentido hablar de condicionalidad, ya que el Estado no tiene ‘obligaciones’, sino que cada parte contratante establece sus condiciones y negocian un acuerdo o ‘contrato’ que regula ‘libremente’ esos derechos y deberes entre ellos.

En la tradición universalista kantiana los derechos se basan en la condición humana, pero no hay una correspondencia estricta y automática con los deberes. Las obligaciones quedan también en el ámbito general de la corresponsabilidad social o la pertenencia a la ciudadanía. Sin embargo, ante la insuficiencia de concreción regulativa de la ética, la articulación de los derechos y deberes debe dejar el ámbito de las declaraciones universales y generales y bajar al ámbito de la regulación jurídica concreta, donde se establecen por un lado derechos y por otro los deberes. Esa tradición ética universalista todavía es un poderoso elemento cultural con capacidad igualitaria, permitiendo la defensa de los derechos individuales. Pero ante la ambigüedad ‘doctrinal’ de la exigencia de un deber moral demasiado abstracto, los diferentes poderes institucionales enseguida lo rellenan de obligaciones ‘cívicas’. Al mismo tiempo, la dinámica socioeconómica ha llevado a gran parte de la población a la pobreza o la exclusión, dejando sin valor sus derechos, mientras se les exige que previamente cumplan con su ‘deber’ de trabajar y cumplir la ley, volviendo a la trampa liberal.

Por otra parte, en el pensamiento liberal más progresista, se suelen defender solamente los derechos sociales ‘básicos’, como las rentas mínimas, como derechos ciudadanos, es decir, sin necesidad de contribuir económicamente, pero no se incluyen los derechos sociales ‘generales’ para los que se tendría acceso de acuerdo con cierta ‘contributividad’.[3]

D. Deberes o participación social

Ahora se comenta otro límite fundamental del liberalismo, sobre la participación pública y colectiva, es decir  sobre un planteamiento más profundamente democrático y que no llega a abordar bien. Como se decía anteriormente, la fundamentación liberal de un ingreso social como derecho ciudadano, también se puede justificar sin exigir contrapartidas y deberes en el plano de lo económico, es decir de la inserción en el mercado de trabajo. Por tanto se considera incondicional en este campo, pero presuponía la corresponsabilidad de deberes en el otro plano de la ciudadanía. Por otra parte, desde el liberal Dahrendorf hasta el socialdemócrata renovador Offe[4] ven los límites del contrato laboral como base de la sociabilidad en este fin de siglo y conciben una renta mínima no en el campo estricto de lo económico, sino en el de las condiciones mínimas de la ciudadanía, situando en ese plano el deber moral de corresponsabilidad social. En consecuencia, a través de ese hilo conductor se camina de la obligación moral de trabajar al deber ciudadano de ser ‘patriota’ o ser ciudadano ‘cívico’.[5]

Esa es la concepción que late al constituirse los Estados de Bienestar y las prestaciones básicas como derecho de carácter universal, pero con el compromiso de fortalecer la cohesión social, la estabilidad del orden social y económico, en un marco geoestratégico de frenar el avance del bloque socialista en la posguerra mundial. Al mismo tiempo como se estaba en la sociedad de pleno empleo y con una fuerte cultura del trabajo no era necesario destacar tanto el elemento contributivo de las cotizaciones sociales que se daba por supuesto.

Ahora bien, la ciudadanía, especialmente la social, desde un enfoque más colectivo o comunitario, como el que defiendo, se puede plantear desde la perspectiva de la participación y solidaridad social, desde la ampliación de los derechos colectivos del individuo como ser social a fortalecer el vínculo social y participar en la vida pública. Así la actividad democrática, la acción social o cultural, etc., no aparecen tanto como deberes impuestos, sino como derechos a que la propia sociedad amplíe los cauces para su desarrollo, como contradictorio con el egoísmo individual pero como expresión del desarrollo humano. Así el ‘mérito’ de la acción solidaria se revalorizaría ante la sociedad. No se quedaría solamente en el derecho a la ‘integración social’, desde una óptica individual, sino en la participación colectiva en la actividad pública.

En definitiva no se trataría tanto exigir contrapartidas frente al derecho a una renta básica o unos derechos sociales, sino poner en primer plano la necesidad de mecanismos de integración, actividad social y desarrollo comunitario, evitando los riesgos de desvertebración y exclusión social, y admitiendo la amplitud de las formas de relación social y sociabilidad de la gran mayoría de la población, que no puede o no quiere aportar su contribución a través del empleo. Por tanto, se abre el reto de remover y reinventar las nuevas pautas de comportamiento social, los criterios morales, una nueva actitud de solidaridad y cooperación social, que solamente se puede hacer hoy muy parcialmente y entre sectores muy limitados. Es un debate ético y teórico fundamental que viene asociado a la acción contra la exclusión y a la ampliación de los derechos sociales.

La idea de situar a la economía, al trabajo en primer plano, que avanzó con fuerza desde el siglo XVIII,  es hegemónica en la sociedad actual. En la época del pleno empleo se revalorizó la cultura del trabajo. El movimiento democrático en defensa de la ciudadanía, y en particular de la ciudadanía social,  ha supuesto un freno a ese economicismo y tiene un componente igualitario, pero casi siempre se ha expresado en un segundo plano y subordinada a las exigencias de la economía. Con la crisis del empleo y la segmentación social se ha debilitado la función del trabajo como relación social. La vinculación social colectiva se ha desarticulado en beneficio del contrato individual. El reto del próximo siglo, se sitúa en poner el énfasis en la prioridad de lo social, en unas relaciones libres e igualitarias, en los derechos sociales, en el desarrollo personal y el bienestar colectivo, que se deberían colocar por delante del imperio de la economía y del empleo.

[1] Ver la ‘Teoría de la Justicia’ Ed. FCE (1997) de John Rawls, libro publicado en 1971 y de gran influencia en el moderno pensamiento liberal. Posteriormente este autor publicó ‘Liberalismo político’ Ed. Crítica. 1997. Dahrendorf es un prestigioso e influyente liberal progresista en cuya obra ‘El conflicto social moderno’ Ed. Mondadori (1994), expone la defensa de un ingreso social universal, dentro de un desarrollo amplio de la concepción de la ciudadanía. Van Parijs ha sistematizado su justificación de la renta básica en el libro ‘La libertad real para todos’, Ed. Paidós. 1996. Se declara deudor de una concepción liberal radical cuya base es el pensamiento de Rawls.

            [2] El objetivo de estas líneas no es atacar la propiedad privada en general sino cuestionar la gran propiedad de recursos que sostiene las grandes desigualdades socioeconómicas, y el discurso de ‘principios’ defensor de la ‘libertad de propiedad’ para mantener los privilegios de los grandes propietarios.

[3] Dejo el tema apuntado porque aquí se entraría en la problemática general del Estado de Bienestar y en el pensamiento de la izquierda, cuestiones que desbordarían este artículo centrado en el pensamiento liberal.

            [4] Ver C. Offe, ‘Precariedad y mercado laboral: Un análisis a medio plazo de las respuestas disponibles’ publicado en el libro ‘¿QUÉ CRISIS?, Retos y transformaciones de la sociedad del trabajo’ Ed. Gakoa - 1997.

            [5] Un intento de justificación de ese nuevo ‘civismo’ lo encontramos en Adela Cortina, ‘Ciudadanos del mundo’. 1997 Ed. Alianza. Combina los dos planos de la ciudadanía para pasar a fundamentar la ciudadanía económica y la participación en el empleo.

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